domingo, 31 de mayo de 2015

Carta a una señorita en París, un cuento de Cortázar

Hicimos en ABRA, nuestro taller de lectura  este cuento fascinante de
Julio Cortázar.
Vimos qué podrían representar esos conejitos basándonos en algunas críticas y
hablamos mucho sobre el orden y el desorden, sobre lo interno y lo externo,
sobre las palabras y más, siempre mucho más, inspiradas en Cortázar.
 
 
Carta a una señorita en París

Andrée, yo no quería venirme a vivir a su departamento de la calle Suipacha. No tanto por los conejitos, más bien porque me duele ingresar en un orden cerrado, construido ya hasta en las más finas mallas del aire, esas que en su casa preservan la música de la lavanda, el aletear de un cisne con polvos, el juego del violín y la viola en el cuarteto de Rará. Me es amargo entrar en un ámbito donde alguien que vive bellamente lo ha dispuesto todo como una reiteración visible de su alma, aquí los libros (de un lado en español, del otro en francés e inglés), allí los almohadones verdes, en este preciso sitio de la mesita el cenicero de cristal que parece el corte de una pompa de jabón, y siempre un perfume, un sonido, un crecer de plantas, una fotografía del amigo muerto, ritual de bandejas con té y tenacillas de azúcar... Ah, querida Andrée, qué difícil oponerse, aun aceptándolo con entera sumisión del propio ser, al orden minucioso que una mujer instaura en su liviana residencia. Cuán culpable tomar una tacita de metal y ponerla al otro extremo de la mesa, ponerla allí simplemente porque uno ha traído sus diccionarios ingleses y es de este lado, al alcance de la mano, donde habrán de estar. Mover esa tacita vale por un horrible rojo inesperado en medio de una modulación de Ozenfant, como si de golpe las cuerdas de todos los contrabajos se rompieran al mismo tiempo con el mismo espantoso chicotazo en el instante más callado de una sinfonía de Mozart. Mover esa tacita altera el juego de relaciones de toda la casa, de cada objeto con otro, de cada momento de su alma con el alma entera de la casa y su habitante lejana. Y yo no puedo acercar los dedos a un libro, ceñir apenas el cono de luz de una lámpara, destapar la caja de música, sin que un sentimiento de ultraje y desafio me pase por los ojos como un bando de gorriones.
         Usted sabe por qué vine a su casa, a su quieto salón solicitado de mediodía. Todo parece tan natural, como siempre que no se sabe la verdad. Usted se ha ido a París, yo me quedé con el departamento de la calle Suipacha, elaboramos un simple y satisfactorio plan de mutua convivencia hasta que septiembre la traiga de nuevo a Buenos Aires y me lance a mí a alguna otra casa donde quizá... Pero no le escribo por eso, esta carta se la envío a causa de los conejitos, me parece justo enteraría; y porque me gusta escribir cartas, y tal vez porque llueve.
         Me mudé el jueves pasado, a las cinco de la tarde, entre niebla y hastío. He cerrado tantas maletas en mi vida, me he pasado tantas horas haciendo equipajes que no llevaban a ninguna parte, que el jueves fue un día lleno de sombras y correas, porque cuando yo veo las correas de las valijas es como si viera sombras, elementos de un látigo que me azota indirectamente, de la manera más sutil y más horrible. Pero hice las maletas, avisé a la mucama que vendría a instalarme, y subí en el ascensor. Justo entre el primero y segundo piso sentí que iba a vomitar un conejito. Nunca se lo había explicado antes, no crea que por deslealtad, pero naturalmente uno no va a ponerse a explicarle a la gente que de cuando en cuando vomita un conejito. Como siempre me ha sucedido estando a solas, guardaba el hecho igual que se guardan tantas constancias de lo que acaece (o hace uno acaecer) en la privacía total. No me lo reproche, Andrée, no me lo reproche. De cuando en cuando me ocurre vomitar un conejito. No es razón para no vivir en cualquier casa, no es razón para que uno tenga que avergonzarse y estar aislado y andar callándose.



         Cuando siento que voy a vomitar un conejito me pongo dos dedos en la boca como una pinza abierta, y espero a sentir en la garganta la pelusa tibia que sube como una efervescencia de sal de frutas. Todo es veloz e higiénico, transcurre en un brevísimo instante. Saco los dedos de la boca, y en ellos traigo sujeto por las orejas a un conejito blanco. El conejito parece contento, es un conejito normal y perfecto, sólo que muy pequeño, pequeño como un conejilo de chocolate pero blanco y enteramente un conejito. Me lo pongo en la palma de la mano, le alzo la pelusa con una caricia de los dedos, el conejito parece satisfecho de haber nacido y bulle y pega el hocico contra mi piel, moviéndolo con esa trituración silenciosa y cosquilleante del hocico de un conejo contra la piel de una mano. Busca de comer y entonces yo (hablo de cuando esto ocurría en mi casa de las afueras) lo saco conmigo al balcón y lo pongo en la gran maceta donde crece el trébol que a propósito he sembrado. El conejito alza del todo sus orejas, envuelve un trébol tierno con un veloz molinete del hocico, y yo sé que puedo dejarlo e irme, continuar por un tiempo una vida no distinta a la de tantos que compran sus conejos en las granjas.
         Entre el primero y segundo piso, Andrée, como un anuncio de lo que sería mi vida en su casa, supe que iba a vomitar un conejito. En seguida tuve miedo (¿o era extrañeza? No, miedo de la misma extrañeza, acaso) porque antes de dejar mi casa, sólo dos días antes, había vomitado un conejito y estaba seguro por un mes, por cinco semanas, tal vez seis con un poco de suerte. Mire usted, yo tenía perfectamente resuelto el problema de los conejitos. Sembraba trébol en el balcón de mi otra casa, vomitaba un conejito, lo ponía en el trébol y al cabo de un mes, cuando sospechaba que de un momento a otro... entonces regalaba el conejo ya crecido a la señora de Molina, que creía en un hobby y se callaba. Ya en otra maceta venía creciendo un trébol tierno y propicio, yo aguardaba sin preocupación la mañana en que la cosquilla de una pelusa subiendo me cerraba la garganta, y el nuevo conejito repetía desde esa hora la vida y las costumbres del anterior. Las costumbres, Andrée, son formas concretas del ritmo, son la cuota del ritmo que nos ayuda a vivir. No era tan terrible vomitar conejitos una vez que se había entrado en el ciclo invariable, en el método. Usted querrá saber por qué todo ese trabajo, por qué todo ese trébol y la señora de Molina. Hubera sido preferible matar en seguida al conejito y... Ah, tendría usted que vomitar tan sólo uno, tomarlo con dos dedos y ponérselo en la mano abierta, adherido aún a usted por el acto mismo, por el aura inefable de su proximidad apenas rota. Un mes distancia tanto; un mes es tamaño, largos pelos, saltos, ojos salvajes, diferencia absoluta Andrée, un mes es un conejo, hace de veras a un conejo; pero el minuto inicial, cuando el copo tibio y bullente encubre una presencia inajenable... Como un poema en los primeros minutos, el fruto de una noche de Idumea: tan de uno que uno mismo... y después tan no uno, tan aislado y distante en su llano mundo blanco tamaño carta.
         Me decidí, con todo, a matar el conejito apenas naciera. Yo viviría cuatro meses en su casa: cuatro —quizá, con suerte, tres— cucharadas de alcohol en el hocico. (¿Sabe usted que la misericordia permite matar instantáneamente a un conejito dándole a beber una cucharada de alcohol? Su carne sabe luego mejor, dicen, aun—que yo... Tres o cuatro cucharadas de alcohol, luego el cuarto de baño o un piquete sumándose a los desechos.)
         Al cruzar el tercer piso el conejito se movía en mi mano abierta. Sara esperaba arriba, para ayudarme a entrar las valijas... ¿Cómo explicarle que un capricho, una tienda de animales? Envolví el conejito en mi pañuelo, lo puse en el bolsillo del sobretodo dejando el sobretodo suelto para no oprimirlo. Apenas se movía. Su menuda conciencia debía estarle revelando hechos importantes: que la vida es un movimiento hacia arriba con un click final, y que es también un cielo bajo, blanco, envolvente y oliendo a Lavanda, en el fondo de un pozo tibio.
         Sara no vio nada, la fascinaba demasiado el arduo problema de ajustar su sentido del orden a mi valija—ropero, mis papeles y mi displicencia ante sus elaboradas explicaciones donde abunda la expresión «por ejemplo». Apenas pudee me encerré en el baño; matarlo ahora. Una fina zona de calor rodeaba el pañuelo, el conejito era blanquísimo y creo que más lindo que los otros. No me miraba, solamente bullía y estaba contento, lo que era el más horrible modo de mirarme. Lo encerré en el botiquín vacío y me volví para desempacar, desorientado pero no infeliz, no culpable, no jabonándome las manos para quitarles una última convulsión.
         Comprendí que no podía matarlo. Pero esa misma noche vomité un conejito negro. Y dos días después uno blanco. Y a la cuarta noche un conejito gris.
         Usted ha de amar el bello armario de su dormitorio, con la gran puerta que se abre generosa, las tablas vacías a la espera de mi ropa. Ahora los tengo ahí. Ahí dentro. Verdad que parece imposible; ni Sara lo creería. Porque Sara nada sospecha, y el que no sospeche nada procede de mi horrible tarea, una tarea que se lleva mis días y mis noches en un solo golpe de rastrillo y me va calcinando por dentro y endureciendo como esa estrella de mar que ha puesto usted sobre la bañera y que a cada baño parece llenarle a uno el cuerpo de sal y azotes de sol y grandes rumores de la profundidad.



         De día duermen. Hay diez. De día duermen. Con la puerta cerrada, el armario es una noche diurna solamente para ellos, allí duermen su noche con sosegada obediencia. Me llevo las llaves del dormitorio al partir a mi empleo. Sara debe creer que desconfío de su honradez y me mira dubitativa, se le ve todas las mañanas que está por decirme algo, pero al final se calla y yo estoy tan contento. (Cuando arregla el dormitorio, de nueve a diez, hago ruido en el salón, pongo un disco de Benny Carter que ocupa toda la atmósfera, y como Sara es también amiga de saetas y pasodobles, el armario parece silencioso y acaso lo esté, porque para los conejitos transcurre ya la noche y el descanso.)
         Su día principia a esa hora que sigue a la cena, cuando Sara se lleva la bandeja con un menudo tintinear de tenacillas de azúcar, me desea buenas noches —sí, me las desea, Andrée, lo más amargo es que me desea las buenas noches— y se encierra en su cuarto y de pronto estoy yo solo, solo con el armario condenado, solo con mi deber y mi tristeza.
         Los dejo salir, lanzarse ágiles al asalto del salón, oliendo vivaces el trébol que ocultaban mis bolsillos y ahora hace en la alfombra efímeras puntillas que ellos alteran, remueven, acaban en un momento. Comen bien, callados y correctos, hasta ese instante nada tengo que decir, los miro solamente desde el sofá, con un libro inútil en la mano —yo que quería leerme todos sus Giraudoux, Andrée, y la historia argentina de López que tiene usted en el anaquel más bajo—; y se comen el trébol.
         Son diez. Casi todos blancos. Alzan la tibia cabeza hacia las lámparas del salón, los tres soles inmóviles de su día, ellos que aman la luz porque su noche no tiene luna ni estrellas ni faroles. Miran su triple sol y están contentos. Así es que saltan por la alfombra, a las sillas, diez manchas livianas se trasladan como una moviente constelación de una parte a otra, mientras yo quisiera verlos quietos, verlos a mis pies y quietos —un poco el sueño de todo dios, Andrée, el sueño nunca cumplido de los dioses—, no así insinuándose detrás del retrato de Miguel de Unamuno, en torno al jarrón verde claro, por la negra cavidad del escritorio, siempre menos de diez, siempre seis u ocho y yo preguntándome dónde andarán los dos que faltan, y si Sara se levantara por cualquier cosa, y la presidencia de Rivadavia que yo quería leer en la historia de López.
         No sé cómo resisto, Andrée. Usted recuerda que vine a descansar a su casa. No es culpa mía si de cuando en cuando vomito un conejito, si esta mudanza me alteró también por dentro —no es nominalismo, no es magia, solamente que las cosas no se pueden variar así de pronto, a veces las cosas viran brutalmente y cuando usted esperaba la bofetada a la derecha—. Así, Andrée, o de otro modo, pero siempre así.
         Le escribo de noche. Son las tres de la tarde, pero le escribo en la noche de ellos. De día duermen ¡ Qué alivio esta oficina cubierta de gritos, órdenes, máquinas Royal, vicepresidentes y mimeógrafos! Qué alivio, qué paz, qué horror, Andrée! Ahora me llaman por teléfono, son los amigos que se inquietan por mis noches recoletas, es Luis que me invita a caminar o Jorge que me guarda un concierto. Casi no me atrevo a decirles que no, invento prolongadas e ineficaces historias de mala salud, de traducciones atrasadas, de evasión Y cuando regreso y subo en el ascensor ese tramo, entre el primero y segundo piso me formulo noche a noche irremediablemente la vaina esperanza de que no sea verdad.
         Hago lo que puedo para que no destrocen sus cosas. Han roído un poco los libros del anaquel más bajo, usted los encontrará disimulados para que Sara no se dé cuenta. ¿Quería usted mucho su lámpara con el vientre de porcelana lleno de mariposas y caballeros antiguos? El trizado apenas se advierte, toda la noche trabajé con un cemento especial que me vendieron en una casa inglesa —usted sabe que las casas inglesas tienen los mejores cementos— y ahora me quedo al lado para que ninguno la alcance otra vez con las patas (es casi hermoso ver cómo les gusta pararse, nostalgia de lo humano distante, quizá imitación de su dios ambulando y mirándolos hosco; además usted habrá advertido —en su infancia, quizá— que se puede dejar a un conejito en penitencia contra la pared, parado, las patitas apoyadas y muy quieto horas y horas).
         A las cinco de la mañana (he dormido un poco, tirado en el sofá verde y despertándome a cada carrera afelpada, a cada tintineo) los pongo en el armario y hago la limpieza. Por eso Sara encuentra todo bien aunque a veces le he visto algún asombro contenido, un quedarse mirando un objeto, una leve decoloración en la alfombra y de nuevo el deseo de preguntarme algo, pero yo silbando las variaciones sinfónicas de Franck, de manera que nones. Para qué contarle, Andrée, las minucias desventuradas de ese amanecer sordo y vegetal, en que camino entredormido levantando cabos de trébol, hojas sueltas, pelusas blancas, dándome contra los muebles, loco de sueño, y mi Gide que se atrasa, Troyat que no he traducido, y mis respuestas a una señora lejana que estará preguntándose ya si... para qué seguir todo esto, para qué seguir esta carta que escribo entre teléfonos y entrevistas.
         Andrée, querida Andrée, mi consuelo es que son diez y ya no más. Hace quince días contuve en la palma de la mano un último conejito, después nada, solamente los diez conmigo, su diurna noche y creciendo, ya feos y naciéndoles el pelo largo, ya adolescentes y llenos de urgencias y caprichos, saltando sobre el busto de Antinoo (¿es Antinoo, verdad, ese muchacho que mira ciegamente?) o perdiéndose en el living, donde sus movimientos crean ruidos resonantes, tanto que de allí debo echarlos por miedo a que los oiga Sara y se me aparezca horripilada, tal vez en camisón —porque Sara ha de ser así, con camisón— y entonces... Solamente diez, piense usted esa pequeña alegría que tengo en medio de todo, la creciente calma con que franqueo de vuelta los rígidos cielos del primero y el segundo piso.
         Interrumpí esta carta porque debía asistir a una tarea de comisiones. La continúo aquí en su casa, Andrée, bajo una sorda grisalla de amanecer. ¿Es de veras el día siguiente, Andrée? Un trozo en blanco de la página será para usted el intervalo, apenas el puente que une mi letra de ayer a mi letra de hoy. Decirle que en ese intervalo todo se ha roto, donde mira usted el puente fácil oigo yo quebrarse la cintura furiosa del agua, para mí este lado del papel, este lado de mi carta no continúa la calma con que venía yo escribiéndole cuando la dejé para asistir a una tarea de comisiones. En su cúbica noche sin tristeza duermen once conejitos; acaso ahora mismo, pero no, no ahora — En el ascensor, luego, o al entrar; ya no importa dónde, si el cuándo es ahora, si puede ser en cualquier ahora de los que me quedan.
         Basta ya, he escrito esto porque me importa probarle que no fui tan culpable en el destrozo insalvable de su casa. Dejaré esta carta esperándola, sería sórdido que el correo se la entregara alguna clara mañana de París. Anoche di vuelta los libros del segundo estante, alcanzaban ya a ellos, parándose o saltando, royeron los lomos para afilarse los dientes —no por hambre, tienen todo el trébol que les compro y almaceno en los cajones del escritorio. Rompieron las cortinas, las telas de los sillones, el borde del autorretrato de Augusto Torres, llenaron de pelos la alfombra y también gritaron, estuvieron en círculo bajo la luz de la lámpara, en círculo y como adorándome, y de pronto gritaban, gritaban como yo no creo que griten los conejos.
         He querido en vano sacar los pelos que estropean la alfombra, alisar el borde de la tela roída, encerrarlos de nuevo en el armario. El día sube, tal vez Sara se levante pronto. Es casi extraño que no me importe verlos brincar en busca de juguetes. No tuve tanta culpa, usted verá cuando llegue que muchos de los destrozos están bien reparados con el cemento que compré en una casa inglesa, yo hice lo que pude para evitarle un enojo... En cuanto a mí, del diez al once hay como un hueco insuperable. Usted ve: diez estaba bien, con un armario, trébol y esperanza, cuántas cosas pueden construirse. No ya con once, porque decir once es seguramente doce, Andrée, doce que serán trece. Entonces está el amanecer y una fría soledad en la que caben la alegría, los recuerdos, usted y acaso tantos más. Está este balcón sobre Suipacha lleno de alba, los primeros sonidos de la ciudad. No creo que les sea difícil juntar once conejitos salpicados sobre los adoquines, tal vez ni se fijen en ellos, atareados con el otro cuerpo que conviene llevarse pronto, antes de que pasen los primeros colegiales.
 Un cuento de Bestiario.
 

Historia de los tres colores en el arte : el dorado


El canto de la Sibila


Un hombre y una mujer. La última escena


Vendedora de claveles: un poema de Washington Delgado

GLOBE TROTTER

Sobre arenas tan interminables como el día
imaginando nubes, palmeras, aguas, noches de luna
he caminado por los desiertos, toda mi vida.

Bajo luces de neón, atravesado
por el estruendo de los automóviles,
implacablemente gobernado por señales rojas y verdes,
he caminado por los desiertos, toda mi vida.

A menudo soñé con dulces samaritanas
y siempre he despertado en un autobús:
ajadas oficinistas me rodeaban, muertas de sueño, encadenadas
a una vida polvorienta y sin una gota de agua
en el corazón. Con insaciable sed
he caminado por los desiertos, toda mi vida.

Sin cesar he subido las escaleras del hotel.
Nunca vi la palmera ni el manatial soñado
ni el arco iris de la paz ni la paloma del perdón.
Angeles despiadados me miraban sin verme,
me preguntaban por mi nombre y mis señas,
me echaban el humo en la cara
y me indicaban con desdén
el camino del paraíso que nunca era un paraíso
sino las mismas arenas, el desierto
por donde he caminado, toda mi vida.

Si entraba en el salón vetusto
el viejo inquisidor se atragantaba,
lanzaba al aire el humo, el café, la sonrisa
y me preguntaba por Mariena.
¿Mariena, Mariena? ¿Quién es Mariena?
Suspendida está en el aire, lejos de este desierto
y yo nunca la he visto.
Vivirá en su isla rosada, en su casa pequeña,
en su granja con gansos y conejos o se habrá ahogado
en las aguas azules del mar Mediterráneo.
Ese oasis no me sirve,
el viejo inquisidor se marchó hace tiempo y me ha dejado
una angustia inútil, un nombre
que he de llevar a cuestas para nada
mientras camino por los desiertos, toda mi vida.

Las estrellas de los policías brillan y tintinean,
los estudiantes pasan con libros o muchachas bajo el brazo,
la niebla ligera se levanta para que duerma en la calle
esta primera noche primaveral del año.

De buena gana leería una novela de Voltaire,
conversaría con mis viejos amigos,
tomaría un café, fumaría un cigarro.
En el arenal interminable todo es un sueño tan desesperado
como la niebla, las palmeras y la dulce samaritana.
He caminado por los desiertos, toda mi vida
y nunca me acompañó nadie.

A veces se dibujan ante mis ojos historias de fantasmas:
aposentados en lujosos palacios ahuyentan
a los escopetados compradores durante el día,
en la noche alimentan y consuelan a las pobres gentes.
Otras veces son ladrones: después de años de cárcel y miseria
roban con fortuna una casa opulenta
y disfrutan los goces de la vida
o reparten limosnas a la puerta del templo.

En la soledad del arenal no hay palacios ni opulentas casas
ni pobres gentes ni fastidiosos compradores
ni puerta ni templo ni limosna
ni goces de la vida.
Toda mi vida he caminado por los desiertos
y ahora estoy triste.

Una vendedora de claveles canta o llora en mi oído.
¿qué haría yo con un clavel en el desierto?
He caminado solo y sin equipaje toda mi vida,
estos claveles son también un desesperado sueño
aunque la melodiosa vendedora me contemple con lastimados ojos
como si ella fuera el fantasma y yo la pobre gente
llegada en la gran noche a las puertas del palacio lujoso.
He caminado por los desiertos, toda mi vida
y nunca llegué a ninguna parte.

Algunos laberintos en el mundo

      Un laberinto es un lugar formado por calles y encrucijadas, intencionadamente complejo para confundir a quien se adentre en él.     
El significado cultural y la interpretación del laberinto como símbolo es muy amplio y rico. Está presente en diversas culturas, épocas y lugares, presentándose siempre como un símbolo ligado a lo espiritual. Por ejemplo, muchos laberintos dibujados en el suelo servían como una especie de trampa que atrapaba a los malos espíritus. Se conoce esta función desde la prehistoria en adelante. Incluso en algunas iglesias católicas es posible encontrarlos trazados en el piso, cerca del baptisterio (lugar donde se bautiza a los nuevos fieles). En algunas casas, la imagen del laberinto se trazaba en la puerta de ingreso, como sistema de protección. Pero una de las más importantes significaciones del símbolo del laberinto está asociado a los rituales de iniciación. Por lo tanto, el laberinto es el símbolo que representa la búsqueda del centro personal, del sí mismo del ser humano. Para el encuentro de tan preciado hallazgo, se requiere de un ritual iniciático que implica la superación, en distintas etapas, de una prueba.
Durante la Edad Media, el laberinto está fuertemente relacionado con el duro camino de los creyentes hacia Dios, el recorrido tortuoso de los caminos enredados y difíciles hasta hallar el centro simbolizaban la participación en los sufrimientos de Cristo en la cruz. El camino del laberinto es el peregrinaje, es la muerte al hombre antiguo, pecador. El hallazgo del centro representa el volver a nacer.
En el Renacimiento el ser humano se convierte en el centro del laberinto, como reflejo de las enseñanzas humanistas antropocéntricas.
En la actualidad, el laberinto se mantiene como un símbolo vivo presente en diferentes ámbitos, desde la esfera artística en numerosas propuestas en pintura, escultura, cine, etc., en la investigación académica antropológica, psicológica, así como también en la gráfica, publicidad e incluso en distintas áreas de entretenimiento como juegos de computadora.(Wikipedia)

                     Longleat


Es una de las mayores propiedades arquitectónicas y naturales de la aristocracia británica, notable por su casa de campo isabelina, el laberinto, las zonas verdes ajardinadas y un safari park. La casa se sitúa en un terreno de 364 hectáreas de zonas verdes, acondicionadas por el jardinero Capability Brown, y posee otras 3.200 hectáreas de bosques y tierras agrícolas. Fue la primera casa señorial en abrirse al público, y es también el primer safari park que hubo fuera de África
.

 
 
 

Villa Pissani

La Villa Pisani, es una villa del siglo XVI relacionada con el arquitecto Andrea Palladio. Se encuentra extramuros de la ciudad italiana de Montagnana,1 en el Véneto.
 


 
 

Parque de Horta en Barcelona

El Parque del Laberinto de Horta  es un jardín histórico ubicado en  Barcelona, el más antiguo que se conserva en la ciudad. Se encuentra en la antigua finca de la familia Desvalls, en una ladera de la sierra de Collserola. Iniciado en 1794 y acabado en su primera fase en 1808, fue obra del arquitecto italiano Domenico Bagutti. El parque incluye un jardín neoclásico del siglo XVIII y un jardín romántico del siglo XIX.1
 

 
 

                              Hampton Court Inglaterra


El Palacio de Hampton Court es un palacio real en el municipio londinense de Richmond upon Thames, Gran Londres, en el condado histórico de Middlesex, y dentro de la ciudad postal de East Molesey, Surrey; laFamilia Real Británica no lo habita desde el siglo XVIII. El palacio está a 18,8 kilómetros al sudoeste de Charing Cross y corriente arriba del río Támesis desde el centro de Londres.




 
 

Catedral de Chartre en Francia

 
La Catedral de la Asunción de Nuestra Señora (en francés: Cathédrale de l'Assomption de Notre-Dame), es una iglesia catedralicia de culto católico bajo la advocación de Nuestra Señora en la ciudad deChartres, en el departamento de Eure y Loir, en Francia, a unos 80 km al suroeste de la capital, París. Asimismo es la sede de la Diócesis de Chartres, en la Archidiócesis de Tours.
 

 
 

 
 

Los Cocos en Córdova Argentina

 
Los Cocos es una localidad y municipio argentino del departamento de Punilla, Provincia de Córdoba, a 104 km al norte de la ciudad de Córdoba.
Tiene aproximadamente 980 ha y se encuentra a 1.200 msnm, convirtiéndola en la localidad que se encuentra a mayor altitud en el Valle de Punilla, por lo que se la conoce con el nombre de Balcón de Punilla.
 

Monasterio  Solovski Rusia

 
El Monasterio Solovetsky  fue la mayor ciudadela de la Cristiandad en el norte de Rusia antes de ser convertido en una prisión y campo de concentración soviético especial (1926–1939), que sirvió como prototipo del sistema Gulag. Situado en las islas Solovetsky en el mar Blanco, el monasterio pasó por muchos cambios de fortuna y sitios militares. Sus estructuras más importantes datan del siglo XVI, cuando Filip Kolychov fue su hegúmeno.
 
 
 
 
 

Plantación Dole, Hawái

 
Este fragante laberinto frutal ubicado en la costa norte de Oahu ha sido galardonado por los Récords Mundiales Guiness en dos ocasiones por ser el mayor del mundo.

 

Reignac Sur Indre

Reignac-sur-Indre es una población y comuna francesa, situada en la región de Centro, departamento de Indre y Loira, en el distrito de Loches y cantón de Loches.
 
 
Cherry Crest  Penssylvania
 
Serpientes, escaleras

Ashcombe

El Ashcombe Maze es el laberinto más antiguo de Australia, se trata de una composición con setos de hasta 3m de altura y un espesor medio de 2m. Este laberinto fue creado en 1970, contando con aproximadamente mil cipreses (tipo cupressus macrocarpa) separados 1m entre sí. Con el paso del tiempo las plantas del laberinto crecen estrechando los caminos, además la poda se realiza de manera manual y sin utilizar guías lo que provoca que los árboles formen “muros verdes” ligeramente alabeados.