domingo, 29 de diciembre de 2013

Grimaneza Amorós artista peruana

Es difícil hacer a alguien feliz

Del FB de mi amiga brasileña Marisa Borges:

Es difícil hacer a alguien feliz, al igual que es fácil hacer triste.
Es difícil decir te amo, como es fácil decir que nada es difícil valorar un amor, como es fácil perderlo para siempre.
Es difícil dar las gracias por hoy, como es fácil vivir otro día, es difícil ver lo que la vida trae buena, como es fácil cerrar los ojos y cruzar la calle.
Es difícil convencerte a ti mismo que eres feliz, como es fácil de encontrar que siempre falta algo.
Es difícil de hacer que alguien sonría, lo fácil es hacerte llorar.
Es difícil ponerse en el lugar de alguien, como es fácil mirar su propio ombligo.
Si cometiste un error, pido disculpas.
¿Es difícil pedir perdón? Pero ¿Quién dijo que es fácil ser perdonado?
Si alguien cometió un error contigo, perdonarlo...
¿Es difícil perdonar? Pero ¿Quién dijo que es fácil a arrepentir?
Si sientes algo, digamos...
¿Es difícil abrir? Pero ¿Quién dijo que es fácil encontrar a alguien que quiere escuchar?
Si alguien se queja que, escucha...
¿Es difícil escuchar ciertas cosas? Pero ¿Quién dijo que es fácil escuchar?
Si alguien te ama, lo amo.
¿Es difícil darse a sí mismo? Pero ¿Quién dijo que es fácil ser feliz?
No todo es fácil en la vida. Pero, por supuesto, nada es imposible, creemos, tenemos fe y luchar para que no sólo nos deja soñar, sino también para convertirse en todos estos deseos se hagan realidad!

Cecília Meireles (1901-1964 Brasil) (Traducido por Bing)

Dias para reflexionar

Por lo menos medio día para estar en soledad, en silencio, en meditación, mirando cómo ha sido el año pasado y haciendo planes para el 2014. Claro que nada sabemos de nuestro destino pero igual podemos soñar, imaginar, prometer algunos cambios en nuestra manera de enfrentar aquello que nos vaya sucediendo.

Días para poner entusiasmo en nuestros deseos para el próximo año, algunas metas, planes. Variar nuestra rutina, ampliar nuestras experiencias.

Lo nuevo


Tenemos fascinación por lo nuevo, lo distinto, lo que nos asombra y deslumbra. Nos gusta esta manera en la que hemos dividido el tiempo y hay un tiempo en el que se termina y luego otro en el que se comienza.
Cada día es un comienzo, despertamos a la vida y en la noche al dormir, recargamos fuerzas para volver a empezar. Cada día un misterio, personas con las que conectarse, trabajo por hacer, placeres, alegrías, belleza y aprendizaje. La vida plena que se nos muestra para nuestro deleite. Feliz añó nuevo.

Una rosa es...

"Una rosa es una rosa es una rosa." Gertrune Stein

Algo maravilloso y original


Ella va a empezar a darte vergüenza.

—¿Ana Karina? ¿Quién es Ana Karina?

Pasó en una fiesta, después de la presentación de un libro. Ella casi nunca va a esos sitios, pero esa noche estaba ahí, conversando con tu editor y otras personas, quizás un poco achispada (envolviendo la copa de vino con toda la mano, un hábito que antes encontrabas encantador y que, ahora, te resulta irritante, un gesto incorrecto y pretencioso), cuando alguien mencionó a Anna Karenina y ella dijo:

—¿Ana Karina? ¿Quién es Ana Karina?

No fue la primera vez. Un año antes, durante un viaje con miembros de un jurado literario, preguntó por lo bajo, aunque todos pudieron escucharla, “¿Qué quiere decir ‘retórica’?”. Después, en una cena con otros escritores, dijo que le gustaban los libros de fotografía “porque no hace falta leer”. Pero ella casi nunca va a esos sitios: cenas, viajes de trabajo, conferencias, ferias de libro.

—Andá vos, que lo disfrutás. Yo me aburro —dijo, hace ya tiempo, y eso, entonces, pareció un buen trato.

¿Cuál es el primero de todos los terribles gestos: el que hace que el otro empiece a ser el enemigo?

Empezaste a ir solo mientras ella se quedaba en casa, planificando su trabajo: averiguando el precio de nuevas semillas de césped, leyendo la página del Royal Botanic Garden, proyectando los setos de un jardín. Cuando regresabas, nunca hablaban de las cosas que te habían pasado —todas esas charlas cargadas de maldad o admiración, conversaciones imbuidas de suave autocomplacencia circulando entre litros de alcohol y canapés—, sino de los asuntos de ella: un raro cactus que quería importar, un posible viaje a Brasil para comprar orquídeas. Te gustaba esa ignorancia refrescante. Nada de conversaciones sobre teoría literaria, nada de esgrima intelectual. “¿Quién es Catulo?”, preguntaba, mientras estaban recostados como dos metáforas de la serenidad sobre la cama, y había algo de tierna perversión —el morbo de educar a un indefenso— en explicarle quién era Catulo, en levantarte y buscar el libro y leer aquello de “Odio y amo. / Quizás te preguntes cómo puedo hacerlo. / No lo sé. / Pero sucede / y me atormenta”. Durante mucho tiempo fue maravilloso ver cómo Catulo y el poema (ese poema en particular, que siempre despertaba en vos la sensación de estar enviando un mensaje encriptado y veraz: “te amo pero voy a odiarte, Lesbia mía”), le importaban poco. Estaba más interesada en el gesto que hacías cuando te ponías las gafas, en la pequeña muesca que tenías junto a la boca y que le gustaba contemplar mientras leías y te sentías el rey del mundo. “Mi bestia”, le decías, le dijiste durante tantos años, durante al menos siete, cuando te gustaba sin reparos esa mujer de huesos altivos equipada con habilidades masculinas —desatapar desagües, pintar paredes, cavar kilómetros de zanjas—, y ella lo aceptaba feliz, como un elogio. “Bestia, bestia mía”.

¿Cuál es el primero de todos los terribles gestos: el que hace que el otro empiece a ser el enemigo? ¿Cómo se puede sospechar, cuando se visten los primeros fastos del amor, la ira frenética que producirá, más tarde, algo tan simple como el ruido que hace alguien al beber de una taza? Pero aún no han llegado ahí. Por ahora es solo un pequeño desastre, una progresiva degradación de la dioptría.

Una noche ella llega contenta porque una revista acaba de publicar seis páginas con fotos de su trabajo en los jardines. Dos días más tarde, tu taza de café se vuelca sobre la revista y, sin pensarlo —sin pensarlo—, la arrojás a la basura. Cuando ella vuelve a casa, encuentra la revista en el cesto y pregunta qué pasó. Decís: “Se me cayó café”. Ella no protesta, no hace un escándalo. Saca la revista con olor a basura, la pone a secar. No hay manera de saber si está ofuscada. Hay algo, en esa reacción medida y prudente, en esa preocupación por solucionar lo sucedido sin pedir explicaciones, que te ofende. Desde entonces sentís, a veces, el deseo de gritarle. Pero nunca sabés bien por qué.

Si ella sospechara de tus sentimientos te abandonaría de inmediato. Porque tiene el orgullo de un guerrero y porque su amor es un hecho concreto, como un pan recién sacado del horno: algo que no necesita explicación

Ella nunca pide ni reclama ni se acongoja: es una máquina, un ser rotundamente fuerte que sobreviviría a una hambruna, a dos sequías, a siete plagas, a 20 revistas en la basura. Es sabia. Es dura. Es fría como un hacha. Lidia con insectos minúsculos que producen estragos de proporciones absolutas y con humanos que tienen sentimientos histéricos con respecto a las enredaderas y los parterres. Sabe tratar a la gente y conoce los misterios gozosos de la naturaleza: es admirable. Pero —aunque celebra tus premios y tus traducciones— no está interesada —nunca lo estuvo— en conocer el contenido de tus conferencias; no está interesada —nunca lo estuvo— en conocer el contenido de tus libros. Durante muchos años eso fue maravilloso y original. La cópula entre el artista inútil para casi todo y la mujer capaz de trepar un volcán en las mañanas. No te importaba que no supiera qué era el estructuralismo porque, además, siempre podías explicárselo (ella te escuchaba atenta, aunque notabas, primero, el esfuerzo por entender y, después, la declinación del entusiasmo). Durante muchos años eso fue maravilloso: fue original. Y, aunque aún no ha dejado de serlo, ella ha empezado a avergonzarte. Te avergüenza que diga, en público, que se aburre con las películas “lentas”, que no le gustan los libros “que no terminan bien”. Pero por la noche, cuando se meten en la cama, su cuerpo todavía te resulta emocionante. Y en las últimas horas de la tarde el sonido de sus llaves en la cerradura es, todavía, el sonido de la felicidad.

Si ella sospechara de tus sentimientos te abandonaría de inmediato. Porque tiene el orgullo de un guerrero y porque su amor es un hecho concreto, como un pan recién sacado del horno: algo que no necesita explicación. Todo continúa, entonces, un poco más. Porque en verdad, salvo cuando hay otras personas, no te importa que ella no sepa quién es Soren Kierkegaard. Y siempre te hace feliz saber que está en algún sitio de la ciudad o de la casa, envuelta en el aroma picante del césped y del insecticida. Tiene una forma de decirte “Todo va a estar bien” —-y de tocarte el pecho con la palma abierta— que te produce esperanza y paz. Su olor es el olor de las mejores cosas. Pero en las noches en las que no podés dormir, cuando ella es apenas una respiración en tu costado, pensás que el único final posible es la catástrofe. Como si ella fuera un hermoso ser de otro planeta que, expuesto a la atmósfera malsana de un sistema nuevo, tuviera que, necesariamente, sucumbir. Diario El País.

Fotografías de Renan Cepeda brasileño

Hermosas fotografías en donde la luz es lo principal.

Castillos en el aire


Castillos en el aire
(pequeño cuento mío 27/12/2013)

Desde siempre había soñado con poder habitar en alguno de esos castillos que flotaban en el aire. Bastaba con que se quedara quieta, inmóvil, con la vista puesta en las alturas, los ojos abiertos de par en par, sin un pestañeo, para que apareciesen los hermosos castillos con torres y murallas, almenas, foso y puertas levadizas, adornados con banderas, estandartes y escudos de colores intensos. Le gustaba contarse historias que sucedían en los castillos. Los reyes y los príncipes, los caballos blancos, los niños jugando a perderse en los jardines de laberintos, bañándose en las fuentes cubiertas de los más bellos nenúfares. De noche podía ver sus castillos brillantes compitiendo en belleza con las estrellas y la luna. ¿Cómo poder llegar a ellos?- Se preguntaba y hacía planes que iban deshaciéndose conforme llegaba el día. Debía contentarse con la pequeña cabaña, el sonido triste del arroyo, la soledad de sus días y sus noches. Imaginaba escaleras infinitas, árboles que crecían hasta aquellas nubes que pasaban suaves empujadas por el viento, que amanecería un día con alas, que la llevarían suspendida un grupo de pájaros rojos.
Sucedió una tarde cuando casi se acababa el día, la niña miraba sus castillos, había aprendido a recorrerlos con la mirada, jugaba en los pasadizos y se asomaba en su almena favorita, le gustaba la dulce fragancia de sus nenúfares tan blancos como azucenas impregnadas de marfil, cuando notó que los castillos empezaron a descender, lentamente iban bajando, acercándose, creciendo en tamaño y perfección, como si se tratase de una nave que llegaba a tierra, entonces pudo ver la sonrisa del rey y la de la reina y las piruetas de los príncipes, sus amables gestos invitándola a levantarse, dar pequeños pasos y entrar al fin a su ansiado sueño.


Kimball Gallagher viene a Lima

Joven pianista recomendado por Julliard viene a Lima, estar atentos para ir a escucharlo.



Trailer de La mejor oferta, por Guiseppe Tornatore con Geoffrey Rush.



Película por buscar, muy recomendada.

Ray Chen, violinista

martes, 24 de diciembre de 2013

El poder de la vulnerabilidad.


Y de la aceptación de la vulnerabilidad surge, irónicamente, la fortaleza.






Las fases que vivimos ante un cambio


Las fases que vivimos ante un cambio
Por: Pilar Jericó | 16 de diciembre de 2013 Diario EL País

Curvacambio

Nos cuesta el cambio y cuando ocurre nos adentramos en fases algunas incómodas. En la medida que entendamos cuáles son, podremos acelerar su proceso y por supuesto, la salida. Dichas fases son similares si nos enfrentamos a un nuevo trabajo, a una nueva relación afectiva, una enfermedad o a una pérdida, aunque lógicamente la profundidad de la curva y su duración será bien distinta. Lo hemos recogido en una bonito gráfico, pero por supuesto, nunca es tan lineal. Hay días que nos sentimos fuertes y avanzamos a paso de gigantes; y otros, parece que retrocedemos kilómetros atrás. Pero es normal. Así son nuestras emociones.

Lo que vamos a presentar son las fases para poder reconocerlas y lo más importante, poder acelerarlas. Todas ellas son similares a las que viven los héroes de las películas de guión “bien hecho” (Matrix, La Guerra de las Galaxias o las de Disney, por ejemplo). Se inspiran en el minucioso trabajo de Joseph Campbell después de estudiar la mitología, las religiones o las tradiciones antiquísimas, y las cuales recogen el proceso que requieren las emociones para ir deshaciéndose.

Nuestra mente va más deprisa que nuestros sentimientos. Podemos comprender la bondad de las cosas que nos ocurren o incluso el sentido de la muerte de un ser querido enfermo y muy mayor. Sin embargo, por mucho que comprendamos, no significa que no suframos o que no nos adentremos en desiertos emocionales. Por ello, cualquier cambio que implique una transformación y un aprendizaje vivirá fases con una determinada duración, pero si somos capaces de comprenderlas, al menos tendremos más recursos para atravesarlas y vivirlas desde una actitud de protagonista y no como víctima. Veámoslas a continuación con algunas claves:

Llamada a la aventura

Es el comienzo de cualquier cambio, el cual según la medicina tradicional china puede ser motivado por la llamada del cielo, cuando es algo buscado (nuevo proyecto, nueva relación afectiva, tener un hijo); o llamada del trueno, cuando es inesperado y desconcertante (un error, un despido, la pérdida de un ser querido). Los primeros lógicamente son más sencillos, pero no están exentos de pequeños o grandes truenos. En dicha fase lo más importante es decirse:


¿Cuál es la invitación que tengo para dar lo mejor de mí mismo o de mí misma?

Negación

No hay héroe que no tenga un momento de debilidad o de duda. El motivo es sencillo: la mente actúa como un parapeto para aceptar los cambios. En dicha fase están las quejas, los enfados, culpar al otro o caer en el victimismo, que busca evitar responsabilidades o simplemente, protegernos de emociones que a veces nos superan. Así sucede, por ejemplo, cuando vivimos algo doloroso, como una separación o un fracaso. En dichos momentos, existen personas que pueden creer que están bien, sin embargo, su humor es amargo o cae en estados iracundos. La negación "niega" la realidad, nuestras emociones o nuestras responsabilidades y es posiblemente, la fase más difícil de superar. En otro post, la analizaremos con más detenimiento dada su complejidad, sin embargo, las preguntas que aceleran son sencillas:


¿Qué papel he jugado en todo ello? ¿Qué puedo aprender? ¿Qué me está doliendo?

Miedo

Es la emoción reina en nuestra vida y que siempre nos acompañará. Sin embargo, cuando dejamos de echar culpa al mundo que nos rodea y miramos un poco hacia dentro, aparece el miedo con gran intensidad. Existen dos tipos de miedo: el sano, que es la prudencia y el tóxico, que es el que nos lastra. El desafío no es no tenerlo, puesto que neurológicamente es imposible, sino que al menos no nos impida seguir adelante. La reflexión que nos ayuda es:


¿Qué es lo que no quiero perder? A pesar de mi miedo, ¿qué decisiones podría tomar?

Travesía por el desierto

Cuando caemos en la frustración o aceptamos una pérdida surge el desierto, del que hablamos en otro artículo. No existe héroe ni en los cuentos ni en las religiones que no atraviesen su desierto metafórico. Es el momento de rendición, de aceptar el dolor y de tocar con nuestra humildad. El desierto siempre es un lugar de “intercambio”. Perdemos cosas para ganar otras. Es imposible abrirnos a aprendizajes nuevos si no desaprendemos otros. Pueden durar minutos o meses. Lógicamente, cuando nos enfrentamos a una pérdida dolorosa el desierto se convierte en una noche oscura, con profundidades emocionales mucho más complejas. Por ello, si queremos salir del dolor el único camino es aceptarlo y no negarlo. La mirada positiva es válida solo cuando se ha abrazado lo que nos duele, no cuando se niega. De ahí, la fuerza transformadora de los desiertos. La reflexión en esta fase es:


¿De qué tengo que despedirme? ¿Y qué nuevas posibilidades se abren?

Nueva realidad y nuevos hábitos

Todo el mundo sale del desierto en mayor o menor medida, excepto casos de pérdidas extremas, que siempre dejan una cicatriz difícil. Es entonces, cuando aparece una nueva realidad, que se acompaña de unos nuevos hábitos. Aceptamos un despido o un fracaso profesional cuando hemos transitado por el dolor y comenzamos a hacer cosas diferentes. En dicho momento, hemos integrado el proceso y vamos experimentando con una nueva realidad. Para acelerar la curva, existen algunas claves de las que hemos hablado en otros artículos o lo haremos en un futuro, como:
1. Visualizar el nuevo proyecto: Definirlo en objetivos concretos y planes.
2.Poner pasión. Un gran antídoto ante el miedo es el disfrute y la ilusión.
3.Aprendizaje a través de la frecuencia.
4.Transformar emociones negativas en positivas, aprender a relativizar y a tomar distancia.
5.Apoyarse en las personas que nos rodean.
6.Confianza en uno mismo.
7.Compromiso hacia los otros

Y cuando termina la curva comienza otra. De hecho, cada día vivimos al mismo tiempo diferentes curvas tanto a nivel personal como profesional, y que es el gran síntoma de que estamos vivos. La vida es algo a descubrir que no a someter en hojas de Excel, donde todo deba encajar. En cada paso que damos entran en juego emociones que nos superan y realidades que también nos sorprenden. En la medida que desarrollemos nuestra curiosidad y nuestra capacidad de aprender, podremos acelerar ese potencial que todos tenemos y por supuesto, sentirmos con más serenidad.

Dame Kiri Te Kanawa "Vocalise" Rachmaninoff y más



Hace poco pregunté en FB si les gustaba más el violín o el piano. Y las respuestas fueron más o menos parejas. Ahora le toca a la voz humana- Creo que es el intrumento de la música que más me gusta. Me comunica el dolor, sentimientos que no pueden ser traducidos a palabras, nuestro mundo interno desconocido.
Dame Kiri Kanawa Nació en Australia.
Sus óperas preferidas son las de Wolfgang Amadeus Mozart, Richard Strauss y Giuseppe Verdi. En 1981, Kiri Te Kanawa fue invitada a cantar durante el matrimonio del Príncipe de Gales y Lady Diana Spencer. Fue investida como Dame Commander del Imperio Británico en 1982 por la reina Isabel, y galardonada con La Orden de Nueva Zelandia en 1995. Recibió grados honoríficos de las universidades de Oxford, Durham, Dundee y Auckland, y es Honorary Fellow de Somerville College, Oxford.

Se retiró de los escenarios en 2004 (Vanessa de Samuel Barber en Los Angeles y Washington), aunque actúa esporádicamente en conciertos.






Y también una canción de Navidad. "O, Holly night.

El primer Taikonauta, un cuento oriental



El primer taikonauta
Para Matías


En el siglo XIV, Wan Hu era tan pobre, que solo tenía dinero.




Los antiguos libros cuentan que este acaudalado funcionario imperial de la Dinastía Ming, nunca fue feliz en la Tierra. Soñaba con las estrellas.




De niño, Wan Hu estaba convencido de que al caer la noche, un gran manto con agujeros cubría la Tierra. Las estrellas no eran más que los orificios a través de los cuales se colaba la luz. Sucedía que a la hora de dormir, los dragones corrían la cortina de su Reino y dejaban al Mundo Conocido en una completa oscuridad. Tan solo un farol quedaba prendido, la Luna.




Como luceros, los ojos de Wan Hu se perdían en el infinito, su corazón entraba en órbita y su mente aterrizaba en algún lugar difícil de imaginar para aquellos que nunca han contemplado el cielo. Desde entonces, Wan Hu soñaba con atravesar los orificios que algunos llamaban estrellas. Sonreía y parecía feliz.




Hasta que los problemas estallaron. Los maestros lo acusaron de vivir en la Luna y su padre lo obligó a poner los pies en la Tierra. Creyendo que con su actitud había defraudado y ofendido a sus mayores, prometió fervientemente que cambiaría. Sus ojos, nunca más le dieron cabida a las estrellas.




Con la vista al frente, y tras muchos años de estudio y preparación, los chinos cuentan que Wan Hu se convirtió en un alto y respetado funcionario imperial, acumuló seda y jade, bienes y concubinas, riquezas y placeres. Tenía el mundo a sus pies.




Pero a Wan Hu, poco le interesaba la Tierra. El brillo de sus ojos se había quedado desde hace muchos años en el lugar en donde habitan las estrellas. Nada parecía conmoverlo ni emocionarlo completamente. Hasta su sonrisa era fugaz.




Una noche de luna llena, decidió marcharse de este mundo.




Ante la sorpresa de todos, construyó su propia silla voladora. Amarró a las patas de su sillón preferido 47 tubos de bambú llenos de pólvora. Y ordenó a 47 sirvientes encender al mismo tiempo cada cohete cuando él diera la señal.



Cuentan los chinos que el día del despegue, Wan Hu lucía sus mejores atuendos de seda, un par de cometas para el aterrizaje y una sonrisa brillante en el rostro que iluminaba el planeta.




Tras el lanzamiento, cuando el humo se disipó, Wan Hu ya había desaparecido. Algunos creen que murió en el intento. Otros piensan que atravesó las estrellas. Aunque la mayoría está convencida de que tan sólo hizo un largo viaje para alcanzar su felicidad.




Kepei
柯裴




(Capítulo 23 de Correo de Seda)

De la serie "Cuentos para Matías"

Aleluya de Händel


El corazón se llena de alegría y canta para ser oído en todos los confines de la tierra. Aleluya!!!

Gloria por los niños cantores de Viena



Recuerdo haberlos ido a ver al Teatro Municipal, voces de ángeles, hermosos niños en estado de éxtasis cantando la alegría de la Navidad.

Gloria desde la Saint Chapelle de Paris

La niña de los fósforos



Un cuento que les encantaba a mis hijos de niños, para que lo vean con sus niños en estos días de Navidad.

Los verdaderos reyes magos

Cuando llega Navidad salimos a comprar regalos y no sabemos qué necesitará la persona a la que queremos entregar algo muy especial.Este cuento nos enseña cuanto valor puede tener un verdadero regalo hecho con todo nuestro amor.


El regalo de los Reyes Magos O. Henry

Un dólar y ochenta y siete centavos. Eso era todo. Y setenta centavos estaban en céntimos. Céntimos ahorrados, uno por uno, discutiendo con el almacenero y el verdulero y el carnicero hasta que las mejillas de uno se ponían rojas de vergüenza ante la silenciosa acusación de avaricia que implicaba un regateo tan obstinado. Delia los contó tres veces. Un dólar y ochenta y siete centavos. Y al día siguiente era Navidad.
Evidentemente no había nada que hacer fuera de echarse al miserable lecho y llorar. Y Delia lo hizo. Lo que conduce a la reflexión moral de que la vida se compone de sollozos, lloriqueos y sonrisas, con predominio de los lloriqueos.

Mientras la dueña de casa se va calmando, pasando de la primera a la segunda etapa, echemos una mirada a su hogar, uno de esos departamentos de ocho dólares a la semana. No era exactamente un lugar para alojar mendigos, pero ciertamente la policía lo habría descrito como tal.

Abajo, en la entrada, había un buzón al cual no llegaba carta alguna, Y un timbre eléctrico al cual no se acercaría jamás un dedo mortal. También pertenecía al departamento una tarjeta con el nombre de "Señor James Dillingham Young".

La palabra "Dillingham" había llegado hasta allí volando en la brisa de un anterior período de prosperidad de su dueño, cuando ganaba treinta dólares semanales. Pero ahora que sus entradas habían bajado a veinte dólares, las letras de "Dillingham" se veían borrosas, como si estuvieran pensando seriamente en reducirse a una modesta y humilde "D". Pero cuando el señor James Dillingham Young llegaba a su casa y subía a su departamento, le decían "Jim" y era cariñosamente abrazado por la señora Delia Dillingham Young, a quien hemos presentado al lector como Delia. Todo lo cual está muy bien.

Delia dejó de llorar y se empolvó las mejillas con el cisne de plumas. Se quedó de pie junto a la ventana y miró hacia afuera, apenada, y vio un gato gris que caminaba sobre una verja gris en un patio gris. Al día siguiente era Navidad y ella tenía solamente un dólar y ochenta y siete centavos para comprarle un regalo a Jim. Había estado ahorrando cada centavo, mes a mes, y éste era el resultado. Con veinte dólares a la semana no se va muy lejos. Los gastos habían sido mayores de lo que había calculado. Siempre lo eran. Sólo un dólar con ochenta y siete centavos para comprar un regalo a Jim. Su Jim. Había pasado muchas horas felices imaginando algo bonito para él. Algo fino y especial y de calidad -algo que tuviera justamente ese mínimo de condiciones para que fuera digno de pertenecer a Jim. Entre las ventanas de la habitación había un espejo de cuerpo entero. Quizás alguna vez hayan visto ustedes un espejo de cuerpo entero en un departamento de ocho dólares. Una persona muy delgada y ágil podría, al mirarse en él, tener su imagen rápida y en franjas longitudinales. Como Delia era esbelta, lo hacía con absoluto dominio técnico. De repente se alejó de la ventana y se paró ante el espejo. Sus ojos brillaban intensamente, pero su rostro perdió su color antes de veinte segundos. Soltó con urgencia sus cabellera y la dejó caer cuan larga era.

Los Dillingham eran dueños de dos cosas que les provocaban un inmenso orgullo. Una era el reloj de oro que había sido del padre de Jim y antes de su abuelo. La otra era la cabellera de Delia. Si la Reina de Saba hubiera vivido en el departamento frente al suyo, algún día Delia habría dejado colgar su cabellera fuera de la ventana nada más que para demostrar su desprecio por las joyas y los regalos de Su Majestad. Si el rey Salomón hubiera sido el portero, con todos sus tesoros apilados en el sótano, Jim hubiera sacado su reloj cada vez que hubiera pasado delante de él nada más que para verlo mesándose su barba de envidia.

La hermosa cabellera de Delia cayó sobre sus hombros y brilló como una cascada de pardas aguas. Llegó hasta más abajo de sus rodillas y la envolvió como una vestidura. Y entonces ella la recogió de nuevo, nerviosa y rápidamente. Por un minuto se sintió desfallecer y permaneció de pie mientras un par de lágrimas caían a la raída alfombra roja.

Se puso su vieja y oscura chaqueta; se puso su viejo sombrero. Con un revuelo de faldas y con el brillo todavía en los ojos, abrió nerviosamente la puerta, salió y bajó las escaleras para salir a la calle.

Donde se detuvo se leía un cartel: "Mme. Sofronie. Cabellos de todas clases". Delia subió rápidamente Y, jadeando, trató de controlarse. Madame, grande, demasiado blanca, fría, no parecía la "Sofronie" indicada en la puerta.

-¿Quiere comprar mi pelo? -preguntó Delia.

-Compro pelo -dijo Madame-. Sáquese el sombrero y déjeme mirar el suyo.

La áurea cascada cayó libremente.

-Veinte dólares -dijo Madame, sopesando la masa con manos expertas.

-Démelos inmediatamente -dijo Delia.

Oh, y las dos horas siguientes transcurrieron volando en alas rosadas. Perdón por la metáfora, tan vulgar. Y Delia empezó a mirar los negocios en busca del regalo para Jim.

Al fin lo encontró. Estaba hecho para Jim, para nadie más. En ningún negocio había otro regalo como ése. Y ella los había inspeccionado todos. Era una cadena de reloj, de platino, de diseño sencillo y puro, que proclamaba su valor sólo por el material mismo y no por alguna ornamentación inútil y de mal gusto... tal como ocurre siempre con las cosas de verdadero valor. Era digna del reloj. Apenas la vio se dio cuenta de que era exactamente lo que buscaba para Jim. Era como Jim: valioso y sin aspavientos. La descripción podía aplicarse a ambos. Pagó por ella veintiún dólares y regresó rápidamente a casa con ochenta y siete centavos. Con esa cadena en su reloj, Jim iba a vivir ansioso de mirar la hora en compañía de cualquiera. Porque, aunque el reloj era estupendo, Jim se veía obligado a mirar la hora a hurtadillas a causa de la gastada correa que usaba en vez de una cadena.

Cuando Delia llegó a casa, su excitación cedió el paso a una cierta prudencia y sensatez. Sacó sus tenacillas para el pelo, encendió el gas y empezó a reparar los estragos hechos por la generosidad sumada al amor. Lo cual es una tarea tremenda, amigos míos, una tarea gigantesca.

A los cuarenta minutos su cabeza estaba cubierta por unos rizos pequeños y apretados que la hacían parecerse a un encantador estudiante holgazán. Miró su imagen en el espejo con ojos críticos, largamente.

"Si Jim no me mata, se dijo, antes de que me mire por segunda vez, dirá que parezco una corista de Coney Island. Pero, ¿qué otra cosa podría haber hecho? ¡Oh! ¿Qué podría haber hecho con un dólar y ochenta y siete centavos?."

A las siete de la noche el café estaba ya preparado y la sartén lista en la estufa para recibir la carne.

Jim no se retrasaba nunca. Delia apretó la cadena en su mano y se sentó en la punta de la mesa que quedaba cerca de la puerta por donde Jim entraba siempre. Entonces escuchó sus pasos en el primer rellano de la escalera y, por un momento, se puso pálida. Tenía la costumbre de decir pequeñas plegarias por las pequeñas cosas cotidianas y ahora murmuró: "Dios mío, que Jim piense que sigo siendo bonita".

La puerta se abrió, Jim entró y la cerró. Se le veía delgado y serio. Pobre muchacho, sólo tenía veintidós años y ¡ya con una familia que mantener! Necesitaba evidentemente un abrigo nuevo y no tenía guantes.

Jim franqueó el umbral y allí permaneció inmóvil como un perdiguero que ha descubierto una codorniz. Sus ojos se fijaron en Delia con una expresión que su mujer no pudo interpretar, pero que la aterró. No era de enojo ni de sorpresa ni de desaprobación ni de horror ni de ningún otro sentimiento para los que que ella hubiera estado preparada. Él la miraba simplemente, con fijeza, con una expresión extraña.

Delia se levantó nerviosamente y se acercó a él.

-Jim, querido -exclamó- no me mires así. Me corté el pelo y lo vendí porque no podía pasar la Navidad sin hacerte un regalo. Crecerá de nuevo ¿no te importa, verdad? No podía dejar de hacerlo. Mi pelo crece rápidamente. Dime "Feliz Navidad" y seamos felices. ¡No te imaginas qué regalo, qué regalo tan lindo te tengo!

-¿Te cortaste el pelo? -preguntó Jim, con gran trabajo, como si no pudiera darse cuenta de un hecho tan evidente aunque hiciera un enorme esfuerzo mental.

-Me lo corté y lo vendí -dijo Delia-. De todos modos te gusto lo mismo, ¿no es cierto? Sigo siendo la misma aún sin mi pelo, ¿no es así?

Jim pasó su mirada por la habitación con curiosidad.

-¿Dices que tu pelo ha desaparecido? -dijo con aire casi idiota.

-No pierdas el tiempo buscándolo -dijo Delia-. Lo vendí, ya te lo dije, lo vendí, eso es todo. Es Nochebuena, muchacho. Lo hice por ti, perdóname. Quizás alguien podría haber contado mi pelo, uno por uno -continuó con una súbita y seria dulzura-, pero nadie podría haber contado mi amor por ti. ¿Pongo la carne al fuego? -preguntó.

Pasada la primera sorpresa, Jim pareció despertar rápidamente. Abrazó a Delia. Durante diez segundos miremos con discreción en otra dirección, hacia algún objeto sin importancia. Ocho dólares a la semana o un millón en un año, ¿cuál es la diferencia? Un matemático o algún hombre sabio podrían darnos una respuesta equivocada. Los Reyes Magos trajeron al Niño regalos de gran valor, pero aquél no estaba entre ellos. Este oscuro acertijo será explicado más adelante.

Jim sacó un paquete del bolsillo de su abrigo y lo puso sobre la mesa.

-No te equivoques conmigo, Delia -dijo-. Ningún corte de pelo, o su lavado o un peinado especial, harían que yo quisiera menos a mi mujercita. Pero si abres ese paquete verás por qué me has provocado tal desconcierto en un primer momento.

Los blancos y ágiles dedos de Delia retiraron el papel y la cinta. Y entonces se escuchó un jubiloso grito de éxtasis; y después, ¡ay!, un rápido y femenino cambio hacia un histérico raudal de lágrimas y de gemidos, lo que requirió el inmediato despliegue de todos los poderes de consuelo del señor del departamento.

Porque allí estaban las peinetas -el juego completo de peinetas, una al lado de otra- que Delia había estado admirando durante mucho tiempo en una vitrina de Broadway. Eran unas peinetas muy hermosas, de carey auténtico, con sus bordes adornados con joyas y justamente del color para lucir en la bella cabellera ahora desaparecida. Eran peinetas muy caras, ella lo sabía, y su corazón simplemente había suspirado por ellas y las había anhelado sin la menor esperanza de poseerlas algún día. Y ahora eran suyas, pero las trenzas destinadas a ser adornadas con esos codiciados adornos habían desaparecido.

Pero Delia las oprimió contra su pecho y, finalmente, fue capaz de mirarlas con ojos húmedos y con una débil sonrisa, y dijo:

-¡Mi pelo crecerá muy rápido, Jim!

Y enseguida dio un salto como un gatito chamuscado y gritó:

-¡Oh, oh!

Jim no había visto aún su hermoso regalo. Delia lo mostró con vehemencia en la abierta palma de su mano. El precioso y opaco metal pareció brillar con la luz del brillante y ardiente espíritu de Delia.

-¿Verdad que es maravillosa, Jim? Recorrí la ciudad entera para encontrarla. Ahora podrás mirar la hora cien veces al día si se te antoja. Dame tu reloj. Quiero ver cómo se ve con ella puesta.

En vez de obedecer, Jim se dejo caer en el sofá, cruzó sus manos debajo de su nuca y sonrió.

-Delia -le dijo- olvidémonos de nuestros regalos de Navidad por ahora. Son demasiado hermosos para usarlos en este momento. Vendí mi reloj para comprarte las peinetas. Y ahora pon la carne al fuego.

Los Reyes Magos, como ustedes seguramente saben, eran muy sabios -maravillosamente sabios- y llevaron regalos al Niño en el Pesebre. Ellos fueron los que inventaron los regalos de Navidad. Como eran sabios, no hay duda que también sus regalos lo eran, con la ventaja suplementaria, además, de poder ser cambiados en caso de estar repetidos. Y aquí les he contado, en forma muy torpe, la sencilla historia de dos jóvenes atolondrados que vivían en un departamento y que insensatamente sacrificaron el uno al otro los más ricos tesoros que tenían en su casa. Pero, para terminar, digamos a los sabios de hoy en día que, de todos los que hacen regalos, ellos fueron los más sabios. De todos los que dan y reciben regalos, los más sabios son los seres como Jim y Delia. Ellos son los verdaderos Reyes Magos.


sábado, 14 de diciembre de 2013

Girasoles sobre su tumba

Lo mejor de la semana para mí, un interesantísimo video sobre uno de los más famosos cuadros de Vincent Van Gogh, toda la historia que encierra este cuadro que se encuentra en el Nacional Galery of London. Con él nos acercamos más al artista y a Paul Gauguin. Está hecho por la BBC de Londres.

A partir de una postal

Ordenando y rompiendo papeles encuentro una postal que envié a mi familia desde San Francisco en medio de mi luna de miel. Debo decir que teníamos planeado ir a México a alguna playa perdida pero coincidía con el mundial de Futbol y con lo aficionado que era el novio el romance peligraba. La imagen de la postal reproducía un cuadro en acrílico del artista Robert Natkin. Entonces, ahora tras tantos años, lo googleo y encuentro su hermosa pintura. Un artista nacido en 1930 en Chicago, fallecido en el 2010, casado con una pintora y con una obra que está expuesta en los mejores museos norteamericanos y que ha sido expuesta en varias ciudades Europeas. Aparte de pintor disfrutaba mucho cantando gospels, la música religiosa norteamericana.
Acá alguna de sus pinturas catalogadas como abstractas expresionistas:

Acá la obra de su esposa Judy Dolnick:

Soweto Gospel ( Sudáfrica)

Antonio Lopez, estupendo artista español

Pintor y escultor español.


Despedida a Mandela en un supermercado


Fotografo Pierre Gonnord


Fotógrafo francés residente en Madrid.




Café triste




"Ante todo, el amor es una experiencia compartida por dos personas, pero esto no quiere decir que la experiencia sea la misma para las dos personas interesadas. Hay el amante y el amado, pero estos dos proceden de regiones distintas. Muchas veces la persona amada es sólo un estímulo para todo el amor dormido que se ha ido acumulando desde hace tiempo en el corazón del amante. Y de un modo u otro todo amante lo sabe. Siente en su alma que su amor es algo solitario. Conoce una nueva y extraña soledad, y este conocimiento le hace sufrir. Así que el amante apenas puede hacer una cosa: cobijar su amor en su corazón lo mejor posible; debe crearse un mundo interior completamente nuevo, un mundo intenso y extraño, completo en sí mismo. Y hay que añadir que este amante no tiene que ser necesariamente un joven que esté ahorrando para comprar un anillo de boda: este amante puede ser hombre, mujer, niño; en efecto, cualquier criatura humana sobre esta tierra. Pues bien, el amado también puede pertenecer a cualquier categoría. La persona más estrafalaria puede ser un estímulo para el amor. Un hombre puede ser un bisabuelo chocho y seguir amando a una muchacha desconocida que vio una tarde en las calles de Cheehaw dos décadas atrás. Un predicador puede amar a una mujer de la vida. El amado puede ser traicionero, astuto o tener malas costumbres. Sí, y el amante puede verlo tan claramente como los demás, pero sin que ello afecte en absoluto la evolución de su amor. La persona más mediocre puede ser objeto de un amor turbulento, extravagante y hermoso como los lirios venenosos de la ciénaga. Un buen hombre puede ser el estímulo para un amor violento y degradado, y un loco tartamudo puede despertar en el alma de alguien un cariño tierno y sencillo. Por lo tanto, el valor y la calidad del amor están determinados únicamente por el propio amante. Por este motivo, la mayoría de nosotros preferimos amar que ser amados. Casi todo el mundo quiere ser el amante. Y la verdad a secas es que de un modo profundamente secreto, la condición de ser amado es, para muchos, intolerable. El amado teme y odia al amante, y con toda la razón. Pues el amante está tratando continuamente de desnudar al amado. El amante implora cualquier posible relación con el amado, incluso si esta experiencia sólo puede causarle dolor".

La balada del café triste. Carson McCullers, escritora norteamericana.



Receta de amor




El amor todo lo puede:

Very Annie Mary


Parece ser una hermosa película.
Del Musical ingles del mismo nombre.




domingo, 8 de diciembre de 2013

El pez rojo (dibujo animado ruso)

Cuando era universitaria descubrí unos libros rusos para niños. Me fascinaron sus ilustraciones y la belleza de sus historias. Acá un dibujo animado ruso sin palabras, solo con música, delicado y bello como los antiguos cuentos .


Gozar del presente



En el último libro de Rosa Montero: La ridícula idea de no volver a verte en el que se entrecruzan las historias de Madame Curie y su descubrimiento del radio, con la pérdida de Pablo su pareja de muchos años tras una penosa enfermedad, Rosa Montero tras observar fotografías de Madame Curie se imagina que era una persona muy seria y hasta trágica, una de sus lectoras, luego de publicado el libro le envió una foto en la que se la ve sonriendo. Entonces ella escribe este artículo en que hace loas a la sonrisa y a la risa.
Aprecio mucho la sonrisa de las personas, la risa me parece un deleite y la carcajada que sorprende me parece envidiable. Mi padre tenía un amigo que se reía sacudiendo todo el cuerpo, un ejercicio completo de felicidad. Este artículo del reír y llorar, del gozar del presente como un estado de gracia, a pesar de las desgracias.


Aprendiendo a reír por Rosa Montero

Yo creía, y así lo escribí en mi último libro, que no había ninguna foto de la gran Marie Curie en la que apareciera sonriente. Antes al contrario: sus retratos la muestran invariablemente adusta, tensa, a menudo incluso trágica, una dura máscara de esfuerzo y dolor. Una lectora genial, sin embargo, me mandó hace poco una instantánea de Madame Curie, ya mayor y pareciendo aún mucho más vieja por los estragos causados por la radiactividad, muy cercana sin duda a la fecha de su muerte, vestida como siempre de negro y, también como siempre, sin maquillaje y con los cabellos recogidos de cualquier manera. Pero sonríe. ¡Sonríe! No es una risa franca, pero es un gesto indudablemente risueño. Y a mí me parece que esa pequeña curvatura de sus labios es un logro monumental de la científica. Quizá más importante para ella, incluso, que el descubrimiento del polonio y el radio.

“El joven que no llora es un salvaje, pero el viejo que no ríe es un necio”, decía el filósofo George Santayana. Es una frase profundamente conmovedora; y creo que he tenido que llegar a los alrededores de la vejez para poder comprenderla en toda su sabiduría. Las palabras de Santayana me recordaron uno de mis cuadros preferidos; se trata de un autorretrato de Rembrandt, el último del centenar de autorretratos que se hizo. Lo pintó más o menos un año antes de morir y es un cuadro casi monocromático, una explosión de ocres, de luces doradas y brillos que se apagan entre las sombras. Por entonces el artista debía de tener 62 años (murió a los 63), pero parece ancianísimo. Rembrandt fue un hombre muy vital y probablemente supo ser feliz en muchas ocasiones. Alcanzó un tremendo éxito como pintor siendo muy joven, tuvo varios amores, se casó en segundas nupcias con una mujer a la que adoraba. Pero luego la vida le pasó factura. Su inmenso talento le impidió seguir siendo el artista comercial que triunfa haciendo los retratos complacientes que le pide el mercado. Eligió pintar cada vez mejor y de manera más auténtica, y eso le hizo perder la clientela. Su éxito terminó, los encargos dejaron de llegar y se llenó de deudas. Para comer tuvo que venderlo todo, incluso su colección de arte. Cuando murió estaba en la más completa miseria.
Saber gozar del presente es un don precioso, comparable a un estado de gracia
El Rembrandt que pintó el último autorretrato era este hombre olvidado y arruinado. Y no sólo eso: para entonces había enterrado a su primera mujer, y luego también a su segunda y muy amada esposa, fallecida prematuramente pese a que era mucho más joven que él; por último, también había tenido que soportar la muerte de su hijo Titus. Y, sin embargo, pese a toda esta devastación, o seguramente por todo eso, el Rembrandt de este autorretrato sonríe. Asomado de escorzo a la ventana del lienzo, el pintor nos contempla y parece decirnos: mirad, esta es la vida, la gran broma pesada de la vida, así es la inocencia de los humanos, así el afán, el fulgor, el dolor. Es una sonrisa triste, pero serena e inmensamente sabia.
“El arte es una herida hecha luz”, decía el pintor francés Georges Braque. Otra frase certera que me viene a la cabeza cuando recuerdo este cuadro de Rembrandt. La luz otoñal del rostro del pintor emerge de las tinieblas del fondo, de la oscura herida de la vida, cauterizando y suavizando su dolor y el nuestro. Por lo menos, Rembrandt tuvo su arte hasta el final (el valor de seguir pintando, de no rendirse). Por lo menos, nosotros tenemos a Rembrandt. El arte nos salva, la belleza nos salva, y la vida, si se vive con conciencia de vivir e intentando aprender de lo vivido, quizá nos proporcione esa comprensión final, ese entendimiento apaciguado que permite que aflore la sonrisa.
En las Navidades de 1928, Marie Curie le mandó una carta a su hija Irene para felicitarle las fiestas. Y escribió: “Os deseo un año de salud, de satisfacciones, de buen trabajo, un año durante el cual tengáis cada día el gusto de vivir, sin esperar que los días hayan tenido que pasar para encontrar su satisfacción y sin tener necesidad de poner esperanzas de felicidad en los días que hayan de venir. Cuanto más se envejece, más se siente que saber gozar del presente es un don precioso, comparable a un estado de gracia”. Creo que estas palabras son el logro de una vida. Y la insólita sonrisa de Curie en la foto que me envió la generosa lectora es sin duda una consecuencia de estos pensamientos. Alcanzar esa maravillosa sencillez no es fácil, desde luego, así que habrá que aplicarse. Aquí estoy, en fin, intentando aprender a reír día tras día.

Kavafis y su Itaca

Itaca

Cuando emprendas el viaje hacia Itaca,
ruega que tu camino sea largo
y rico en aventuras y descubrimientos.
No temas a lestrigones, a cíclopes o al fiero Poseidón;
no los encontrarás en tu camino
si mantienes en alto tu ideal,
si tu cuerpo y alma se conservan puros.
Nunca verás los lestrigones, los cíclopes o a Poseidón,
si de ti no provienen,
si tu alma no los imagina.

Ruega que tu camino sea largo,
que sean muchas las mañanas de verano,
cuando, con placer, llegues a puertos
que descubras por primera vez.
Ancla en mercados fenicios y compra cosas bellas:
madreperla, coral, ámbar, ébano
y voluptuosos perfumes de todas clases.
Compra todos los aromas sensuales que puedas;
ve a las ciudades egipcias y aprende de los sabios.

Siempre ten a Itaca en tu mente;
llegar allí es tu meta; pero no apresures el viaje.
Es mejor que dure mucho,
mejor anclar cuando estés viejo.
Pleno con la experiencia del viaje
no esperes la riqueza de Itaca.
Itaca te ha dado un bello viaje.
Sin ella nunca lo hubieras emprendido;
pero no tiene más que ofrecerte,
y si la encuentras pobre, Itaca no te defraudó.

Con la sabiduría ganada, con tanta experiencia,
habrás comprendido lo que las ítacas significan.

1911



Pinos dorados




Como otros árboles de hoja perenne, es símbolo de la inmortalidad. Las coníferas cuya forma es piramidal, participan además del significado asociado a esa forma geométrica. Los frigios (antigua región de Asia Menor que ocupaba la mayor parte de la península de Anatolia, en el territorio que actualmente corresponde a Turquía) eligieron al pino como árbol sagrado y lo asociaron al culto de Atis.(en la mitología griega el amante de Cibeles, su sirviente eunuco y conductor de su carroza tirada por leones). Las piñas se consideraron como símbolos de la fertilidad. Wikipedia


PINOS DORADOS

Al despertar cada día
Esos pinos dorados que viven cerca
Se me enfrentan
Se me ponen delante
Para hablarme de su misterio

Imagen persistente

Su voz baja me obliga a vigilar

Semejan un grupo de hombres reunidos sin apremio
Intercambiando historias
En las que anidan
Pájaros y sombras

Los veo retar sin orgullo a los cielos
Asumiendo su destino hecho de raíces profundas,
Confiando
En su espíritu recto
Que les permite acariciar alturas

Pinos de oro que absorben el sol
Deteniendo su paso y el mío
Pinos de sol en invierno, montañas de pinos
Campo de pinos de ramas
Que se angostan elevándose

Haciéndome sobrecoger

Acuesto cada tarde la certeza
De verlos pronto
Entresueños
Negros pinos
Sobre el cielo azul
Insistiendo en mostrar
Enigmas

También cargo la ilusión soberbia
De hallar al fin una clave
Que explique
Porqué me cercan
Los pinos dorados
Tras las rejas
De mi despertar. Cecilia Bustamante de Roggero

¡Oh, pinos! Rubén Darío



¡Oh, pinos, oh hermanos en tierra y ambiente,
yo os amo! Sois dulces, sois buenos, sois graves.
Diríase un árbol que piensa y que siente
mimado de auroras, poetas y aves.

Tocó vuestra frente la alada sandalia;
habéis sido mástil, proscenio, curul,
¡oh pinos solares, oh pinos de Italia,
bañados de gracia, de gloria, de azul!

Sombríos, sin oro del sol, taciturnos,
en medio de brumas glaciales y en
montañas de ensueños, ¡oh pinos nocturnos,
oh pinos del Norte, sois bellos también!

Con gestos de estatuas, de mimos, de actores,
tendiendo a la dulce caricia del mar,
oh pinos de Nápoles, rodeados de flores,
oh pinos divinos, no os puedo olvidar!

Cuando en mis errantes pasos peregrinos
la Isla Dorada me ha dado un rincón
do soñar mis sueños, encontré los pinos,
los pinos amados de mi corazón.

Amados por tristes, por blandos, por bellos.
Por su aroma, aroma de una inmensa flor,
por su aire de monjes, sus largos cabellos,
sus savias, ruïdos y nidos de amor.

¡Oh pinos antiguos que agitara el viento
de las epopeyas, amados del sol!
¡Oh líricos pinos del Renacimiento,
y de los jardines del suelo español! [...]

La rosa de Parecelso

La rosa de Paracelso


De Quincey: Writings, XIII, 345
En su taller, que abarcaba las dos habitaciones del sótano, Paracelso pidió a su Dios, a su indeterminado Dios, a cualquier Dios, que le enviara un discípulo. Atardecía. El escaso fuego de la chimenea arrojaba sombras irregulares. Levantarse para encender la lámpara de hierro era demasiado trabajo. Paracelso, distraído por la fatiga, olvidó su plegaria. La noche había borrado los polvorientos alambiques y el atanor cuando golpearon la puerta. El hombre, soñoliento, se levantó, ascendió la breve escalera de caracol y abrió una de las hojas. Entró un desconocido. También estaba muy cansado. Paracelso le indicó un banco; el otro se sentó y esperó. Durante un tiempo no cambiaron una palabra.

El maestro fue el primero que habló.

—Recuerdo caras del Occidente y caras del Oriente —dijo con cierta pompa. —No recuerdo la tuya. ¿Quién eres y qué deseas de mí?

—Mi nombre es lo de menos —replicó el otro. —Tres días y tres noches he caminado para entrar en tu casa. Quiero ser tu discípulo. Te traigo todos mis haberes.

Sacó un talego y lo volcó sobre la mesa. Las monedas eran muchas y de oro. Lo hizo con la mano derecha. Paracelso le había dado la espalda para encender la lámpara. Cuando se dio vuelta advirtió que la mano izquierda sostenía una rosa. La rosa lo inquietó.

Se recostó, juntó la punta de los dedos y dijo:

—Me crees capaz de elaborar la piedra que trueca todos los elementos en oro y me ofreces oro. No es oro lo que busco, y si el oro te importa, no serás nunca mi discípulo.

—El oro no me importa —respondió el otro.— Estas monedas no son más que una parte de mi voluntad de trabajo. Quiero que me enseñes el Arte. Quiero recorrer a tu lado el camino que conduce a la Piedra.

Paracelso dijo con lentitud:

—El camino es la Piedra. El punto de partida es la Piedra. Si no entiendes estas palabras, no has empezado aún a entender. Cada paso que darás es la meta.

El otro lo miró con recelo. Dijo con voz distinta:

—Pero, ¿hay una meta?

Parecelso se rió.

—Mis detractores, que no son menos numerosos que estúpidos, dicen que no y me llaman un impostor. No les doy la razón, pero no es imposible que sea un iluso. Sé que “hay” un Camino.

Hubo un silencio, y dijo el otro:

—Estoy listo a recorrerlo contigo, aunque debamos caminar muchos años. Déjame cruzar el desierto. Déjame divisar siquiera de lejos la tierra prometida, aunque los astros no me dejen pisarla. Quiero una prueba antes de emprender el camino.

—¿Cuándo? —dijo con inquietud Paracelso.

—Ahora mismo —dijo con brusca decisión el discípulo.

Habían empezado hablando en latín; ahora, en alemán.

El muchacho elevó en el aire la rosa.

—Es fama —dijo— que puedes quemar una rosa y hacerla resurgir de la ceniza, por obra de tu arte. Déjame ser testigo de ese prodigio. Eso te pido, y te daré después mi vida entera.

—Eres muy crédulo —dijo el maestro.— No he menester de la credulidad; exijo la fe.

El otro insistió.

—Precisamente porque no soy crédulo quiero ver con mis ojos la aniquilación y la resurrección de la rosa.

Paracelso la había tomado, y al hablar jugaba con ella.

—Eres crédulo —dijo.— ¿Dices que soy capaz de destruirla?

—Nadie es incapaz de destruirla —dijo el discípulo.

—Estás equivocado. ¿Crees, por ventura, que algo puede ser devuelto a la nada? ¿Crees que el primer Adán en el Paraíso pudo haber destruido una sola flor o una brizna de hierba?

—No estamos en el Paraíso —dijo tercamente el muchacho; aquí, bajo la luna, todo es mortal.

Paracelso se había puesto en pie.

—¿En qué otro sitio estamos? ¿Crees que la divinidad puede crear un sitio que no sea el Paraíso? ¿Crees que la Caída es otra cosa que ignorar que estamos en el Paraíso?

—Una rosa puede quemarse —dijo con desafío el discípulo.

—Aún queda fuego en la chimenea —dijo Parecelso.

—Si arrojamos esta rosa a las brasas, creerías que ha sido consumida y que la ceniza es verdadera. Te digo que la rosa es eterna y que sólo su apariencia puede cambiar. Me bastaría una palabra para que la vieras de nuevo.

—¿Una palabra? —dijo con extrañeza el discípulo–. El atanor está apagado y están llenos de polvos los alambiques. ¿Qué harías para que resugiera?

Paracelso le miró con tristeza.

—El atanor está apagado —repitió— y están llenos de polvo los alambiques. En este tramo de mi larga jornada uso de otros instrumentos.

—No me atrevo a preguntar cuáles son —dijo el otro con astucia o con humildad.

—Hablo del que usó la divinidad para crear los cielos y la tierra y el invisible Paraíso en que estamos, y que el pecado original nos oculta. Hablo de la Palabra que nos enseña la ciencia de la Cábala.

El discípulo dijo con frialdad:

—Te pido la merced de mostrarme la desaparición y aparición de la rosa. No me importa que operes con alquitaras o con el Verbo.

Paracelso reflexionó. Al cabo, dijo:

—Si yo lo hiciera, dirías que se trata de una apariencia impuesta por la magia de tus ojos. El prodigio no te daría la fe que buscas: Deja, pues, la rosa.

El joven lo miró, siempre receloso. El maestro alzó la voz y le dijo:

—Además, ¿quién eres tú para entrar en la casa de un maestro y exigirle un prodigio? ¿Qué has hecho para merecer semejante don?

El otro replicó, tembloroso:

—Ya sé que no he hecho nada. Te pido en nombre de los muchos años que estudiaré a tu sombra que me dejes ver la ceniza y después la rosa. No te pediré nada más. Creeré en el testimonio de mis ojos.

Tomó con brusquedad la rosa encarnada que Paracelso había dejado sobre el pupitre y la arrojó a las llamas. El color se perdió y sólo quedó un poco de ceniza. Durante un instante infinito esperó las palabras y el milagro.

Paracelso no se había inmutado. Dijo con curiosa llaneza.

—Todos los médicos y todos los boticarios de Basilea afirman que soy un embaucador. Quizá están en lo cierto. Ahí está la ceniza que fue la rosa y que no lo será.

El muchacho sintió vergüenza. Paracelso era un charlatán o un mero visionario y él, un intruso, había franqueado su puerta y lo obligaba ahora a confesar que sus famosas artes mágicas eran vanas.
Se arrodilló, y le dijo:

—He obrado imperdonablemente. Me ha faltado la fe, que el Señor exigía de los creyentes. Deja que siga viendo la ceniza. Volveré cuando sea más fuerte y seré tu discípulo, y al cabo del Camino veré la rosa.

Hablaba con genuina pasión, pero esa pasión era la piedad que le inspiraba el viejo maestro, tan venerado, tan agredido, tan insigne y por ende tan hueco. ¿Quién era él, Johannes Grisebach, para descubrir con mano sacrílega que detrás de la máscara no había nadie?

Dejarle las monedas de oro sería una limosna. Las retomó al salir. Paracelso lo acompañó hasta el pie de la escalera y le dijo que en esa casa siempre sería bienvenido. Ambos sabían que no volverían a verse.

Paracelso se quedó solo. Antes de apagar la lámpara y de sentarse en el fatigado sillón, volcó el tenue puñado de ceniza en la mano cóncava y dijo una palabra en voz baja. La rosa resurgió.

Borges: Una rosa

Una rosa
De las generaciones de las rosas
que en el fondo del tiempo se han perdido
quiero que una se salve del olvido,
una sin marca o signo entre las cosas

que fueron. El destino me depara
este don de nombrar por vez primera
esa flor silenciosa, la postrera
rosa que Milton acercó a su cara,

sin verla. Oh tú bermeja o amarilla
o blanca rosa de un jardín borrado,
deja mágicamente tu pasado

inmemorial y en este verso brilla,
oro, sangre o marfil o tenebrosa
como en sus manos, invisible rosa.

La leyenda de la rosa azul

Hasta el día de hoy tenemos fascinación por las leyendas que encierran alguna enseñanza, leyendas que nacen normalmente en el oriente han llegado hasta nosotros y nos asombramos ante las pruebas a las que se ven sometidos los personajes y la casi siempre sorpresiva solución del enigma. Las verdaderas princesas tenían por costumbre pedir a sus pretendientes algo muy difícil de realizar, en este caso que les consigan la rosa inexistente, la delicada y bellísima rosa azul. Símbolo de lo inalcanzable, lo imaginario y lo que está más allá del reino de lo posible.

La leyenda de la rosa azul

Un poderoso emperador de la China, sabio y bondadoso, se sentía muy feliz en su palacio: su pueblo era dichoso bajo su gobierno y su hogar, un paraíso de amor y paz. Pero algo había que le preocupaba en grado sumo.

Su única hija, tan bella, como inteligente, permanecía soltera, y no demostraba mayor interés en casarse. El emperador quiso encontrar un pretendiente digno de ella, para lo cual hizo proclamar su deseo de casar a la princesa. Los aspirantes a la mano de la joven fueron muchos; por lo menos, ciento cincuenta. Pero la inteligente muchacha, encontró un modo de burlar la disposición que había tomado su padre. Dijo que estaba dispuesta a casarse para obedecer al emperador, pero muy sutilmente, pidió una sola condición para aceptar marido: quien hubiera de casarse con ella, debería traerle una rosa azul.

Los pretendientes se desalentaron ante ese pedido.

Nadie había visto nunca una rosa azul.

¿En qué jardín del mundo florecería esa maravilla?


Y con la seguridad de que hallar la rosa azul era una empresa imposible, la mayoría de ellos renunció a casarse con la bella princesa. Solamente tres persistieron: un rico mercader, un valiente guerrero y un alto jefe de justicia. El mercader no era un soñador, sino un hombre muy sensato. De modo que, muy sensatamente, se dirigió a la mejor florería de la ciudad, donde, con toda seguridad, debía hallar lo que buscaba. Se equivocó. El florista no había visto jamás una rosa azul en todos sus años de comerciante. Pero el rico mercader ofrecía una fortuna a cambio de esa extraña flor, y el florista prometió ocuparse de buscarla. Por su parte, el pretendiente guerrero, que había conocido tierras maravillosas en sus campañas, optó por dirigirse hacia el país del rey de los Cinco Ríos. Sabía que era un soberano riquísimo, en cuyo reino desbordaban los tesoros.
El guerrero partió acompañado de cien soldados, y aquella comitiva armada y deslumbrante, causó una profunda impresión en el rey de los Cinco Ríos, que temiendo un ataque, ordenó a sus servidores que corriera a traer la rosa azul para ofrecerla al caballero que la pedía. Volvió el criado trayendo en sus manos un estuche afelpado. Cuando lo abrió, el guerrero quedó deslumbrado. Dentro del estuche había un hermoso zafiro tallado en forma de rosa. Sin duda era un presente real, y el guerrero, seguro de su triunfo, regresó con la joya a su país. Pero la princesa movió la cabeza al contemplar la joya.

El presente del guerrero no era más que eso, una piedra preciosa, no una flor verdadera. Aquel regalo no correspondía a la condición exigida. Poco tardó el mercader en saber que su rival había fracasado, y volvió a urgir a su florista para que le consiguiera la rosa azul.



El comerciante se desesperaba sin resultado alguno, hasta que un día, su esposa, mujer llena de astucia, creyó encontrar la solución. Nada más fácil que teñir de azul una rosa blanca, y con ello, el mercader lograría la mano de la princesa y ellos una cuantiosa fortuna. Imposible describir la alegría del rico mercader cuando el comerciante de flores le hizo saber que ya había encontrado lo que necesitaba. Corrió a la florería, tomó la flor de pétalos azules y no demoró un segundo en llegar al palacio. Y cuando todos creían que el mercader había alcanzado su premio, la inteligente princesa movió su bella cabeza y dijo: -Eso no es lo que yo quiero. Esta rosa ha sido teñida con un líquido venenoso que causaría la muerte a la primera mariposa que sobre ella se posara. No acepté la joya del guerrero ni acepto la rosa falsa del mercader.
Yo quiero una rosa azul. A su vez, el alto jefe de Justicia, que había asistido al fracaso de sus dos rivales, vió que el campo quedaba libre para él. Pensó mucho tiempo en la forma de hallar la rosa azul que la princesa quería, y por fin, una idea feliz surgió en su mente. Visitó en su taller a un exquisito artista, y le pidió que hiciera un vaso de porcelana fina, donde debía pintar una rosa azul.

El artista se esmeró en su obra, y cuando se la presentó al alto jefe de justicia, no dudó éste ni un momento que el triunfo era ya suyo.

Con esta seguridad se presentó ante la princesa. La joven quedó realmente admirada ante aquel trabajo. Nadie había visto nunca un vaso de porcelana tan bello y transparente, y la rosa azul en él pintada, lo convertía en una verdadera obra de arte. Pero aunque admitió el regalo y lo agradeció con gentil gesto, tuvo que confesar que no era una rosa pintada lo que ella quería. Mucho lo lamentaba, pero tampoco el alto jefe de justicia había encontrado lo que ella pedía para conceder su mano.

La ingeniosa princesa se había salido con la suya, sin que su padre pudiera hacerle el menor reproche. Y desde entonces ya nadie volvió a hablar del casamiento de la princesa, ni se presentó ningún otro pretendiente a aspirar su mano, con gran regocijo de la joven. Pero poco después, ocurrió algo que debía hacerle lamentar su ingeniosa treta.

Comenzó a hablarse en el palacio de un joven trovador que recorría el país entonando dulces canciones. Y una noche la bella princesa se paseaba con una de las doncellas por el jardín del palacio, llegó a sus oídos una dulce melodía. No dudó que se trataba del trovador de que tanto le habían hablado, y rogó a su doncella que los llamara. El trovador saltó el muro, y aquella noche cantó para ella sus mas hermosas canciones. La princesa y el trovador se enamoraron, y el joven volvió otras noches a cantar bajo sus ventanas.

Cada vez mas grande fue su amor, y el trovador quiso presentarse ante el soberano para pedir la mano de la princesa. Entonces fue cuando la hermosa joven advirtió que la astucia que había empleado para alejar a sus pretendientes, impedirían que pudiera casarse con el trovador. Su padre le exigiría también a él que trajera la rosa azul.

Y ella sabía que eso era imposible. Pero su enamorado la tranquilizó. Su amor todo lo podría. Gran revuelo se produjo en la corte cuando se supo que un nuevo pretendiente se sometía a la prueba de hallar la rosa azul y que se presentaría con ella. El trovador atravesó por entre la fila de cortesanos y damas, y llegó hasta la princesa. Tendió la mano, y le ofreció una hermosa rosa blanca que momentos antes arrancara de su jardín. La princesa sonrió feliz, y con el consiguiente asombro de todos, manifestó que esa era exactamente la roza azul que ella quería. Un murmullo de sorpresa y de indignación corrió por el salón, y hasta el mismo emperador miró a su hija, como si creyera que se había vuelto loca. Pero la vio tan dichosa, que comprendió todo, cortó de inmediato las hablillas diciendo que la princesa era quien había exigido tal condición, y que si ella, tan inteligente como todos los sabios de la corte, admitía que la rosa que le presentaban era azul, nadie podía dudarlo. Así triunfó el amor de la princesa china.

Beethoven Sonatas Cello y piano Rostropovich y Richter



El cello y el piano, una maravilla para escuchar.

Nadar de noche

¿Qué hay después de la muerte? Nos lo preguntamos todos. Las religiones nos dan sus respuestas, imaginamos mundos en forma de paraísos o como yo que me transformo en una gota de agua, en una hoja que vuela, en viento, en tierra, en luz. Este cuento de Juan Forn, escritor argentino, "Nadar de noche , que da título a uno de sus libros(emece) nos muestra el encuentro de un padre que ha muerto hace unos años con el hijo que ya es padre. Conversan con naturalidad, el padre va revelado como es ese otro mundo y el hijo descubre que su sumisión al padre ya no es necesaria. Tienen toda la noche para hablar y lo que ahí se dice no nos lo cuenta el autor, tenemos que imaginarlo. Entonces ¿Cuánto depende un hijo de la mirada de su padre? ¿Cuánto quiere agradarlo? ¿Hasta después de su muerte? ¿Tiene esto sentido? ¿En qué momento se mirarán de igual a igual?
(Dibujo de Paula Gastelo).


Era demasiado tarde para estar despierto, especialmente en una casa prestada y a oscuras. Afuera, en el jardín, los grillos convocaban empecinados y furiosos la lluvia, y él se preguntó cómo podían dormir en los cuartos de arriba su mujer y la beba con ese murmullo ensordecedor.

Tenía insomnio, estaba en pantalones cortos, sentado frente al ventanal abierto que daba a la terraza y al jardín. Las únicas luces prendidas eran los focos adentro de la pileta, pero la luz ondulada por el agua no conseguía matar del todo la sensación de estar en una casa ajena, el malestar indefinible con aquel simulacro de vacaciones.

Porque, en realidad, no estaba ahí descansando sino trabajando. Aunque el trabajo no implicase ningún esfuerzo en particular, aunque no tuviese que hacer nada, salvo vivir en esa casa con su mujer y su hija y disfrutar las posesiones de su amigo Félix, mientras éste y Ruth remontaban el Nilo y gastaban fortunas en rollos de fotos y guías egipcios sin dientes, a cuenta de una revista de viajes italiana.

Para calmarse, para atraer el sueño, pensó que no iba a pisar Buenos Aires en todo el mes. Viviría en pantalones cortos y sin afeitarse, cortaría el pasto, cuidaría la pileta, vería videos y escucharía música mientras su hija crecía delante de sus ojos y su mujer inventaba postres raros en la cocina. Y en todo ese tiempo quizá le dejaran algún mensaje mínimamente estimulante, o al menos catastrófico, en el contestador automático de su departamento.

Mientras tanto, a lo mejor Félix y Ruth decidían prolongar su viaje un mes más, o tenían un accidente, o se enamoraban los dos de un mismo efebo andrógino y analfabeto en Alejandría. Un mes podía ser mucho tiempo en algunos lugares; un mes podía ser casi una vida. Para su hijita, por ejemplo. Tenía que empezar a vivir al ritmo de ella, como le había dicho su mujer. Día por día, hora por hora, lentamente. Tenía que asumir la paternidad de una vez, como dirían Félix y Ruth, si es que no lo habían dicho.

Entonces oyó la puerta. No el timbre sino dos golpecitos suaves, corteses, casi conscientes de la hora que era. Cada casa tiene su lógica, y sus leyes son más elocuentes de noche, cuando las cosas ocurren sin paliativos sonoros. Él no miró el reloj, ni se sorprendió, ni pensó que los golpes eran imaginación suya. Simplemente se levantó, sin prender ninguna luz a su paso y cuando abrió la puerta se encontró con su padre parado delante de él. No lo veía desde que había muerto. Y, en ese momento, supo incongruentemente que ya se había hecho a la idea de no verlo nunca más.

Su padre tenía puesto un impermeable cerrado hasta arriba y el pelo tan abundante y bien peinado como siempre, pero totalmente blanco. Nunca habían sido muy expresivos entre ellos. Él dijo: "Papá, qué sorpresa", pero no se movió hasta que su padre preguntó sonriendo:

—¿Se puede pasar?

—Sí, claro. Por supuesto.

El padre cruzó el living a oscuras y el ventanal abierto y fue a sentarse en una de las reposeras de la terraza. Desde allá miró hacia adentro, lo llamó con la mano y tocó la reposera vacía a su lado. Él salió obedientemente a la terraza. Dijo:

—Dame el impermeable, si querés. ¿Te traigo algo para tomar?

El padre negó con la cabeza a ambas ofertas. Después se estiró todo lo que pudo y respiró hondo sin perder la sonrisa.

—Va a llover en cualquier momento —dijo—. Qué maravilla. ¿De día es así, también?

—Mejor. Para Marisa y la beba, especialmente.

—Marisa y la beba. Debes de tener un montón de cosas para contarme, ¿no?

Él sintió que se le aflojaba apenas la mandíbula. En los sueños en que volvía a verlo, su padre siempre estaba al tanto de todo lo que les había pasado a ellos en su ausencia.

—Sí, claro —dijo—. Supongo que sí.

—Por supuesto, no pretendo que me pongas al día con las noticias. Obviemos la política, el trabajo, el mundo en general, si es posible. Las cosas domésticas, me interesan. Tus hermanas, vos, Marisa, la beba. Esas cosas.

A él le sorprendió que mencionara la palabra domésticas. Y mucho más aún que hubiese nombrado a todos menos a su madre, pero no supo qué decir.

—Voy a servirme un whisky. ¿Seguro que no querés?

—No, no, gracias. A propósito, qué buena idea, las luces adentro de la pileta.

—No es mía —dijo él antes de entrar—. La casa, quiero decir.

Cuando volvió a aparecer, con un vaso bastante lleno, se frenó detrás de la reposera de su padre y sintió de golpe que todavía no se habían tocado.

—Yo creí —dijo, desde ese lugar— que vos veías todo lo que pasaba acá, desde donde estabas.

La cabeza de su padre se movió levemente a uno y otro lado, varias veces.

—Lamentablemente no. Es bastante distinto de lo que uno se imagina.

Él miró la pileta y tuvo la sensación de que no controlaba lo que decía ni lo que iba a decir.

—Si supieras la cantidad de cosas que hice en estos años para vos, pensando que me estabas mirando. —Y se rió un poco, sin alegría pero sin amargura, para vaciarse los pulmones no más. —O sea que no sabés nada de estos cuatro años. Qué increíble.

El padre se reacomodó en la reposera y lo miró de costado.

—A lo mejor hay cambios, adonde nos mandan ahora. Si te sirve de consuelo.

Él lo miró sin entender.

—Hubo un traslado. Voy a estar en otra parte, a partir de ahora. No sólo yo; muchos más. Las cosas allá no son tan ordenadas como se supone. A veces pasan estos imprevistos. Digo, que esté ahora con vos.

—¿Y por qué conmigo? ¿Por qué no fuiste a ver a mamá?

El padre miró un rato la luz ondulante de la pileta. Su cara cambió muy levemente, hubo un ínfimo matiz de tristeza en su inexpresividad.

—Con tu madre hubiera sido más difícil. Una noche no es tanto tiempo, y yo necesito que me cuentes todo lo que puedas. Con tu madre hablaríamos de otros temas. Del pasado, especialmente; de ella y yo, de muchas cosas buenas que vivimos los dos juntos. Y eso hubiera sido injusto de mi parte.

Hizo una pausa.

—Hay ciertas cosas que son técnicamente imposibles en mi estado actual: sentir, por ejemplo. ¿Entendés? En cierta medida, lo que soy esta noche es algo que no tendría valor para tu madre. Con vos, en cambio, es más simple, para decirlo de alguna manera. Siempre te ubicaste en una posición panorámica en cuanto a las emociones. Con tu madre, con tus hermanas, con vos mismo. En fin.

Hizo otra pausa.

—También pensé que podrías arreglártelas mejor con los sentimientos que te provoque esta visita. A fin de cuentas, yo nunca fui tan importante para vos, ¿no es cierto?

Él sintió algo que hacía mucho tiempo que no sentía. Una especie de sumisión y de necesidad de oponerse a esa sumisión. Supo de pronto que en los últimos cuatro años no había sido esto que era ahora, nuevamente: hijo de su padre. Fue hasta el borde de la pileta, se sacó los mocasines y se sentó con las piernas dentro del agua.

—Si no hubieras sido tan importante para mí, entonces no habría hecho las cosas que hice para vos, por vos, en estos años. ¿No se te ocurrió pensar eso?

—No.

Él quedó perplejo. La respuesta le había parecido tan rápida y brutal que sonó sincera. Y justamente por eso inverosímil. Cobarde. Casi injusta.

—Y ahora que sabés, qué —atinó a decir.

—Nada —contestó el padre.

Después se levantó, llevó la reposera hasta el borde de la pileta y se sentó con las manos en los bolsillos.

—Supongo que no cambia nada. Lo que hiciste, ya lo hiciste. Y me parece que no tiene sentido que te enojes ahora, con vos o conmigo, por eso. ¿No?

No sólo era inútil, además empezaba a sentir que no le era lícito, frente a la condición de su padre, cuestionar nada, ni permitirse esa belicosidad insólita. La necesidad de oponerse se desvaneció y sólo quedó la sumisión, no ya dirigida a su padre sino a un estado de cosas, a una abstracción obtusa e inabarcable.

—Es cierto —dijo—. Perdón.

Se quedaron callados un rato, hasta que él dijo: —De todas maneras, exageré un poco. No fueron tantas las cosas que hice pensando en vos.

El padre soltó una risita.

—Ya me parecía.

Un relámpago rajó en dos el fondo del cielo. Cuando sonó el trueno el padre se encogió y volvió a oírse su risita.

—Ya casi no me acordaba de estas cosas. Es notable cómo funciona la memoria, lo que conserva y lo que deja de lado.

—Los grillos —dijo él—. ¿Los oís? No me dejaban dormir. Por eso estaba despierto cuando llegaste.

Después de decir estas palabras dudó. ¿Los grillos? Pero lo pensó mejor y prefirió quedarse con la duda.

—Bueno —dijo el padre con voz muy suave—. A lo nuestro.

—¿Puedo preguntarte algo, antes?

La reposera crujió. Él hizo un esfuerzo para mantenerle la mirada a su padre.

—Como quieras. Pero ya sabés cómo es eso: una vez que te enterás, difícil que puedas borrártelo de la cabeza. No es una amenaza. Lo digo por vos, simplemente.

—Sí, ya sé —dijo él. Y preguntó, con voz insegura: —¿Todos van al mismo lugar? ¿No importa lo que haya hecho cada uno?

—Eso es algo que podría haberte contestado desde los veinte años, más o menos. Siempre sospeché que importaba más en vida que después. En cuanto a la otra pregunta, no es exactamente un lugar, adonde van. Pero sí: todos van al mismo, en la medida en que todos somos relativamente iguales. El modo de vida de tu vecino y el tuyo, por ejemplo, se diferencian tanto como tu estatura y la de él. Son matices, y los matices no cuentan. Digamos que hay, básicamente, sólo dos estados: el tuyo y el mío. Es bastante más complejo, pero no lo entenderías ahora.

—Entonces vos y yo vamos a encontrarnos de nuevo, en algún momento —dijo él.

El padre no contestó.

—¿Importa algo estar juntos, allá?

El padre no contestó.

—¿Y cómo es? —dijo él.

El padre desvío los ojos y miró la pileta. —Como nadar de noche —dijo. Y las ondulaciones de la luz se reflejaron en su cara. —Como nadar de noche, en una pileta inmensa, sin cansarse.

Él tomó de un trago el whisky que quedaba en el vaso y esperó a que llegase al estómago. Después tiró los hielos en la pileta y apoyó el vaso vacío en el borde.

—¿Algo más? —dijo el padre.

Él negó con la cabeza. Movió un poco las piernas en el agua y miró la base de la reposera, el impermeable, la cara blandamente atemporal de su padre. Pensó en lo reticentes que habían sido siempre en todo contacto corporal y le parecieron increíblemente ingenuos y artificiales aquellos abrazos en los sueños en que aparecía su padre. Esto era la realidad: todo seguía tal como había sido siempre, y recomenzaba casi en el mismo punto en que quedara interrumpido cuatro años antes. Aunque sólo fuese por una noche.

—Por dónde querés que empiece —dijo.

—Por donde quieras. No te preocupes por el tiempo: tenemos toda la noche. Hasta que termines no va a amanecer.

Él respiró hondo, largó el aire y supo que había entrado en la noche más larga y secreta de su vida. Empezó, por supuesto, hablando de su hija.

Habla Memoria

Habla, memoria

Por Juan Forn

Hay una historia entre Cézanne y Zola que siempre me fascinó: el padre de Zola muere, la familia llega a Aix-en-Provence en medio de penurias económicas, el niño Emile es encarnecido en la escuela, por nuevo, por pobre, por raro. Un solo compañero sale en su defensa, no le importa recibir una paliza de los demás por esa causa. El joven Zola le deja una canasta de manzanas en su puerta. Los dos muchachos se hacen amigos, leen a Virgilio, quieren ser artistas. Años después, cuando ya es un escritor de éxito, es Zola quien anima al tímido Cézanne a ir a París. Pero la amistad se malogra: Zola empieza a encontrar molestos los infortunios y las quejas de Cézanne, escribe una novela sobre un pintor incomprendido por su época y con eso hiere y aleja a su amigo. ¿Qué hace Cezanne entonces? Empieza a pintar sus famosas naturalezas muertas con manzanas: como devolviendo una por una aquellas de la canasta que el joven Zola le ofrendó en prenda de amistad, en los lejanos años de Aix.


Hay otra historia parecida, aunque más chiquita y con final opuesto, de otro de los impresionistas. El banquero y bon vivant Charles Ephrussi se fascina con una naturaleza muerta de Manet sobre un puñado de espárragos. Paga por el cuadro diez veces su valor, en un momento en que Manet no es todavía conocido y vive en la escasez. Al día siguiente llega a casa del banquero, y embalado toscamente, un cuadro precioso de un solo espárrago, con una nota que dice: “Creo que éste se cayó del puñado”. Quizá conozcan la historia, está en Proust. Es leyenda que los personajes de En busca del tiempo perdido están basados en gente que Proust conocía. Proust trabajó brevemente como secretario de Charles Ephrussi y le adjudicó algunos de sus rasgos a Charles Swann. Pero yo me enteré por otra vía de la historia de los espárragos, así como del episodio de las manzanas de Cézanne y Zola. Fue por un profesor de dibujo que tuve en sexto grado, un tipo que intentaba inútilmente abrir nuestras cabezas y se enfurecía cuando coloreábamos mariconamente nuestros dibujos para que no se nos gastaran los lápices: una vez me arrancó la hoja de la mano, se apropió de mi adorada caja de Caran D’Aches y fue consumiendo mis lápices y obligándome a sacarles punta y pasárselos de vuelta hasta que aquella hoja canson se convirtió en una masa vibrante, asombrosa, de color (hasta me pareció que pesaba el doble cuando me la devolvió) y mi caja de Caran D’Aches era una ruina.

Consiéntanme ahora otro viraje inesperado. Hay en Inglaterra un gran ceramista llamado Edmund DuWaal. Sólo hace piezas que puedan sostenerse en una mano y que parecen ideas platónicas más que objetos, aunque él es partidario ferviente de que esas piezas se usen, se toquen: cree que ciertos objetos conservan en sí el pulso de quien las talló, incluso el de quien las tuvo en su mano, como si emitieran “un murmullo existencial”. Durante sus largos años de estudio, el joven DuWaal recaló en Japón para estudiar el arte del laqueado. A lo largo de aquella estadía en Kioto, visitaba una vez a la semana a su adorado tío abuelo Ignatz, o Iggie, único hermano de la abuela de DuWaal, Elizabeth. El apellido de ambos hermanos era Ephrussi. La posesión más preciada del viejo Iggie, que vivía en Kioto junto a su joven amante japonés, era una colección de netsuke. Los netsuke son pequeñísimas piezas de marfil o madera talladas a mano que se usaban en el viejo Japón como borlas de las bolsas de tabaco o de dinero. Caben holgadamente en la palma de una mano. Cuanto más antiguas son, más historias cuentan.

El viejo Iggie tenía 264 piezas de netsuke. A lo largo de sus años en Japón no había sumado una sola pieza a su colección. La conservó tal cual la había recibido, y así iría a parar a manos de DuWaal cuando Iggie murió, en 1994. Durante aquellos almuerzos semanales en Kioto, Iggie le había contado distraídamente a DuWaal la historia de esa colección de netsuke, que era su manera de contar la historia familiar de los Ephrussi. Iggie había huido de Viena en 1938, por judío y por homosexual. Su hermana Elizabeth ya se había casado con un comerciante holandés llamado DuWaal y emigrado a Inglaterra, y fue la que posibilitó la huida de Iggie y del padre de ambos, Viktor. La madre su había suicidado “discretamente” cuando los Ephrussi perdieron todas sus posesiones a manos de los nazis. Al llegar a casa de su hija en Inglaterra, la única posesión que le quedaba a Viktor en el mundo era un reloj de bolsillo, de cuya cadena colgaba la llave de su biblioteca (los nazis le habían prendido fuego a los libros de esa biblioteca). La pérdida de su mujer y de su palacio en Viena fueron demasiado para él: no llegó a ver el final de la guerra. Cuando los aliados restituyeron el palacete a Elizabeth, ella descubrió que la doncella que los había criado a ella y a Iggie había permanecido como ama de llaves de la casa mientras albergaba a un jerarca de la Gestapo. Esa doncella recibió con lágrimas en los ojos a Elizabeth, la llevó a su humilde recámara y le mostró cómo había logrado ocultar en su colchón de paja las 264 piezas de netsuke que, en tiempos de gloria de la mansión, estaban en los aposentos de la señora de la casa.

Habían sido el regalo de bodas de Charles Ephrussi a Viktor, enviado desde París cuando Viktor se casó y se instaló a vivir en aquel palacio en 1913. Fue Charles quien inició a los impresionistas en el culto a lo japonés que estalló en Occidente a partir de 1870. Le llevó cuarenta años reunir aquellas 264 piezas. De cada par de netsuke que compraba, conservaba uno y le enviaba el otro a una dama casada, que era su amante. Cuando ella enviudó, la colección se unió. Cuando Charles estaba cerca de la muerte y su sobrino favorito le anunció que se casaba, le obsequió la colección. A Viktor le pareció tan incongruente con el resto de las obras de arte que albergaba la mansión que decidió ubicarla en los aposentos de su esposa, donde los niños Elizabeth e Iggie jugaban con los minúsculos netsuke mientras su madre se hacía peinar y enjoyar antes de cada velada. Sabiendo lo que significarían para Iggie, Elizabeth los hizo embalar y se los envió a Japón. Veinte años después, Iggie trató en vano de transmitir aquella historia al joven DuWaal. Pasaron otros veinte años, la colección volvió a surcar los mares, DuWaal escuchó finalmente el murmullo existencial de esas minúsculas piezas de marfil y se sentó a escribir la historia de su familia en un libro formidable (The Hare with Amber Eyes).

En un momento cerca del final describe lo que le produce tener esas desgastadas piezas de netsuke en su mano, lo que fueron para el bon vivant Charles y para el desafortunado Viktor y para el niño Ignatz y para el viejo Iggie, y no sé por qué a mí me hicieron acordar de repente, con nitidez total, en esa escena de mi niñez en que el profesor de dibujo depositó en mis manos mi venerada caja de Caran D’Aches con todos los lápices mochos y aquel dibujo perfectamente trivial, vuelto asombroso por la frenética, apasionada manera en que le había dado vida.