domingo, 7 de mayo de 2017

Mirar más allá.

¿Puede usarse Facebook para divertirse y a la vez aprender? Esta semana lo conseguimos en mi página. Coloqué esta imagen y les pedía a los otros facebukeros que me ayudasen a mirar. ¿Qué veían ellos que no había visto yo?
Ayúdenme a mirar con detalle este cuadro de Georges de La Tour . Cosas que ustedes ven y yo tal vez no vea. Me pasa mucho.Luisa María Ana de Borbón (Saint-Germain-en-Laye, Francia; 18 de noviembre de 1674 - 15 de septiembre de 1681), fue la tercera hija y el quinto hijo del rey Luis XIV y de su amante Madame de Montespan.

Y así fue, poco a poco se fueron descubriendo los elementos del cuadro, detalles que habían pasado inadvertidos, se notó que algunos eran usados a manera de símbolos de sus tiempos, alguien explicó que esos loros eran de América y eso indicaba que era un regalo exótico de tierra lejanas, 
Hasta que un estudioso del arte nos hizo detener nuetras afiladas miradas para notar un error: 

Muy lindo, pero este retrato de Louise-Marie-Anne de Bourbon (1674-1681), llamada Mademoiselle de Tours, que como pusiste fue una de las hijas ilegítimas de Louis XIV y de Madame de Montespan, fue pintado por Pierre Mignard (1612-1695), no por Georges de La Tour, y se encuentra en el château de Versailles.

El autor era otro, se trataba de Pierre Mignar. 
Otro de los participantes mandó un retrato de La Tour totalmente distinto al cuadro que estábamos observando.

Entramos entonces en la historia:  Se nos dijo: El globo de agua y jabón -además de un juego infantil- quizás represente lo efímero de la vida y de esta niña en particular, que murió de 7 años (quizás Mignard añadió ese elemento póstumamente).
 La mortandad infantil era muy frecuente en esa época. De los seis hijos legítimos de Luis XIV con su esposa Marie-Thérèse d´Autriche (de Austria, infanta española), sólo sobrevivió uno, el Gran Delfín (que murió antes que su padre y poco antes que su propio hijo el duque de Bourgogne, por lo que Luis XIV fue sucedido por su bisnieto Luis XV).
Historia de Francia: 
 Los hermanos enteros de esta niña fueron Louis-Auguste, duque du Maine, Louis-Alexandre, conde de Toulouse, Louise-Françoise, luego duquesa consorte de Bourbon y princesa de Condé y Françoise-Marie, que casó con su primo el duque d´Orléans (hijo del único hermano de Luis XIV). Todos fueron legitimados por orden del rey, lo que no alcanzó a serlo la niña del cuadro por fallecer prematuramente.
Luego nos dieron otros datos técnicos, todos muy interesantes. 
Alguien me dijo:  Preciosa tu idea de "mirar más allá". 
Y yo respondí: Pues ven más que yo, eso también es un poco el juego. Darnos cuenta de que no todos ven lo que nosotros vemos y que unos ven unas cosas y otros otras. Por eso así en colectivo, vemos más. Fue de verdad un ejercicio muy divertido, participaron varios, 20 entre mujeres y hombres, aprendimos y disfrutamos que de eso se trata una parte de la vida. 



Lluís Llach - " Un núvol blanc "

Sencillamente se va la vida, y llega 
como un ovillo que el viento desfila, y fina. 
Y somos actores a veces, 
espectadores a veces, 
sencillamente, como si nada, la vida nos da y quita papel. 

Serenamente cuando viene la ola, acaba, 
y quizá en el dejarse vencer, empieza. 
La playa enamorada 
no sabe la espera larga 
y abre los brazos, no fuera que, la ola le apeteciese quedarse hoy. 

Así solo, me dejo que me dejes, 
solo así, te dejo que ahora me dejes. 
Yo tengo para ti un nido en mi árbol 
y una nube blanca, colgada de alguna rama. 
Muy blanco ... 

A menudo es cuando el sol declina, lo miras. 
El pesaroso sabe que si mengua, lo quieres. 
Llegamos tarde a veces, 
sin saber que a veces 
el frágil arte de un gesto sencillo, podría decirte que ... 

Así solo, me dejo que me dejes, 
solo así, te dejo que ahora me dejes. 
Yo tengo para ti un nido en mi árbol 
y una nube blanca, colgada de alguna rama. 
Muy blanco ... 

Muerte deseada

La hora de la muerte

Cerca de mi casa vivía un señor ya muy viejecito al que ya le empezaba a fallar la cabeza. Había sido lo que mi abuela hubiera dicho: una lumbrera. Una tarde cuando conversábamos me dijo que detestaba el radio, que a él le gustaba cuando tocaba música pero que la mayor parte del tiempo, hablaba y hablaba sin parar, incomodándolo, dándole dolor de cabeza. El vivía con su esposa bastante más joven que él, y con la hermana de su esposa.
El cruzaba una avenida muy transitada protegido con su bastón que lo elevaba por encima de su cabeza haciéndome acordar a Don Quijote que enfrentaba con su lanza molinos de viento confundiéndolos con gigantes. Los carros frenaban a su paso y él pasaba triunfador sorteando peligros y desgracias. Su esposa, entre dientes le decía a su hermana:
—¿Cuándo se lo recogerá el Señor? ¿Cuándo pasará a mejor vida?
Una mañana sentimos gran alboroto al frente de su casa, primero la ambulancia, luego la carroza fúnebre. ¿Había al fin descansado nuestro viejecito amigo? Mi madre se acercó a preguntar. Pero no, quien había fallecido era su cuñada, una holandesa de hermosos cachetes rosados y cuerpo amplio.
A los pocos meses, otra vez el alboroto, la ambulancia, la carroza. Ahora sí, dijimos todos en mi casa, bajando la cabeza tristes porque le teníamos aprecio. Mi madre nuevamente salió a buscar la noticia para regresar sonriendo, era la esposa la que había fallecido, un infarto, algo súbito. Ahí fue cuando escuché esa sabia expresión: “Muerte deseada, muerte postergada”. Y aprendí que no importa los años que se tengan o el estado en el que uno se encuentre para que un día la muerte nos toque el hombro para decirnos:
— ¿Partimos? (CBdeR, de pequeños textos).

Seríamos lunáticos!

Se puso de moda. Ser colonos de la luna. Todos quisimos ir. No fue asunto de años. La Tierra dejo de gustarnos, demasiados problemas y los que hicieron el negocio escogieron las palabras perfectas para entusiasmarnos. Seríamos lunáticos! Como se trataba de un negocio no planificaron mucho las cosas, nada de urbanizaciones, calles, parques. Ellos nos llevaron en sus naves y aquí estamos. Que nos arreglemos como podamos. Al principio, como cualquier tierra recién fundada, dimos lo mejor de cada uno, pero luego nos fue saliendo lo que de verdad traíamos en nuestro corazón, ambición, pleitos, odios. Y no hay manera de volver. No nos quieren de vuelta. Lo que más molesta es la comida. La pequeña tierra que tenemos para cultivar no produce frutos muy variados. Ay, como extrañamos lo que alguna vez comimos en nuestra amada Tierra. Y eso de que la luna era de queso ya lo habrán adivinado, puro romanticismo. Se los cuento para que no se les ocurra venir. Acá dentro de poquito empezaremos a cortarnos el cuello por las calles. Habrá que permanecer la mayor parte del tiempo en la casa encerrados, inmóviles, temiendo.
La luna se ha vuelto peligrosa. Y desde aquí soñamos con volver quizás algún día a donde un día pertenecimos.CBdeR
Tomek setowski es un artista polaco.

Lisa Gerrard "Redemption" 2009 HD

compositora y cantante australiana, integrante principal del grupo Dead Can Dance.

Puede el arte causar cambios? Kirsty Wark coreógrafa

Edvard Munch's - The Scream

martes, 2 de mayo de 2017

Performance 13: On Line/Anne Teresa De Keersmaeker Jan 12-16, 2011

Homenaje para Abelardo Castillo

Me acabo de enterar de la muerte de Abelardo Castillo. 
Escritor argentino considerado maestro de escritores.  
Acá un extracto de la noticia en el diario La nación. 

Castillo se ha ido en silencio, pero no como esos artistas que con el paso de los años sienten curiosidad por la muerte y, poco a poco, parecen acostumbrarse a su inminencia. Hace sólo cuatro meses declaraba su rebeldía. “Odio a la muerte, la detesto”, dijo, “la vida es algo que sucede en un sentido. Todo lo que nace debería ser inmortal si aplicamos una lógica abrumadora. Sé que me voy a morir, pero también sé que mientras esté vivo soy inmortal”. Allí están sus libros, para no contradecirlo.

http://cultura.elpais.com/cultura/2017/05/02/actualidad/1493751482_396892.html

Comparto con ustedes un cuento suyo: 

Las Panteras y el templo. 

Y sin embargo sé que algún día tendré un descuido, tropezaré con un mueble o simplemente me temblará la mano y ella abrirá los ojos mirándome aterrada (creyendo acaso que aún sueña, que ese que está ahí junto a la cama, arrodillado y con el hacha en la mano, es un asesino de pesadilla), y entonces me reconocerá, quizá grite, y sé que ya no podré detenerme. 
Todo fue diabólicamente extraño. Ocurrió mientras corregía aquella historia del hombre que una noche se acerca sigilosamente a la cama de su mujer dormida, con un hacha en alto (no sé por qué elegí un hacha: ésta aún no estaba allí, llamándome desde la pared con un grito negro, desafiándome a celebrar una vez más la monstruosa ceremonia). Imaginé, de pronto, que el hombre no mataba a la mujer. Se arrepiente, y no mata. El horror consistía, justamente, en eso: él guardará para siempre el secreto de aquel juego; ella dormirá toda su vida junto al hombre que esa noche estuvo a punto de deshacer, a golpes, su luminosa cabeza rubia (por qué rubia y luminosa, por qué no podía dejar de imaginarme el esplendor de su pelo sobre la almohada), y ese secreto intolerable sería la infinita venganza de aquel hombre. La historia, así resuelta, me pareció mucho más bella y perversa que la historia original. Inútilmente, traté de reescribirla. Como si alguien me hubiese robado las palabras, era incapaz de de narrar la sigilosa inmovilidad de la luna en la ventana, el trunco dibujo del hacha ahora detenida en el aire, el pelo de la mujer dormida, los párpados del hombre abiertos en la oscuridad, su odio tumultuoso paralizado de pronto y transformándose en un odio sutil, triunfal, mucho más atroz por cuanto aplacaba, al mismo tiempo, al amor y a la venganza. 
Me sentí incapaz, durante días, de hacer algo con aquello. Una tarde, mientras hojeaba por distraerme un libro de cacerías, vi el grabado de una pantera. Las panteras irrumpen en el templo, pensé absurdamente. Más que pensarlo, casi lo oí. Era el comienzo de una frase en alemán que yo había leído hacía muchos años, ya no recordaba quién la había escrito, ni comprendí por qué me llenaba de una salvaje felicidad. Entonces sentí como si una corriente eléctrica me atravesara el cuerpo, una idea, súbita y deslumbrante como un relámpago de locura. No sé en qué momento salí a la calle; sé que esa misma noche yo estaba en este cuarto mirando fascinado el hacha. Después, lentamente la descolgué. No era del todo como yo la había imaginado: se parece más a un hacha de guerra del siglo XIV, es algo así como una pequeña hacha vikinga con tientos en la empañadura y hoja negra. Mi mujer se había reído con ternura al verla, yo nunca me resignaría a abandonar la infancia. El día siguiente fue como cualquier otro. No recuerdo ningún acontecimiento extraño o anormal hasta mucho después. Una noche, al acostarse, mi mujer me miró con preocupación. "Estás cansado", me dijo, "no te quedes despierto hasta muy tarde." Respondí que no estaba cansado, dije algo que la hizo sonreír acerca del fuego pálido de su pelo, le besé la frente y me encerré en mi escritorio. Aquélla fue la primera noche que recuerdo haber realizado la ceremonia del hacha. Traté de engañarme, me dije que al descolgarla y cruzar con pasos de ladrón las habitaciones de mi propia casa, sólo quería (es ridículo que lo escriba) experimentar yo mismo las sensaciones (el odio, el terror, la angustia) de un hombre puesto a asesinar a su mujer. Un hombre puesto. La palabra es horriblemente precisa, sólo que ¿puesto por quién? Como mandado por una voluntad ajena y demencial me transformé en el fantasma de una invención mía. Siempre lo temí, por otra parte. De algún modo, siempre supe que ellas acechan y que uno no puede conjurarlas sin castigo, las panteras, que cualquier día entran y profanan los cálices. Desde que mi mano acarició por primera vez el áspero y cálido correaje de su empuñadura, supe que la realidad comenzaba a ceder, que inexorablemente me deslizaba, como por una grieta, a una especie de universo paralelo, al mundo de los zombies que porque alguien los sueña se abandonan una noche al caos y deben descolgar un hacha. El creador organiza un universo. Cuando ese universo se arma contra él, las panteras han entrado en el templo. Todavía soy yo, todavía me aferro a estas palabras que no pueden explicar nada, porque quién es capaz de sospechar siquiera lo que fue aquello, aquel arrastrarse centímetro a centímetro en la oscuridad, casi sin avanzar, oyendo el propio pulso como un tambor sordo en el silencio de la casa, oyendo una respiración sosegada que de pronto se altera por cualquier motivo, oyendo el crujir de las sábanas como un estallido sólo porque ella, mi mujer que duerme y a la que yo arrastrándome me acerco, se ha movido en sueños. Siento entonces todo el ciego espanto, todo el callado pavor que es capaz de soportar un hombre sin perder la razón, sin echarse a dar gritos en la oscuridad. Acabo de escribirlo: todo el miedo de que es capaz un hombre a oscuras, en silencio. 
Creí o simulé creer que después de aquel juego disparatado podría terminar mi historia. Esa mañana no me atreví a mirar los ojos de mi mujer y tuve la dulce y paradojal esperanza de haber estado loco la noche anterior. Durante el día no sucedió nada; sin embargo, a medida que pasaban las horas, me fue ganando un temor creciente, vago al principio pero más poderoso a medida que caía la tarde: el miedo a repetir la experiencia. No la repetí aquella noche, ni a la noche siguiente. No la hubiese repetido nunca de no haber dado por casualidad (o acaso la busqué días enteros en mi biblioteca, o acaso quería encontrarla por azar en la página abierta de un libro) con una traducción de aquel oscuro símbolo alemán. Leopardos irrumpen en el templo, leí, y beben hasta vaciar los cántaros de sacrificio: esto se repite siempre, finalmente es posible preverlo y se convierte en parte de la ceremonia. 
Hace muchos años de esto, he olvidado cuántos. No me resistí: descolgué casi con alegría el hacha, me arrodillé sobre la alfombra y emprendí, a rastras, la marcha en la oscuridad.
Y sin embargo sé que algún día cometeré un descuido, tropezaré con un mueble o simplemente me temblará la mano. Cada noche es mayor el tiempo que me quedo allí hipnotizado por el esplendor de su pelo, de rodillas junto a la cama. Sé que algún día ella abrirá los ojos. Sé que la luna me alumbrará la cara.