Elefantes
Por Federico Falco.
Llegó el circo y armó su carpa en los terrenos del
ferrocarril, a un costado de la estación. Tardaron tres días enteros en
armarla. Enseguida trazaron un gran círculo sobre la tierra y alisaron el piso,
esa sería la pista. Después acomodaron las casillas y los carromatos y las
jaulas con los leones y los tigres alrededor de ese círculo. Bastante alejadas.
El segundo día clavaron estacas durante toda la mañana; el pueblo se llenó de
ruido a martillazos. Durante la tarde levantaron los mástiles. Muchos hombres
asieron una soga gruesa y tiraron, gritando acompasados. Los dirigía un viejo
en camiseta. El poste central se alzó hasta quedar perpendicular al suelo.
El último día cubrieron los mástiles con las lonas y la
carpa tomó forma.
Mientras tanto, las mujeres escuálidas que en la función
volarían por los aires leían revistas junto a sus casas rodantes y tendían ropa
sobre las ramas de los árboles. Desde lejos podía verse al hombre de goma
acostado sobre el techo de su casilla, tomando sol vestido solo con un slip
diminuto, y al mago puliendo una inmensa caja de cristal.
La gente del pueblo encerró a sus perros y a sus gatos,
porque se decía que los del circo eran capaces de robarlos para alimentar a sus
animales. Las madres tampoco dejaban a sus hijos acercarse al baldío por miedo
a que los raptaran o se los llevaran al partir, convertidos en saltimbanquis o
en malabaristas. Igual, muchos se escapaban de la escuela para ver cómo les
daban de comer a los leones y se quedaban mirando desde la calle las cosas del
circo. Había monos que se rascaban las pulgas. Había perros saltarines que
corrían desesperados tras un señor que les tiraba galletas. Había dos caballos
blancos, uno con una cola larga hasta el piso. Y había un elefante. Gris.
Perfecto. Alto. Un poco triste.
La primera función fue un lleno total. La gente del pueblo
hablaba de las maravillas que habían visto: el hombre bala, la pirámide humana,
la mujer que galopaba sobre los caballos y lanzaba fuego por la boca, el
domador y los leones, un tigrecito al que le habían puesto un sombrero y
actuaba con los payasos. Los que no habían asistido esperaban ansiosos el
siguiente fin de semana. Los que sí fueron, caminaban inflados de orgullo.
El dueño del circo tenía un hijo y lo mandó a la escuela
para que tomara clases mientras el circo estuviera en el pueblo. Iba a sexto
grado. Sus compañeros lo rodearon esperando que contara miles de aventuras porque
pensaban que la vida en el circo debía ser extraordinaria, pero el chico se
negó a hablar de eso. Era un chico huraño y de ojos duros, impiadosos. Odiaba
que lo vieran como a un fenómeno. No salía a los recreos y se quedaba en su
banco, mirando por la ventana hacia fuera, a la calle. A la salida lo venían a
buscar en un Rastrojero cargado con dos parlantes que anunciaban las próximas
funciones. A medida que la voz grabada del payaso se acercaba gritando la
publicidad, el chico del circo se ponía más y más colorado. Después, solo
quedaba formar y arriar la bandera.
Una tarde, una de las compañeras del chico del circo entró
corriendo al aula antes de que sonara la campana y le dio un rápido beso en los
labios. Después la chica intentó escaparse, pero el chico del circo la sostuvo
por el pelo y la obligó a darle otro beso. Abrió grande la boca, como si se la
fuera a tragar, y empujó con la lengua hasta que los labios de la chica
cedieron. El chico del circo metió entonces la lengua dentro y dejó allí depositado,
en la concavidad rosa, un chicle de menta ya desabrido y sin color. Cuando el
resto del curso entró al aula, la chica lloraba sentada en su banco, con las
dos piernas muy juntas y el delantal estirado sobre las rodillas. El chico del
circo seguía mirando por la ventana.
Al poco tiempo corrió un rumor entre los cursos más bajos.
Decían que el chico del circo había arrastrado a una de sus compañeritas hacia
el hueco que se formaba debajo de las enredaderas del patio y la había obligado
a desnudarse. Aseguraban que habían hecho caca juntos.
La directora desestimó los cuchicheos, pero igual llamó al
chico del circo a su oficina y mantuvieron una extensa entrevista en la que lo
interrogó acerca de cómo se sentía en su nueva escuela y si creía que se estaba
integrando bien al resto del grupo.
El chico del circo habló poco y nada.
Un día, sin previo aviso, y después de dos exitosos fines de
semana, el circo se fue y el chico no volvió a la escuela. El baldío en que se
había asentado la carpa amaneció liso y vacío. Solo quedaba, en una esquina, el
elefante parado, alto y triste, con su grillete en la pierna y una cadena que
lo ataba a su estaca.
La policía hizo averiguaciones. Dijeron que los del circo no
tenían los papeles del animal en regla y que por eso lo habían dejado. Vino el
veterinario y revisó al elefante.
Este animal está muy enfermo, dijo. Está a un pie de la
muerte, dijo.
Todos se pusieron muy tristes. ¿No se puede hacer nada?, ¿no
hay modo de salvarlo?, preguntaron.
El veterinario respondió que no, que solo era cuestión de
horas.
¿Y qué vamos a hacer con un elefante muerto?, preguntaron.
No tengo ni idea, dijo el veterinario.
Los chicos, mientras tanto, rodeaban al elefante y corrían
entre sus piernas. El desafío era pasar bajo la panza del animal sin que este
lo advirtiera. Más tarde se colgaron de su cola y también uno, el más sabandija
de todos, se le subió al lomo. Después de un rato de saludar desde allí, bajó
sin pena ni gloria. El elefante, parado en medio de los terrenos del
ferrocarril, apenas si movía las orejas para espantar las moscas. No comía. La
trompa le caía derecha y arrastraba por el suelo. Tenía los ojos lagañosos y
entrecerrados.
Dos días más tarde, se murió.
Nadie sabía qué hacer con el elefante muerto. Cortaron el
candado que ataba el grillete a la pata y, con una pala excavadora y la ayuda
de muchos hombres, lo subieron al camión de la municipalidad y lo llevaron al
basural. Allí lo dejaron.
Algunos chicos todavía fueron un tiempo más a jugar sobre el
elefante. Un día dejaron de ir. Había olor.
Cuando ya era una montaña reseca e informe, el intendente
recordó al elefante muerto y comenzó a hacer gestiones. Logró venderle el
esqueleto a un Museo de Ciencias Naturales de Formosa. Fue un buen ingreso para
las arcas municipales. Vinieron tres técnicos y se pasaron dos días blanqueando
huesos y embalándolos en cajas de cartón. Al terminar la tarea cargaron todo en
una furgoneta destartalada y partieron. El museo tenía un gran hall de ingreso,
un poco oscuro pero majestuoso, y el elefante sería toda una atracción puesto
allí, en el centro.
Tardaron un año y medio en armarlo. Día tras días engarzaban
huesos en un firme y secreto soporte de hie - rro. Consultaban, para hacerlo,
una vieja enciclopedia de zoología y observaban en detalle cada parte, cada
articu - lación, cada pequeñez. Lentamente, el elefante tomaba forma. Ya estaba
casi completo cuando advirtieron que faltaba una diminuta vértebra de la cola.
Según el libro debía haber diecinueve y en la caja de las vértebras había solo dieciocho.
Durante un tiempo la buscaron en las otras cajas, hasta que
se dieron por vencidos. Se dijeron a sí mismos que seguramente el huesito
habría quedado olvidado en el pueblo, perdido entre cáscaras de papas, bolsas
de nylon y botellas rotas.
Pero no era así. Lo tenía, en realidad, la chica aquella que
había besado al hijo del dueño del circo. Caminó entre sombras una noche de
verano para robar la vértebra,en medio del basural crujiente y tembloroso, sin
que nadie lo advirtiera.
La escondió en un cajón secreto, en el fondo de su cómoda,
junto al diario íntimo y al lado del chicle reseco y desvaído, envuelta con una
cinta rosa.
Era su souvenir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Tu comentario es de gran utilidad para para Abraelazuldelcielo. Ce.