viernes, 29 de septiembre de 2017

David Oistrakh Paganini Campanella live in Moscow 1954

Querida Elda







La belleza
Tus cuadros  
Venancio
Las plantas
Los amigos
Los gatos
La mesa
La risa
La sonrisa
Tu casa
Ese paseo
Delicadeza


Tantos momentos  inolvidables
entre amigas. 










De padres italianos, Di Malio (Texas - 1946) descubrió la pintura  en el taller Jueves y luego en Bellas Artes, siendo sus maestros creadores de la talla de Leslie Lee, Juan Acha o Mahia Biblos. Con Venancio Shinki, primero su maestro antes de compartir sus vidas, descubrió la pintura abstracta. Pero luego decidió romper con esta corriente estética para mantener un camino independiente, una determinación que marcó la actitud y la obra de ambos esposos.

Joshua Bell: Sibelius Violin Concerto in D minor, op 47 - 24.11.11

Nostalgia
















jueves, 28 de septiembre de 2017

El puente Mirabeau - Amancio Prada - Vida de artista

“El puente Mirabeau”


“El puente Mirabeau”


Imagen relacionada
El puente Mirabeau mira pasar el Sena
Mira pasar nuestros amores.
Y recuerda al alma serena
Que la alegría siempre viene tras de la pena
Viene la noche suena la hora
Y los días se alejan
Y aquí me dejan
Frente a frente mirémonos-las manos enlazadas-
Mientras que pasan bajo el puente
De nuestros brazos -fatigadas-
Las hondas silenciosas de nuestras dos miradas
Viene la noche suena la hora
Y los días se alejan
Y aquí me dejan
El amor se nos fuga como esta agua corriente
El amor se nos va
Se va la vida lentamente
Cómo es de poderosa la esperanza naciente
Viene la noche suena la hora
Y los días se alejan
Y aquí me dejan
Huyen el lento día y la noche serena
Mas nunca vuelven
Los tiempos que pasaron ni el amor ni la pena
El puente Mirabeau mira pasar el Sena
Viene la noche suena la hora
y los días se alejan
y aquí me dejan
Guillaume Apollinaire

Teodor Currentzis - Sasha Waltz - Beethoven 5. Sinfonie

El palacio de los monos.


https://soundcloud.com/querrequerre/el-palacio-de-los-monos


Escondida bajo una extravagante fealdad, aparece la belleza como signo de gracia. Es sorprendente la fascinación que produce este cortejo nupcial, revisitado por cantidades de monos encaramados en una jungla, pero de asfalto. Un cuento impregnado de ternura, con una mona mensajera que nada tiene que envidiarle a una blanca paloma, y en el que se halla el cofre más pequeño encontrado hasta ahora en un cuento, custodiando algo siempre soñado: un tul de novia, bordado por cien manos. La versión, casi única, proviene de Toscana. —Nota de la traductora Eva Luisa Fajardo
Este es un cuento recopilado por Italo Calvino en su libro El pájaro belverde de Ediciones Librerías Fausto.



El palacio de los monos

Un regalo increíble encontrado en el medio de la jungla, en las manos de extraños y generosos custodios. Escucha nuestro último cuento aquí.
















Fundación Atchugarry

Festival de la palabra

#SueltaLaLengua 👅 del 20 al 22 de octubre.
Ven al 4to FESTIVAL DE LA PALABRA PUCP y disfruta de cine, música, teatro, concursos, talleres, charlas de ingreso libre y mucho más.
Esta edición reunirá a más de 100 invitados nacionales e internacionales como Andrea Jeftanovic (Chile), Emiliano Monge (México), Federico Falco (Argentina), Héctor Noguera (Chile), Juan Álvarez (Colombia), Mario Bellatín (México), María Moreno (Argentina), Pablo D. Sheng (Chile), Rafael Gumucio (Chile), entre otros. Entérate de mucho más en https://goo.gl/GvJTxR

Las ciudades sutiles




Las ciudades sutiles. De Italo Calvino de su libro Las ciudades invisibles.
La ciudad de Sofronia se compone de dos medias ciudades. En una está la gran montaña rusa de ríspidas gibas, el carrusel con el estrellón de cadenas, la rueda de las jaulas giratorias, el pozo de la muerte con los motociclistas cabeza abajo, la cúpula del circo con el racimo de trapecios colgando en el centro. La otra media ciudad es de piedra y mármol y cemento, con el banco, las fábricas, los palacios, el matadero, la escuela y todo lo demás. Una de las medias ciudades está fija, la otra es provisional y cuando su tiempo de estadía ha terminado, la desclavan, la desmontan y se la llevan para trasplantarla en los terrenos baldíos de otra media ciudad.
Así todos los años llega el día en que los peones desprenden los frontones de
mármol, desarman los muros de piedra, los pilones de cemento, desmontan el ministerio, el monumento, los muelles, la refinería de petróleo, el hospital, los cargan en remolques para seguir de plaza el itinerario de cada año. Ahí se queda la media Sofronia de los tiros al blanco y de los carruseles, con el grito suspendido de la navecilla de la montaña rusa invertida, y comienza a contar cuántos meses, cuántos días tendrá que esperar antes de que vuelva la caravana y la vida entera recomience.


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Esa Boca, un cuento de Benedetti

Uno de los cuentos del tema "El circo" que hicimos hoy en nuestro taller ABRA.
Mario Benedetti
(Paso de los Toros, Departamento de Tacuarembó,
Uruguay, 14 de septiembre del 1920)
Esa boca
(Montevideanos, 1959)
Su entusiasmo por el circo se venía arrastrando desde tiempo atrás. Dos meses, quizá. Pero cuando siete años son toda la vida y aún se ve el mundo de los mayores como una muchedumbre a través de un vidrio esmerilado, entonces dos meses representan un largo, insondable proceso. Sus hermanos mayores habían ido dos o tres veces e imitaban minuciosamente las graciosas desgracias de los payasos y las contorsiones y equilibrios de los forzudos. También los compañeros de la escuela lo habían visto y se reían con grandes aspavientos al recordar este golpe o aquella pirueta. Sólo que Carlos no sabía que eran exageraciones destinadas a él, a él que no iba al circo porque el padre entendía que era muy impresionable y podía conmoverse demasiado ante el riesgo inútil que corrían los trapecistas. Sin embargo, Carlos sentía algo parecido a un dolor en el pecho siempre que pensaba en los payasos. Cada día se le iba siendo más dificil soportar su curiosidad.
Entonces preparó la frase y en el momento oportuno se la dijo al padre: “¿No habría forma de que yo pudiese ir alguna vez al circo?” A los siete años, toda frase larga resulta simpática y el padre se vio obligado primero a sonreír, luego a explicarse: “No quiero que veas a los trapecistas.” En cuanto oyó esto, Carlos se sintió verdaderamente a salvo, porque él no tenía interés en los trapecistas. “¿Y si me fuera cuando empieza ese número?” “Bueno”, contestó el padre, “así, sí”.
La madre compró dos entradas y lo llevó el sábado de noche. Apareció una mujer de malla roja que hacía equilibrio sobre un caballo blanco. Él esperaba a los payasos. Aplaudieron. Después salieron unos monos que andaban en bicicleta, pero él esperaba a los payasos. Otra vez aplaudieron y apareció un malabarista. Carlos miraba con los ojos muy abiertos, pero de pronto se encontró bostezando. Aplaudieron de nuevo y salieron —ahora sí— los payasos.
Su interés llegó a la máxima tensión. Eran cuatro, dos de ellos enanos. Uno de los grandes hizo una cabriola, de aquellas que imitaba su hermano mayor. Un enano se le metió entre las piernas y el payaso grande le pegó sonoramente en el trasero. Casi todos los espectadores se reían y algunos muchachitos empezaban a festejar el chiste mímico antes aún de que el payaso emprendiera su gesto. Los dos enanos se trenzaron en la milésima versión de una pelea absurda, mientras el menos cómico de los otros dos los alentaba para que se pegasen. Entonces el segundo payaso grande, que era sin lugar a dudas el más cómico, se acercó a la baranda que limitaba la pista, y Carlos lo vio junto a él, tan cerca que pudo distinguir la boca cansada del hombre bajo la risa pintada y fija del payaso. Por un instante el pobre diablo vio aquella carita asombrada y le sonrió, de modo imperceptible, con sus labios verdaderos. Pero los otros tres habían concluido y el payaso más cómico se unió a los demás en los porrazos y saltos finales, y todos aplaudieron, aun la madre de Carlos.
Y como después venían los trapecistas, de acuerdo a lo convenidó la madre lo tomó de un brazo y salieron a la calle. Ahora sí había visto el circo, como sus hermanos y los compañeros del colegio. Sentía el pecho vacío y no le importaba qué iba a decir mañana. Serían las once de la noche, pero la madre sospechaba algo y lo introdujo en la zona de luz de una vidriera. Le pasó despacio, como si no lo creyera, una mano por los ojos, y después le preguntó si estaba llorando. Él no dijo nada. “¿Es por los trapecistas? ¿Tenías ganas de verlos?”
Ya era demasiado. A él no le interesaban los trapecistas. Sólo para destruir el malentendido, explicó que lloraba porque los payasos no le hacían reír.

LA PATA DEL MONO (W. W. JACOBS) por ALBERTO LAISECA



Hicimos este cuento en Abra nuestro taller de lectura.

Fotógrafo Catalan Joam Colom







2l monos además del abismo.

Un cuento absolutamente original. 


Kij Johnson

Kij Johnson es una escritora estadounidense de literatura fantástica y de ciencia ficción.. Realizó sus estudios en escritura creativa y literatura en la Universidad de Minnesota y en la Universidad de Kansas, luego obtuvo un masterado en escritura creativa en la Universidad Estatal de Carolina del Norte en 2012. El mismo año entró a trabajar como profesora asistente de escritura en la Universidad de Kansas, donde actualmente es directora asociada del Centro de Estudios de Ciencia Ficción.

26 monos, además del abismo

Kij Johnson
1.
El gran truco de Aimee es hacer que 26 monos desaparezcan del escenario.
2.
Aimee saca a empujones una bañera con patas de garra y pide que varias personas del público suban al escenario y la examinen. La gente sube y mira por debajo, toca el esmalte blanco, recorre con las manos las pequeñas garras de león. Una vez han terminado, desde lo alto descienden cuatro cadenas sobre el proscenio. Aimee las sujeta a los agujeros perforados a lo largo del reborde de la bañera, hace una señal y la bañera es izada unos tres metros.
Aimee coloca una escalera de tijera junto a la bañera. Da unas palmadas y los 26 monos que hay sobre el escenario corren escalera arriba uno detrás de otro y de un salto entran en la bañera. La bañera se sacude con cada mono que cae pesadamente entre sus compañeros. El público ve cabezas, patas, colas… y por fin todos los monos se acomodan y la bañera vuelve a quedar inmóvil. Zeb siempre es el último mono en subir por la escalera. Y cuando entra en la bañera, de lo más profundo de su pecho sale un resonante bramido que retruena por todo el escenario.
Y entonces, tras un brillante destello de luz, dos de las cadenas se desprenden y la bañera se vuelca para que se vea su interior.
Vacío.
3.
Los monos reaparecen más tarde, de vuelta en el autobús para giras. Hay una pequeña trampilla para perros y, en las horas que preceden al amanecer, los monos van entrando, solos o en pequeños grupos, y se sirven vasos de agua del grifo. Si más de uno regresa al mismo tiempo, murmuran entre ellos un rato, como los universitarios que se encuentran en la residencia cuando llegan tras el cierre de los bares. Unos pocos duermen en el sofá y al menos hay uno al que le gusta acostarse en la cama; sin embargo, la mayoría regresa a sus jaulas. Se oyen ligeros gruñidos mientras arreglan las mantas y los juguetes de trapo, y luego suspiros y ronquidos. Aimee no consigue dormir en condiciones hasta que oye que todos han regresado.
Aimee no tiene ni idea de qué es lo que les sucede en la bañera, ni de adónde van, ni de qué hacen antes de que se oiga el débil chasquido de la trampilla para perros al abrirse. Y todo esto la inquieta sobremanera.
4.
Aimee tiene este espectáculo desde hace tres años. Antes vivía en un apartamento amueblado que se alquilaba por meses, situado debajo de una ruta del aeropuerto de Salt Lake City. Se sentía hueca, como si algo hubiera devorado parte de su interior y le hubiera dejado un agujero que se había infectado.
En la feria estatal de Utah había un espectáculo con monos. Aimee sintió un repentino impulso de verlo, algo en absoluto típico de ella, y después, sin tener ni idea de por qué, se acercó al dueño y le dijo: «Tengo que comprárselo».
El hombre movió la cabeza afirmativamente. Se lo vendió por un dólar, que según le dijo era el precio que él mismo había pagado cuatro años atrás.
Más tarde, una vez terminado el papeleo, Aimee le preguntó:
—¿Cómo puede abandonarlos? ¿No van a echarle de menos?
—Como usted misma comprobará, son bastante autónomos —respondió él—. Sí, me echarán de menos y yo les echaré de menos a ellos. Pero ya iba siendo hora, y lo saben.
Y sonrió a su flamante esposa, una mujer pequeña con arrugas de la risa que llevaba un monito vervet de la mano.
—Pensamos tener un jardín —añadió la mujer.
El hombre tenía razón. Los monos lo echaron de menos, pero también la recibieron a ella con cordialidad, y uno tras otro fueron estrechándole la mano educadamente cuando entró al que ahora era su autobús.
5.
Aimee tiene: un autobús para giras de diecinueve años de antigüedad abarrotado de jaulas que van del tamaño de las de loros (para los monos vervet) a algo de aproximadamente el tamaño de la caja de una camioneta (para todos los macacos); una pila de libros sobre monos que van del Todo sobre los monos al Evolución y ecología de las sociedades de babuinos; algunos trajes con lentejuelas para los espectáculos, una máquina de coser y unas cuantas camisetas y prendas de trabajo resistentes; un montón de carteles del espectáculo de unos años atrás que dicen: «¡24 monos se enfrentan al abismo!»; un maltrecho sofá tapizado con cuadros escoceses de un virulento verde, y un novio que la ayuda con los monos.
No es capaz de explicar por qué tiene ninguna de estas cosas, ni siquiera el novio, que se llama Geof, y al que conoció en Billings siete meses atrás. Ya no tiene ni idea de de dónde viene nada; ya no cree que nada tenga sentido, aunque no puede evitar mantener la esperanza de que sí lo tenga.
El autobús huele a lo que uno se espera que huela un autobús lleno de monos; aunque, después del espectáculo, después del truco de la bañera pero antes de que regresen todos los monos, también huele a canela, a la infusión que Aimee toma a veces.
6.
Durante el espectáculo, los monos hacen gracias y se disfrazan y representan escenas de películas de éxito (el número de Matrix es muy popular, y también cualquiera en el que los monos se disfracen de pequeños orcos). Los monos melenudos, los cola de león y los colobus tienen un número imitando a un domador y sus leones, con Pango, la vieja mona capuchina, vestida con una casaca roja y esgrimiendo un látigo y una sillita. La chimpancé (que se llama Mimí y que no, no es un simple mono como los otros: es un hominoideo) puede hacer un juego de manos de verdad; no es que sea muy buena, pero en todo el mundo no hay ninguna Chimpancé que Saca Monedas de las Orejas del Público que la supere.
Los monos también saben construir un puente colgante con cuerdas y sillas de madera, hacer una fuente de champán de cuatro pisos y escribir su nombre en una pizarra.
El espectáculo de los monos es muy popular, con un calendario que este año incluye ciento veintisiete actuaciones en ferias y festivales por toda la zona del Medio Oeste y de las Grandes Llanuras. Podrían ser incluso más, pero a Aimee le gusta dejar que todos tengan un par de semanas de vacaciones después de Navidad.
7.
Este es el número de la bañera:
Aimee lleva puesto un brillante vestido púrpura oscuro, casi negro, diseñado para que parezca una exigua túnica de mago. Se coloca delante de un telón cubierto de estrellas y bañado por una luz azul oscuro. Los monos están alineados delante de ella. Mientras Aimee habla, se van desnudando, plegando sus ropas y colocándolas ordenadamente en montones. Zeb se sienta en su taburete en un lateral, iluminado por un foco blanco situado justo encima de él, para que así tenga un aspecto un tanto umbroso.
Aimee levanta las manos.
«Estos monos les han hecho reír, les han cortado la respiración. Han creado maravillas para ustedes y han realizado proezas envueltas en un halo misterioso. Pero aún les van a ofrecer un último misterio… el más extraño, el mayor de todos».
Separa los brazos de improviso, y el telón, que se ha vuelto transparente, es alzado para dejar a la vista la bañera colocada sobre una tarima elevada. Aimee camina a su alrededor, pasando la mano por sus curvas.
«Esta bañera es un objeto de lo más simple. De lo más normal y corriente en todos sus aspectos, algo tan prosaico como pueda serlo un desayuno. Dentro de un momento, invitaré a que algunos miembros del público suban para que puedan comprobarlo por sí mismos.
Pero para los monos, también es un objeto mágico. Les permite viajar… aunque nadie sabe adónde. Ni siquiera… —y aquí hace una pausa— yo lo sé. Solo lo saben los monos y ellos no comparten sus secretos.
¿Adónde van?, ¿al cielo?, ¿a tierras extrañas?, ¿a otros mundos?… ¿o a algún tenebroso abismo? Nosotros no podemos seguirlos. Ellos desaparecerán delante de sus ojos, desaparecerán de este objeto de lo más ordinario».
Y después de que la bañera sea examinada y de que ella informe al público de que el espectáculo no va a tener un número final («Transcurrirán horas antes de que regresen de sus misteriosos viajes») y pida un aplauso para ellos, Aimee les da la señal.
8.
Los monos de Aimee:
  • dos siamangs, que son pareja
  • dos monos ardilla, aunque son tan activos que perfectamente podrían ser el doble
  • dos monos vervet
  • una cercopiteco, que probablemente esté preñada, aunque todavía es demasiado pronto para saberlo con seguridad. Aimee no tiene ni idea de cómo ha podido suceder.
  • tres monos rhesus, que son capaces de hacer algunos malabarismos
  • una vieja hembra capuchina que se llama Pango
  • un macaco crestado, tres macacos japoneses (uno bastante joven) y un macaco de Java. A pesar de las diferencias entre ellos, han formado una pequeña tropa y les gusta dormir juntos.
  • un chimpancé, que no es un mono como los otros puesto que es un hominoideo
  • un hosco gibón
  • dos titíes
  • un tamarino león dorado; un tamarino algodonoso
  • un mono narigudo
  • un colobus rojo y otro negro
  • Zeb
9.
Aimee cree que Zeb podría ser un cercopiteco de Brazza, aunque es tan viejo que ha perdido la mayor parte del pelo. Su salud la tiene preocupada, pero él insiste en mantenerse en el espectáculo. Ahora mismo, en lo único en que está en condiciones de participar es en la carrera final hacia la bañera, y para él es más bien un paseo. El resto del tiempo lo pasa sentado en un taburete pintado de naranja y plata mirando a los otros monos, como si fuera el anciano director de una compañía de ballet que observa desde bambalinas su montaje de El lago de los cisnes. A veces Aimee le da alguna cosa para que sujete, como el aro plateado que los monos ardilla atraviesan saltando.
10.
Nadie sabe cómo desaparecen los monos ni adónde van. A veces vuelven con monedas extranjeras o frutas exóticas, o llevando puntiagudas pantuflas marroquíes. De vez en cuando, alguna mona regresa preñada. El número de monos varía.
«Es que no lo entiendo», le dice una y otra vez Aimee a Geof, como si él conociera la explicación. Aimee ya no entiende nada. Ha estado viviendo sin certezas y este asunto… bueno, todo esto, el que los monos se lleven tan bien y sepan hacer trucos con cartas y que aparecieran en su vida así sin más y que desaparezcan de la bañera…, sí, todo; la mayor parte del tiempo lo lleva bien, pero, de vez en cuando, cuando siente que su vida se desliza sin frenos montaña abajo, empieza de nuevo a darle vueltas al asunto.
Geof confía en el universo mucho más que Aimee, confía en que las cosas tienen sentido y en que la gente puede amar y, en consecuencia, no necesita las mismas pruebas que ella. «Les podrías preguntar a ellos», sugiere Geof.
11.
El novio de Aimee:
Geof no es en absoluto lo que Aimee se esperaba de un novio. En primer lugar, es quince años más joven que ella, veintiocho frente a sus cuarenta y tres. En segundo, es bajo y callado. En tercero, es un bombón, con el espeso y suave cabello recogido en una coleta que le llega por el hombro, y las patillas afeitadas, con lo que su fuerte mandíbula destaca todavía más. Sonríe con frecuencia, pero se ríe en contadas ocasiones.
Geof es licenciado en Historia, así que es normal que estuviera trabajando en un taller de reparaciones de bicicletas cuando Aimee lo conoció en la feria de Montana. Ella nunca tiene demasiado que hacer inmediatamente después del espectáculo, así que, cuando Geof se ofreció a invitarla a una cerveza, aceptó. Y de pronto eran las cuatro de la madrugada y se estaban besando en el autobús, mientras los monos iban entrando y preparándose para acostarse, y Aimee y Geof hicieron el amor.
Mientras desayunaban por la mañana, los monos se fueron acercando a Geof uno a uno y le estrecharon la mano solemnemente, y así pasó a formar parte de la banda, por así decirlo. Aimee le ayudó a recoger su ropa, las cámaras fotográficas y la tabla de surf que su hermana había pintado para él un año como regalo de Navidades. No hay sitio para la tabla, así que está colgada del techo. Los monos ardilla a veces se cuelgan de ella y miran por el borde.
Aimee y Geof nunca hablan de amor.
Geof tiene un carnet que le permite conducir autobuses, pero eso no es más que una inesperada ventaja añadida.
12.
Zeb se está muriendo.
En general, los monos están sorprendentemente sanos y Aimee es capaz de ocuparse de las infecciones de los senos nasales y los problemas gastrointestinales que tienen de vez en cuando. Para cualquier dolencia más complicada, ha localizado un par de comunidades on-line y algunos especialistas que le ayudan.
Sin embargo, Zeb tose mucho y se le está cayendo el poco pelo que le queda. Se mueve con gran lentitud y a veces le cuesta memorizar tareas sencillas. Cuando el espectáculo estaba en Saint Paul seis meses atrás, una bióloga del zoológico de la ciudad fue a visitar a los monos, felicitó a Aimee por el buen trato que recibían y su estado de salud general y, a petición de Aimee, examinó a Zeb.
—¿Qué edad tiene? —le preguntó Gina, la bióloga.
—No lo sé —respondió Aimee; el hombre a quien le había comprado el espectáculo tampoco lo había sabido.
—Te lo voy a decir yo entonces. Es viejo. Y me refiero a que es seriamente viejo.
Demencia senil, artritis, un soplo cardíaco. Gina dijo que no se podía saber cuándo.
—Es un mono feliz —añadió—. Se morirá cuando se tenga que morir.
13.
Aimee le da muchas vueltas a lo siguiente: ¿qué pasará con el espectáculo cuando Zeb muera? Durante todo el show, Zeb está sentado con tranquilidad y aplomo en su brillante taburete. Aimee tiene la sensación de que, de alguna manera, él tiene mucho que ver con que los monos sean tan afables e inteligentes. Y no deja de pensar que, de algún modo, a él se debe el que todos desaparezcan y regresen.
Porque todo tiene un motivo, ¿verdad? Porque si hay una sola cosa (como que enfermes, que tu marido deje de amarte o que tus seres queridos mueran) que no tenga un motivo, entonces ya nada lo tiene. Así que tiene que haber motivos. Y Zeb es una posibilidad tan buena como otra cualquiera.
14.
Lo que a Aimee le gusta de esta vida:
Es absurda. Ella no vive en ningún lugar. Su mundo tiene 10 metros y 127 representaciones de largo y ahora mismo 26 monos de ancho. Es algo manejable.
Las ferias también son absurdas. El diminuto mundo de Aimee viaja dentro de un mundo ligeramente mayor: las ferias, idénticas e intercambiables. A veces lo único que le indica en qué ciudad se encuentra son las temperaturas nocturnas y el perfil del horizonte: yermos, montañas, llanuras o edificios.
Las ferias son tan artificiales como las rodillas de titanio: las atracciones, los cobertizos para animales, las carreras de coches, los conciertos, el olor a azúcar quemado, a churros y a la paja donde duermen los animales. Todo es un símbolo excesivamente deslumbrador de algo auténtico: la comida, los animales de compañía, el salir por ahí con los amigos… Nada de esto tiene nada que ver con el mundo en el que Aimee vivía antes, el mundo del que provienen todos esos visitantes.
Aimee ha decidido que Geof es igual que lo demás: temporal, absurdo. No es para ser amado.
15.
La vida de Aimee podría haberse venido abajo de distintas maneras:
  1. Se le podría haber roto un tobillo unos años atrás, habérsele infectado el hueso y haber tenido que pasar diez meses usando muletas y muchos más con dolores.
  2. Su marido podría haberse enamorado de su secretaria y haberla abandonado.
  3. Podrían haberla despedido del trabajo la misma semana en la que se había enterado de que su hermana tenía cáncer de colon.
  4. Podría haber perdido el juicio una temporada y haber tomado una serie de decisiones cuestionables a consecuencia de las cuales hubiera terminado sola en un apartamento amueblado en una ciudad elegida al azar en un atlas.
Nada es seguro. Puedes perderlo todo. A la larga, incluso aunque tengas toda la suerte de tu parte, morirás y lo perderás todo. Cuando se tiene una cierta edad o cuando se han perdido determinadas cosas o a determinadas personas, la atroz amargura de Aimee se convierte en un terrible y venenoso desaliento.
16.
Aimee ha leído mucho, así que sabe lo raro que es todo esto.
No hay cerrojos en las jaulas. Los monos las utilizan a modo de habitaciones, como lugares para guardar sus pertenencias más queridas y refugiarse de los demás cuando quieren una cierta intimidad. Sin embargo, la mayor parte del tiempo se mueven libremente por el autobús o zanganean por la ajada hierba de las inmediaciones.
Justo ahora, tres monos están sentados en la cama jugando a un juego en el que tienen que emparejar las bolas del mismo color. Los hay que están jugando con madejas de lana de brillantes colores, que están dando volteretas por el suelo, que están pinchando un pedazo de madera con un destornillador, y que están subiéndose encima de Aimee, de Geof y del maltrecho sofá. Otros están apelotonados alrededor del ordenador mirando vídeos de gatitos gracias a una conexión inalámbrica pirata.
El colobus negro está apilando bloques de construcción de madera en la mesa de la cocina americana. Los trajo cuando regresó un par de semanas atrás, y desde entonces ha estado intentando construir un arco. Después de dos semanas y de que Aimee le haya enseñado en repetidas ocasiones cómo funciona una dovela, todavía no lo ha conseguido, pero continúa intentándolo pacientemente.
Geof le está leyendo en voz alta una novela a Pango, la capuchina, que mira las páginas como si fuera siguiendo la lectura. De vez en cuando señala una palabra y alza sus vivarachos ojos hacia Geof, y este se la repite, sonriendo, y luego la deletrea.
Zeb está durmiendo en su jaula: se deslizó hasta ella al anochecer, ahuecó sus juguetes y su manta y cerró la puerta detrás de él. Es algo que hace con mucha frecuencia últimamente.
17.
Aimee va a perder a Zeb, ¿y entonces qué? ¿Qué pasará con los otros monos? 26 monos son muchos monos, pero todos se llevan bien. Nadie, salvo quizás un zoo o un circo, puede cuidar de tantos monos, y Aimee no cree que aparte de ella nadie los vaya dejar dormir donde les apetezca o mirar vídeos de gatitos. Y si no está Zeb, ¿adónde irán esas noches en las que ya no puedan franquear la bañera para alcanzar su misterioso destino? Y Aimee ni siquiera sabe si es Zeb, si él es la causa de todo esto, o si de nuevo no se trata más que de uno de sus intentos por encontrar un motivo.
¿Y Aimee? Ella perderá su seguro mundo artificial: el autobús, las ferias idénticas entre sí, el absurdo novio. Los monos. ¿Y entonces qué?
18.
A los pocos meses de comprar el espectáculo, cuando no le importaba gran cosa si vivía o moría, Aimee siguió a los monos escalera arriba en el número final. Zeb trepó a toda velocidad por la escalera, entró en la bañera y se irguió, llenando los pulmones para su gran grito. Y ella corrió detrás de él. Alcanzó a ver el interior de la abarrotada bañera, con los monos colocados ordenadamente, intentando dejarle vía libre cuando se percataron de lo que pretendía. Aimee saltó al hueco que le habían hecho y se encogió formando un ovillo.
Un instante más tarde, Zeb terminó de inspirar y lanzó su bramido. Hubo un destello de luz, oyó soltarse las cadenas y sintió cómo se volcaba la bañera, mientras los monos se agitaban a su alrededor.
Cayó en solitario los tres metros. Se torció el tobillo cuando chocó contra el escenario, pero se las apañó para mantenerse en pie. Los monos habían vuelto a desaparecer.
Se produjo un incómodo silencio. Esa no fue una de sus representaciones de más éxito.
19.
Aimee y Geof van caminando por el paseo central de la feria de Salina. Ella tiene hambre y no le apetece cocinar, así que están buscando algún sitio que venda perritos calientes a cuatro dólares y medio y Coca-Colas a tres veinticinco, cuando de pronto Geof se vuelve hacia Aimee y le dice:
—Esto es una estupidez. ¿Por qué no vamos a la ciudad? A tomar comida de verdad, a comportarnos como gente normal.
Así que eso es lo que hacen: pasta y vino en un sitio que se llama Irina’s Villa.
—Siempre estás preguntando por qué se van —dice Geof, cuando ya ha bebido botella y media. Tiene los ojos de un azul grisáceo indefinido, pero con esa luz parecen negros y muy cálidos—. Mira, no creo que vayamos a llegar a descubrir jamás qué es lo que sucede, pero, de todas maneras, tampoco creo que esa sea la pregunta que realmente importa. Es posible que la pregunta sea: ¿por qué regresan?
Aimee piensa en las monedas extranjeras, en los bloques de madera, en esos objetos maravillosos que traen cuando regresan a casa.
—No lo sé —dice—. ¿Por qué regresan?
Más tarde esa misma noche, cuando ya están de vuelta en el autobús, Geof dice:
—Sí, seguro que vayan a donde vayan es genial. Pero yo tengo una teoría. —Señala con un gesto el abarrotado autobús con el revoltijo de juguetes y herramientas. Los dos tamarinos acaban de entrar y están sentados en la encimera de la cocina, con las cabezas juntas como si estuvieran examinando alguna tontería nueva—. Les gusta ir de visita a donde quiera que vayan, eso seguro, pero este es su hogar. Y a todo el mundo le gusta regresar a su hogar tarde o temprano.
—Si se tiene un hogar —puntualiza Aimee.
—Todo el mundo tiene un hogar, incluso aunque crean que no lo tienen.
20.
Esa noche, mientras Geof está dormido acurrucado contra uno de los macacos, Aimee se arrodilla junto a la jaula de Zeb. «¿No me lo puedes enseñar al menos a mí? —le pide—. ¡Por favor! Antes de que te vayas».
Zeb es un bulto indefinido bajo su manta azul celeste, pero lanza un débil suspiro y sale lentamente de la jaula. La coge de la mano con su zarpa coriácea y cálida y juntos salen por la puerta y se adentran en la noche.
El solar del fondo donde están aparcados todos los autobuses y caravanas está tranquilo, y tan solo se oyen unas pocas voces que llegan de detrás de ventanas con las cortinas corridas. El azul oscuro del cielo está salpicado de estrellas. La luz brilla directamente sobre ellos dos y llena de sombras la cara de Zeb, cuyos ojos, cuando levanta la mirada, parecen no tener fondo.
La bañera está detrás de los bastidores, colocada ya en la tarima con ruedas a la espera del siguiente show. El lugar está casi totalmente a oscuras, iluminado únicamente por algunas señales rojas de «SALIDA» y por una única lámpara de vapor de sodio situada en un lateral. Zeb lleva a Aimee hasta la bañera, deja que pase sus manos por las frías curvas y las garras de león y le señala el interior débilmente iluminado.
A continuación se sube con esfuerzo a la tarima y pasa por encima del borde de la bañera. Ella está de pie a su lado, mirándole desde arriba. Zeb se yergue y lanza su gran bramido. Y entonces se deja caer tumbado y la bañera está vacía.
Aimee lo ha visto, lo ha visto desaparecer. Estaba allí y un momento después ya no estaba. Pero no había nada que ver, no hay ni una puerta ni una realidad fluctuante ni un débil chasquido cuando el aire se cuela para llenar el espacio vacío. Sigue sin tener sentido, pero esa es la respuesta que tenía Zeb.
Cuando Aimee regresa al autobús, Zeb ya está de vuelta, enterrado bajo su manta, resollando mientras duerme.
21.
Y entonces un día:
Todos están entre bambalinas. Aimee está terminando de maquillarse y Geof está volviendo a comprobarlo todo. Los monos están en el camerino, sentados en círculo con gran cuidado, como si intentaran evitar que se les arrugaran sus llamativos chalecos y faldas. Zeb está sentado en el centro, junto a Pango, que lleva su trajecito verde con lentejuelas. Gruñen brevemente y luego se recuestan. Uno tras otro, los demás monos avanzan hasta ellos y le estrechan la mano a Zeb y luego a Pango. Ella les hace una venia con la cabeza, como la niña elegida reina de una feria de flores.
Esa noche, Zeb no corre escaleras arriba. Se queda en el taburete y el último mono en subir es Pango, que entra en la bañera y lanza un grito. Aimee ha seguido pensando equivocadamente que Zeb está detrás de lo que sucede con los monos, pero estaba tan segura que se le han escapado todas las señales. Pero a Geof no se le ha escapado nada, así que cuando Pango grita, pulsa el interruptor del flash de luz. El destello, la bañera vacía.
Zeb se pone de pie en el taburete y hace una reverencia igual que el director de una compañía de teatro al que han obligado a salir a saludar al escenario. Cuando el telón baja por última vez, levanta los brazos para que lo cojan. Aimee lo lleva en brazos mientras caminan de vuelta al autobús, con el brazo de Geof rodeando a ambos.
Esa noche, Zeb se queda dormido con ellos en la cama, entre los dos. Cuando Aimee se despierta por la mañana, está de nuevo en su jaula con su juguete favorito. No se despierta. Los monos se agolpan en los barrotes y miran.
Aimee llora todo el día.
—Tranquila —le dice Geof.
—No es por Zeb —responde ella entre sollozos.
—Lo sé.
22.
Este es el truco del truco de la bañera: no hay truco. Los monos atraviesan el escenario y suben por la escalera y entran en la bañera y se acomodan y entonces desaparecen. El mundo está lleno de sucesos extraños, sucesos que no tienen ningún sentido, y es posible que este sea uno de ellos. Y si los monos eligen no compartirlo, muy bien, nadie se lo puede echar en cara.
Es posible que este sea el misterio de los monos, el cómo encontraron otros monos que se hacían preguntas e intentaban cosas, e idearon una manera de estar todos juntos para compartirlo. Es posible que en realidad Aimee y Geof sean simplemente los invitados en el mundo de los monos: están en él una temporada y luego se marchan.
23.
Seis semanas después, un hombre se acerca a Aimee cuando ella y Geof se están besando después de un espectáculo. Es pequeño, pálido y se está quedando calvo. Tiene la mirada de aturdimiento de las personas a las que algo les está corroyendo por dentro. Aimee conoce esa mirada.
—Tengo que comprárselo —le dice.
—Lo sé —responde Aimee moviendo la cabeza afirmativamente.
Se lo vende por un dólar.
24.
Tres meses más tarde, llega el primer visitante al apartamento que tienen Aimee y Geof en Bellingham. Oyen cómo se cierra la nevera y van a la cocina, y allí está Pango, sirviéndose zumo de naranja de un tetrabrik.
La mandan de vuelta a casa con unos naipes para jugar a la canasta.

© 2008 Kij Johnson

Marie Laurencin

Para esta pintora el mundo es femenino y hay feminidad en todo lo que se esconde, en todo lo que se muestra, en el alma misma de Francia que para ella es tan femenina.

Marie Laurencin se pasó la vida mirando y pintando mujeres, amando ninfas que querían ser ella y se burlaban un poco de ella. Era tan mujer que sólo otras mujeres pudieran comprenderla. Marie Laurencin no pintaba el amor homosexual ni la costumbre de la mujer, sino una nebulosa nocturna, dulce y sola donde todo era mujer, hasta los caballos, y donde todo era búsqueda tenue y profunda de esa otra mujer vertiginosa en torno a sí misma que hay en toda mujer. Marie Laurencin pintaba con cualquier cosa menos con pinturas. Le servían las pomadas, los maquillajes, las colonias, los polvos para la nariz, esos polvos que matan el brillo repentino de la piel y dejan a la mujer un poco muñeca, como la quería la pintora. La Laurencin pulveriza sus mujeres o las barniza, pero es la única que sabe pintar lo femenino de la mujer, esa cosa que va entre combinaciones, señoritas que posaban en su estudio, vestidas o desnudas, bajo la mirada feminísima y poseedora de Marie Laurencin.  (Extracto de un artículo de  FRANCISCO UMBRAL)  Amante del poeta Apollinere Resultado de imagen para apollinaire Maria Laurencin

Chopin - Lang Lang - Valse Brilliante

jueves, 21 de septiembre de 2017

Elefantes, un cuento

Elefantes



Por Federico Falco.
Llegó el circo y armó su carpa en los terrenos del ferrocarril, a un costado de la estación. Tardaron tres días enteros en armarla. Enseguida trazaron un gran círculo sobre la tierra y alisaron el piso, esa sería la pista. Después acomodaron las casillas y los carromatos y las jaulas con los leones y los tigres alrededor de ese círculo. Bastante alejadas. El segundo día clavaron estacas durante toda la mañana; el pueblo se llenó de ruido a martillazos. Durante la tarde levantaron los mástiles. Muchos hombres asieron una soga gruesa y tiraron, gritando acompasados. Los dirigía un viejo en camiseta. El poste central se alzó hasta quedar perpendicular al suelo.
El último día cubrieron los mástiles con las lonas y la carpa tomó forma.
Mientras tanto, las mujeres escuálidas que en la función volarían por los aires leían revistas junto a sus casas rodantes y tendían ropa sobre las ramas de los árboles. Desde lejos podía verse al hombre de goma acostado sobre el techo de su casilla, tomando sol vestido solo con un slip diminuto, y al mago puliendo una inmensa caja de cristal.
La gente del pueblo encerró a sus perros y a sus gatos, porque se decía que los del circo eran capaces de robarlos para alimentar a sus animales. Las madres tampoco dejaban a sus hijos acercarse al baldío por miedo a que los raptaran o se los llevaran al partir, convertidos en saltimbanquis o en malabaristas. Igual, muchos se escapaban de la escuela para ver cómo les daban de comer a los leones y se quedaban mirando desde la calle las cosas del circo. Había monos que se rascaban las pulgas. Había perros saltarines que corrían desesperados tras un señor que les tiraba galletas. Había dos caballos blancos, uno con una cola larga hasta el piso. Y había un elefante. Gris. Perfecto. Alto. Un poco triste.
La primera función fue un lleno total. La gente del pueblo hablaba de las maravillas que habían visto: el hombre bala, la pirámide humana, la mujer que galopaba sobre los caballos y lanzaba fuego por la boca, el domador y los leones, un tigrecito al que le habían puesto un sombrero y actuaba con los payasos. Los que no habían asistido esperaban ansiosos el siguiente fin de semana. Los que sí fueron, caminaban inflados de orgullo.
El dueño del circo tenía un hijo y lo mandó a la escuela para que tomara clases mientras el circo estuviera en el pueblo. Iba a sexto grado. Sus compañeros lo rodearon esperando que contara miles de aventuras porque pensaban que la vida en el circo debía ser extraordinaria, pero el chico se negó a hablar de eso. Era un chico huraño y de ojos duros, impiadosos. Odiaba que lo vieran como a un fenómeno. No salía a los recreos y se quedaba en su banco, mirando por la ventana hacia fuera, a la calle. A la salida lo venían a buscar en un Rastrojero cargado con dos parlantes que anunciaban las próximas funciones. A medida que la voz grabada del payaso se acercaba gritando la publicidad, el chico del circo se ponía más y más colorado. Después, solo quedaba formar y arriar la bandera.
Una tarde, una de las compañeras del chico del circo entró corriendo al aula antes de que sonara la campana y le dio un rápido beso en los labios. Después la chica intentó escaparse, pero el chico del circo la sostuvo por el pelo y la obligó a darle otro beso. Abrió grande la boca, como si se la fuera a tragar, y empujó con la lengua hasta que los labios de la chica cedieron. El chico del circo metió entonces la lengua dentro y dejó allí depositado, en la concavidad rosa, un chicle de menta ya desabrido y sin color. Cuando el resto del curso entró al aula, la chica lloraba sentada en su banco, con las dos piernas muy juntas y el delantal estirado sobre las rodillas. El chico del circo seguía mirando por la ventana.
Al poco tiempo corrió un rumor entre los cursos más bajos. Decían que el chico del circo había arrastrado a una de sus compañeritas hacia el hueco que se formaba debajo de las enredaderas del patio y la había obligado a desnudarse. Aseguraban que habían hecho caca juntos.
La directora desestimó los cuchicheos, pero igual llamó al chico del circo a su oficina y mantuvieron una extensa entrevista en la que lo interrogó acerca de cómo se sentía en su nueva escuela y si creía que se estaba integrando bien al resto del grupo.
El chico del circo habló poco y nada.

Un día, sin previo aviso, y después de dos exitosos fines de semana, el circo se fue y el chico no volvió a la escuela. El baldío en que se había asentado la carpa amaneció liso y vacío. Solo quedaba, en una esquina, el elefante parado, alto y triste, con su grillete en la pierna y una cadena que lo ataba a su estaca.

La policía hizo averiguaciones. Dijeron que los del circo no tenían los papeles del animal en regla y que por eso lo habían dejado. Vino el veterinario y revisó al elefante.
Este animal está muy enfermo, dijo. Está a un pie de la muerte, dijo.
Todos se pusieron muy tristes. ¿No se puede hacer nada?, ¿no hay modo de salvarlo?, preguntaron.
El veterinario respondió que no, que solo era cuestión de horas.
¿Y qué vamos a hacer con un elefante muerto?, preguntaron.
No tengo ni idea, dijo el veterinario.
Los chicos, mientras tanto, rodeaban al elefante y corrían entre sus piernas. El desafío era pasar bajo la panza del animal sin que este lo advirtiera. Más tarde se colgaron de su cola y también uno, el más sabandija de todos, se le subió al lomo. Después de un rato de saludar desde allí, bajó sin pena ni gloria. El elefante, parado en medio de los terrenos del ferrocarril, apenas si movía las orejas para espantar las moscas. No comía. La trompa le caía derecha y arrastraba por el suelo. Tenía los ojos lagañosos y entrecerrados.
Dos días más tarde, se murió.
Nadie sabía qué hacer con el elefante muerto. Cortaron el candado que ataba el grillete a la pata y, con una pala excavadora y la ayuda de muchos hombres, lo subieron al camión de la municipalidad y lo llevaron al basural. Allí lo dejaron.

Algunos chicos todavía fueron un tiempo más a jugar sobre el elefante. Un día dejaron de ir. Había olor.

Cuando ya era una montaña reseca e informe, el intendente recordó al elefante muerto y comenzó a hacer gestiones. Logró venderle el esqueleto a un Museo de Ciencias Naturales de Formosa. Fue un buen ingreso para las arcas municipales. Vinieron tres técnicos y se pasaron dos días blanqueando huesos y embalándolos en cajas de cartón. Al terminar la tarea cargaron todo en una furgoneta destartalada y partieron. El museo tenía un gran hall de ingreso, un poco oscuro pero majestuoso, y el elefante sería toda una atracción puesto allí, en el centro.
Tardaron un año y medio en armarlo. Día tras días engarzaban huesos en un firme y secreto soporte de hie - rro. Consultaban, para hacerlo, una vieja enciclopedia de zoología y observaban en detalle cada parte, cada articu - lación, cada pequeñez. Lentamente, el elefante tomaba forma. Ya estaba casi completo cuando advirtieron que faltaba una diminuta vértebra de la cola. Según el libro debía haber diecinueve y en la caja de las vértebras había solo dieciocho.
Durante un tiempo la buscaron en las otras cajas, hasta que se dieron por vencidos. Se dijeron a sí mismos que seguramente el huesito habría quedado olvidado en el pueblo, perdido entre cáscaras de papas, bolsas de nylon y botellas rotas.
Pero no era así. Lo tenía, en realidad, la chica aquella que había besado al hijo del dueño del circo. Caminó entre sombras una noche de verano para robar la vértebra,en medio del basural crujiente y tembloroso, sin que nadie lo advirtiera.
La escondió en un cajón secreto, en el fondo de su cómoda, junto al diario íntimo y al lado del chicle reseco y desvaído, envuelta con una cinta rosa.
Era su souvenir.

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Payasos

Payasos Uno de los poemas de José Emilio Pacheco, México. 

Por los Payasos habla la verdad.
Como escribió Freud, la broma no existe:
todo se dice en serio.
Sólo hay una manera de reír:
la humillación del otro. La bofetada,
el pastelazo o el golpe
nos dejan observar muertos de risa
la verdad más profunda de nuestro vínculo.
Todo Payaso es caricaturista
que emplea como hoja su falso cuerpo deforme.
Distorsiona, exagera –y es su misión–
pero el retrato se parece al modelo.
Vuelve cosa de risa lo intolerable.
Nos libera
de la carga de ser,
la imposible costumbre de estar vivos.
Cuando se extingue la carcajada y cesa el aplauso,
nos quitamos las narizotas,
la peluca de zanahoria, el carmín,
el albayalde que blanquea nuestra cara.
Entonces aparece lo que somos sin máscara:
los payasos dolientes.