domingo, 26 de junio de 2016

LUZ DEL DESIERTO

Alberto Ruy Sánchez, los textos de Ruy Sanchez, gustaron mucho en nuestro taller de lectura ABRA, nos llevó a lugares, emociones, recuerdos. 





Hace ya algunos años que me es imposible pensar en los caprichos y misterios de la memoria, sin que me venga a la mente una nítida imagen del desierto.
Estábamos en la entrada del Sahara cuando caímos enfermos. Llevábamos casi un mes viajando hacia el sur con muy poco dinero, y comiendo sin precaución en lugares obscuros y con frecuencia poco higiénicos. Tratábamos obsesivamente de llegar al desierto pero al mismo tiempo nos dejábamos seducir por todas las escalas del camino. El mundo árabe, que tanto Magui como yo estábamos descubriendo, nos fascinaba hasta el exceso de sentirnos bajo los poderes de algún hechizo: íbamos hacia el desierto como los insectos de la noche vuelan hacia la llama de una vela, ciegamente.
Todavía recuerdo con algo de vértigo la extraña sensación de ir día a día a la deriva, disponibles por completo a los azares de nuestra travesía, de pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad, como si llegáramos a diferentes puertos de un mar siempre lleno de sorpresas. Nuestra geografía era la del asombro y nuestro mapa un vocabulario secreto, descifrable sólo paso a paso. Nuestra meta parecía ser el camino mismo (como en la travesía de Jack Kerouac On the Road, que tan cercana me había sido en la adolescencia; o como en el viaje espiritual de ciertos místicos árabes). Y al mismo tiempo, teníamos una sensación de temor e incertidumbre, como si un ave obscura volara sobre nosotros, orientara nuestros pasos o los vigilara amenazante. Ibamos más allá de nosotros mismos, queriendo ver en nuestras sombras sobre la arena una absorvente noche llena de estrellas que nos llamaba.
Pero el azar nos detuvo en el primer oasis: la fiebre nos impidió salir de madrugada con la caravana semanal que se adentraba en el Sahara. Estábamos en un pueblo llamado Zagora (muy cerca de donde Pier Paolo Pasolini había filmado Edipo Rey ). No sabíamos que ese lugar se convertiría en uno de los centros de nuestro viaje. No pudimos tomar la siguiente caravana porque ese mismo día habían roto relaciones los dos países que se disputan aquella zona fronteriza: Marruecos y Argelia. Había en el aire, según nos enteramos después, una guerra inminente.
Al amanecer vino a buscarnos un enviado del Caid, es decir, de la persona que era al mismo tiempo la autoridad política, militar y religiosa de la zona. Una especie de gobernador que fuera al mismo tiempo obispo y general. El Caid quería vernos para decirnos que estábamos bajo su custodia: habría toque de queda y la circulación sería restringida. Cerca de ahí, el ejército del otro país había matado a varios miembros de una tribu nómada que se había negado a ceder sus armas, y se pensaba que el mismo ejército había secuestrado a cinco turistas franceses que habían entrado al Sahara argelino por Marruecos. Secuestraban a extranjeros para crearle problemas diplomáticos a sus enemigos. Una maniobra que, por lo visto, era común en esos horizontes.
Pero lejos de vivir grandes tensiones y riesgos, aquellos días fueron para nosotros un pequeño paraíso. Cerca de tres semanas, hasta que pasó el peligro, disfrutamos de la hospitalaria protección del Caid. En su territorio, nos albergaba un nuevo amigo, Horst: un alemán de origen polaco, especialista en la evaporación del agua en el desierto. Se había encontrado con nosotros en la calle y nos vio tan demacrados por las disenterías que decidió aliviarnos alimentándonos adecuadamente. Fuimos juntos al pequeño mercado de Zagora y compramos bolsas de verdura y piezas de pollo que en su cocina se convirtieron en elementales platos curativos. Cinco años antes él era un especialista en literatura, doctorado en la universidad de Berlín, que iba de vacaciones a Marruecos por primera vez. Como se enamoró del lugar decidió dar un giro a su profesión y comenzó a estudiar geología porque quería regresar a quedarse haciendo algo útil para el país. Se había dado cuenta de que la distribución del agua para todos los habitantes y agricultores del oasis, a partir de una diminuta presa, era muy irracional y por lo tanto había mucho desperdicio.
Pronto descubrió que se el agua se repartía basándose en sistemas de medición muy poco precisos, implantados por los colonizadores franceses en los años cincuenta: enterraban en el desierto una especie de cubeta metálica que medía un metro cúbico. La llenaban de agua y luego iban midiendo cuánto descendía el nivel al avanzar el sol. Nuestro amigo alemán buscó y encontró nueva tecnología de medición, la llevó al desierto aportada por fundaciones europeas, ayudó notablemente a la comunidad del oasis e hizo su doctorado sobre la evaporación en esa zona del Sahara.
Tal vez esté de más decir que era un tipo extraño y apasionado, muy afable, enamorado del lugar, de su oficio de geológo excéntrico, y que con verdadero entusiasmo nos iniciaba en la lectura de las rocas, de sus vetas y de su imaginación milenaria. La literatura y la geología eran para él equivalentes: en los granos del desierto, según nos decía, estaban cientos de historias capaces de llenar otras mil y una noches. Aguardaban ahí, noche y día, listas para quien quisiera y supiera leerlas. Sin que nuestro amigo conociera a Roger Caillois, el autor sorprendente de Las piedras vivas y de muchos otros ensayos sobre la imaginación mineral, coincidían sus puntos de vista. Para ambos las piedras interesantes eran, como la buena literatura, vida condensada. Y nosotros estábamos ahí, en medio del desierto, aprendiendo a descifrar nuestras sorpresas.
Estábamos en una zona donde, muchos siglos atrás, el suelo se había hundido varios kilómetros a la redonda ofreciéndonos el espectáculo de una inmensa falla vista desde abajo: era una especie de valle rodeado por un alto muro que exhibía, con líneas agitadas que corrían horizontalmente, la historia de esa tierra durante varios milenios.
El hundimiento había producido otra formación extraña: en medio del valle surgió una montaña rocosa desde la cual se podían ver todos los oasis a la redonda, el arroyo increíblemente estrecho que los alimentaba y la pequeña presa que parecía un estanque. Como era un lugar estratégico desde un punto de vista militar, nuestro amigo alemán tuvo que pedir la autorización del Caid para que subiéramos. Desde lo alto de la montaña, al día siguiente, presenciamos la salida del sol.
Hasta ese momento no habíamos percibido el acontecimiento más importante del lugar en mucho tiempo –y que no era la guerra. No habíamos dado importancia al hecho de que el día anterior había estado lloviendo, después de doce años que eso ahí no sucedía. Es cierto que entre la gente del lugar habíamos notado una gran excitación pero la adjudicábamos erróneamente a la política. Luego nos daríamos cuenta de que en realidad era motivada por la lluvia. En aquel rincón del desierto, la guerra era más frecuente y monótona que la lluvia.
Desde lo alto de la montaña vimos nuevas zonas verdes alrededor del oasis, que durarían tanto como lo que el sol se demora en restablecer su dominio. De pronto, vimos que comenzaban a subir desde el suelo nubes muy pequeñas y compactas. Pasaban frente a nosotros y seguían lentamente su camino hacia arriba. El agua de la lluvia estaba evaporándose ante nuestros ojos. Pero lo más extraño y fascinante era que, de alguna manera, con las pequeñas nubes nos llegaban sonidos que normalmente, a la altura en la que estábamos, no podríamos escuchar: voces - hogareñas, ladridos de perros, música de radio, juegos de niños en la calle o en el patio de su casa, una pareja discutiendo con violencia, conversaciones que tal vez se querían secretas.
Había también una luz peculiar que se hacía más densa al avanzar la mañana. Era como si, bajo su nueva humedad, las hojas de las palmas y los granos de arena intensificaran sus reflejos. Pero parecía que éstos viajaran, entre las vaporizaciones del aire, de manera muy poco directa hasta nuestros ojos.
Hundido en esa luz y en la visión de ese paisaje evaporándose, me invadió la sensación de haber estado antes en la extensión de ese mismo instante. Ahí me pareció ver algo que ya no estaba ante mis ojos: la misma luz iluminando esta vez un desierto cubierto de flores. Vientos repentinos las agitaban suavemente. La variedad de sus colores me emocionaba y mi padre me explicaba que eran plantas de un día; que durante muchos años las semillas habían permanecido entre la arena esperando la lluvia que las hiciera germinar.
Volví a sentir tristeza y la breve angustia de ver que en un par de horas el sol quemaba completamente todas las flores y luego todas las plantas. Y volví a oír la voz de mi padre tranquilizándome, diciéndome que las flores habían dejado otras semillas y que, de cualquier manera, en la aparente nada del desierto había una vida inmensamente variada, visible para quien supiera descubrirla. Volví a sentir la alegre curiosidad y el reto de averiguar qué había detrás de la aridez frente a mis ojos. Poco a poco, en los meses siguientes, mi padre me mostraría la enorme riqueza vital del desierto.
Yo tendría algo más de tres años cuando fuimos a vivir al desierto, en el noroeste de México, en la parte sur de la Baja California; y había olvidado aquella escena de nuestra llegada. Casualmente, también cuando entramos a ese desierto mexicano acababa de llover, después de varios años de sequedad absoluta.
Otras imágenes me visitaron: como aquella lluvia se había debido a un ciclón, aún después había vientos poco usuales. Los techos de algunas casas de madera pasaron cerca de nuestra ventana, lo mismo que grandes ruedas de espinas y el ala de una avioneta ligera, de las que se usaban para fumigar los campos. Ante el sonido del viento, que no dejaba de darnos escalofríos, mi padre exorcisaba nuetros temores preguntándonos si queríamos volar. Como respuesta a nuestro entusiasmo tomaba firmemente con una mano el brazo de mi hermano, que ha de haber tenido entonces cerca de un año, y con la otra mano el mío. Salíamos de la casa y, a los dos niños delgados, el viento nos elevaba fácilmente llenándonos de una alegría completamente nueva.
En lo alto de una montaña norafricana, sumergido en una luz casi líquida, los azares de la memoria me devolvían sensaciones e imágenes que yo ni siquiera podía saber que tenía perdidas. Por primera vez supe que la fuerza del olvido era brutal y misteriosa, pero que los poderes de la memoria no lo eran menos. Me preguntaba, ¿cuántas cosas habré olvidado y cuántas me será dado algún día recuperar?
Ahí mismo recordé que dos años antes del viaje a Noráfrica había muerto mi abuelo Joaquín, el padre de mi padre. Era un hombre dulce, terriblemente aferrado a la vida, que tuvo una agonía muy larga: casi tres meses en los cuales, inconsciente ya, hablaba desde diferentes épocas de su vida. Conforme se acercaba a la muerte era más lejano el recuerdo en el cual se situaba: en algún momento comenzó a hablar en latín, lengua que sólo de adolescente había frecuentado para olvidarla totalmente después. En otros momentos discutía, como un niño, con un hermano que había muerto cuando él tenía diez años. Tal vez, en los tres meses que duró su agonía, mi abuelo viajó mentalmente a lo largo y ancho de sus setenta y tantos años de vida.

Esa inesperada resurrección de la memoria en la proximidad de la muerte de mi abuelo me había llenado siempre de angustia: me parecía un acto desesperado de la voluntad de vivir. Pero al recordarlo en aquella montaña del oasis de Zagora, después de que yo mismo había sido involuntario y feliz viajero de la memoria, me llenaba de paz pensar que el último itinerario de mi abuelo fue tal vez un privilegio; y que si, cuando yo muera, me es dada también la dicha de entrar al tiempo sin tiempo de la memoria, sin duda regresaré al desierto.

Mejor que arder


Un cuento de 

Clarice Lispector





Era alta, fuerte, con mucho cabello. La madre Clara tenía bozo oscuro y ojos profundos, negros.
Había entrado en el convento por imposición de la familia: querían verla amparada en el seno de Dios. Obedeció.
Cumplía sus obligaciones sin reclamar. Las obligaciones eran muchas. Y estaban los rezos. Rezaba con fervor.
Y se confesaba todos los días. Todos los días recibía la hostia blanca que se deshacía en la boca.
Pero empezó a cansarse de vivir sólo entre mujeres. Mujeres, mujeres, mujeres. Escogió a una amiga como confidente. Le dijo que no aguantaba más. La amiga le aconsejó:
-Mortifica el cuerpo.
Comenzó a dormir en la losa fría. Y se fustigaba con el cilicio*. De nada servía. Le daban fuertes gripas, quedaba toda arañada.
Se confesó con el padre. Él le mandó que siguiera mortificándose. Ella continuó.
Pero a la hora en que el padre le tocaba la boca para darle la hostia se tenía que controlar para no morder la mano del padre. Éste percibía, pero nada decía. Había entre ambos un pacto mudo. Ambos se mortificaban.
No podía ver más el cuerpo casi desnudo de Cristo.
La madre Clara era hija de portugueses y, secretamente, se rasuraba las piernas velludas. Si supieran, ay de ella. Le contó al padre. Se quedó pálido. Imaginó que sus piernas debían ser fuertes, bien torneadas.
Un día, a la hora de almuerzo, empezó a llorar. No le explicó la razón a nadie. Ni ella sabía por qué lloraba.
Y de ahí en adelante vivía llorando. A pesar de comer poco, engordaba. Y tenía ojeras moradas. Su voz, cuando cantaba en la iglesia, era de contralto.
Hasta que le dijo al padre en el confesionario:
-¡No aguanto más, juro que ya no aguanto más!
Él le dijo meditativo:
-Es mejor no casarse. Pero es mejor casarse que arder.
Pidió una audiencia con la superiora. La superiora la reprendió ferozmente. Pero la madre Clara se mantuvo firme: quería salirse del convento, quería encontrar a un hombre, quería casarse. La superiora le pidió que esperara un año más. Respondió que no podía, que tenía que ser ya.
Arregló su pequeño equipaje y salió. Se fue a vivir a un internado para señoritas.
Sus cabellos negros crecían en abundancia. Y parecía etérea, soñadora. Pagaba la pensión con el dinero que su familia le mandaba. La familia no se hacía el ánimo. Pero no podían dejarla morir de hambre.
Ella misma se hacía sus vestiditos de tela barata, en una máquina de coser que una joven del internado le prestaba. Los vestidos los usaba de manga larga, sin escote, debajo de la rodilla.
Y nada sucedía. Rezaba mucho para que algo bueno le sucediera. En forma de hombre.
Y sucedió realmente.
Fue a un bar a comprar una botella de agua. El dueño era un guapo portugués a quien le encantaron los modales discretos de Clara. No quiso que ella pagara el agua. Ella se sonrojó.
Pero volvió al día siguiente para comprar cocada. Tampoco pagó. El portugués, cuyo nombre era Antonio, se armó de valor y la invitó a ir al cine con él. Ella se rehusó.
Al día siguiente volvió para tomar un cafecito. Antonio le prometió que no la tocaría si iban al cine juntos. Aceptó.
Fueron a ver una película y no pusieron la más mínima atención. Durante la película estaban tomados de la mano.
Empezaron a encontrarse para dar largos paseos. Ella con sus cabellos negros. Él, de traje y corbata.
Entonces una noche él le dijo:
-Soy rico, el bar deja bastante dinero para podernos casar ¿Quieres?
-Sí -le respondió grave.
Se casaron por la iglesia y por lo civil. En la iglesia el que los casó fue el padre, quien le había dicho que era mejor casarse que arder. Pasaron la luna de miel en Lisboa. Antonio dejó el bar en manos del hermano.
Ella regresó embarazada, satisfecha y alegre.
Tuvieron cuatro hijos, todos hombres, todos con mucho cabello.

La estupenda Clarice

Clarice Lispector. "Ya escondí un amor con miedo a perderlo..."

Ya escondí un amor con miedo de perderlo, ya perdí un amor por esconderlo.
Ya estuve en manos de alguien por miedo, ya tuve tanto miedo al punto de ni sentir mis manos.
Ya expulsé de mi vida a personas que amaba, ya me arrepentí por eso.
Ya pasé noches llorando hasta caer de sueño, ya me fui a dormirme tan feliz al punto de ni conseguir cerrar los ojos.
Ya creí en amores perfectos, ya descubrí que no existen.
Ya amé a personas que me decepcionaron, ya decepcioné a personas que me amaron.
Ya pasé horas frente al espejo intentando descubrir quien soy, ya tuve tanta certeza de mí al punto de querer desaparecer.
Ya mentí y me arrepentí después, ya dije la verdad y también me arrepentí.
Ya fingí no dar importancia a las personas que amaba, para mas tarde llorar silenciosa en mi canto.
Ya sonreí llorando lagrimas de tristeza, ya lloré de tanto reír
Ya creí en personas que no valían la pena, ya dejé de creer en las que realmente valían.
Ya tuve crisis de risa cuando no podía, ya quebré platos, copas y vasos de rabia.
Ya eché de menos a alguien pero nunca se lo dije.
Ya grité cuando debía callar, ya callé cuando debía gritar
Muchas veces dejé de decir lo que siento para agradar a unos, otras veces dije lo que no pensaba para lastimar a otros.
Ya fingí ser lo que no soy para agradar a unos, ya fingí ser lo que no soy para desagradar a otros.
Ya conté chistes y más chistes sin gracia solo para ver a un amigo feliz.
Ya inventé historias con final feliz para dar esperanza a quien lo necesitaba.
Ya soñé demasiado, al punto de confundir con la realidad
Ya tuve miedo de la obscuridad, hoy en la obscuridad "me encuentro, me agacho, me quedo ahí"
Ya caí innumerables veces pensando que no me iba a levantar, ya me levanté innumerables veces pensando que no caería más.
Ya llamé a quien no quería solo para no llamar a quien realmente quería.
Ya corrí tras un carro, porque se llevaba a quien yo amaba.
Ya llamé a mi madre en el miedo de la noche huyendo de una pesadilla, mas ella no apareció y la pesadilla fué aún mayor.
Ya llamé "amigo" a personas cercanas y descubrí que no lo eran, algunas personas nunca necesité llamarles nada y siempre fueron y serán especiales para mí.
No me den formulas exactas, porque no espero acertar siempre.
No me muestren lo que esperan de mí, porque voy a seguir mi corazón.
No me hagan ser lo que no soy, no me inviten a ser igual, porque sinceramente soy diferente.
No sé amar a medias, no sé vivir de mentiras, no sé volar con los pies en la tierra.
Soy siempre yo misma, mas ciertamente no seré la misma para SIEMPRE!
Gusto de los venenos más lentos, de las bebidas más amargas,
de las drogas más poderosas, de las ideas más locas,
de los pensamientos más complejos, de los sentimientos más fuertes
Tengo un apetito voraz y los delirios más locos.
Me puedes hasta empujar de un acantilado que yo voy a decir:
- ¿Y qué? ¡AMO VOLAR!

Itzik Galili: Mona Lisa - Alicia Amatriain & Jason Reilly

** Café De Flore - Circle of Life ** (Chill Out)



Desde el día en que llegamos al planeta 
Y pestañeando, entramos al sol 
Hay más para ser visto que lo que alguna vez puedas ver 
Más para hacer que lo que alguna vez puedas hacer 

Algunos dicen "come o se comido" 
Algunos dicen vive y deja vivir 
Pero todos estan de acuerdo en que disfrutan la vida 
Nunca deberias tomar más de lo que das 

En el círculo de la vida 
En la rueda de la fortuna 
Es un monton de fe 
Es una gran esperanza 
Hasta que encontremos nuestro lugar 
En el lugar donde se descansa 
En el círculo, el círculo de la vida 
Nunca tomes más de lo que das 

Alguno de nosotros caen por ese lado 
Y otro de nosotros flotan hacia las estrellas 
Y alguno de nosotros tienen que flotar a travez de los problemas 
Y otros tienen que vivir con miedo 

Hay demaciado espacio para entrar aquí 
Más para encontrar que lo que alguna vez puede ser encontrado 
Pero el sol esta saliendo 
A travez del cielo azul safiro 
Que mantiene la grandiosa sonrisa en la interminable vuelta 

En el círculo de la vida 
En la rueda de la fortuna 
Es un monton de fe 
Es una gran esperanza 
Hasta que encontremos nuestro lugar 
En el lugar donde se descansa 
En el círculo, el círculo de la vida 
Nunca tomes más de lo que das 

En el lugar donde se descansa 
En el círculo, el círculo de la vida

Alfred Deller - Purcell - The Plaint from "The Faeries Queene" alto tenor

HÉLÈNE GRIMAUD - Beethoven (part 5)

Paula Modersohn-Becker- Mozart. sonata

Christina Johnston - Der Hölle Rache (The Queen of the Night Aria)

Titanic- The Dream (Final scene music) + My heart will go on

Daniel Barenboim: Beethoven Piano Concerto No. 5 in E flat major Op. 73

Rachmaninoff - Piano Concerto #2 in C Minor, Op. 18 - HD

Leonard Elschenbroich & Christoph Eschenbach Beethoven Sonatas- Schleswi...

A. Vivaldi: Concerto for Flute (La tempesta di mare)

Ray Chen Mendelssohn Concierto para violin

domingo, 19 de junio de 2016

La Gioconda está triste.




Un día cualquiera los vigilantes nocturnos del museo del Louvre descubren algo inaudito, algo que cambiará a la humanidad. La Gioconda, la inmortal pintura de Leonardo da Vinci ya no sonríe, el rictus que la ha convertido en una de las obras maestras de la pintura más famosos del mundo entero ha cambiado, ahora luce un gesto triste. Lo peor es que no se trata de una falsificación, no se ha producido ninguna manipulación en el lienzo y al día siguiente se descubrirá que todas las reproducciones de la Mona Lisa han perdido su sonrisa. Y no es la única que ya no puede reír, el hombre ha perdido esa capacidad, la Gioconda simplemente ha dado la alarma. ¿Qué está pasando?


Este es el planteamiento de "La Gioconda está triste", un especial de TVE destinado a festivales internacionales dirigido por Antonio Mercero y basado en un relato de José Luis Garci. Ambos habían triunfado unos años antes con "La cabina", único producto español premiado con un Emmy. En esta ocasión no consiguieron el mismo éxito de crítica ni de público. Aunque ambas obras son mediometrajes, rodados en cine, con una trama distópica y sin final cerrado, la que hoy nos ocupa se queda a medias en todos los sentidos.


El rodaje tuvo unas cuantas complicaciones, el presupuesto se incrementó después de que el museo del Louvre decidiera denegar en el último momento un permiso de rodaje previamente concedido, lo que obligó a construir enormes decorados en los estudios Roma para reproducirlo: "Llegamos a París el 2 de agosto, ya habíamos pedido los correspondientes permisos y pensábamos empezar rápidamente pero... se nos dijo que nones, que dentro nada, que el exterior del museo sí. Al final que tampoco fuera. Decían que entre el 15 de julio y el 15 de septiembre hay muchos turistas y era demasiado follón. Les dijimos que rodaríamos cuando quisieran, a partir, por ejemplo, de las 17h, hora en la que se cierra el museo. Pues nada. Entonces dijimos que al menos nos dejaran hacer fotos, también a la hora que quisieran, incluso por la noche. Que no. Hasta fuimos a hablar con el embajador pero tampoco dio resultado. Al final nos vimos obligados a hacer fotos de la galería rodeados de turistas y, a base de una larga exposición, conseguir el efecto de que estaba vacío. Luego aquí en los estudios Roma se han hecho maquetas del exterior del museo y la sala en cuestión" contaba Mercero en la revista TeleRadio.


El propio director confesaba entonces que se estaba encontrando con problemas para enfocar la historia: "No sé qué tono darle, me cuesta saberlo. No es un programa de personajes, en los que siempre hay una historia que evoluciona a través de ellos. Este es, más bien, el reportaje de un hecho insólito, o sea que por un lado hay que darle un tono documental y, por otro, de ciencia ficción. El integrar estos dos mundos es lo que me preocupa." Para reafirmarse en ese tono de reportaje, eligió actores desconocidos.



"La falta de sonrisa de la Gioconda no es una cosa romántica. Pienso que, en el fondo, refleja la angustia del ser humano. Pretendo sugerir que algo no marcha bien en el mundo, que en esta sociedad consumista no están las cosas claras. Planteo un problema, no quiero decir con esto que no se haya planteado ya, pero no aporto ninguna solución. Creo que, sin darnos cuenta, podemos ir hasta esa catástrofe" aseguraba Antonio Mercero en una entrevista realizada cuando todavía estaba editando el metraje. Esta película televisiva se estrenó en 1977 y no fue galardonada, tal y como TVE esperaba. La "operación premio" iniciada en los 60 y que sirvió para demostrar que, a pesar de la dictadura (y contra todo pronóstico), nuestra tele podía facturar programas de altísima calidad había conseguido que se nos viera de otra manera allende nuestras fronteras pero con la democracia instalándose en nuestro Parlamento ya no tenía sentido demostrar nada. A pesar de todo esto, "La Gioconda está triste" tiene cierto interés y merece un visionado sin prejuicios:




http://www.rtve.es/alacarta/videos/singulares/gioconda-esta-triste/1055774/">La Gioconda está triste (Antonio Mercero)




El comienzo de la vida.

Castillos en el aire



Desde siempre había soñado con poder habitar en alguno de esos castillos que flotaban en el aire. Bastaba con que se quedara inmóvil, los ojos abiertos de par en par, la vista puesta en las alturas, sin un pestañeo, para que apareciesen los hermosos castillos con torres y murallas, almenas, foso y puertas levadizas, adornados con banderas, estandartes y escudos de colores intensos. Le gustaba contarse historias que sucedían en los castillos. Los reyes y los príncipes, los caballos blancos, los niños jugando a perderse en los jardines de laberintos, bañándose en las fuentes cubiertas de los más bellos nenúfares. De noche podía ver sus castillos brillantes compitiendo en belleza con estrellas y luna. — ¿Cómo poder llegar a ellos?—Se preguntaba y hacía planes que iba deshaciendo conforme llegaba la aurora. Debía contentarse con la pequeña cabaña, el sonido triste del arroyo, la soledad de sus días y sus noches. Imaginaba escaleras infinitas, árboles que crecían hasta aquellas nubes que empujaba el viento, que amanecería un día con alas o que la llevarían suspendida un grupo de pájaros rojos.
Sucedió una tarde cuando casi se acababa el día, la niña miraba sus castillos, había aprendido a recorrerlos con la mirada, jugaba en los pasadizos y se asomaba en su almena favorita, le gustaba la dulce fragancia de sus nenúfares tan blancos como azucenas de marfil, cuando los castillos empezaron lentamente a descender, bajaban acercándose, creciendo en tamaño y perfección, como si se tratase de una nave llegando a tierra, entonces pudo ver las sonrisas del rey y de la reina y las piruetas de los príncipes, sus amables gestos invitándola a levantarse, dar pequeños pasos y entrar al fin a su sueño. Cecilia Bustamante de Roggero
Imagen: JACEK YERKA






Amadeo de Souza-Cardoso, lel secreto más grande del arte moderno

Hilma af Klint, pionera de la abstracción - le mag

De música y baile

De música y baile ( Extracto) (Recordando a mi papá)
Justo estaba preparando una clase en la que Paul Auster nos serviría de inspiración. Este escritor norteamericano contemporáneo habla de la fortuna, del azar, e las sorpresas de la vida, de las casualidades. Entonces yo estaba muy atenta observando las casualidades que la vida preparaba para mí.
Ese medio día salió mi papá de la clínica con sus 83 años tras veinte días en las que se sintió cercano a la muerte. Antes de despedirnos de los médicos, mientras mi mamá pagaba la cuenta y recogía radiografías, prendimos la televisión, di la vuelta a todos los canales y me detuve ante una orquesta que tocaba canciones populares de distintos países del mundo. Era una fiesta, el público bailaba, saltaba, aplaudía, caían globos y pica pica, el director de orquesta, un violinista encantador llamado Andre Rieu alentaba al público para que corease las canciones, todos se animaban a bailar y las imágenes de las pequeñas flautas tocadas por preciosas chiquillas disfrazadas de soldados, se intercalaba con trompetas y tambores. Mi papá se quedó extasiado, reconociendo las tarantelas y los clavelitos, Lily Marlen y Zorba el griego. El espectáculo parecía no tener fin y no faltaron fuegos artificiales y banderolas. El público de pie aplaudía y se paraba en los pasillos del teatro para bailar impulsados por tan maravillosa música. Dos enfermeras entraron al cuarto y nos acompañaron a ver el final del espectáculo que coincidía con nuestra alegría de haber sido dados de alta. Cuando terminó el concierto, yo, inspirada en las coincidencias de Paul Auster, me convencí que el programa había sido emitido por la vida, en hora precisa, especialmente para animar a mi padre, para celebrar su recuperada salud, para felicitarlo porque se reincorporaba a la vida. Una fiesta que no debíamos desperdiciar. Cecilia Bustamante de Roggero 

Escuchar a un joven tenor

Escuchar a este joven (22 años) cantando con esa hermosa voz, sabiendo que esta estudiando dedicando todo su tiempo y su energía para convertirse en uno de los mejores tenores del mundo, produce una gran emoción. Ver una vocación puesta en acción, el esfuerzo, la perseverancia y el encanto de Santiago Pizarro es un lujo que recordaremos cuando este cantando en los mejores escenarios del mundo. Por lo pronto ha sido escogido entre cientos de participantes para hacer de Nerón en Arezzo, Italia este verano. Bravo Santiago!

Olaf oye a Rachmaninof

Olaf oye a Rachmaninoff

CARY KERNER
Traducción de Horado Quiñones

Es curioso eso de cómo tantas cosas suceden todo el tiempo sin que uno se dé cuenta de nada hasta que se tropieza con ellas. Como eso de los que tocan el piano y andan por todos lados cobrando tres coronas por cada gente que los quiere oír. Yo nunca hubiera sabido que había esa clase de tipos si no hubiera sido por mi so­brina Juanita.

Yo he cuidado a Juanita desde que era un monigote chiquito. Como Felipa, mi mujer, pronto no la quiso tener cerca porque le daba mucha lata, la mandé de in­terna a un colegio y dejé que le dieran clases de música, y como para eso hicieron no sé qué arreglo en las vacaciones, la dejé de ver por muchos arios. Felipa siem­pre anda recriminándome por aquello de los gastos; pero yo quiero que Juanita lle­gue al puerto.

Bueno, pues hace como dos años que Juanita me escribió preguntándome que si podía cambiar de maestro de piano y tomar clases de uno que era muy bueno de verdad, uno muy caro que Creo se llama Lorry o algo así. Y la señora que dirige el internado también me escribió y me dijo que yo debería dejar que Juanita tomara clases de ese señor, porque ella iba a ser algún día una famosa pianista. A mí me pareció que todo era pura tontería, porque yo nunca he visto que los parientes de Juanita, por los dos lados, hayan sido nunca otra cosa que marineros trabajadores y humildes. Pero como yo no soy de esos que a la fuerza quieren que todos pien­sen igual que ellos, pues me decidí a mandar más dinero después de haberlo pen­sado un poco, y me callé la boca sin decirle nada a Felipa.

Al fin y al cabo que Felipa no sabe cómo andan mis negocios, porque a veces, cuando estoy muy cansado, me voy a la casa, pero otras veces me quedo en la casa del capitán Spraghe, sobre todo según me haya ido con Felipa la última vez que la he visto. Yo siempre he pensado que hay tempestades que se pueden capotear, pero a otras hay que huirles, y yo no soy de los que andan buscando dificultades.

Pues nada, que cuando las cosas se pusieron difíciles con esos del comercio, y muchos barcos tuvieron que suspender sus viajes porque no había carga, pensé que al fin y al cabo podría darle a Felipa lo que me andaba pidiendo desde hacía mu­cho, corno era su derecho, si sólo yo le cortara un poco los gastos que estaba ha­ciendo con Juanita en la escuela. Y le escribí diciéndole cómo andaban las cosas, a ver si podía darse maña para aprender lo mismo con un profesor más barato. Inmediatamente recibí la carta más linda que pudiera esperar. Me dijo que sen­tía mucho no haberse dado cuenta de que la situación era mala, y que al fin y al ca­bo ya había estado pensando dejar de tomar clases y ponerse a enseñar el piano a niños y gente que todavía no sabían tanto corno ella.

Fue una carta muy animadora, hasta con dos o tres chistes como los que siempre acomoda en sus cartas, las que acostumbraba yo enseñarle a Felipa, pero que ahora ya no le enseño. Pero me sentía muy raro mientras la estaba leyendo: algo así como cuando yo era muchacho y mi madre me regañaba porque me gustaba andar en el muelle oliendo a pescado y hablando de barcos. Al leer la carta oía todo el tiempo al­go corno un ruido de alguien que llora, como gaviotas en una noche de borrasca.

Y de repente me entraron ganas de ir a ver a Juanita, ya que no lo había hecho nunca; le escribí, y fui.

Ella fue a la estación para encontrarme, y fue bueno que ella me reconociera, porque yo nunca me hubiera imaginado que ella era mi pequeña Juanita. De la ne­na graciosa, gordita y de ojos grandes que era antes, se había transformado en la muchacha más hermosa que uno se pudiera imaginar. Delgada y fina como un ya­te, con ojos azules como el mar, cara llena de hoyuelos cuando sonreía, y su cabe­llo como una aureola dorada sobre sus hombros. Sus manos eran casi tan fuertes como las de un hombre, pero blancas y largas.

Buscamos un lugar para comer y platicar, y lo primero que ocurrió fue que le brillaron los ojos y sacó unos papeles de su bolsa:

—Mira, tío Olaf, ¡dos boletos para Rachmaninoff!
Me di cuenta de que lo que yo debía haber hecho era patear y gritar de gusto, pero no tuve más remedio que decirle que yo no sabía quién era ese Rachmaninoff. — ¡Pero si es el príncipe de todos ellos! ¡El gran pianista ruso!

Con lo que me dejó igual que antes. Pero ella dijo que era como un dios o algo así, y la dejé que se volviera loca de entusiasmo. Pero yo ya sé por experiencia que hay que tener miedo de ir a donde una mujer quiere llevarlo a uno, y le dije que no tenía mucho tiempo para quedarme, y que mejor ella me tocara algo si había un piano a la mano.

Ella se volvió toda hoyuelos y me dijo:

— ¡Pero si he pagado seis coronas de las que has ganado con tanto trabajo, tío, para agasajarte a lo grande!
— ¡Seis coronas! — temo mucho que grité muy fuerte—. ¿Quieres decir que...? —Ah, pero fue por dos boletos —me respondió inmediatamente, como si tres coronas por cada boleto no fueran nada.

Iba yo a decir algo acerca de la mala situación, pero no quise sentirme respon­sable por quitarle esa mirada de felicidad de la cara, y me callé. Además, de todos modos, cada vez que me siento con ánimo de ser tacaño, me acuerdo de lo tacaña que es Felipa, y mejor me callo.

No pasó mucho tiempo sin que fuéramos a la casa de la ópera, donde ese tipo cobraba tres coronas por asiento. Había un montón de mujeres pavoneándose en­frente, hablando tonterías y haciéndose las interesantes, y mirándose en espejitos, y oliendo hacia el cielo con perfumes raros.

—iTe va a encantar, tío! —me decía Juanita cada vez que yo trataba de disuadirla de meternos entre tanta gente.
—Sí, yo creo que me va a encantar... tanto como si me mandaras a capotear un temporal noroeste —dije yo, y ella nada más sonreía.

Adentro, cuando al fin entramos, había más asientos de los que yo nunca había visto en mi vida, y muy pronto todos estuvieron llenos. Y había muchos hombres también, lo que muestra que también hay muchas mujeres tercas y alborotadoras en el mundo, y yo me quedé pensando si ellos se sentían tan a disgusto corno yo, ahí sentados esperando que viniera otro a tocarles en el piano. Ya me imaginaba cómo ese Rachmaninoff estaba por ahí viéndonos y riéndose de habernos hecho gastar tres coronas por oírlo. Eso me hizo que me enojara un poco, pero al fin y al cabo, pensé, cada quien se gana la vida como puede, y quizás el pobre no sabía ha­cer otra cosa.

No había nada de decorado en el escenario, nada más un piano con la tapa abier­ta, y se veía muy feo. De repente todos se quedaron quietos, y alguien dijo quedito:

—¡Ya viene! —como si fuera un circo o algo.

Y luego todos comenzaron a aplaudir, y él entró caminando al foro. De veras que me sorprendí al verlo. Me pareció que un hombre tan fuerte podía hacer lo menos una docena de cosas más útiles que tocar el piano.

Él se inclinó muy serio, fue a sentarse delante del piano y esperó a que todos se quedaran callados a su gusto. No pude menos que sentir lástima por él, ahí senta­do solito y todo el mundo viéndolo. Supongo que fue lo nervioso que se puso des­de el principio lo que lo hizo equivocarse tantas veces en casi todas las piezas que tocó.

Tan pronto como dejaron de aplaudir, comenzó a templar el piano. Al principio sus dedos estaban algo duros y tiesos, y nada más picaba aquí y allá, pero muy pronto se calentó de una manera sorprendente, y antes de que me diera cuenta ya estaba yo sentado en la orilla del asiento tratando de comprender cómo podía ha­cer para que no se le enredaran los dedos, de tan aprisa que los movía. Iba para arriba y para abajo, cada vez más aprisa, tratando de mostrarle al público qué tan rápido podía mover las manos Pero al rato, como que ya no pudo más, y lo dejó. Luego comenzó a intentar una que otra tonada, pero sin terminar ninguna, y las de­jaba de tocar precisamente cuando uno ya le comenzaba a tomar gusto. Y luego se puso a ver qué tan fuerte tocaba el piano, y luego que vio lo que el piano podía aguantar, suspendió todo.
¡Y vaya! ¡Si vieran cómo aplaudió esa gente! Todos estaban contentos de que ya estuviera listo para comenzar a tocar.

Inmediatamente comenzó, pero por cierto que no sonó muy bien. La verdad es que me gustó más cuando estaba templando el piano. Parecía dudar de por fin qué pieza tocar, y esto le perjudicaba mucho. Había un montón de sonidos agradables y de repente brincaba a otra cosa.

Por fin se puso a tocar algo que ya iba para largo y que a mí me estaba gustan­do, por cierto que hasta me senté bien para oírlo, cuando se tropezó con un mon­tón de notas equivocadas. Luego comenzó de nuevo, pero siempre se equivocaba en el mismo lugar. Sin embargo, persistía en su intento, cada vez más fuerte y más fuerte, como si estuviera decidido a lograrlo así se tuviera que quedar toda la no­che. Pero no mejoró nada hasta que renunció y dejó esa pieza, pero no le valió, porque siguió lo mismo. Uno podía notar que estaba medio acalorado, y no lo cul­po, ¡la vergüenza de fallar delante de tanta gente!

Seguía enojándose más y más hasta que perdió por completo su control, y la for­ma en que golpeaba las teclas era algo horrible. Suerte que la tapa del piano estaba alzada, que si no, explota. Y de repente se dejó caer con las dos manos, tan fuerte como pudo, haciendo el ruido más horroroso que yo haya oído nunca. Y ahí mismo abandonó todo y se paró, inclinándose como pidiendo excusas por haberlo siquie­ra intentado. Por lo menos eso pensé, aunque Juanita me dijo que era una pieza ma­ravillosa. ¡Y la gente aplaudiendo! Me molestaba pensar en que la gente debiera darse cuenta de que él comprendía que el aplauso era sólo cortesía.

Iba a decirle yo algo más a Juanita, pero tengo mis razones para saber que no conviene ser sincero con las mujeres. Pero Juanita no es tan tonta, y me dijo:

—Quizás no te hayan gustado tanto estos números, tío Olaf, pero hay unos en el programa ¡que los va a adorar!
— ¡Ojalá! —exclamé mientras pensaba en las seis coronas.

Y luego ella se encogió toda en su asiento, como llena de gusto: —Vas a estar contento de haber venido, ¡ya verás!

Pero las dos siguientes piezas no fueron gran cosa y, sin embargo, la gente aplaudió cada vez. Yo luego comprendí que todos sabían que tenía una cosa muy buena de reserva, y nada más lo estaban alentando hasta que llegara su turno de tocarla. Juanita decía que no se estaba equivocando, pero yo sé que mis orejas todavía son lo bastante buenas para saber si un son está entonado o no. Lo único que
tengo que decir en su favor es que no se equivocaba por equivocarse, lo que casi lo compone todo, como quien dice. Es como Felipa. Ella se obstina tanto en sus errores que no tiene uno más remedio que admirarla.

Bueno, pues antes de que comenzara una de esas piezas, se sintió que lo que iba a seguir era cosa buena. Todos como que aguantaban el respiro, y la gente delante de nosotros se hizo para atrás en sus asientos como si se acomodaran para el resto de sus vidas.

Entró muy decidido, tratando de tantear a la gente sobre dónde se movían sus manos. Las tenía en los extremos del piano, y de repente ya estaban en la mitad, saltando para adelante y para atrás, agarrando un punto de notas en un lado y azotándolas en otro, como si se tratara de arrancarles la cáscara a las teclas. Una mano andaba persiguiendo a la otra por todo el piano, repicando como granizo en la
cubierta, en golpes rápidos y secos, y más y más aprisa, hasta que se le descontrolaron los dedos en tal forma que sólo se deslizaban sin parar, haciéndome recordar al viejo capitán Spraghe, que cuando andaba borracho nada más iba balanceándose sobre el puente, tratando de aparentar que no tenía que pescarse del barandal.

De repente se enredó y se vio en un apuro difícil, pero en un arranque se zafó de la dificultad, volviendo al carril salvajemente. Era como el viento aullando y rasgando entre el velamen, con las lonas azotadas unas contra otras. Martilleaba con
una mano sobre la otra hasta que la arrinconaba, y tenía que saltar por encima para escapar, como rana, para que la otra la persiguiera de nuevo por el teclado. Y de arriba abajo, tan aprisa, que casi me mareaba tratando de tener mis ojos y mis orejas abiertas. Esas manos brincaban tanto y se perseguían, arrebatándose el lugar, tan aprisa como nadie vio nunca cosa igual.

Y todo el tiempo uno podía oír dos tonadas, ¡tan claro!, como el agudo grazni­do de una gaviota contra el mar encrespado.

Y de repente alzó las manos y las detuvo en el aire. ¡Por Dios que uno podía oír la melodía escurriendo de sus dedos en alto! Y cuando volvió a bajar las manos se hundió de lleno en un navegar ligero y poderoso, alisando la melodía como olas grandes y hermosas rodando sobre la playa, y se podía sentir cómo que lo subían a uno y lo bajaban en el vaivén del mar. Y de cuando en cuando metía un chorro de sonidos brillantes, luminosos, como espuma sobre la cresta de una ola entre las rocas. Y había unos sonidos repetiditos que hacía temblando sus dedos en un mis­mo lugar, vuelta y vuelta, hasta que uno creía que se iba a dar un tropezón. Y lue­go lo hacía un poquito más arriba, y luego más abajo, y luego como que los corría juntos por el teclado, hasta que de verdad no me imaginaba cómo demonios se da­ba cuenta de lo que estaba haciendo.

De vez en cuando como que terminaba la pieza, pera él la recogía de nuevo y no le gustaba tener que dejarla, y cuando al fin acabó, fue el lugar preciso en que debía acabarla.

Podría yo haber cacheteado a esa gente por aplaudirle luego que terminó. Des­pués de que había tocado tan bien, lo debieran haber dejado sólo un rato a que se calmara un poco de la emoción.

Le pregunté a Juanita qué pieza era ésa. Ella me dijo. Pero no le oí bien, y no le quise preguntar de nuevo porque era algo de "apasionada" y ¡ella es tan joven to­davía! Debieran tener cuidado de qué nombres les ponen a las piezas. Le pregun­té si podía tocar ella eso, porque me gustaría oírlo de nuevo. Se pusieron muy tris­tes sus ojos, y me dijo:

— ¡Pero no como él, tío Olaf!

Y lo curioso es que en ese momento vi muy claro el primer barco en que nave­gué. Y me puse a pensar lo que hubiera yo sentido si en aquel momento me hubie­ran devuelto a tierra, y eso me puso triste por algunos minutos.

Rachmaninoff estaba ya cansado para esto, y creo que si las demás piezas no hu­bieran estado en el programa, ya ni las hubiera tocado, y por mí mejor que así hu­biera sido. No sé qué ideas tienen algunas gentes, que le siguieron aplaudiendo.

Pero luego que ya había acabado con el programa, obsequió unas dos piezas ex­tras y hasta entonces fue cuando de verdad se puso a tocar cosas que la gente pue­de entender a fondo. No me acuerdo de los nombres, excepto que una era de unos turcos marchando, y ¡vaya si no se fue desde el principio hasta el fin sin equivocarse ni una vez! Apuesto a que ésa es la que más le gusta tocar. Uno no pudiera detenerlo una vez que comenzó, pues primero podría uno detener la marea.

Usted debe tratar de oírlo tocar alguna vez, sobre todo ésa de la apasionada, Jua­nita dice que va a seguir tocando por muchos años, y creo que después de todo ha­ce bien, a ver si mejora un poco. Un poco más de práctica en una de esas piezas, y con tal que abandone otras por completo, y tendrá mucho éxito.

Yo le pregunté a Juanita, como quien no quiere la cosa, si había otro profesor me­jor que ese Lorry, y ella me dijo que no. Y cuando estábamos esperando el tren, le dije casualmente que después de todo había decidido que siguiera tomando esas cla­ses, pues nadie mejor que yo sabe que se necesita un piloto para entrar al puerto.

Comenzó a llorar, pero se secó las lágrimas cuando oyó el silbatazo del tren.

Luego sonrió y me dijo que yo nunca me arrepentiría.

Yo no le he dicho nada a Felipa. Parece que al fin y al cabo ya ella y yo estába­mos anclados juntos para siempre, a pesar de lo que Lorry cobra. Pero no protes­to. Se me hace que entre más nos vemos Felipa y yo, mejor nos entendemos.


No es que el mar esté muy tranquilo que se diga, pero no me olvido de cómo Rachrnaninoff pudo, al fin tocar bien, con sólo que la gente le diera la oportunidad.

Yuja Wang - Rachmaninoff - Piano Sonata No 2 in B-flat minor, Op 36

Rachmaninov: Piano Sonata No.2 - Yuja Wang

Antonio Muñoz Molina visita Bucarest

EL PAÍS
Bucarest
Llegar a esta urbe, para mí, es encontrarme por primera vez en una ciudad de la literatura, pero sobre todo asomarme a la vida de un amigo, Norman Manea
ANTONIO MUÑOZ MOLINA

Imagen de la ciudad vieja de Bucarest.
En Bucarest, a la caída de la tarde, el aire fresco de mayo olía a tilos florecidos. La imaginación, por sí sola, no produce más que lugares comunes. Uno dice la palabra Bucarest y se imagina una capital de la Europa del Este, entre austrohúngara y comunista, con edificios masivos, deteriorados y severos, con un tiempo que suele ser de invierno gris. Pero Bucarest, cuando se llega desde el aeropuerto, en una tarde de sol, parece una ciudad del Levante, quizás de Grecia o Turquía, aunque poco a poco se vuelve francesa, La París de los Balcanes, como dicen los guías. Uno llega a Bucarest, como a tantos otros sitios, con su carga de lecturas y de expectativas literarias, que tampoco le sirven de mucho, porque casi nunca una descripción se parece a la realidad. Yo venía con mis lecturas, sobre todo las de los diarios de Mihail Sebastian y los libros de Norman Manea, y con el recuerdo de mis conversaciones con él, y también el de una novela rara y en parte fallida de Saul Bellow, El diciembre del decano. En los diarios de Sebastian está la Bucarest afrancesa y art déco de los años treinta que poco a poco se transforma en el escenario de una pesadilla; la hermosa ciudad de cafés y caminatas con amigos a altas horas de la noche sumergida de un día para otro en una negrura de disidentes y judíos perseguidos y delatores y pistoleros fascistas. Bellow, que estuvo en Bucarest hacia 1980, cuando todavía duraban las ruinas del terremoto de 1977, dibuja una ciudad de fachadas en ruinas, de marrones y grises que derivan al negro en anocheceres luctuosos a las tres de la tarde. Para Norman Manea, Bucarest es la ciudad del miedo en los años de Ceausescu, la capital todavía llena de bellezas pasadas de su primera juventud, la ciudad reconocida y a la vez extranjera a la que volvió después de muchos años de exilio.

De modo que llegar a Bucarest, para mí, es encontrarme por primera vez en una ciudad de la literatura y de los documentales históricos, pero sobre todo asomarme a la vida de un amigo. Con Norman Manea he estado muchas veces en Nueva York y algunas en Madrid, pero es solo ahora cuando voy a encontrarme con él en su ciudad, entre la gente que habla el idioma para mí impenetrable en que él escribe, en la cultura donde se formó y de la que eligió irse y a la que vuelve de vez en cuando, en parte con una gran efusión sentimental, en parte con desconfianza. Es aquí donde conoció la opresión irrespirable, la vigilancia policial, el chantaje del miedo, la claustrofobia de la tiranía. Pero también es aquí donde fue muy joven y donde fue descubriendo su vocación por la literatura y por la libertad de espíritu, donde conoció el amor y la amistad. Hemos venido a Bucarest para acompañar a Norman y a Cella, su esposa, porque él cumple 80 años y se le ofrece un homenaje. Norman tiene el pelo muy blanco y una piel muy pálida sin arrugas, una sonrisa de cordialidad y de burla. Acostumbrados a escucharlo hablar en inglés se nos vuelve extraña su voz en rumano. Aquí percibimos mejor que en ninguna otra parte la conexión entre su literatura y su biografía, entre las lealtades y las ataduras de su origen y la dimensión liberadora de su desarraigo.

Le complace que le contemos nuestra primera impresión favorable de su ciudad, el contraste con las expectativas sombrías. Bucarest, en mayo, es una ciudad de parques deslumbrantes, de bulevares muy anchos con avenidas de grandes arboledas y jardines fértiles que se desbordan sobre las verjas de villas unas veces recién pintadas y otras hundidas en el abandono. En Bucarest coexisten desordenadamente la belleza y la ruina, el esplendor vegetal y la nobleza afrancesada de la arquitectura y los barrios de bloques idénticos con fachadas agrietadas y ropa colgada en los balcones. Hay algo de París y de Buenos Aires en algunas perspectivas, y hay también algo que le hace pensar a uno en la vitalidad y la cochambre de Atenas o de Estambul, aunque en mi caso esta sea una comparación imaginaria.

Bucarest, en mayo, es una ciudad de parques deslumbrantes, de bulevares muy anchos con avenidas de grandes arboledas y jardines fértiles

Y de repente donde te encuentras es en otra de las ciudades en las que no has estado nunca, Pyongyang. Parece que el dictador Ceausescu, cuando visitó Corea del Norte, decidió copiar los espectáculos de masas y la magnificencia funeraria de las arquitecturas erigidas en honor de su amigo y correligionario Kim Il-sung. La ambición constructiva es otro de los variados delirios que comparten los déspotas comunistas y fascistas. A la mañana siguiente del homenaje a Norman el cielo se había vuelto bajo y gris y había una llovizna fría, y a nosotros nos venció la tentación morbosa o la curiosidad de visitar el Palacio del Pueblo, la sede ahora del Parlamento rumano, el edificio que Ceausescu y su esposa, Elena, decidieron que sería su mayor legado para la posteridad. De nuevo se ve un confrontado con la incompetencia de la imaginación: el horror literal de la realidad es insuperable. Uno ha visto fotos y documentales, ha leído descripciones: nada lo prepara para el encuentro con una monstruosidad que es al mismo tiempo aterradora y ridícula, amenazante como los edificios que diseñaba Albert Speer para Hitler o como un mausoleo de un sátrapa comunista y ridículo en la vulgaridad de su desmesura como el palacete de un narcotraficante en una urbanización de lujo.

Unidos a un grupo de turistas escuchamos las explicaciones de un guía que camina con destreza hacia atrás, sobre una alfombra roja que se pierde en las lejanías vaticanas de un corredor con candelabros y mármoles. El guía anda hacia atrás para mirarnos de frente mientras enumera de memoria, no sin cierto orgullo, cifras insensatas: este es el segundo edificio más grande del mundo después del Pentágono; el tercero más voluminoso, después del hangar de ensamblaje de cohetes en Cabo Cañaveral y del Templo de la Serpiente Emplumada de Teotihuacán, y por delante de la pirámide de Keops; es la única construcción terrestre visible desde la Luna; tiene 1.100 habitaciones; su gasto anual en electricidad es equivalente al de una ciudad intermedia.

Asomados a un balcón que da a una plaza enorme, a un círculo de edificios gigantescos e idénticos, a una avenida que se pierde en la bruma, el guía nos dice que para construir este entramado monumental y urbano se arrasó una quinta parte de la ciudad histórica, y se destruyeron 40.000 viviendas, expulsando sin miramientos a quienes las habitaban. Al final de la avenida estaba proyectado un momento ciplópeo dedicado a la victoria del socialismo. Rupert Murdoch quiso comprar el palacio por 1.000 millones de euros para convertirlo en un casino. Hay algo de lujo imbécil de casino en esta inmensidad de dorados, escalinatas y mármoles. La mayor parte de los 1.100 salones no se han usado nunca. Pienso en Norman Manea, un hombre frágil y solo que escribía para nadie en un cuarto sin calefacción de esta ciudad, que resistía sin humillarse, mientras decenas de miles de siervos trabajaban para levantar el palacio que el tirano no llegó a ocupar nunca.







El París de Octavio Paz

Un jardín en tus ojos

ALBERTO RUY-SÁNCHEZ

UN JARDÍN
 EN TUS OJOS



Una tarde de otoño, en el mercado viejo del puerto de Essaouira, antes Mogador, en la costa Atlántica de Marruecos, encontré a una mujer que vendía flores de la manera más extraña posible. Mostraba sólo unos cuantos pétalos de diferentes colores en sus manos impecablemente tatuadas. Por la frescura y el olor de los pétalos sus clientes juzgaban la mercancía y regateaban su compra.
   Las flores permanecían por lo pronto en su casa, en una zona bastante inaccesible, muy adentro del mercado. Cuando ya había cerrado un trato daba cita a sus clientes en la fuente de la Nueve Lunas, donde se cruzan o terminan nueve callejuelas curvas y los azulejos frente al agua devuelven nueve reflejos diferentes de la luna menguante. Ahí entregaba los ramos y recibía el dinero. Desde ahí, desde ese rincón de agua, emprendía de nuevo su paseo por el mercado con las manos extendidas tratando de provocar los ojos y el olfato de quienes pasábamos por ahí.
   Cuando me topé con ella por primera vez yo llevaba un par de horas felizmente perdido en el tejido irregular de las calles estrechas. Experimentaba esa forma de embriaguez que ofrecen los laberintos al enfrentarnos a lo indeterminado, al hacer de cada paso la puerta hacia una posible aventura.
   Había osado meterme hasta en los pasadizos tortuosos que se forman de manera diferente cada día de la semana dependiendo de quiénes iban o no a poblar con sus puestos y mercancías las plazas recónditas. Dicen que en esos rincones hasta los mismos comerciantes se extravían los días de la semana que no es su turno de levantar un puesto. Una trama distinta enreda y desenvuelve sus pasos cada vez.
   Siempre hay plazas dentro de las plazas, calles dentro de otras y tiendas dentro de tiendas hasta llegar a la caja de madera taraceada más pequeña que, en sus compartimentos interiores de marquetería puede albergar, en miniatura, lo esencial de un mercado : sus olores.
   Poco a poco iba yo aprendiendo a distinguir en cada pequeñísimo detalle de la ciudad de Mogador el universo que concentra. Porque ahí cada cosa, cada gesto, cada sonido es puerta y detonador de otros ámbitos. Y muy pronto iba a descubrir que, así como los inmesos mercados de frutas y flores pueden estar en una diminuta caja de madera perfumada, uno de los jardines más seductores de Mogador se abriría para mí en los pétalos de colores resplandecientes sobre las manos tatuadas de aquella vendedora de flores.
   Antes de cruzarme con ella me había elegido como un posible cliente. En cuanto me vio a lo lejos, en las calles del mercado, vino directamente hacia mí. Su mirada multiplicaba su fuerza expresiva en el rostro velado. Como si me gritara desde lejos con los ojos. Caminó unos quince pasos atrapándome en sus pupilas negras sin un pestañeo. Pero un par de metros antes de estar a distancia de hablarme bajó la mirada hacia sus manos extendidas. Vi los pétalos de colores. Sin tocarlos sentí su textura de piel suave y perfumada. Esos pétalos frágiles  contrastaban con la rigurosa geometría tatuada en sus manos que las hacía parecer una elegante tela teñida de rombos y caminos.
   Rompió un par de pétalos con dos dedos liberando una fragancia intensa. Cuando levantó la mirada ya no se fijaba en mí. Parecía perseguir algo a mis espaldas. Y pasó lentamente a mi lado casi rozándome sin voltear un segundo a verme de nuevo. Lo hizo de tal manera que el olor de sus flores, seguramente más intenso por el par de pétalos estrujados, me golpeó con fuerza subrayando su repentina indiferencia y obligándome, por supuesto, a seguirla.
   Suavemente se fue metiendo de nuevo en su laberinto. No me miraba pero sabía que yo estaba caminando sobre sus pasos. De pronto creía haberla perdido y reaparecía ante mis ojos. La tercera vez que eso sucedió había llegado a una calle sin salida, ni puertas donde ella pudiera haberse metido. Al encontrarme de pronto frente a un muro me volví para retomar mi camino y ahí estaba ella, venía detrás de mí, hacia mí.
   Su coquetería pasiva se volvió desafío. Y después de nuevo coquetería. Discutimos el precio de sus flores y me habló de algunas orquídeas y cactus muy especiales que sólo existían en Mogador, así como de la planta de la Jena, de donde sacaba los tintes para el pelo y las manos. Me explicó la geometría de sus tatuajes. Después de venderme un par de ramos y de una larga conversación que duró hasta la caída de la tarde, me ofreció  mostrarme al día siguiente su Ryad, palabra mágica que significa  Jardín Interno. El reducto natural dentro de una casa.
Ryad es por supuesto uno de los nombres del paraíso. Los místicos árabes dicen que el Ryad es donde uno puede unirse a Dios. Los poetas la usan para hablar tanto del corazón de sus amadas como del sexo atesorado y misterioso, promesa de placeres y reto para el jardinero que pacientemente los siembra y los cultiva. La promesa de la vendedora de flores, quien para entonces ya me había dicho que se llamaba Khadiya, me mantuvo sin dormir casi toda la noche.
   Me había dado cita en una parte de la muralla que da al mar. Llegué antes y pude ver cómo amanecía en Mogador. Cuando ella llegó su sombra era larga y fresca. Las gotas del amanecer se reventaban bajo sus pasos. Desde ahí caminamos un tiempo que me pareció largo y breve simultáneamente. Fuimos por un camino tan complicado que nunca podría tomarlo de nuevo. Era como un hueco oculto en ese punto donde el tiempo y el espacio se vuelven como espejos y nadie sabe ya qué es verdad y qué es reflejo.
   Mientras avanzábamos yo observaba sus gestos lentos y sensuales adivinando extrañamente su cuerpo debajo de una montaña de telas onduladas que se volvían habladoras con sus movimientos. Porque esta vez llegó cubierta con un Haik, que es más que un velo: una tela blanca muy grande por encima de su Kaftán que, para que no arraste, requiere ser llevada con mil pliegues. Un arreglo aparentemente burdo pero ideado con un riguroso plan de recato extremo y también de extrema coquetería: sin duda logra mostrar con terrible fuerza sugerida lo que esconde: la sensualidad deseable de una mujer obvia e intensamente deseante, viva.
   Nos detuvimos en varias tiendas. Conversamos con gente que se cruzaba en la calle. Me mostró rincones de la ciudad de extraña belleza, insignificantes para quien no sea sensible a las formas curiosas que toman las ciudades, sus piedras, su madera, cuando son trabajadas por el tiempo. Lugares inaccesibles si ella no me lleva a verlos. Cuando al fin llegamos a su casa, su sombra prácticamente ya cabía abajo de sus sandalías y no había en ella gotas de rocío que se rompieran.
   Su Ryad resultó ser un fresco y breve huerto de frutas y flores, inesperado entre pasillos estrechos de geometría aparentemente caprichosa, dentro de una bellísima casa cubierta de azulejos, también insospechada entre las callejuelas del puerto.
   No volví a salir de ahí hasta que ella lo decidió. Durante poco más de dos semanas fui, feliz y asombrado a cada instante, su prisionero. Todavía me escribe de vez en cuando algún mensaje breve o una tarjeta postal que siempre termina con la frase: "En mí tu Ryad te espera". Cada vez que la leo se desencadena a lo largo de mi cuerpo una avalancha de felicidad por recordarla y de angustia por no tenerla que me quita la respiración. Releo sus notas como se tiene un vicio.
   Pero de ella atesoro, además de las huellas profundas que su cuerpo desnudo puso para siempre en el mío, y además de los placeres de su inteligencia ágil y voraz y velocísima, una fotografía. Una mañana, la novena, creo, me despertó con palabras en vez de hacerlo con las manos o con la boca como todos los días.
   --¿Quieres saber cómo soy sin tatuajes?
   Le dije que no, que me gustaba con ellos. Eran tatuajes de Jena, del tinte hecho de esa planta del desierto que según el Corán se encontraba en el paraíso al lado de los dátiles y las palmeras. Formaban una asombrosa geometría, como un jardín perfecto en todo su cuerpo. Y me gustaba perderme minuciosamente en su veredas. También era una forma de estar vestida con ropa de piel: desnudez que no es pero parece. Un manto de líneas tan sólo, pero líneas rituales sin duda que creaban alrededor de ese cuerpo un espacio prácticamente sagrado; donde ella era mi diosa nueva y mi experimentada sacerdotisa; un espacio único, trascendente.
   Como si no me hubiera oído continuó buscando lo que había planeado mostrarme. Sacó del fondo de un arcón de taracea una tela bellísima, doblada varias veces para proteger una fotografía. Parecía una imagen muy vieja pero estaba impecablemente conservada en un marco antiguo y además la mostraba a ella desnuda en una toma que parecía reciente. Sólo su cabeza estaba semi cubierta por una tela muy blanca con flores bordadas que yo había visto todos los días al lado de su cama e incluso había tenido en mis manos. Ella me había acariciado con los flecos de esa tela.
   Su piel obscura y tersa contrastaba con el muro cargado de texturas deslavadas a su espalda. Era evidente que quien tomó la fotografía le pidió que levantara los brazos para mostrar mejor las ondulaciones de su cuerpo. Ella los mantiene en alto pero de lado y con las manos juntas. Su mirada, también de perfil, se mantiene abajo, escondida. Entrega su cuerpo a nuestros ojos pero su mirada pudorosa en el fondo la oculta, la preserva. Sólo su sonrisa revela un universo de picardía. La misma sonrisa que le había visto regalarme con frecuencia esos días. Pero la fotografía raptaba mi atención dentro de mi feliz rapto. De nuevo quedaba yo atrapado con  fascinación en ese mundo de paradojas sensuales donde una mujer desnuda está vestida de tatuajes y la más revestida queda desnuda en cuanto camina; la mujer velada grita abiertamente por los ojos y la desnuda los esconde hasta el fondo de sí misma. Donde los jardines son secretos y los secretos del placer extremo son jardines: Ryad del alma y del cuerpo.
   Le pregunté cuándo se la habían tomado. Me lanzó de nuevo esa sonrisa de tres trasfondos y no respondió. Pregunté de nuevo tres veces y sólo entonces aceptó decirme:
   ---No soy yo, es mi bisabuela. Se llamaba como yo, Khadiya, pero su historia fue mucho más complicada. Dicen que esta fotografía fue tomada por mi verdadero bisabuelo. Pero ella nunca volvió a verlo y él nunca supo que tuvo una hija.
   Me entró el deseo de llevarme esa imagen y la convencí de ir juntos a casa del viejo fotógrafo del puerto para pedirle que hiciera una copia para mí.

      ---Bueno, así me vas a tener sin tenerme --me dijo sonriendo. Voy a ser para ti como un sueño nuevo en una fotografía impresa antes de que los dos naciéramos: como un Ryad nuestro muy escondido en un tiempo que no vivimos; un jardín en tus ojos. Sólo tú me podrás ver donde no estoy.