domingo, 18 de diciembre de 2016

Al correr de la pluma

Al correr de la pluma.

Cuando venimos al mundo nadie nos advierte sobre las pérdidas tan duras que sufriremos en el transcurso de nuestra vida. Personas que amamos parten a otra dimensión y debemos contentarnos con quedarnos con su hermoso recuerdo.
Yo no he tenido hermanas y me han hecho mucha falta en la vida, tanto que alguna vez escribí una carta “A mi hermana que nunca nació”.
Sin embargo la vida me ha regalado amigas a las que considero hermanas y especialmente me  dio a Mariana, esposa de mi hermano Jorge, a la que sentí hermana verdadera, que ha partido esta semana tras una vida de delicadeza y encanto. La despedimos con mucha tristeza y nos consolamos recordando detalles suyos, anécdotas, su sonrisa y alegría, el gusto que tenía por vivir,  el cariño que supo dar a todos, la preciosa manera que tuvo de estar aquí.
Ella vivirá  siempre en nosotros y tendremos presentes sus hermosas lecciones de valentía y amor que supo darnos, con sencillez y naturalidad. Maravillosa Mariana.



 






De Los Gazales de Hafiz. Poeta persa sufí.


No te aflijas
No te aflijas: la belleza volverá a regocijarte con su gracia; 
la celda de la tristeza se convertirá un día 
en un jardín cercado lleno de rosas.
No te aflijas, corazón doliente: tu mal, en bien se trocará; 
no te detengas en lo que te perturba: 
ese espíritu trastornado conocerá de nuevo la paz.
No te aflijas: una vez más la vida reinará en el jardín en que suspiras
y verás muy pronto, ¡oh, canto de la noche!, 
una cortina de rosas sobre tu frente.
No te aflijas si no comprendes el misterio de la vida. 
¡Tanta alegría se oculta tras del velo!
No te aflijas si, por algunos instantes, las esferas estrelladas 
no giran según tus deseos, pues la rueda del tiempo 
no siempre da vueltas en el mismo sentido.
 
Hafez

Eu preciso de você

Black Mirror | Official Trailer - Season 3 [HD] | Netflix

¿Que veremos despues de ver Black Mirror. Estupenda serie futurista que te deja pegado a la pantalla yy te hace imaginar lo inimaginable. Tremenda serie. Ustedes me aconsejaran que ver. 

Carmen Consoli - L'Ultimo Bacio


Cantautora y cantante italiana

Helen Frankenthaler, pintora



Helen Frankenthaler fue una pintora expresionista abstracta estadounidense. Recibió la influencia de la obra de Jackson Pollock y de Clement Greenberg con quien también se vio involucrada en el Movimiento de Arte Abstracto de 1946-1960. Wikipedia

Un hombre y una mujer escena de la samba

Rildo Hora e Misael Hora | O Ovo (Hermeto Pascoal) Música instrumental del Brasil

Paul Mauriat - Un homme et une femme (1966)

Los Paraguas de Cherbourg

concierto para una voz (saint preux) - benedictus coro y orquesta


Que la música nos acompañe-

Durme, Durme, canción de cuna

domingo, 11 de diciembre de 2016

Cambiar de piel, al correr de la pluma:

Cambiar de piel, al correr de la pluma:


Aprender otra vez a hablar. A los cincuenta y siete años aprender no un idioma nuevo, sino aprender de nuevo a hablar.
Tirar por la borda los prejuicios, aunque al final no nos quede nada.
Leer otra vez los grandes libros, no importa si los leímos o nunca los leímos.
Escuchar a la gente sin dar consejos, sobre todo a la que nada tiene que enseñarnos.
No reconocer jamás a la angustia como un medio para la realización.
Combatir a la muerte sin proclamar el combate.
En una palabra: valor y justicia. Elías Canetti.



Cambiar de piel. Es lo que nos propone Canetti. Empezar a balbucear y encontrar ese nuevo lenguaje que incluya unas palabras y descarte otras. Escoger las que no escogimos la primera vez, ahora más sabios, luego de haber utilizado un lenguaje que nos fue útil pero con el que no llegábamos a la satisfacción total, que no nos explicaba los misterios, que no acariciaba nuestras heridas, ni ayudaba a conseguir el equilibrio que deseábamos, el escapar del caos, la culpa por postergar, por optar por caminos distintos a nuestros propósitos. ¿Qué palabras serán? ¿Existirá en esta época de tantas máquinas una balanza que pese las palabras, que las transforme en seres brillantes, con características que podamos reconocer, algunas rojas, otras de un azul profundo, las que exhalen perfumes que sepan entrar en nuestro cuerpo y nos llenen de gozo, las que sean suaves al tacto, o erizadas, que sean tibias como lágrimas o que emanen luces como las de bengala que duran instantes luego de iluminar lo oscuro? Me ha tomado un largo rato hablar del nuevo lenguaje que tendríamos que traducir porque cada uno tendría el propio, el que fue capaz de alcanzar, el que le fue dado tras esa primera vida , entonces esa traducción sería poesía, de la pura.

Aunque al final no nos quede nada, sin esos prejuicios que toman tanto de nuestro tiempo, que nos hacen cavilar, asustarnos, temer a los otros, sus castigos, que nos ignoren, nos invisibilicen, no existimos para ellos, estamos muertos, todo esto sucede en nuestra mente cuando dejamos que los prejuicios la ocupen como cuando el agua se desborda y empapa alfombras y muebles y tenemos que caminar descalzos sin saber cómo expulsar  el agua que sin importarle cubre lo que nos importa y lo pudre, lo llena de sal, se introduce y enquista consiguiendo que las cosas ya nunca sean lo que fueron, como las escogimos, como nos gustaban.  Hemos sobrevivido al naufragio. Aunque no quede nada, invitación a no dar importancia, muy zen el pedido, despojarnos, lavar, barrer, quedarnos solo con lo esencial.

Claro que tenemos que leer con ese lenguaje nuevo aprendido los antiguos libros, con nuestra nueva mirada, tras habernos despojado, más livianos, y la lectura llegará directamente a nuestra estructura como si comulgáramos con esos escritores que recorrieron como nosotros el camino que puede ser distinto pero se asemeja al nuestro, coincide, nos toca.

Escuchar en vez de hablar. Silenciar nuestra voz que aspira a imponerse. Que hable nuestra mirada, nuestro tacto, la mano que aprieta confirmando la vida y la importancia de quien está al frente.

Resultó ser un sexálogo el texto de Elías.

Abandonar la angustia, qué personaje, qué prima dona, quiere ser el centro, que la mimen, que la ovillen, contar las cosas a su manera, desde el abandono, desde la lástima, desde aquello que nos empequeñece, que nos convierte en insecto dormido, pobre ser. ¿Cómo podría salir arte de esa criatura que incendia el mundo con lamentos?

Combatir la muerte, qué tarea, la muerte nuestra y la de los demás, la muerte de los afectos, de las ilusiones, de nuestros deseos de juventud, íbamos a cambiar el mundo, crecíamos, era importante que nos sintiésemos poderosos, capaces de transformar el universo, pequeños dioses que haríamos de nuestras vidas algo que despertase admiración, envidia, halagos, sonrisas. El tiempo nos queda corto y vamos achicando nuestra ambición y viene la verdadera muerte, la enfermedad, el monstruo dueño de todas las armas, a la que hay que someterse , la que nos invita a refugiarnos en nosotros mismos para rebuscar, ser solo nosotros los que medimos y valoramos lo que hicimos en ese tiempo que fue nuestro que aún nos queda.


Sin proclamar el combate me habla de la intimidad de esta etapa, de la soledad de nuestro nuevo quehacer, combatir contra la muerte, luchar con las mejores armas, decirle al oído que todavía no ha llegado el tiempo del final, que aún nos faltan unas líneas en nuestro poema, los más importantes.

La Delicadeza (Español)

El Encanto del Erizo película completa en español

"Mayrig" una película armenia

Una familia armenia llega a Francia en 1921 y tiene que soportar el dolor y las privaciones del exilio en una tierra extranjera.
Con Claudia Cardinale, Omar Sharif, Isabelle Sadoyan, Nathalie Roussel, Jacky Nercessian, Richard Berry, 


 

Trata sobre el holocausto armenio y una familia que sobrevive a este. Acogidos por Francia narra sus primeros años de pesares y cómo se van adaptando a este nuevo país, contada maravillosamente por su realizador. Es parte de la vida del propio cineasta francés-armenio, Henri Verneuil quien primero escribio la novela, posteriormente esta película "Mayrig" y una secuela que se llama "588 rue paradis. 
Es una de esas películas que emocionan y quedan por muchos días en nuestro recuerdo.

aCadaCanto - Aló

Música de Galicia

Ay, de mi vida de España


Compositor y cantor español

Muiñeira de Freixido - Os d'Abaixo


Música de Galicia

Jun Miyake - Integral Silence

Jun Miyake - Que Sera Sera


Compositor japonés

Natalia Lafourcade ft. Gustavo Guerrero - Tonada De Luna Llena (El Ganzo...


Cantante y compositora mexicana.

Adios Rios, Adios Fontes - Rosalia de Castro / Amancio Prada

LA CANCIÓN DE LA TIERRA - Ballet Contemporáneo del Teatro San Martín

Caderno de Poesias - Maria Bethânia

La envidia no solo mata, por Rubem Alves

Envidia


La envidia no mata, sólo destruye la felicidad... Examiné cuidadosamente las cuevas de mi memoria donde guardo mis recuerdos de infancia. No encontré ningún recuerdo infeliz. Encontré recuerdos de dolor, comenzando por el nombre de la ciudad donde nací, que en aquel tiempo se llamaba "Dolores de la Buena Esperanza". Parece que los habitantes tenían vergüenza de que los llamaran "dolientes" y trataron de librarse del dolor, dejando sólo "buena esperanza", olvidándose de que, a veces, la esperanza sólo se realiza a través del dolor, como es el caso del parto. Mi lista de dolores incluía dolores de dientes, dolor de quemaduras, dolor de caídas, de heridas, de barriga. Pero el dolor y la infelicidad son cosas diferentes. Hay dolores que son felices. ¿Las razones de mi felicidad? Parodiando a Drummond escribo: "Las Sin-Razones de la Felicidad". Razones para ser feliz no tenía. Mi papá había perdido todo. Vivíamos en una vieja hacienda que un cuñado le prestó. No tenía luz eléctrica: de noche encendíamos las lamparitas de queroseno con su llama roja, su mecha negra, y su olor inconfundible. No había agua en la casa: mi madre iba a buscarla a la mina con un bote de aceite vacío. No había regadera: nos bañábamos con una cubeta de agua que calentábamos en un fogón de leña. El techo no tenía cielo: de noche veíamos a los ratones corriendo en los vacíos de las tejas. Tampoco teníamos baño: lo que había era la clásica "casita" afuera. Yo no tenía juguetes. No recuerdo ni siquiera uno. Y, a pesar de todo, no puede encontrar ningún recuerdo infeliz. Era un niño libre por los campos, en medio de las vacas, caballos, pájaros y arroyos. Mejoramos de vida. Nos cambiamos de ciudad. La casa me pareció un palacio. Creo que alguien había arrojado un ladrillo dentro del excusado, y había dejado un enorme agujero en la losa. Hoy compraríamos luego otro nuevo. Para ese entonces mi papá no tenía dinero. Tuvo que buscar una solución inteligente compatible con la pobreza: coló una losa de cemento sobre el agujero. Por cinco años fue ese nuestro excusado, cuya tapa fue hecha de aglomerado de aserrín. Era, por tanto, cuadrada, en contraste con nuestra anatomía básica curva. La tapa de aglomerado dejaba siempre sus marcas en nuestro trasero. Cuando llovía era necesario usar todas las cazuelas, vasijas y jarras para atrapar el agua que caía por las goteras - tantas que no era posible controlar. El sótano era lleno de enormes y venenosos alacranes. A mi madre le picó uno de ellos. Cuando las hormigas se ponían a marchar los alacranes se ponían a correr, saliendo del sótano e invadían la casa. Hubo un día en que matamos once. Jamás escuché alguna queja de ninguno de nosotros. Aquella era nuestra casa. Muchas felicidades moraban dentro de ella. Ya podíamos darnos el lujo de una mesa de verdad, con cuatro pies sólidos. En la ciudad donde habíamos vivido antes la mesa era una puerta apoyada sobre un cajón: un sube-y-baja peligroso. Si alguien se apoyaba de un lado corría el riesgo de recibir una avalancha de frijoles en la cabeza. Aprendimos buenas maneras: ninguno apoyaba el codo sobre la mesa. Yo no sabía que éramos pobres. En medio de aquella pobreza éramos ricos. Mi papá compró un automóvil, un Plymouth de manivela. Compró también un radio, motivo de orgullo y felicidad: podíamos oír novelas y música como en México a Pedro Infante, Javier Solís, Chucho el Roto, etc. Juguetes que me compraron, creo que tuve cinco: una pelota, un camioncito de madera, un barquito de velas, un piano, una bolsa de canicas. Nosotros hacíamos los juguetes: papalotes, carritos, resorteras. Hacerlos era jugar. Yo continuaba siendo un niño libre y feliz. Luego mi papá mejoró de vida nuevamente. Nos cambiamos a Río de Janeiro. Fue cuando conocí la infelicidad. Mi papá, con la mejor de las intenciones, me inscribió en el Colegio Andrews, donde estudiaban los hijos de los embajadores extranjeros, de los médicos más famosos, las niñas más bonitas y consentidas de la ciudad. Fue inevitable: me comparé con ellos. La comparación en sí es una operación lógica indolora: B es menor que A. Pero cuando la comparación se hace entre personas, la B, parte menor, que tanto puede ser María como Juan, siente un profundo dolor. Ese dolor tiene el nombre de envidia. Me comparé y me descubrí pobre. Nada me quitaron. Continué teniendo las cosas que me habían hecho feliz. Sólo que, después de la comparación, se volvieron feas, maltratadas, motivo de tristeza y vergüenza. La envidia siempre hace eso: destruye las cosas buenas que tenemos. Me sentí pobre, feo, ridículo, humillado. Jamás invité a venir a mi casa a ningún compañero. No quería que vieran mi pobreza. Alberto Camus relata una experiencia parecida. Dice que su infelicidad comenzó cuando entró a la Preparatoria. Fue cuando él se comparó a los demás. Dicen que el pecado original fue el sexo. Yo digo que el pecado original fue la envidia. Ella fue la que hizo que Adán y Eva perdieran el Paraíso. Paraíso es lugar de delicias: ahí había todo para que cualquier ser humano fuera feliz. Ahí también estaba la serpiente, especialista en la envidia. Se rió de la felicidad de ellos. "- Ustedes piensan que son felices... Es que aún no han visto el mundo de los dioses, es mucho más bonito. ¿Lo quieren ver? Es fácil. Sólo coman este fruto mágico..." Y la malvada les dio a comer el fruto de la envidia. No les mintió. Ellos vieron realmente un mundo mucho más bonito - y en ese momento los frutos de los árboles del Paraíso se pudrieron, las hojas de los árboles cayeron, las plantas se marchitaron, las fuentes se secaron, y ellos se sentían feos: comenzaron a esconderse uno del otro. Eso no ocurrió nunca. Eso sucede todos los días. Mi casa es linda; yo la amo. Pero basta que yo visite a otra más rica, y la envidia aparece. Regreso y veo mi casa fea, pequeña, maltratada: ya no es posible amarla. Quiero otra. Eso está relatado en una antigua historia, "El pescador y su mujer" - cuya lectura aconsejo. La escuché una vez, y nunca se me olvidó. Esto que es verdad para la casa, también es verdad para la esposa, el marido, el trabajo, los hijos: la envidia los mete en un proceso de descomposición. Ya no es posible amarlos como antes. La envidia no mata, sólo destruye la felicidad. El envidioso es incapaz de ver con alegría las cosas buenas que posee. Sus ojos son malos. Basta que una cosa buena que se tiene, sea tocada por ellos, para que se pudra. Para esa enfermedad sólo hay dos remedios: uno dulce y uno amargo. El remedio dulce: usar el colirio de la gratitud para curar el mal de ojo. Ver las cosas buenas que se tienen y decir: "Qué bueno que están aquí. Estoy agradecido, agradecida a los dioses, porque ustedes me fueron dados." Entonces la casa, el marido, la mujer, los hijos, y todo lo demás que se tiene, vuelven de nuevo a su vida y a su belleza. Los que no hacen uso del remedio dulce, tarde o temprano se les aplicará el remedio amargo: cuando la desgracia toca a la puerta y se quiebra la taza de cristal, y se rompe el cuchillo de plata; lo que era recto queda torcido y lo que estaba vivo de repente muere. Cuando el dolor es mucho, las lágrimas no dejan que los ojos vean lo que tienen los demás. Y la envidia, de esta manera, muere. Pero entonces ya es demasiado tarde. Tradujo Jesús Ramírez Funes 

POESÍA | El Tigre y La Nieve | (En Español)

poesia-el tigre y la nieve

domingo, 4 de diciembre de 2016

Al correr de la pluma 11






Esta semana estuve transportada a la Habana  porque estoy leyendo a Zóe Valdez, escritora exiliada de Cuba hace ya muchos años, que vive en París y no siente ninguna lástima por la muerte de Fidel.
Antes cuando leíamos  soñábamos con escuchar la música a la que hacían referencia los cuentos o la novela que estábamos leyendo. Ahora podemos llegar a ellos haciendo un clic con nuestro mouse.  Así llegué a los músicos cubanos famosos, que cantan apasionados boleros.
A veces nos preguntamos qué podemos regalar a alguien que queremos. No se nos ocurre nada. Tal vez habría que regalar lo que nos gusta a nosotros. Dar aquello que nos encanta imaginando que acertaremos.
Sigo todavía muy contenta con la publicación del libro de Chiara, mi hija menor. Lo terminé de leer y lo disfruté muchísimo, un sentido del humor original, historias verdaderas contadas con su propia voz, le deseo lo mejor, que persevere, que siga escribiendo y entregándonos sus artículos, sus historias, sus cuentos.
Debo prepararme para estos días de fin de año a los que les temo. El tráfico, la premura, la exigencia, las invitaciones muy agradables pero que se cruzan o no nos alcanza el tiempo.

Celebramos el haber estado juntas un año más en nuestro taller de lectura. ABRA es para mi el regalo de la vida, la felicidad de compartir, el encanto de estar  con personas encantadoras, originales, hermosas. Ha sido un muy buen año para  ABRA, tenemos dos “chicas” nuevas, fuera de serie. En Abra se aprende que cada persona es un universo, un mundo de ideas y pensamientos, de historias, de vivencias, distintas y maravillosas voces. 

Música cubana COMO FUE - BENY MORE

Bola de Nieve. Tu me has de querer

Estamos en la calle: entrevista a Chiara Roggero


Un orgullo que Chiara haya publicado su primer libro, me ha gustado mucho, admiro su sentido del humor, su audacia, su crítica a la sociedad en la que vive. Tiene su propia voz y escoge distintas maneras de contar.

Un cuento del escritor cubano Reinaldo Arenas

Con los ojos cerrados: cuento.


Reinaldo Arenas
A usted sí se lo voy a decir, porque sé que si se lo cuento a usted no
se me va a reír en la cara ni me va a regañar. Pero a mi madre no. A
mamá no le diré nada, porque de hacerlo no dejaría de pelearme y de
regañarme. Y, aunque es casi seguro que ella tendría la razón, no quiero
oír ningún consejo ni advertencia.

Por eso. Porque sé que usted no me va a decir nada, se lo digo todo. Ya
que solamente tengo ocho años voy todos los días a la escuela. Y aquí
empieza la tragedia, pues debo levantarme bien temprano -cuando el pimeo
que me regaló la tía Grande Ángela sólo ha dado dos voces -porque la
escuela está bastante lejos.

A eso de las seis de la mañana empieza mamá a pelearme para que me
levante y ya a las siete estoy sentado en la cama y estrujándome los
ojos. Entonces todo lo tengo que hacer corriendo: ponerme la ropa
corriendo, llegar corriendo hasta la escuela y entrar corriendo en la
fila pues ya han tocado el timbre y la maestra está parada en la puerta.

Pero ayer fue diferente ya que la tía Grande Ángela debía irse para
Oriente y tenía que coger el tren antes de las siete. Y se formó un
alboroto enorme en la casa. Todos los vecinos vinieron a despedirla, y
mamá se puso tan nerviosa que se le cayó la olla con el agua hirviendo
en el piso cuando iba a pasar el agua por el colador para hacer el café,
y se le quemo un pie.

Con aquel escándalo tan insoportable no me quedó más remedio que
despertarme. Y, ya que estaba despierto, pues me decidí a levantarme.

La tía Grande Ángela, después de muchos besos y abrazos, pudo marcharse.
Y yo salí en seguida para la escuela, aunque todavía era bastante temprano.

Hoy no tengo que ir corriendo, me dije casi sonriente. Y eché a andar
bastante despacio por cierto. Y cuando fui a cruzar la calle me tropecé
con un gato que estaba acostado en el contén de la acera. Vaya lugar que
escogiste para dormir -le dije-, y lo toqué con la punta del pie. Pero
no se movió. Entonces me agaché junto a él y pude comprobar que estaba
muerto. El pobre, pensé, seguramente lo arrolló alguna máquina, y
alguien lo tiró en ese rincón para que no lo siguieran aplastando. Qué
lástima, porque era un gato grande y de color amarillo que seguramente
no tenía ningún deseo de morirse. Pero bueno: ya no tiene remedio. Y
seguí andando.

Como todavía era temprano me llegué hasta la dulcería, porque aunque
está lejos de la escuela, hay siempre dulces frescos y sabrosos. En esta
dulcería hay también dos viejitas de pie en la entrada, con una.jaba
cada una, y las manos extendidas, pidiendo limosnas... Un día yo le di
un medio a cada una, y las dos me dijeron al mismo tiempo: Dios te haga
un santo. Eso me dio mucha risa y cogí y volví a poner otros dos medios
entre aquellas manos tan arrugadas y pecosas. Y ellas volvieron a
repetir Dios te haga un santo, pero ya no tenía tantas ganas de reírme.
Y desde entonces, cada vez que paso por allí, me miran con sus caras de
pasas pícaras y no me queda. más remedio que darles un medio a cada
tina. Pero ayer sí que no podía darles nada, ya que hasta la peseta de
la merienda la gasté en tortas de chocolate. Y por eso salí por la
puerta de atrás, para que las viejitas no me vieran.

Ya sólo me faltaba cruzar el puente, caminar dos cuadras y llegar a la
escuela.

En ese puente me paré un momento porque sentí una algarabía enorme allá
abajo, en la orilla del río. Me arreguindé a la baranda y miré: un coro
de muchachos de todos tamaños tenían acorralada una rata de agua en un
rincón y la acosaban con gritos y pedradas. La rata corría de un extremo
a otro del rincón, pero no tenía escapatoria y soltaba unos chillidos
estrechos y desesperados. Por fin, uno de los muchachos cogió una vara
de bambú y golpeó con fuerza sobre el torno de la rata, reventándola.
Entonces todos los demás corrieron hasta donde estaba el animal y
tomándolo, entre saltos y gritos de triunfo, la arrojaron hasta el
centro del río. Pero la rata muerta no se hundió. Siguió flotando
bocarriba hasta perderse en la corriente.

Los muchachos se fueron con la algarabía hasta otro rincón del río. Y yo
también eché a andar.

Caramba -me dije-, qué fácil es caminar sobre el puente. Se puede hacer
hasta con los ojos cerrados, pues a un lado tenernos las rejas que no lo
dejan a uno caer al agua y del otro, el contén de la acera que nos avisa
antes de que pisemos la calle. Y para comprobarlo cerré los ojos y seguí
caminando. Al principio me sujetaba con una mano a la baranda del
puente, pero luego ya no fue necesario. Y seguí caminando con los ojos
cerrados. Y no se lo vaya usted a decir a mi madre, pero con los ojos
cerrados uno ve muchas cosas, y hasta mejor que si los lleváramos
abiertos... Lo primero que vi fue una gran nube amarillenta que brillaba
unas veces más fuerte que otras, igual que el sol cuando se va cayendo
entre los árboles. Entonces apreté los párpados bien duros y la nube
rojiza se volvió de color azul. Pero no solamente azul, sino verde.
Verde y morada. Morada brillante como si fuese un arcoiris de esos que
salen cuando ha llovido mucho y la tierra está casi ahogada.

Y, con los ojos cerrados, me puse a pensar en las calles y en las cosas;
sin dejar de andar. Y vi a mi tía Grande Ángela saliendo de la casa.
Pero no con el vestido de bolas rojas que es el que siempre se pone
cuando va para Oriente, sino con un vestido largo y blanco. Y de tan
alta que es parecía un palo de teléfono envuelto en una sábana. Pero se
veía bien.

Y seguí andando. Y me tropecé de nuevo con el gato en el contén. Pero
esta vez, cuando lo rocé con la punta del pie, dio un salto y salió
corriendo, Salió corriendo el gato amarillo brillante porque estaba vivo
y se asustó cuando lo desperté. Y yo me reí muchísimo cuando lo vi
desaparecer, desmandado y con el lomo erizado que parecía soltar chispas.

Seguí caminando, con los ojos desde luego bien cerrados. Y así fue como
llegué de nuevo a la dulcería. Pero como no podía comprarme ningún dulce
pues ya me había gastado hasta la última peseta de la merienda, me
conformé con mirarlos a través de la vidriera. Y estaba así, mirándolos,
cuando oigo dos voces detrás del mostrador que me dicen: ¿No quieres
comerte algún dulce? Y cuando alcé la cabeza vi que las dependientes
eran las dos viejitas que siempre estaban pidiendo limosas a la entrada
de la dulcería. No supe qué decir. Pero ellas parece que adivinaron mis
deseos y sacaron, sonrientes, una torta grande y casi colorada hecha de
chocolate y de almendras. Y me la pusieron en las manos.

Y yo me volví loco de alegría con aquella torta tan grande y salí a la
calle.

Cuando iba por el puente con la torta entre las manos, oí de nuevo el
escándalo de los muchachos. Y (con los ojos cerrados) me asomé por la
baranda del puente y los vi allá abajo, nadando apresurados hasta el
centro del río para salvar una rata de agua, pues la pobre parece que
estaba enferma y no podía nadar.

Los muchachos sacaron la rata temblorosa del agua y la depositaron sobre
una piedra del arenal para que se oreara con el sol. Entonces los fui a
llamar para que vinieran hasta donde yo estaba y comernos todos juntos
la torta de chocolate, pues yo solo no iba a poder comerme aquella torta
tan grande.

Palabra que los iba a llamar. Y hasta levanté las manos con la torta y
todo encima para que la vieran y no fueran a creer que era mentira lo
que les iba a decir, y vinieron corriendo. Pero entonces, puch, me pasó
el camión casi por arriba en medio de la calle que era donde, sin darme
cuenta, me había parado.

Y aquí me ve usted: con las piernas blancas por el espatadrapo y el
yeso. Tan blancas como las paredes de este cuarto, donde sólo entran
mujeres vestidas de blanco para darme un pinchazo o una pastilla también
blanca.

Y no crea que lo que le he contado es mentira. No vaya a pensar que
porque tengo un poco de fiebre y a cada rato me quejo del dolor en las
piernas, estoy diciendo mentiras, porque no es así. Y si usted quiere
comprobar si fue verdad, vaya al puente, que seguramente debe estar
todavía, toda desparramada sobre el asfalto, la torta grande y casi
colorada, hecha de chocolate y almendras, que me regalaron sonrientes
las dos viejecitas de la dulcería.


Reinaldo Arenas nació en Holguín, Oriente, Cuba en 1943. Pasó su primera
infancia en el campo, hecho que lo marcó como escritor, según sus
propias palabras :El hecho de haber sido un niño aislado y haber crecido
en una granja, lejos de la gente y de la civilización y en condiciones
de pobreza, constituyó un factor motivador importante en mi formación de
escritor. En mis libros trato de comunícar mi felicidad y mi
infelicidad, mi soledad y mi esperanza.

La luna y el bastón, un cuento de Zoe.

 La luna y el bastón por Zoe Valdez 

bueno, he de contaros que mi familia es de origen gallego, (galicia españa), esto lo digo porque en argentina todos los españoles son gallegos, y quería especificar un poco más.
este cuento me ha recordado al menos la parte de las brujas y demás, a los cuentos que oía de niño, y por eso siento como un poco más de cercanía.
aquí os va el cuento, y espero lo disfrutéis.
Míguel.
Zoé Valdés (Cuba) La luna y el bastón
No es nada fácil ser nieto de unos abuelos imposibles. Sobre todo conociendo que a los abuelos les da la chochería de la vejez con cogerles un amor irracional a los hijos de sus hijos. Como si a través de ellos pudieran alargar su existencia; afanados en aferrarse a la vida sé encaprichan en los chicos con una venera-ción rayana en la demencia. Pepe Babalú había sido criado por los padres de sus padres. Es decir por el negro Dupont y la gallega Clemencia. Las primeras palabras que escuchó Pepe Babalú, en realidad, fue una discusión muy acalorada, a grito pelado. Apenas había transcurrido una hora de su nacimiento. Clemencia deseaba bautizarlo con el nombre de José, y Dupont se negaba contrariado justificando su negativa con el hecho de que ya él había escogido el nombre de Babalú, en honor de su santo Babalú Ayé, al cual él había prometido que si su nieto nacía varón, como era el caso, pues le pondría tal nombre.
-¿Y por qué no Lázaro? -preguntó Clemencia con los brazos en jarra haciendo alusión al nombre católico del santo.
-Porque ya le prometí que sería Babalú, no voy a contradecirlo -replicó Dupont.
-¿No te das cuenta de que se burlarán de él en la escuela? José Babalú suena a predestinado.
-¿Y qué? Tal vez lo sea, puesto que nació un 17 de diciembre. -Fecha dedicada al viejito milagroso.
-No voy a permitir ese nombre, no hay más que hablar... -cortó seca Clemencia.
-¡¿Qué te has creído, vieja bruja, que eres su dueña absoluta?!
-¡Tampoco lo eres tú! Preguntémosle a la niña... Es ella quien debe decidir. ¿Verdad, hija mía, que ese nombre no te gusta? -Clemencia se dirigió a la recién parida.
Mientras los abuelos discutían, las miradas de los padres del bebé iban de un rostro al otro como en un torneo de ping-pong, sin decir ni esta boca es mía. Por fin el padre se pronunció:
-Yo desearía... en fin... no sé qué tú piensas, Dulce, creo que... A mí me gusta mucho, yo le llamaría simplemente Javier.
-¡Ah, no, Javier no se puede achicar, no podré decirle Javierito, suena bobo! -protestó la
esposa-. Yo había pensado en Mauricio, era  algo que habíamos convenido de antemano.
-¿Por qué no Javier Mauricio? Además, Mauricio tampoco se puede achicar. ¿Te parece lógico llamarle «Mauricito, ven acá»? Por favor, ; Dulce, es lo más anodino que he oído -no estuvo de acuerdo el padre de la criatura.
-¡Qué dos nombres horribles! El mejor es José, como tu abuelo, Dulcita, hija, como mi padre, que en gloria esté.
-Yo les señalo que no sería bueno para el niño el hecho de que yo renunciara a la promesa que le hice a san Lázaro.
-Y yo insisto en que san Lázaro estará de acuerdo conmigo de que no hay por qué echarle a perder la infancia a un inocente con ese nombre tan ridículo. Además de que eso lo marca, ¡paf, religioso! Es como si a mí se me ocurriera ponerle «Cristo». Y tú sabes que yo soy tan creyente como tú, pero no es justo. Además, somos nosotros quienes vamos a estar lidiando con el bebé, ya que ustedes dos -dijo señalando a los padres- son científicos y apenas salen del laboratorio ese de ratones, y no llegan a la casa hasta las tantas de la noche; pues como seremos los abuelos quienes más responsabilidades tendremos con el crío, al menos debemos sentirnos a gusto, familiarizados, digo yo... En cuanto a ese nombretico de Babalú, no viene al caso, porque añado que como abuela que soy quedaré más tiempo a su cuidado, no me separaré de él. Por lo tanto, José es el nombre justo, corto, fácil, y honrará a mi padre, su bisabuelo. Dicho y hecho, se llamará José.
-José Babalú -rumió áspero Dupont. El padre salió a fumar un cigarro, y la madre se durmió extenuada. Clemencia reviró los ojos a su marido, sin embargo aceptó esta segunda opción mascullando algo entre dien-tes, seguramente una maldición gallega.
De más está decir que el José se transformó muy pronto en Pepe. Y al niño no le quedó más remedio que adaptarse al estrambótico apodo, que una vez matriculado en la escuela sus condiscípulos le endilgaron, Pepe Baba, o Pepe el Baba. Es cierto que Pepe le agradaba más, pero cuando su abuelo explicaba el origen de su segundo nombre, y las razones por las cuales lo había elegido, se sentía orgulloso de llevar el nombre de un santo milagroso y venerado. Pero con quien más conversaba era con la abuela Clemencia, pues daba pena verla horas y horas, sentada frente a una hoguera, detrás de la casa, en el patio, hablando sola, o mejor dicho, sola no, con el fuego. Mientras eso hacía, las manos acalambradas de la anciana acariciaban una moneda de plata, arrugada y con los bordes desiguales, desgastados por el tiempo.
-Es la luna de mi tierra, hijito. Mi padre, tu bisabuelo, la arrancó del cielo para mí. Sabes, yo nací muy lejos de aquí, en Ribadavia; antes de viajar a Cuba mi madre pidió que le trajera la luna. Él fue a buscarla, a su regreso mi madre había muerto, yo acababa de nacer. Él enterró a mamá, y una semana después se montó en un barco conmigo. Llegué a La Habana con sólo algunos días de nacida, no sé cómo pude resistir el viaje. De pequeña él me hablaba mucho de la luna de su tierra, y me la mostraba, digo, me enseñaba esta moneda, y lloraba por mi madre... Luego, al tiempo, se enamoró y se casó aquí con otra y tuve hermanos. Pero, a solas, él y yo siempre hablábamos de allá, de la ría, del fuego, de la luna. Sacaba del bolsillo la moneda, y de pronto, en la noche brillaban dos astros por igual. Entonces a mí me dio por acurrucarme en un rincón del patio, encender un fósforo y prender las yaguas, escuchaba que el fuego me decía cosas, y yo le respondía, así pasaba horas de horas. La mujer de mi viejo la cogió con insultarme, con cacarear que yo estaba embrujada, que no era normal como los otros chicos. Mi padre me observaba consternado, hasta que explicó ese algo dentro de mí que yo misma no comprendía, que yo no podía saber. «Tú eres meiga, hija», dijo. A partir de entonces me dejaron tranquila, mi madrastra no fastidió más, y yo seguí cantándole al fuego, escuchándolo sobre todo.
Pepe Babalú se encantaba con esas historias. Su abuela era maga, que era la traducción que él podía hacer de meiga, y esto, claro está, lo colocaba en una posición ventajosa respecto a sus compañeros de clase. En varías ocasiones Dupont llegaba fatigado del trabajo, y al escuchar las historias que su mujer contaba al niño, iba directo a la pila del fregadero, llenaba un cubo de agua, y desde la puerta de salida al patio lo lanzaba contra las llamaradas, apagando el hechizo. Pepe Babalú observaba cariacontecido, y Clemencia hacía muecas a sus espaldas.
-No hagas caso. Es un viejo loco y resentido. Es bueno, yo le quiero, pero es muy dominante.
-¡Loca y dominante eres tú! -exclamaba el abuelo desde el interior de la casa.
Es cierto que su abuela exageraba por momentos. Sobre todo aquella vez cuando se le metió entre ceja y ceja que su nieto asistiera a la Sociedad de Bailes Españoles, para que aprendiera a bailar la jota y la muñeira. Has-ta logró convencerlo e inscribirlo, pero Pepe Babalú prefería la parte culinaria de su abuela a la parte artística, hasta que ella misma se dio cuenta de que su nieto no tenía vocación de bailarín. O al menos de bailarín gallego, porque lo que era meterle la cintura a un buen guaguancó, eso sí, ay, que sí sí. Bastaba que escuchara a lo lejos un toque de tambor para que su cuerpo se descoyuntara en sandungueo y sabrosura, entonces era Dupont quien sonreía masticando de medio lado el mocho de tabaco. Cuando eso sucedía, el viejo sacaba su bastón. Un bastón que siempre se hallaba colgado detrás de la puerta, y con él seguía el ritmo de la música, tocando acompasadamente sobre la piel de chivo del fondo de un taburete. Chivo que rompe tambó con su pellejo paga. Clemencia no podía impedir echarse a reír al contemplar a su nieto, y se ponía, a la par que él, a mover el esqueleto como cualquier cuarterona de solar. Al punto Dupont se levantaba del sillón, colocaba un viejo disco en el tocadiscos y tomando a su mujer por la cintura se disponían a bailar un pasodoble. Luego, cuando el disco llegaba a su fin, montaba desde la calle el sonido de los tambores, y la pareja retomaba el remeneo de la rumba de cajón. Pepe Babalú se desternillaba de la risa viéndolos descuaja-ringados en danza frenética.
Pero una tarde Pepe Babalú regresó de la escuela muy acongojado. Apenas contaba ocho años y una maestra había explicado que en el tiempo de la colonia los negros eran esclavos y los españoles amos, y que estos últi-mos daban boca abajo a los primeros, y los explotaban y hasta los mataban cruelmente. Dijo: los españoles son malos. El niño apretaba con rabia la mano de su abuela, en el camino de regreso a casa, pero por nada del mundo se atrevió a reprochar lo que pensaba. Esperó a que su abuelo volviera del trabajo, tarde en la noche, pues esa semana el anciano doblaba el turno en la tabaquería. Pidió a Clemencia que lo dejara sentarse en el portal con Dupont, y ella asintió, pues debía preparar un dulce, el cual necesitaba reposar toda la madrugada a la luz de la luna llena. A la terrible pregunta del niño, el abuelo respondió:
-Ésa es una manera muy fea de explicar la historia. Mañana mismo iré a hablar con esa maestra. La historia es así, fue un pasado trágico, es cierto, pero tu abuela no tiene nada que ver con eso. Su padre vino de Es-paña, pero jamás maltrató a nadie, ni asesinó a nadie, más bien trabajó como una bestia. Hijo, nosotros somos un país mestizo. Indio, negro, español, chino, una sabrosa mezcolanza. ¡Qué estupidez!
Y entonces, a partir de ese día, su abuelo consiguió libros viejos de historia, o de pensadores de otras épocas, poetas del siglo pasado. Pepe Babalú pasaba mucho tiempo sumergido en la lectura. Sólo abandonaba los li-bros para escuchar fabulosos cuentos de meigas que narraba su abuela, o por otra parte violentas anécdotas de barracones descritas por los antepasados del abuelo.
Una noche Clemencia se puso muy mala, vomitó sangre, no quiso hablar nunca más con el fuego, desaparecieron los exquisitos dulces del fogón, los discos de gaitas o paso-dobles no fueron jamás extraídos del chiforrover. El abuelo no cesaba de mesarse las pasas, es decir, el pelo duro, planchado hacia atrás. A Pepe Babalú apenas lo dejaban entrar en la habitación donde ella reposaba, luego fue trasladada al hospital, y pasaron varias semanas sin que pudiera verla, hasta que volvieron a traerla, pero para nada estaba curada, al contrario, oyó que su madre dijo que se encontraba peor, mucho peor. Dupont condujo a su nieto al patio; la piel del anciano parecía ceniza, las lágrimas resbalaron por sus mejillas acartonadas.
-Pepe Babalú, no sé cómo explicártelo, pero...
-Ya lo sé, abuelo. Se nos muere. Abuela me ha hablado mucho de la muerte. He aprendido a conversar con el fuego. Me dijo que cuando no esté podré comunicarme con ella a través de la candela. No debemos temer.
-¡Dupont! -escucharon reclamar desde la habitación de Clemencia. Era su voz alterada por los últimos estertores-. ¡Dupont, tráeme la luna! ¡Dupont, la luna, tráemela, por favor!
-Anda, ve, abuelo, no la dejes sola tanto rato, acompáñala.
Asombrado, Pepe Babalú vio cómo Dupont, en lugar de atravesar el pasillo y entrar en el cuarto de la anciana, siguió de largo hasta la puerta principal de la casa, descolgó el viejo bastón de madera, y se perdió por los matorrales del Bosque de La Habana. Era raro, pero su abuela había cesado de gritar. Pepe Babalú sintió terror de que hubiera muerto. Decidió entrar en la casa; una vez junto al lecho donde descansaba el apergaminado cuerpo de Clemencia, pudo comprobar que ella respiraba aún, parecía como si durmiera plácidamente, como si todos los dolores se hubieran esfumado de su cuerpo. Al rato, el adolescente sintió una presencia inquietante en la casa, se dijo que era probable que alguien ajeno se hubiera colado, tal vez ladrones. Al salir del cuarto fue enceguecido por un reflejo blanquísimo; cuando pudo reabrir los párpados, divisó no sin dificultad que la luz gigante avanzaba hacia él; detrás de aquella forma redonda y luminosa pudo descubrir la silueta de Dupont. Traía, nada más y nada menos, que a la luna enganchada en la empuñadura del bastón. Atravesó el umbral del cuarto de la moribunda con la luna a modo de farol. La mujer sonrió, suspiró aliviada, al instante dejó de respirar y la sonrisa se congeló para siempre en el recuerdo de Pepe Babalú.
Algunos años después murió Dupont. Pepe Babalú se hallaba en África, en Angola, en medio de un combate. De súbito le vinieron a la mente las palabras de su abuelo antes de él partir a la guerra.
-La historia por momentos es bella a pesar de ser tan terrible, Pepe Babalú, no lo olvides. Cuando andes por aquellas tierras verás algo muy importante que nos está destinado a ti y a mí; se hallará escondido dentro de un árbol. Es mi prenda, no puedo describírtela porque yo mismo no sé qué forma tiene, pero tú sentirás el deseo de poseerla, y la traerás. No dejes de hacerlo.
El joven se encontraba muy cerca de su mejor amigo, al instante vio un árbol de color rojo vino. El árbol cogió candela inesperadamente, entonces interrogó al fuego, y éste respondió con la voz de Clemencia:
-La prenda de Dupont se halla entre aquellas ramas altas. ¡Búscala!
Pepe Babalú alertó a su amigo de que debía subir al árbol; el otro le desaconsejó que lo hiciera, pues sería peligroso: un bombazo podía caer encima, además el árbol estaba ya envuelto en llamaradas. Pero el muchacho no hizo caso y trepó casi a la velocidad de una pantera. En una especie de nido halló un objeto extraño, como una semilla gigantesca, algo muy semejante a un coco seco, pero no lo era con exactitud, sino más bien una suerte de luna polvorienta con pelos secos, del tamaño de una calabaza enana, con tres caracoles incrustados a manera de ojos y de boca. Ya se disponía a descender del árbol cuando divisó, allá abajo, el cuerpo destrozado de su compañero, su mejor amigo. De regreso a casa supo que Dupont había fallecido aproximadamente en el mismo momento en que él se había apoderado de la prenda.
En todos esos detalles piensa Pepe Babalú, y se le atraganta el buche de llanto en la garganta. Introduce su mano en el maletín, acaricia aquel amuleto africano, vuelve a cerrar el equipaje. Por la ventanilla del avión que ahora lo conduce a España, distingue la luna llena viajando junto a él, tan desigual en su redondez como esa moneda con la que juguetean sus dedos, su único dinero. Queda embelesado con la visión del astro, mientras cree escuchar lejana la voz de Clemencia leyendo en gallego versos de Rosalía de Castro, aclarando que ella había nacido junto a una ría, es decir un río hembra, que no es lo mismo, aunque se escriba casi igual. Y el hombre se pregunta qué dirá aquella gente cuando lo vean aparecer, a él, un mulato de ojos claros, chapurreando el gallego aprendido con abuela Clemencia. ¿Cómo serán sus primos terceros, hijos a su vez de los primos de su abuela? A juzgar por las cartas parecen simpáticos. Incluso ansiosos por conocerlo.
Zoé Valdés (Cuba)
Breve reseña sobre su obra
Entre las nuevas promociones de escritores latinoamericanos, la cubana Zoé Valdés ocupa un lugar indiscutible por la exuberancia de su estilo y por su prosa cálida y coloquial.
Nacida en La Habana en 1959, estudió Filología en la Universidad de la capital cubana.
Durante varios años fue miembro de la Delegación de Cuba ante la UNESCO desempeñándose como documentalista cultural. Posteriormente, trabajó en la oficina cultural de su Embajada en París.
A su regreso a La Habana, se dedicó a escribir guiones cinematográficos y fue subdirectora de la Revista de Cine Cubano de Arte e Industria Cinematográficos hasta 1994.
En la actualidad reside en París y se ha vuelta crítica con el sistema político de su país y profundamente anti-castrista.
Zoé Valdés se inició en la literatura con un libro de poesías, Respuestas para vivir, publicado en 1986. A Todo para una sombra (1986), también poesía, le siguió la novela Sangre azul (1993). Pero fue con La nada cotidiana (1995) que se dio a conocer a nivel internacional. La novela fue traducida al francés, alemán, italiano, portugués, inglés y griego. Con La hija del embajador (1995) obtuvo el Premio de Novela Breve Juan March y Te di la vida entera fue finalista del Premio Planeta en 1996. Tras Café nostalgia (1997) publicó en 1998 un libro de relatos, Traficantes de belleza, escritos entre 1988 y 1998.
La luna y el bastón pertenece a Traficantes de belleza, editado por Seix Barral.
Copyright ® 2010 RIMA | Términos y condiciones | Política de Privacidad | Optimizado para 1024*768px

 Ahora estoy leyendo:Te di la vida enterera.

Un cuento de Navidad de Zoe Valdez

Arriba de la bola, por Zoé Valdés. Para mi magnífico cuento! 



Juré que esa noche iba a bailar hasta que me muriera. Juré olvidar y no estar triste. Es el juramento de Navidad. Hice esas vanas promesas mientras cepillaba mis dientes, refrescaba con agua helada mi rostro, y después depilaba mis cejas.
En el estudio al lado del mío, el francés tan parecido a Sherlock Holmes, el que sale cada mañana con su gabán gris y su pipa torcida por lo requemada que está, de seguro trataba de emparejar sus patillas. Siempre del lado de la oreja izquierda le chorrea sangre y falta más pelo que de la otra. No sé porqué no lograba borrar de mi mente las patillas del vecino Holmes, o como se llame. O sí sé por qué, necesitaba olvidar y quería bailar y que me dejaran tranquila, que nadie me hablara de nada ni de nadie conocido. Emborracharme con el baile y después caer redonda, como un lirón, era lo que anhelaba, despertarme al día siguiente con la paz de espíritu de que ya había pasado Pascuas y de que los días volverían a ser como antes, normalitos. Aunque tampoco me satisfacen los días comunes. Pero para mí, un día distinto es ese que nadie se da cuenta de que es diferente. Es un día mío. No regalado a los demás. Decidí llamar a Pachy, es el tipo ideal para olvidar, él mismo es el olvido parado en dos patas. Nunca recuerda un nombre, ni un rostro, ni una profesión, ni siquiera su cumpleaños ni su propio teléfono, y cuando consigue recordar de que llamando al doce, a informaciones, pueden confirmarle su número, entonces de paso pide la dirección, porque él sabe llegar a su casa, pero no le pregunten por sus coordenadas, ni siquiera por la calle que tiene un nombre enredadísimo, rue Beautreillis, ni la parada de metro, ¿para qué si él va a pie a todas partes? Llamé por teléfono a Pachy, aunque vive atravesando el patio, en mi mismo edificio, (por cierto, es un hotel particular del siglo diecisiete, casi frente por frente al inmueble donde murió Jim Morrison), pero lo hice no fuera a ser que no abriera la puerta cuando al observar por el ojo de la cerradura no se acordara de mí, y creyera que era una enviada de los Testigos de Jehová o del Reader's Digest para lo del 62 gran tiraje.
Perdió la memoria jugando parchís, por eso se autobautizó el Pachy, es así como nunca olvida su nombre. Porque él es de los que va por ahí haciendo mentalmente jugadas de parchís, y tú puedes anunciarle que se ha ganado la lotería y él sigue en su historia de que salió un doble seis y que podrá comerse a la ficha amarilla. Resultado, descolgó y contestó después de interrogar un minuto a su misma voz en el respondedor, y aseguró que sí, que me recordaba, pero estaba convencida de que no, aunque la noche antes habíamos bajado una botella de vino viendo una película de Alan Parker. En resumen que le pregunté, idiota yo, que si tenía alguna fiesta esa noche, y volvió a inquirir disgustado casi que por qué tendría él que tener un güiro, que se acordara no había ningún motivo de celebración. Entonces comenté que esa noche sería nochebuena. Y tuve que explicar mi idea de la nochebuena, creo que fui demasiado negativa, y se puso a llorar. Entonces dijo que no importaba quién yo era, que de todas maneras se trataba de un ser humano, y que me notaba tan a punto del suicidio que mejor organizábamos los festejos en su casa. En su casa no, refusé, no quería correr el riesgo de que lo olvidara. Entonces fue cuando ocurrió el milagro, en su mente culminó felizmente el partido de parchís, y eso garantizaba por lo menos dos o tres días de memoria intacta. Jubiloso gritó que acababa de ganarle a las amarillas, y ya se puso a parlotear, de lo más curado de la amnesia, y hasta se percató de que alguien había comprado un arbolito de navidad, cosa que ya sabía yo porque había estado sentada junto a las guirnaldas intermitentes la noche anterior. Colgamos los auriculares para no perder tiempo y poder invitar a todos los solos de París, de preferencia franceses, con lo cual podíamos caer en el peligro de que media ciudad se nos colara en la fiesta. Por si acaso me vestí y atravesé el patio para visitar a Pachy, desde que entré comencé a pegar papelitos adhesivos rosados, recordatorios de cena, no fuera a ser que se le metiera en el discoduro otra vez el tablero de parchís y se nos aguara el proyecto. Él se encargaría de comprar la bebida y yo de la comida, incluso de cocinarla. Con lo de la música no había problemas, teníamos una colección de discos hasta para hacer postre. Pero de postre brindaríamos casquitos de guayaba, aunque sin queso, no olvidar de que estamos en Francia, donde es un delito mezclar el dulce con el queso. Hicimos las llamadas pertinentes y, por supuesto, tuvimos que poner coto a la bandada de parisinos que aceptaba venir a festejar, aunque fingiendo desgano. Salí de la puerta A y crucé el patio en dirección al ala D, es decir, a la escalera de mi estudio. El Pachy vive en un ciento veinte metros cuadrados, por eso podíamos utilizar su espacio. En el camino me tropecé con Sherlock, la patilla izquierda ya no existía, encima había colocado una curita, la patilla derecha estaba llena de claros por los desafortunados recortes, pero aún se podía afirmar que era una patilla. Ni siquiera respondió a mi saludo nasal, por el contrario sopló su vieja pipa y mi pelo se contagió de la peste a picadura ensalivada. Antes de armarme del abrigo para ir a hacer las compras me tomé la temperatura, tengo esa manía, antes de enfrentarme con el frío necesito saber cuántos grados tiene mi cuerpo, así compruebo mi fortaleza o debilidad ante las agresiones físicas externas. Una vez en el exterior gané Saint-Antoine hacia la calle François Mirón, en donde existe un mercado llamado Israel en el cual se puede comprar frijoles negros, arroz basmati del auténtico, plátanos machos, malanga, yuca, guayaba y mango en todas sus variantes, ron y de todo lo humano y divino del Caribe y de todas las partes que los franceses suponen exóticas del mundo entero, no vayan a ir muy lejos, España ya es para ellos exótica, ¡con esos toros, y esas batas de lunares!

En el trayecto, evoqué mi última nochebuena en la Isla Aquella y se me erizaron los pelos y hasta los de mi abuela en su tumba. Esa vez también nos habíamos propuesto bailar para olvidar. Siempre habrá algo que olvidar, con lo mal que me cae imponerme olvidar. Lo contrario de Pachy. Pero en días como esos no queda más remedio. Recordé que inventamos celebrar con cualquier bobería, recolectamos bastante dinero, pudimos resolver lo necesario y hacer una cena digna. Lo demás, la alegría, la pondrían nuestros cuerpos. Había una razón especial para olvidar, a Roxana se le había ido el marido, quedó sola con los niños. No la había abandonado por otra, no, se había marchado a otro país. Igual que Jorge, otro amigo, el cabecilla del grupo, el que siempre estaba levantándonos la moral. Ninguno podía concebir un fin de año sin ellos. Esas ausencias nos destrozaban y decidimos dar una respuesta por encima del nivel, sobrepasarnos y animarnos diciéndonos que podríamos sobrevivir. En verdad, no comimos tanto, pero jodimos cantidad. Bailamos y brincamos hasta poder exprimirnos litros de sudor. Porque, claro, como de costumbre hacía calor. Los hijos de Roxana, de Loly y de Laura retozaron hasta que se rindieron en los sofás y en los sillones. Ya sabemos que en Aquella Isla no hay que invitar a nadie, la gente se invita sola, y de buenas a primeras teníamos a varios barrios colados en el fetecún. ¡Ah, la importancia de un barrio! ¡Ah, la categoría de pertenecer a un barrio! También se fueron sumando extranjeros, entre ellos un catalán que gozó hasta que se destripó, se llama Jordi, y es el director de un grupo de teatro famoso, hizo tantas fotos que, una de dos, o la Kodac le ofreció un crédito de por vida a la hora de revelar los rollos, o los rollos se los quitaron en el aeropuerto a la hora de largarse, por sospechoso.
Además vinieron algunos diplomáticos y periodistas de agencias a la captura de aventuras más que información sobre el estado de ánimo de la población. Porque el estado de ánimo de la población de Aquella Isla, para nadie es un secreto, nunca ha dejado de ser el mismo, el de la máxima recholata. La canción del momento enardecía con aquel estribillo: "No pares, sigue, sigue. No pares, sigue, sigue. No pares, sigue, sigue..." Y no paramos hasta el amanecer del primero de enero, es decir, estuvimos recholateando nueve días con sus noches. Y todo eso para aturdirnos, para olvidar. El día treinta y uno de diciembre hicimos el rito de la maleta, el cual consiste en que un grupo numeroso de personas se aferra a una maleta vacía, y a la señal de partida se debe dar la vuelta a la manzana, quiero decir recorrer las cuatro esquinas y volver al punto de salida. La caminata hay que hacerla a una velocidad increíble y bailando una semiconga al compás de una cancioncita que ya olvidé. Lógicamente, en el camino se va perdiendo gente, y el juego es intentar quedarse uno solo con la valija, y el que lo logre es el destinado a viajar en el próximo año. Es el que conseguirá viajar. Esa vez me quedé yo con ella. No niego que costó un esfuerzo enorme, a empujones limpios. Y mírenme aquí, paseándome por una calle del Marais, en busca de frijoles negros bajo un invierno a lo película de Truffaut. Este año, en la Isla Aquella, festejarán el deseo de olvidar mi ausencia, y a otro le tocará la maleta. Y así. Tan así...

Pasé todo el santo día cocinando recetas más retenidas en la memoria que en el paladar. Por fin con todos los ingredientes a la mano, una verdadera delicia descubrir los sabores, los olores y los colores de tantas lecturas antiguas. Pude ver a través del cristal de mi ventana al Pachy, en su cocina, preparando mojitos, daiquiris, ron collis, y un sinfín de bebidas y exquisiteces de picar. Cuando todos los platos estuvieron listos, bajé en varios viajes las cazuelas hirvientes. Dejé los plátanos para freírlos cinco minutos antes de la hora de comer. El Pachy estaba a un milímetro de la depresión porque se había puesto sentimental escuchando las canciones de las escuelas al campo, todo Silvio, todo Pablo, todo Serrat y todo Nino Bravo. ¡Coño, cambia esto tú, le dije, pon el cassette que nos mandaron de Aquella Isla, la canción del momento! No me acuerdo dónde lo puse, fue la respuesta. Regresé a mi cuarto, ya casi era la hora, me duché en dos ladrillos, todo el mundo conoce cómo son de mínimos los baños en París, te bañas como si estuvieras bailando un danzón. Me vestí con mi mejor ropita, imitación terciopelo, y mucho tul y adornos dorados, parecida a Campanilla, la de Peter Pan. Total, para entripar los trapos, pensé. Porque intuí que iba a sudar cubos con el bailoteo. A las nueve ya habían llegado los invitados, y se pegaron como babosas a las jarras de mojitos, daiquiris, ron collis, cuba-jajajá (es el nuevo nombre del cuba-libre), ponches y todo lo que pareciera bebida, comestible, o cosa para llevarse al estómago. El champán estaba destinado al brindis final, porque la tradición es la tradición. Y claro, muchos de los invitados vinieron con sus champanes favoritos, y hasta con sus confit de canard, muy con una etiqueta de fabricación artesanal, pero a mí nadie me jode, en lata de conservas. Por el aquello de que lo de los frijoles negros será muy extravagante, pero en nochebuena aquí se acostumbra a cenar esa cosa en lata que tiene un nombre tan parecido a confeti de canario, y que en realidad es muslo de pato. Tanto el Pachy como yo nos desvivíamos por ser atentos, generosos, simpáticos. Y ellos lo encontraban tan natural. Se supone que los del Trópico deben comportarse así. Yo no veía el divino minuto en que toda aquella sacralización de los alimentos terminara, para poder despetolarme bailando. Porque lo único que yo anhelaba era bailar, para olvidar. ¡Coño, dense cuenta, hacía un año y medio que no bailaba! Y que no olvidaba. Sola frente al espejo sí, pero eso de ripiarme con uno del sexo opuesto, nada de nada. Y Pachy no acababa de acordarse dónde carajo había puesto el cassette que nos habían enviado, grabado en directo del Palacio de la Salsa.

En eso llegó un amigo de Pachy, que no es cualquier amigo, es el pintor más grande del Marais y del mundo, Barceló, y después de descargar más comida, especialidad de su isla, nos pusimos a hablar de Mallorca y de otro amigo común. Le pregunté si sabía bailar y me respondió que a veces, pero que debía marcharse porque lo esperaban su familia y unos amigos y también comprobé que había leído a cantidad de escritores de mi isla. Eso me hizo un bien enorme, pero no me permitió que olvidara, todo lo contrario, recordé más. Mucho más. Entonces rogué, con las manos en posición de oración piadosa, sobre mis tules engrifados que por favor, tú que, al parecer, eres el único que posee memoria en todo este molote de gente, ayúdame a buscar un cassette de música bailable. Nos metimos por debajo de las sillas, de la cama, y de los muebles. Por fin, gritó eufórico, aquí en la oscuridad, junto al Eleguá, hay un cassette que brilla distinto, debe ser ése. Y me lo entregó como si me entregara el mayor trofeo de mi vida. Enseguida desapareció por la puerta al tenue resplandor de los faroles de la rue Beautreillis hacia su familia y sus amigos, aseguró él, pero yo sabía que se iba a sus pinceles. Como una loca busqué la grabadora, pero Pachy al borde del abismo, y ya empatado con una francesa, recordó, ¡menos mal que recordó algo! que la grabadora estaba rota. Pregunté si alguien sabía reparar ese artefacto, y se hizo un silencio sepulcral. Adiviné por las miradas de estupefacción que nadie conocía absolutamente nada sobre reparar grabadoras, ni ninguna cosa, aquí no se repara nada, se bota y se compra otra y ya está. En ese mismo instante de mi desolación sonó el timbre de la puerta y entró un muchacho y se presentó como cubano, reparador de grabadoras. Y todos exclamaron ¡ah!, hasta yo. Pero después supe que el asombro tenía más que ver con que llegara un cubano. Y me pregunté que de dónde habían pensado que seríamos el Pachy y yo, ya veía que no sólo el desmemoriado era él. Pero es que ese muchacho era cubano cubano, tan cubano que sabía reparar grabadoras y todo lo que se le rompiera por delante.
Al punto la grabadora estuvo arreglada, y mi alegría con ella. Y pregunté que quién de los presentes sabía bailar, a mala hora, porque todos respondieron que sí, que habían asistido a cursos de chachachá en diversas zonas del planeta. Y de pronto el chachachá me sonó a secta, o a psicoanalista, o a club de gym, o a consulta de vidente africano de los metros. Nada, que no hice mucho caso, e invité a bailar al Pachy, pero, tonta de mí, ¿cómo podía olvidar que él podría haber olvidado cómo se baila? Si tú empiezas yo te sigo, y de seguro me acuerdo, y lo otro sale solo, me alentó. Nada, que me embullé, y puse el cassette en el momento en que un murmullo especial sentenció que darían las doce de la noche, todo parecía indicar que debíamos entregarnos los regalos, besuquearnos cuatro veces en cada mejilla, brindar por el nacimiento -una vez más- del niño Jesús, la aparición del espíritu santo que no era tan santo porque preñó, aunque por obra y gracia (nunca he sabido el verdadero sentido de esa frase) a la virgen María, y de los reyes magos y la comitiva de santos, con la estrella de Belén y todo cuento.
Terminada la ceremonia de los regalos por fin fui a poner el villancico del desparpajo. La canción se titulaba La bola, y era lo que más se cantaba y bailaba en la Isla Aquella, el autor era el médico, de la salsa. Esto lo informé rigurosamente, digo, cartesianamente. Entonces se deshicieron en elogios a los progresos de la medicina de Aquella Isla, ¡había médicos graduados en salsa! ¿Salsa de qué? Hubo uno que preguntó. De tomate, respondió el Pachy a una neurona de su estado normal, el olvido. Y nadie entendió ni jota, ni jacomino, pero se sintieron muy solidarios, que es el estado anímico de nuestros invitados en fecha como el catorce de julio, el veinticuatro y el treinta y uno de diciembre. La música arremetió dentro de nuestros tímpanos con su letanía histérica de: "Hay que estar arriba de la bola arriba de la bola arriba de la bola. Porque hay que estar arriba de la bola arriba de la bola arriba de la bola...". Quise descoyuntarme, ponerme pa la maldá y olvidar, destornillarme en mi bailoteo, de hecho comencé a remenearme sola, sutilmente, tímida más bien. Ellos, los visitantes, me observaban como si estuvieran en un palco de la Ópera de París y yo fuera Maya Plisetskaya. Algunos, desenvueltos, para su opinión más bien desvergonzados, iniciaron unos rígidos pasos de un, dos, tres, chachachá, balbuceando el ritmo, triunfantes como niños que acaban de pronunciar la primera palabra. Los que comprendían el castellano preguntaron qué significaba esa metáfora tan sugestiva de hay que estarrrr arrrrriba de la bola, y esa frase que dura sólo medio segundo en nuestras bocas, en las de ellos permanecía una eternidad. Quise aclarar que la bola era algo inexplicable, sin sentido común, únicamente traducible al compás del baile, una metáfora más del sensualismo. Que la bola era todo y nada a la vez... Y que más bien era nada. ¡Ah, la nada, el vacío! Murmuraron. Uno señaló que podía referirse a la bola del mundo. Acepté haciéndome la metódica, a punto de convertirme en un Lévy-Strauss de la salsa. Entonces fue que sorprendí al reparador de grabadoras, gozándome tan cubano él, con su mirada sabrosona, y hasta se burlaba con ojos brillantes, risueños e irónicos, de mi intento por introducir la bola en los medios navideños galos. ¡Las bolas del arbolito! Creyó adivinar la francesa que había enganchado al Pachy, y recibió una turba de aplausos. Pachy, medio desvanecido en el suelo repetía entre vómito y vómito dirigiéndose a mí: No sabes cómo me acuerdo de todo, no sabes, me cago en ti y en tu música de mierda que me ha devuelto la memoria. Por eso tiré el cassette debajo del mueble, para no verlo ni oírlo nunca más. No sabía qué satanidad responderle y encogiendo los hombres canté "Porque hay que estar arriba de la bola arriba de la bola arriba de la bola...". El reparador de grabadoras vino hacia mí y... se puso arriba de la bola a estrujarse conmigo. Entonces fue escudriñado como a Nureyev. Pachy se incorporó y se unió a nosotros, le siguió la francesa, y luego, poco a poco, los otros... Y en una hora estaba todo el Marais revolcándose encima de la bola, Barceló con sus pinceles, artistas, escritores, judíos y gays, el alcalde y el adjunto, hasta los policías habían dejado la prefectura para desprestigiarse arriba de la bola. Y cuando todo el mundo estaba remeneándose arriba de la bola fue que pude escuchar el resto de la canción que dice: "Tú te fuiste, y si te fuiste perdiste. Yo no, yo me quedé, y ahora soy el rey, si te gusta bien, y si no también... Hay que estar arriba de la bola arriba de la bola...". No me dio gorrión la letra, porque los amigos, en aras de no herirnos a Pachy y a mí, nos habían contado por carta que esas palabras para nada tenían que ver con nosotros, mejor dicho con los dos millones de aquellos-lugareños que andamos desperdigados por ahí, sino que simplemente era la respuesta a otra orquesta de salsa que viajaba mucho. Que esa canción formaba parte de una polémica entablada desde hacía meses entre diversos grupos musicales. Obvié la anécdota, porque yo lo que quería era olvidar. Mientras me despetroncaba bailando imaginé la recholata que estarían sonando los amigos de Aquella Isla, con el objetivo, ellos a su vez, de olvidar mi ausencia, y de seguro jugarían a la maleta, y alguno lucharía como luché yo por quedarse con ella hasta el final, y tal vez nos veríamos muy pronto en algún lugar de este mundo, arriba de la bola arriba de la bola...

©Zoé Valdés.

Diciembre de 1996