domingo, 26 de agosto de 2012

Artista japonesa en New York

Distintas clases de lágrimas


Ayer en la mañana, como todos los martes, tuvimos clase. Qué cosas tan graciosas estaríamos hablando que reí hasta llorar. Lágrimas de risa, de alegría.
En la noche, busqué algo que ver en el cable y me encontré con una película llamada:
"Siempre a tu lado". con Richard Gere. Es la historia de un perro llamado Hachiko que ama a su dueño, juega con él y lo acompaña todas las mañanas a la estación del tren. Su dueño muere repentinamente y Hachiko, que no entiende lo que ha pasado, decide seguir esperándolo durante 10 años. Una fidelidad extraordinaria. Entonces mis lágrimas y muchas, fueron de ternura, de compasión, de emoción. Acá el trailer de esta película para niños, para grandes con alma de niños, para todos los que amamos a los animales y en especial admiramos las cualidades del perro, el mejor amigo del hombre.

Vernissage sobre la alfombra

Artista alemán hace una instalación en el New National Gallery en el que vemos la magnifica alfombra, la extraordinaria lámpara y la moda, los zapatos, la gente en el suelo. Un vernissage diferente.

Segunda novela de Alina Gadea







Escribir una novela me parece un asunto mayor, dedicar un tiempo de tu vida, medio año, la mayoría de las veces un año entero, si no es más, a darle vueltas a una historia, imaginar los personajes, crear los diálogos, ubicarlos en ambientes, hacer que avance la historia, que retroceda y vuelva a avanzar, entrar en el pensamiento de cada uno, saber por qué actuó de determinada manera, qué sintió cuando le sucedió lo que le sucedió, qué idea tiene de sí mismo, qué idea tiene de los demás, del mundo, qué piensa de la vida y de la muerte, qué está pasando en ese momento en el lugar en el que se desarrolla la historia, y sobre todo, cómo narrar las acciones, hacerlas convincentes, que quién esté leyendo pueda ser un testigo de todo aquello que sucede en la ficción. Conocí a Alina tras su primera novela “Otra vida para Doris Kaplan” y ahora tengo entre las manos “Obsesión”, su segunda novela. Un triángulo amoroso, una mujer y dos hombres, la pasión que despierta ella, la búsqueda de una vida intensa, la dificultad para salir del río de la vida que se muestra tan vacío en el que están insertados. Personajes que rompen límites, se arriesgan y consiguen la intensidad.
Termino de leer obsesión y le escribo a Alina.

Para Alina :
Claro que me leí la novela de un tirón. Muy bien lograda la tensión y me moría de curiosidad, a pesar de haber conversado sobre la novela, de ver cómo habías resuelto el final.
Me parece que refleja muy bien esa clase social a la que el doctor quiere y logra acceder, y muy bien contrastada con el muchacho fotógrafo que tiene una manera sencilla de ver la vida, un deseo de felicidad y vivir de la mejor manera posible. Creo que el personaje principal es ella, ella la que carga con sus traumas, la que se enreda con el doctor, la que se enamora al fin del fotógrafo. Aunque también nos asomamos al mundo interno del doctor. Sus obsesiones y deseos.
Una novelle, o novela corta, un trío, el amor, el sexo y la muerte. ¿Con quién se identifica el lector? ¿Desea que el doctor ame a su paciente? La autora se muestra muy valiente al crear la atmósfera erótica, el detalle que hace que la relación sea la manifestación de lo que está ocurriendo a los personajes en su mente o en su mundo interno.
Una mirada al orgullo herido del hombre que no es capaz de soportar la herida narcisista de haber perdido una mujer que creía suya. Va enfermándose hasta ser capaz de matar aquello que le obstaculiza su posible amor. No podemos olvidarnos de Claudio el que inicia a Ivonne en los juegos del sexo. Tal vez él sea el culpable de todo. Tipo realmente repelente, Ivonne lo odia pero lo consiente.
Me hubiese gustado saber un poco más sobre la vida de Ivonne. Sabemos que es poeta, que ha sufrido algunos traumas, que tiene una hermana, los padres están ausentes.
Me pareció interesante ese deseo también obsesionado que tiene Ivonne de ser igual a la esposa de su amante doctor.
La muerte no trae consecuencias, esas quedan para el lector que imaginará lo que sentirá la esposa al saber que su marido es asesino, lo que siente Ivonne ante el amado muerto, lo que siente el mismo asesino cuando recupere su sentido de realidad.
¿Qué pasará con esos personajes?
El final abierto en el que el personaje ha entrado en otra dimensión, invita al lector a completar la obra. ¿Locura? ¿Negación? ¿Todo fue un ejercicio mental?
Estas reflexiones surgen en mí tras la lectura de tu novela. Buen trabajo. Es bueno que escritores jóvenes den pasos decididos. Me deja una tristeza que no puedo definir.
Ya veremos algunos detalles cuando nos veamos. Besos y felicitaciones por esa energía que te permite hacer y terminar y ofrecer. Ce

sábado, 25 de agosto de 2012

Cantante tras un accidente

Cada persona es un universo repleto de maravillas. Esta semana me tomé un café con una compañera de natación, qué rato tan agradable, cuantas cosas por compartir, que persona fabulosa, su vida llena de experiencias, de países, varias vidas en una y su curiosidad por el arte, por el teatro, la pintura, la música. Josephine me recomendó esta cantante que tiene una historia muy interesante, luego de un tremendo accidente de auto mientras montaba bicicleta, que la tuvo mucho tiempo sin poder caminar y que la obligó a usar anteojos oscuros y bastón,su médico le recomendó que compusiera canciones y así se inició su recuperación y la convirtió en la buenísima cantante que es hoy. Aquí con ustedes Melody Gardot.










Y este que hay que buscarlo porque no dejan pegarlo.
http://www.youtube.com/watch?v=FgKZTZ2Do8w&feature=related

El arte, una forma de juego

Cerámica en movimiento

miércoles, 22 de agosto de 2012

Once


But I want you
All the more for that
Words fall through me
And always fool me
And I can't react
And games that never amount
To more than they're meant
Will play themselves out

Take this sinking boat and point it home
We've still got time
Raise your hopeful voice you have a choice
You've made it now

Falling slowly, eyes that know me
And I can't go back
Moods that take me and erase me
And I'm painted black
You have suffered enough
And warred with yourself
It's time that you won

Take this sinking boat and point it home
We've still got time
Raise your hopeful voice you had a choice
You've made it now

Take this sinking boat and point it home
We've still got time
Raise your hopeful voice you had a choice
You've made it now
Falling slowly sing your melody
I'll sing along




domingo, 19 de agosto de 2012

La mujer con alas

El martes pasado en nuestro taller ABRA hicimos dos cuentos del escritor italiano Dino Buzzati, este que les presento ahora: La mujer con alas y otro llamado: Los ratones.
El mundo de Buzzati nos entretuvo, nos divirtió y nos hizo pensar en temas tan distintos como el amor, la pasión, el qué dirán, el egoísmo, la dicotomía entre Dios y el demonio, la libertad, la felicidad. Compartir la lectura de un texto es una experiencia realmente enriquecedora, varias mentes ven mucho más que una, alguien se detiene en un detalle, la otra hace una observación original, se examina a los personajes, el cuento nos trae a la memoria algo que nos pasó y queremos compartir. Entrego para ustedes con mucho gusto el primer cuento:

"La mujer con alas"



Dino Buzzati

Una noche, el conde Giorgio Venanzi, aristócrata de provincias, de 38 años, agricultor, acariciando a oscuras la espalda de su mujer Lucina, casi veinte años más joven que él, se dio cuenta de que a la altura de la paletilla izquierda tenía como una minúscula costra.

-Cariño, ¿qué tienes aquí? -preguntó Giorgio, tocando el punto.

-No lo sé. No siento nada.

-Y sin embargo hay algo. Como un grano, pero no es un grano. Algo duro.

-Te lo repito. Yo no siento nada.

-Perdona, ¿sabes? Lucina, pero enciende la luz, quiero verlo bien.

Cuando se hizo la luz, la bellísima esposa se incorporó hasta sentarse sobre la cama dirigiendo la espalda hacia la lámpara. Y el marido inspeccionó el punto sospechoso.

No se adivinaba muy bien qué era, pero había una irregularidad en la piel, que Lucina tenía por doquier extraordinariamente suave y lisa.

-¿Sabes que es curioso? -dijo al cabo de un rato el marido.

-¿Por qué?

-Espera que voy a buscar una lupa.

Giorgio Venanzi era meticuloso y ordenado hasta dar náuseas. Se fue al estudio, encontró puntualmente la herramienta deseada, mejor dicho encontró dos, una normal de al menos diez centímetros de diámetro, otra pequeña pero bastante más potente, de las llamadas «cuentahilos». Con las dos lupas, Lucina sometiéndose paciente, reanudó la inspección.

Callaba. Luego dijo:

-No, no es un granito.

-¿Entonces, qué es?

-Como una pelusilla.

-¿Un lunar? -dijo ella.

-No, no son pelos, es una suavísima pelusilla.

-Bueno, oye, Giorgio, me muero de sueño. Mañana hablaremos. La muerte seguro que no es.

-La muerte no, desde luego. Pero es extraño.

Apagaron la luz.

Pero por la mañana, nada más despertarse, Giorgio Venanzi volvió a examinar la espalda de Lucina y descubrió no sólo que la irregularidad cutánea en la paletilla izquierda, en lugar de atenuarse o de desaparecer, se había dilatado, sino que durante el sueño se había desarrollado un fenómeno exactamente idéntico y simétrico, en el extremo superior de la paletilla derecha. Tuvo una sensación desagradable.

-Lucina -gimió casi- ¿sabes que te ha salido en el otro lado?

-¿Qué me ha salido?

-Aquella pelusilla. Pero debajo de la pelusilla hay algo duro.

Reanudó el examen con el cuentahilos, confirmó la presencia de dos minúsculas zonas de suave y cándida pluma, casi como un botoncito automático. Se sintió invadir por el desaliento. Se hallaba frente a un fenómeno de mínimas proporciones, y sin embargo insólito, completamente extraño a sus experiencias. No sólo eso. La fantasía evidentemente no era el fuerte de Giorgio Venanzi, licenciado en agricultura pero siempre mantenido a distancia, sea por indiferencia o por pereza, de los intereses literarios y artísticos: sin embargo, esta vez, quien sabe por qué, su imaginación se desató: al marido en resumidas cuentas se le metió en la cabeza que aquellos dos minúsculos plumeritos, sobre las paletillas de su mujer, eran una especie de microscópico embrión de alas.

La cosa en sí, más que extraña, era monstruosa; olía, más que a milagro, a brujería.

-Oye, Lucina -dijo Giorgio dejando las lupas, después de emitir un profundo suspiro-. Tienes que jurarme decir la verdad, toda la verdad.

La mujer lo miró sorprendida. Casada con Venanzi no por amor sino, como todavía sucede en provincias, por obediencia a sus padres, también nobles, que veían en aquel matrimonio una consolidación del prestigio familiar, se había acostumbrado pasivamente a aquel hombre apuesto, enamorado, vigoroso, educado, aunque de mentalidad limitada y anticuada, de escasa cultura, escaso gusto, en casa aburrido y a partir del matrimonio aquejado de unos violentos celos.

-Dime, Lucina. ¿A quién has visto estos últimos días?

-¿Que a quién he visto? A las personas de siempre, a quién voy a ver. No salgo nunca de casa, bien lo sabes. A la tía Enrica, fui a verla el otro día. Ayer fui a comprar aquí a la plaza. No recuerdo nada más.

-Pero... quiero decir... No habrás ido por casualidad a alguna feria... Sabes, donde están los gitanos...

Ella se preguntó si su marido, normalmente tan sólido, había perdido el juicio de pronto.

-¿Se puede saber en qué estás pensando? ¿Los gitanos? ¿Por qué tendría que haber visto a los gitanos?

Giorgio asumió un tono grave y conciliador:

-Porque... porque... tengo casi la sospecha de que alguien te ha jugado una mala pasada.

-¿Una mala pasada?

-Una brujería, ¿no?

-¿Por estas cositas en la espalda?

-¡Llámalas cositas, tú!

-¿Y cómo quieres que las llame? Ya nos lo dirá el doctor Farasi.

-No, no, no, por favor, nada de médicos. Al médico por ahora no pienso llamarle.

-Eres tú quien está preocupado, querido. Por mí, imagínate... Pero, por favor, deja de tocarme ahí, me haces cosquillas.

Rumiando en silencio el inquietante problema, Giorgio que mantenía a Lucina abrazada a él cara a cara, seguía palpando con las dos manos las dos pequeñas excrecencias, como hace el enfermo con el enigmático bultito que podría ocultar la peste.

Finalmente hizo un esfuerzo, se levantó, salió de casa, llegó a sus fincas, a unos veinte kilómetros, y desde allí telefoneó a Lucina que no volvería a casa hasta la noche. Quería mantenerse alejado a propósito, para no tener la quemazón de querer controlar continuamente la amada espalda. Sin embargo no resistió a la tentación de preguntarle:

-¿Nada nuevo, cariño?

-No, nada nuevo. ¿Por qué?

-Me refería... ya sabes... a la espalda...

-Ah, no lo sé -respondió ella-, no me he vuelto a mirar...

-Está bien, de todas formas, olvídalo. Y no llames al doctor Farasi, sería completamente inútil.

-No tenía la menor intención.

Durante todo el día estuvo en ascuas. Aunque la razón le repitiese que la idea era insensata, contraria a todas las reglas de la naturaleza, digna del más supersticioso de los salvajes, una voz opuesta, procedente quien sabe de dónde, insistía en su interior, en tono burlón: ni granitos ni costras: ¡a tu hermosa mujercita le están saliendo alitas! La condesa Venanzi como la Victoria del monumento a los caídos, ¡oh, será un magnífico espectáculo!

No es que Giorgio Venanzi fuese precisamente un modelo de castidad y costumbres morigeradas. Ni siquiera después de casarse dudaba de insidiar a las campesinas jóvenes de sus tierras, que además consideraba, como cazador, entre las piezas más codiciadas. Pero ay de quién mancillara la honorabilidad, el decoro, el prestigio de su apellido. Por tal razón eran obsesivos los celos que sentía por su mujer, considerada la señora más fascinante de la ciudad, aunque diminuta y grácil. En fin, nada le aterrorizaba tanto como el escándalo. Ahora bien, ¿qué pasaría si a Lucina le crecían verdaderamente dos alas, aunque fuese de forma rudimentaria, como «antojos» sin precedentes, que la convirtiesen en un fenómeno de feria? Por eso no había querido llamar al médico. Podía ocurrir que los dos mechones de plumas se metieran otra vez por el mismo sitio por el que habían salido. Pero también podía ocurrir que no. ¿Qué encontrará en casa, cuando vuelva esta noche?

Con enorme ansiedad, nada más llegar, se retiró con Lucina al dormitorio, le descubrió la espalda, se sintió desvanecer.

Con una velocidad de crecimiento que sólo había observado en algunas raras especies del reino vegetal, las dos irregularidades habían asumido el aspecto de reales y verdaderas protuberancias plumosas. No sólo eso: sino que ahora ya no hacía falta recurrir a una fantasía sobreexcitada para reconocer la forma típica de las alas, exactamente como las que los ángeles de las iglesias llevan sobre los hombros.

-No te entiendo, Lucina -dijo el marido con voz sepulcral-. Tú también lo ves, no, mirándote al espejo. Y estás ahí sonriente, como una boba. ¿No te das cuenta de que es una cosa espantosa?

-¿Espantosa por qué?

Atemorizado ante la perspectiva de un escándalo, Giorgio se decidió a contárselo a su madre, que vivía en el ala opuesta del edificio.

La vieja señora se asustó cuando vio aparecer a su único hijo en aquel estado de aprensión; y escuchó sin respirar su anhelante explicación. Finalmente, dijo:

-Has hecho bien en no llamar al doctor Farasi. De todas formas, recordarás, espero, que siempre fui contraria a ese matrimonio.

-¿Qué quieres decir?

-Quiero decir que en la sangre de esos Ruppertini, nobles o no nobles, hay algo raro. Y que yo tuve buen olfato. Pero, veamos, ¿son muy largas esas alas?

-Digamos veinte centímetros, a lo mejor menos. Pero ¿quién te dice que no sigan creciendo?

-Y debajo de la ropa, ¿se notan?

-De momento, no. ¿Sabes? Lucina las tiene muy pegadas a la espalda, también a ella le interesa disimularlo. Desde luego si tuviese que ponerse un traje de noche... Dime, mamá: ¿qué vamos a hacer?

La vieja señora, como siempre, tenía la respuesta en los labios:

-Hay que decírselo en seguida a don Francesco.

-¿Por qué a don Francesco?

-¿Y me lo preguntas? Esas alas, digo yo, a tu mujer, ¿quién se las puede haber puesto? Una de dos, ¿no? No hay que darles más vueltas. O Dios o el diablo. Y ni tú ni yo podemos decidirlo.

Don Francesco era una especie de capellán de familia, un personaje a la antigua, no exento de un filosófico humorismo. Cuando supo que la condesa madre deseaba hablarle, se apresuró a acudir a la casa, escuchó atentamente el relato de Giorgio, y permaneció largo rato pensativo, con la cabeza inclinada como se hace durante las oraciones, como si esperase una inspiración del cielo.

-Discúlpenme, queridos amigos -dijo finalmente-, todo esto apenas se puede creer.

-¿Piensa usted, don Francesco, que son figuraciones mías? Ojalá. Pero ahí fuera está Lucina. Voy a llamarla, y la constatación será muy sencilla.

-¿Se halla muy turbada, la pobrecilla?

-En absoluto. Eso es lo raro, don Francesco. Lucina está tan alegre como siempre. Mejor dicho, parece que esto la divierte.

Se llamó a Lucina, que llevaba puesta una especie de bata floreada. Con la máxima desenvoltura se la quitó, y apareció vestida con un sencillo vestidito de algodón con dos cremalleras verticales por detrás correspondientes precisamente a las aberturas por donde salían las alas. Actualmente los apéndices habían asumido proporciones imponentes: a pesar de estar plegadas medían, de arriba abajo, ochenta centímetros por lo menos.

Don Francesco, se le veía en la cara, estaba anonadado. Y guardó silencio.

-Lucina -dijo la suegra amablemente-, tal vez sea mejor que vuelvas a tu habitación.

Cuando la graciosa criatura hubo salido, don Francesco preguntó:

-Aparte de nosotros dos, ¿alguien más en la casa está al corriente?

-No, afortunadamente -respondió la condesa-. Con las precauciones que tomó mi hijo, ninguna de las personas del servicio ha sospechado nada. Ese vestidito, esa bata, se los ha hecho ella. Ah, Lucina es una gran chica. Pero no podemos seguir de este modo. No podemos pretender tenerla segregada, peor que si tuviera el cólera. Por eso necesitamos su consejo, don Francesco.

El viejo cura carraspeó un poco:

-Reconozco -dijo- que es un caso extraordinariamente delicado. Un juicio por mi parte, comprenderán, implica una responsabilidad tal vez superior a mis fuerzas. Pero ante todo, creo, habría que establecer aunque sólo fuese de forma aproximada, cuál es el origen del fenómeno. Y confío en que Dios nos ilumine.

-¿De qué manera? -preguntó Giorgio.

-Tu madre, querido hijo, ha aludido a ello hace un momento, demostrando como siempre su excelente buen sentido. En resumidas cuentas, si se me pide mi parecer como teólogo, les responderé: si estas alas, dejémonos de eufemismos, tienen una procedencia diabólica, es decir si han sido creadas por el Maligno con objeto de turbar las conciencias con el falseamiento de un aparente milagro, entonces para mí no hay duda: sólo pueden ser un simulacro. Pero si en cambio, como no podemos excluir, estas alas fuesen una señal de Dios, demostración de una excepcional benevolencia del Señor hacia la condesa Lucina, entonces no hay duda de que tendrían que ser alas de verdad, capaces de volar...

-¡Eso es una locura, una cosa terrible! -gimió el conde Giorgio, aterrorizado ante la idea de lo que podría suceder si la segunda hipótesis se demostrase cierta: ¿Cómo seguir ocultando aquella especie de vergonzosa deformidad si Lucina se pusiese a revolotear por la plaza? ¿Y cuántos problemas acarrearía? La publicidad, la curiosidad de la multitud, la investigación por parte de las autoridades eclesiásticas, su vida, la de Giorgio Venanzi, completamente trastornada, destruida.

-En este caso -preguntó el marido-, en este caso, ¿cree usted, don Francesco, que habría que hablar de milagro? En una palabra, ¿Lucina se habría convertido en un ángel, en una santa? Y yo, su legítimo marido...

-Démosle tiempo al tiempo, hijo mío, no nos anticipemos a los designios de la providencia. Que transcurran unos días. Esperemos a que estas benditas alas se hayan desarrollado completamente, a que hayan dejado de crecer. Luego haremos una prueba.

-¡Dios mío, una prueba! ¿Dónde? ¿Aquí en el jardín, donde todos podrán verla?

-No, en el jardín mejor que no. Mejor fuera, podríamos ir al campo, en la oscuridad, sin testigos...



Cruzaron la verja de la casa a las nueve de la noche: Giorgio, su mujer, la madre y don Francesco, en el lujoso coche inglés.

No hubo que esperar ni siquiera diez días a que las alas de Lucina alcanzasen dimensiones adultas. Desde la articulación mediana hasta las puntas, que casi llegaban al suelo, medían, para ser exactos, ciento veintidós centímetros. La colcha de plumas, ya no blancas sino de un suave color rosado, se había hecho compacta y sólida. (Por la noche, en el lecho matrimonial, no era nada fácil; por suerte Lucina estaba acostumbrada a dormir boca abajo, y el apuro y el enfurruñamiento del marido le hacían morirse de risa.) La envergadura de las alas, medida como se hace con las águilas, superaba los tres metros. Todo permitía suponer que las dos gigantescas aletas no tendrían que hacer excesivos esfuerzos para levantar del suelo un cuerpo diminuto como el de Lucina que no llegaba a los cincuenta kilos.

Dejaron atrás las últimas casas, se adentraron en el campo, en aquella zona ahora desierta, buscando un descampado lo bastante solitario. Giorgio no acababa de decidirse. Bastaba con que la ventana iluminada de algún caserío centellease, aunque fuese a gran distancia, para que reanudara la marcha.

Era una hermosa noche de luna. Finalmente se detuvieron en un pequeño sendero que se adentraba en una reserva de caza. Descendieron. A pie avanzaron por el bosque, que Giorgio conocía como la palma de la mano, hasta un claro rodeado por unos árboles altísimos. Había un inmenso silencio.

-Vamos, vamos -dijo la suegra de Lucina-, quítate el abrigo. Y no perdamos tiempo. En pijama tendrás frío, supongo.

Pero aunque sólo llevaba el pijama, Lucina no sentía frío, en absoluto. Al contrario, extrañas ráfagas de calor le recorrían el cuerpo estremeciéndola.

-¿Lo conseguiré? -preguntó entre risas-. Y en seguida, a pasitos ligeros, remedando burlonamente a las bailarinas clásicas, se dirigió al centro del claro y empezó a agitar las alas.

Flot, flot, se oyó el suave aleteo en el aire. De pronto, sin que a la trémula luz de la luna pudieran percibir el momento preciso del despegue, los tres la vieron ante ellos, a una altura de siete u ocho metros. Y no le costaba ningún esfuerzo sostenerse: apenas una suave ondulación de las alas, y acompañaba el ritmo dando unas palmadas.

El marido se cubrió los ojos, horrorizado. Arriba, ella reía: nunca había sido tan feliz, ni tan hermosa.

-Razonemos con calma, hijo mío -decía don Francesco al conde Giorgio-. A tu jovencísima mujer, criatura (convendrás conmigo, admirable desde todos los puntos de vista), le han crecido alas. Hemos comprobado, tú, tu madre y yo, que con estas alas Lucina es capaz de volar; no se trata pues de una intervención demoníaca. Sobre este punto, te lo aseguro, todos los padres de la Iglesia (y he estado releyéndolos a propósito), están de acuerdo. Se trata por tanto de una investidura divina, ya que no queremos hablar de milagro. Eso sin mencionar que, desde el punto de vista estrictamente teológico, Lucina ahora debería ser considerada un ángel.

-Los ángeles, si no me equivoco, nunca han tenido sexo.

-Tienes razón, hijo mío. Sin embargo, estoy convencido de que a tu mujer no le habrían salido alas si el Omnipotente no la hubiese designado para cumplir una importante misión.

-¿Qué misión?

-Inescrutables son las decisiones del Eterno. De todas formas, no creo que tengas derecho a mantener marginada a esa pobrecilla, peor que si se tratase de una leprosa.

-¿Entonces qué, don Francesco? ¿Tengo que dejar que sea pasto del mundo? ¿Usted se imagina el jaleo que se organizaría? Titulares así de grandes en los periódicos, asedio de curiosos, entrevistas, peregrinajes, molestias de todo tipo. ¡Dios no lo quiera! Un contrato cinematográfico, garantizado, no se lo quitaría nadie. ¡Y esto en casa de los Venanzi! El escándalo. ¡Eso nunca, nunca!

-¿Y quién te dice a ti que esta publicidad no forma también parte de los propósitos divinos? ¿Que precisamente el conocimiento del prodigio no pueda tener incalculables efectos en las conciencias? Como una especie de nuevo pequeño mesías, de sexo femenino. Piensa, por ejemplo, en que la condesa Lucina se pusiese a sobrevolar la línea de fuego en Vietnam. ¿Te das cuenta, hijo mío?

-Se lo ruego, don Francesco, ¡basta! Creo que voy a volverme loco. ¿Pero qué habré hecho yo para merecerme esta desgracia?

-No la llames desgracia: quién sabe, podría ser pecado. Se te ha asignado, como marido, una dura prueba. De acuerdo. Pero al fin y al cabo tienes que resignarte. Dime: ¿hay alguien, además de tu madre y yo, al corriente del asunto?

-Sólo faltaría eso.

-¿Y las personas del servicio?

-Nada. Lucina ahora vive en una casita aparte, donde el único que entra soy yo.

-¿Y la limpieza? ¿Las comidas?

-Lo hace ella misma. Mire, incluso hablando metafóricamente, es un verdadero ángel. No se queja, no protesta, ha sido la primera en darse cuenta de la delicada situación.

-¿Y a la familia, a los amigos, qué les han dicho?

-Que se ha ido a pasar una temporada a casa de sus padres en Val d’Aosta.

-Pero, me refiero, no pensarás tenerla enclaustrada toda la vida.

-¡Y yo qué sé! -y meneaba la cabeza, desesperado-. Encuéntreme usted una solución.

-Ya te lo he dicho, hijo mío. Liberarla, presentarla al mundo tal como está. Apuesto a que ahora también ella lo desea.

-Eso nunca, reverendo. Ya se lo he dicho. Lo he pensado detenidamente. Es mi tormento, mi pesadilla. No sería capaz, se lo juro, de soportar semejante vergüenza.

Pero el conde Giorgio no sabía lo que decía. Llegó octubre. De los pantanos que rodeaban la ciudad empezaban a levantarse, desde el mediodía, las famosas nieblas que a lo largo de toda la estación fría cubren la región como una mortaja impenetrable. Los días en que el marido recorría sus tierras, y sólo volvía ya entrada la noche, la pobre Lucina comprendió que se le presentaba una ocasión formidable. De temperamento dócil, incluso algo apática, se había adaptado a la férrea disciplina que Giorgio le había impuesto. En su fuero interno, sin embargo, la exasperación crecía conforme pasaban los días. Con menos de veinte años permanecer encerrada en casa sin poder ver a una amiga, sin mantener relaciones con nadie, sin ni siquiera asomarse a las ventanas. Más aún: era un suplicio no poder desplegar aquellas estupendas alas vibrantes de juventud y de salud. Más de una vez le había rogado a Giorgio que la llevase durante la noche, como la primera vez, al campo abierto, a escondida de todos, y la dejase volar unos minutos. Pero el hombre era inconmovible. Para realizar aquel experimento nocturno, al que habían asistido también la madre y don Francesco, se habían expuesto a un grave peligro. Por suerte ningún extraño se había percatado de nada. Pero intentarlo de nuevo habría sido una locura: ¡y además por un capricho!

Bien. Una tarde cenicienta, hacia mediados de octubre, la niebla había descendido sobre la ciudad, paralizando el tráfico. Lucina, con un doble pijama de lana, evitando las habitaciones de la servidumbre, se deslizó hasta el jardín, arrebujada. Miró en derredor. Le parecía hallarse en un mundo de ensueño; nadie, absolutamente nadie podía verla. Dejó caer el abrigo que escondió a los pies de un árbol. Salió a campo abierto, agitó sus queridas alas, y echó a volar sobre los tejados.

Estas fugas clandestinas, que pudieron renovarse cada vez con más frecuencia gracias a la inclemencia del tiempo, supusieron para ella un maravilloso consuelo. Tenía la precaución de alejarse en seguida del centro, volando en dirección contraria a las tierras del marido. Allí se sucedían los bosques solitarios casi ininterrumpidamente y embargada por una ebriedad indecible rozaba las copas de los árboles, se zambullía en la neblina hasta vislumbrar las sombras de alguna casucha, daba vueltas sobre sí misma, feliz cuando alguna rara ave, al verla, huía asustada.

En su inocencia, un poco frívola, la joven condesa no se preguntaba por qué precisamente a ella, la única persona en el mundo, le habían crecido alas. Sencillamente, había sido así. La sospecha de divinas misiones ni siquiera había pasado por su imaginación. Sólo sabía que se encontraba bien, segura de sí misma, dotada de un poder sobrehumano que la llevaba, durante los vuelos, a un beatífico delirio.

Como suele ocurrir, el hábito a la impunidad acabó por hacerle descuidar la prudencia. Una tarde, después de haber salido a la densa y humeante capa de niebla que cubría herméticamente los campos, y haber disfrutado largamente del dulce sol otoñal, sintió la curiosidad de explorar la zona inferior. Se lanzó en picado por la gélida penumbra de la bruma y no detuvo su descenso hasta escasos metros del suelo.

Exactamente debajo de ella un muchacho que llevaba una escopeta estaba dirigiéndose a lo que probablemente era el refugio de los cazadores de uno de los muchos cotos. El cazador, al oír el batir de la enormes alas, se dio media vuelta como un resorte e instintivamente levantó la escopeta de doble cañón.

Lucina intuyó el peligro. En lugar de huir, para lo que no tenía tiempo, a costa de desvelar el secreto, gritó con todas sus fuerzas:

-¡Espera, no dispares!

Y, antes de que el hombre pudiera recuperarse de su sorpresa, se posó delante de él, muy cerca.

El cazador era un tal Massimo Lauretta, uno de los más brillantes «lions» de la pequeña sociedad provinciana; recién licenciado, de óptima y rica familia, buen esquiador y piloto de coches de carreras; óptimo amigo del matrimonio Venanzi. A pesar de su habitual desenvoltura, fue tal su extravío que, dejando caer la escopeta, se arrodilló con las manos juntas, recitando en voz alta:

-Ave María, gratia plena...

Lucina soltó una carcajada:

-¿Pero qué haces, tonto? ¿No ves que soy Lucina Venanzi?

El otro se puso en pie tambaleándose:

-¿Tú? ¿Qué pasa? ¿Cómo puedes...?

-Da lo mismo, Massimo... Pero aquí hace un frío de los mil demonios...

-Vayamos dentro -dijo el joven indicando el refugio-. La chimenea debe de estar encendida.

-¿Hay alguien más?

-Nadie, excepto el guardabosques.

-No, no, es imposible.

Permanecieron algún tiempo mirándose embobados. Al final Lucina:

-Te he dicho que tengo frío. Abrázame, por lo menos.

Y el joven, aunque todavía tembloroso, no se lo hizo repetir dos veces.

Cuando volvió aquella noche, Giorgio Venanzi encontró a su mujer sentada en la sala y cosiendo. Sin el menor vestigio de alas.

-¡Lucina! -gritó- ¡cariño! ¿Cómo ha sido?

-¿El qué? -dijo ella sin inmutarse.

-Pues las alas, ¿no? ¿Qué ha pasado con las alas?

-¿Las alas? ¿Te has vuelto loco?

Violentamente turbado, él se quedó sin habla:

-Pues... no sé... debo de haber tenido un mal sueño.

Nadie, del milagro, o de la brujería, supo nunca nada, excepto Giorgio, su madre, don Francesco y el joven Massimo que, como era un caballero, no dijo palabra a nadie. Pero incluso entre los que sí sabían, el tema se consideró tabú.

Sólo, don Francesco, unos meses después, encontrándose solo con Lucina, le dijo sonriendo:

-Dios te quiere mucho, Lucina. No me negarás que como ángel has tenido una suerte extraordinaria.

-¿Suerte? ¿Qué suerte?

-La de encontrar al Diablo en el momento justo.



Albinoni y David Garret

Bellísimo adagio de Albinoni y magnifica interpretación de David Garret, violinista y modelo alemán. Y luego un video en el que interpreta una de las Cuatro estaciones de Vivaldi en un escenario que congrega a miles de aficionados.



Necesitamos hablar de Kevin

No había visto en su momento esta película tan perturbadora y fascinante a la vez en la que trata la relación de una madre con su hijo. La película plantea el tema de la maldad y el de la culpa. Dirigida por la escocesa Lynne Ramsey y actuada por Tilda Swinton que ya ganó un oscar y debería ganar otro por esta película. En algún momento La maldad va a convertirse en una tragedia de dimensiones mayores, como si hubiese una energía contenida que deberá de todos modos explotar. Si no es de esas personas que van al cine a relajarse, si no que lo utilizan como una herramienta para comprender mejor el mundo, asomarse a otras vidas, reflexionar sobre las relaciones, sobre las ideas preconcebidas, sobre lo que debe ser y no es, pues busquen la película y adelante.

Hemingway y Gelthorn

El ángel que vive en la tele me puso a ver esta buenísima mini serie en HBO. Lo que me falta saber es los dias en los que la dan, así que si alguno de ustedes lo sabe, se lo agradeceré mucho. La vida de Hemingway y su amor por Gelthorn, corresponsal de guerra y mujer preciosa y enamorada. Martha Gellhorn, interpretada por Nicole Kidman, y el escritor Ernest Hemingway, llevado a la vida por Clive Owen.


Hemingway & Gellhorn Trailer por Flixgr

Dos hermanos en la pantalla

En el cine, en el teatro y en la literatura el tema de los hermanos siempre es interesante por lo complicada que puede llegar a ser esa relación en donde interviene el amor, los celos, el deseo de independencia pero a la vez el lazo establecido desde la infancia. En este caso Antonio Gasalla y Graciela Borges componen una pareja de hermanos inolvidable. Cada cual buscando su vida y su identidad hasta bien entrados años. Ya la había visto pero verla de nuevo en el cable fue muy interesante. No se que angel me manda estas buenas películas cada vez que prendo la tele, que no son muchas, pero le agradezco. Buenísimas actuaciones de dos estupendos actores argentinos a los que hemos visto en el teatro de Buenos Aires.





Una cantante irlandesa

Entre luz y tinieblas

Una exposición sobre el cielo y el infierno en la Catedral de Burgos. Qué maravilla usar las catedrales como marco para exposiciones de arte y sobre todo esta hermosa catedral, una de las más bellas del mundo.

He extendido mis sueños bajo tus pies

Actores irlandeses imaginan Irlanda

El sonido de sus voces es tan agradable.



domingo, 12 de agosto de 2012

Viaje a los fiordos de Noruega y a otros preciosos sitios








Cumpliendo un antiguo sueño de Mario, planeamos con bastante anticipación un viaje con destino a Noruega, para gozar con la belleza de los Fiordos, brazos de mar que alguna vez fueron antiguos valles cubiertos de nieve. El barco se toma en Holanda, en Amsterdam, la travesía dura 12 días y se desembarca en Edimburgo, la capital de Escocia. Se hace escala en pequeños puertos y ciudades de los que me cuesta memorizar sus nombres: Bergen, Molde, Andalsnes, Flam, Stavangery y se llega a Edimburgo, capital de Escocia. Nosotros nunca habíamos hecho una travesía de tantos días, así que nos preparamos para una experiencia nueva que nos llevaría a un mundo desconocido. Viajamos en pleno verano noruego pero nosotros tuvimos frío, tuvimos que abrigarnos y estar preparados para la lluvia.

Amsterdam es una bellísima ciudad y tuvimos oportunidad de ver en sus museos a sus dos mejores pintores : Rembrandt y Van Gogh. Me encantó verlos llenos de niños, atentos a sus maestros que les explicaban con paciencia algún cuadro. Los canales de Amsterdam le dan un carácter romántico a la ciudad y nos alojamos en un lindo hotel con un aire entre conservador y Kitsch. Los típicos edificios holandeses tienen infinidad de negocios, librerías y restaurantes, caímos en uno italiano en que hicimos amistad con nuestros vecinos de mesa, una pareja encantadora de holandeses que habían venido al Perú hacía años, cuando eran novios, ella trabaja en la cervecería Heineken y el en una de las principales empresas de chocolate. En nuestras caminatas encontramos una pareja de novios a los que les estaban tomando fotos, los novios traen suerte, así que era un buen augurio para nuestro viaje, también les tomamos fotos y los hicimos reír. Al llegar al hotel nos encontramos con Carmen y Aldo, los que serían nuestros compañeros de viaje, que venían de Madrid.

Luego de pasear por los canales, visitamos la plaza grande (el Dam Square) y ya tocó ir al barrio rojo, las mujeres semidesnudas encerradas en cuartitos con gran ventana para que todos puedan verlas. En los cafes ofrecen marihuana y Hasich. Almorzamos en un lindo restaurante en el que nos atendió una chica mitad vietnamita mitad holandesa que se llamaba Dafne.


Al dia siguiente tomamos el tranvía con dirección al mercado, siempre hay que visitar un mercado y disfrutar viendo panes, flores, verduras y frutas, pasteles. Más tarde, un taxista nos dejó en el barrio de las galerías de arte y antiguedades. Mi máquina de fotos se cayó y pareció que se malograba del todo, empezó una lluvia fuerte y nos encontramos un argentino que con gran sentido del humor nos hizo reir a carcajadas, burlarnos de nuestra desgracia con un poco de salero, y yo pude dejar que me saltaran un par de lágrimas que ya no sabía si eran de risa o de pena por mi máquina. Al fin con un poco de paciencia, la arreglamos.
Nos embarcamos a las tres de la tarde,nos dieron nuestra identificación como pasajero de nuestro barco. Ahí nos fuimos encontrando con unos amigos peruanos que sabíamos que vendrían. Durante la travesía hicimos algunos amigos de otros países. Jorge y Anita fueron los más encantadores, canadienses de origen latvio, catedráticos de la universidad, ya retirados, él poeta, que había vivido en México y hablaban un poquito de español. Una pareja de irlandeses de Dublin, él tambien catedrático de ciencias, encantadores ; una pareja de chilenos y una de New York. Ella cantante de ópera y él inventor.


Tenemos 6 grados de temperatura y estoy tentada de ponerme el pantalón de pijama debajo de mi jean.
Cada pueblo tiene su encanto, comemos en el puerto, en el mercado, delicias marinas, nos recibe una banda de música con chicas guaripoleras, visitamos museos de bellísima pintura noruega, hay ferias en las calles, es la semana del jazz y hemos comprado entradas para ver a Norah Jones. Nos encontramos con un muchacho peruano de Huancayo, casado con una nórdica, una linda campesina, vende chompas de alpaca y nos cuenta que gana bien, que va a Lima tres veces al año, tiene cuatro hijos y le pagan cuando nace cada uno. Una niña toca violín y recoge unas monedas. Hay flores por todas partes.
En el barco, nos tocó comer salmón cubierto de especies y otro envuelto en masa. Desde el balcón de nuestro dormitorio vemos hermosos paisajes, a ratos parece que nadie habita el mundo solo el mar y las montañas, una que otra gaviota y el cielo que va cambiando de colores demorando mucho en hacerse ya de noche. Vemos las famosas siete hermanas, larguísimas caídas de agua,; el día se ha aclarado pero no lo suficiente como para que los verdes brillen y el color esmeralda del mar de los fiordos sea tan intenso como el imaginado. Otra caída llamada el velo de la novia, una catarata preciosa. Subimos en el ómnibus hasta la parte más alta de los fiordos, hasta la nieve, y ahí bajamos y nos tomamos fotos congeladas y felices. La vista es impresionante.



Tuvimos una noche en la que los vientos mecieron el barco sin dejarnos dormir, yo pensaba: venir a morir acá, tan lejos; pero cuando llamé a preguntar qué pasaba, me tranquilizaron diciendo que esos vientos eran cosa corriente acá en Noruega.
Tomo fotos al campo, a las flores, a la naturaleza toda.



Los peruanos nos hemos reunido las últimas noches a tomar unos tragos, conversar, escuchar música y comer juntos. Hemos celebrado el santo de Carmen en una noche inolvidable y participamos del Karaoke cantando la Macarena de la que no sabíamos la letra pero que nos hizo reír, bailar y divertirnos.




El día onceavo llegamos a Edimburgo.


Coincidimos por casualidad con los otros peruanos en el hotel. Es una ciudad hermosísima. La recorremos sin parar, visitamos un palacio en el que se aloja la reina cuando visita Escocia con jardines bellísimos. Entramos a un museo que ofrece una exposición de paisajes místicos que van desde Van Gogh a Kandinsky. Nos ofrecen chompas de cashmere, y las calles están llenas de gente que hace trucos, toca gaitas y ofrecen espectáculos.


Alquilamos un auto en Edimburgo y salimos al campo de Escocia.
Muertos de miedo por tener que manejar al revés, recorrimos en tres días los diferentes paisajes de Escocia, nos alojamos en pequeños pueblitos, nos maravillamos de los verdes, de las ovejas, las montañas, de la amabilidad de la gente.
Y por último tomamos un avión hacia Dublín.

Yo tenía desde hace muchos años un gran deseo de conocer esa bella ciudad y realmente me encantó. Nos alojamos en un hotel muy bien situado y nos dedicamos a caminarla. Llovía pero igual llegamos hasta las catedrales. Cruzamos el puente y vimos el río Liffey. Qué parques tan bien diseñados, la gente disfrutándolos, tirados al sol ( su pequeño sol) , las calles con sus puertas de colores, la gente encantadora, amabilísima, restaurantes increíbles, la gente al pie de los bares tomando cerveza y conversando. Fuimos a escuchar música a un bar que se llama The Temple bar y nos convertimos casi en irlandeses con cerveza en mano y la alegría dando palmadas y golpes de pie.
Visitamos el Trinity College con su antiquísima y fabulosa biblioteca y pudimos ver el Libro de Kells. También el museo antropológico y dimos un gran paseo por Grafton Street. Prometimos regresar a Dublin, convertirla en el centro del viaje, en otra oportunidad, nos había parecido una ciudad encantadora y divertida.
Edimburgo:

Volver, siempre volver




Irse de viaje es un paréntesis que hacemos en nuestra vida. Desaparecemos de acá y partimos en busca de aventuras. Durante el tiempo de viaje nos transformamos en otros y el sentido de nuestra vida varía. El viaje tiene un número de días que nos invitan a vivir con intensidad. Los ojos muy atentos, la máquina de fotos a la mano, como exploradores o cazadores de imágenes. Lo que ocurre con nuestra mente es curioso, nos vamos alejando cada vez más de lo que sucede en nuestra tierra y con lo que hasta hace solo unos días nos importaba tanto. Podemos analizar nuestra vida cotidiana como si se tratase de la vida de otra persona.
Es por eso que cuesta tanto trabajo retomar nuestra rutina a nuestro regreso. Permanecemos aletargados, como si estuviésemos en un estado intermedio, mientras vamos, uno a uno, colocándonos, como vestiduras, parte de nuestro ser. Se ha cerrado el paréntesis, nuestras metas ya no son llegar a tal ciudad, sino vivir aquello que nos toca, de la mejor manera posible. La memoria se resiste y desobediente no nos dice donde hemos dejado las llaves, o los papeles importantes. Nuestro proyecto, el que nos tenía apasionados, se esconde, y surgen cosas inmediatas, el carro no arranca, no hay nada que comer, el aparato de teléfono no funciona, como para mantenernos todavía alejados de lo que queremos hacer. Una misma se impone tareas que consumirán mucho de nuestro tiempo, como revisar los 25 periódicos que no vimos porque estábamos fuera.
Lima nos recibe con frío de 13 grados y humedad de 100 por ciento.
Hemos perdido la feria del libro, la presentación de la novela de nuestra querida amiga, el festival de cine está muy avanzado, la inauguración de la nueva casa de Mario Testino, nuestro famoso fotógrafo, no hemos vivido las celebraciones de las fiestas patrias, hay un vacío que hemos llenado con vistas de países que quedan lejísimos, con otro clima, con otro ritmo y estupendas experiencias, hasta la moneda era distinta en cada lugar, el idioma, el tipo de comida, las costumbres, las habitaciones en las que hemos dormido, las personas que adquirieron más importancia.
De pura suerte, prendo un rato la televisión y en vez de encontrarme con las olimpiadas, alcanzo a ver el final de una película que recordaba como magnífica: 1900. La triste historia de un pianista que nace en un barco y jamás baja de él. Cuando intenta hacerlo, va bajando las escaleras maleta en mano, los amigos lo despiden, lleva un abrigo de piel de camello regalado por su mejor amigo el trompetista, tiene en la mente la imagen de una mujer de la que se ha enamorado y a quien quiere buscar, entonces, se detiene, avienta el sombrero al mar, da la vuelta y sube otra vez al barco en el que morirá. Al cabo de unos días explicará los motivos de su regreso, ha percibido ante la inmensidad de New York, que el mundo no tiene fin, y él está acostumbrado al espacio del barco con una proa y una popa que puede recorrer ida y vuelta solo en un rato. Un viaje, ese paréntesis, tiene un final, una fecha en el que terminará; nuestra vida, su final, nadie lo sabe, es por eso tal vez que me cuesta tanto retomarla.
Ya de regreso, dilato un poco el sentarme para escribir sobre lo vivido, como dejando que se asiente el vino, que se olvide lo accesorio y quede lo fundamental.

Naturaleza en Noruega














Novios que traen suerte

En Holanda nos encontramos con unos novios, dicen que traen suerte así que estuvimos contemplándolos hasta que Mario los hizo reir. Así, esa alegría les deseo para su vida, les dijo.



Los girasoles de Van Gogh



Vimos el museo Van Gogh, y buscando un video para compartirlo con ustedes encontré este sobre sus famosos girasoles, el cuadro está en Londres así que yo no vi, pero llegué a él, y el video es muy bueno.

Rembrandt en Amsterdam

Arte en Edimburgo