domingo, 25 de agosto de 2013

En medio del ombligo

Acá comparto uno de mis pequeños textos o textos pequeños:

En medio del ombligo
Había escuchado que Salvador tenía un amigo pequeñito que vivía en su cuarto y que por las noches se acurrucaba en su ombligo. La idea de un amigo tan pequeñito me encantó y que durmiese acurrucado en su ombligo me produjo una ternura increíble, justo en el ombligo como si se tratase de un bebito que duerme plácido mientras espera el inicio de la vida. Tenía que verlo. Salvador no me hablaba nunca, decía que no le gustaba meterse con las mujeres porque somos conflictivas y enredistas. ¿Cómo le iba a pedir que me lo enseñase si no le podía hablar? ¿Con muecas y gestos? Antes había intentado hablarle varias veces y él ponía cara de palo, los labios cerrados, los oídos sordos y los ojos mirando a otra parte como si yo no existiese. ¿Y si entraba a su cuarto mientras dormía, levantaba la sábana, podría verlo? ¿A oscuras? ¿Y si dormía boca abajo?
A cada rato miraba mi propio ombligo para ver si había aparecido una mujercita igualita a mí pero tan chiquita que pudiese estirarse cómodamente en mi ombligo.
— ¿Por qué te levantas el vestido?— Preguntaba mi mamá con voz de preocupación, y yo me hacía la que saltaba y jugaba con mi sombra. Mi ombligo estaba siempre vacío. Entonces me dije — ¿Y para qué existe la imaginación? Aunque no vea nada, la veré— y como era de día me puse concentrada a mirar sobre mi mesa de noche, con los ojos casi cerrados como si fuese a tomar una foto tratando de pensar sólo en ella, en la niñita pequeñísima que aparecería para jugar conmigo. Cerré los ojos, dije solo para mí misma las palabras mágicas, que sea, que sea, que mi sueño sea y todo lo que desee se cumpla, y entonces al abrir los ojos vi que la niñita se desperezaba como si hubiese estado durmiendo desde hacía mucho y se ponía de pie para poder verme. —Eres igual a mí, me dijo, pero mucho más grande, eres una giganta, eres enorme.



Buscando una imagen para recrear este cuento encontré este que no es para el cuento pero que me gustó mucho:



Sigo siendo

Anoche la vimos, una belleza, nuestra música melancólica de la selva, del ande, ya más animada la de la costa, tan variada igual tocando nuestra sensibilidad. Los paisajes nuestros. Y un homenaje a Arguedas. El sonido del agua y el canto de los pájaros dando origen a la música. Me impresionó un músico que pasa desapercibido en Lima, realizando trabajos distintos a su música , es heladero) cargando toda la sabiduría de su violín, la herencia recibida de su padre, su mundo que queda en las alturas en el que es tan feliz. Creo que han hecho un bello documental que podría tener una segunda parte en donde nos muestren los huaylas, los saxos y mucho más de nuestra música. Esta es una invitación a que se den tiempo para verla.



Más vida a la vida

Sigo siendo (kachkaniraqmi), la película que explora el Perú a través de la música.


Sigo siendo es más que un documental o una película. Quiero verla varias veces. Quiero verla siempre en realidad porque es un vuelo mágico que nos muestra nuestra tierra, con sus múltiples diferencias, su complejidad cultural, la belleza de su paisaje, el corazón de su gente.
Es un viaje al interior de nosotros mismos a través de la música que es como el latido de nuestro propio corazón; la misma que permite el encuentro de todos esos mundos de los que está hecho el Perú. La riqueza de nuestro mestizaje representada en las notas del violin de Maximo Damián junto con el zapateo de los hermanos Ballumbrosio. O la escena en que el violinista entra a la casita de barro de la niñez, en la sierra me trajo, muy a su manera, el recuerdo de las fresas silvestres de bergman y me pareció que además de un vuelo y un viaje era también un sueño proyectado en un ecran. Una poesía.
Me impresionó la armazón de la película; los puentes que usa para pasar de un lugar a otro, de un personaje a otro, de una historia a otra de manera sutil. La subjetividad de cada uno de los testimonios. De los criollos, de la mujer de selva, del hombre del ande.
Salí con la certeza que Arguedas sigue siendo, que Chabuca sigue siendo, lo mismo que el maestro Jayre y el maestro Casaverde y que toda esa preciosa naturaleza, esa belleza de río y de mar, esas montañas, la música, seguirán siendo. Los que se han ido siguen siendo y nosotros mismos también seguiremos estando de alguna manera vivos por siempre. Alina Gadea

Entrevista a Sara Van



Canta en la película peruana "Sigo siendo" nada menos que una canción de Chabuca Granda.

Compañero del viento

Compañero del viento : Abbas Kiarostami
por Clara Janés - A. Kiarostami
Ediciones del Oriente y del Mediterráneo

Abbas Kiarostami Teherán, 22 de junio de 1940) es uno de los cineastas y fotógrafos más influyentes y controvertidos del Irán postrevolucionario y uno de los más consagrados directores de la comunidad cinematográfica internacional.


Una flor, una mariposa, una abeja, el reposo de un niño, una mujer encinta, viento, nieve son particulares formas de paisaje que Abbas Kiarostami capta con palabras y, como mago, deja flotando envueltas en silencio. Este silencio es el que les quita peso, las sitúa en la ingravidez, las sostiene y singulariza y las arrebata al espacio y al tiempo. Y, con todo, se trata siempre de lo cotidiano, de momentos de vida, de lo que transcurre. Es el don del poema breve, se llame haiku (Japón), koşuk o koşma (Turquía),sach’ (Arabia preislámica) o josravaní (Irán), una forma de escritura sutil y sagaz que compacta concepto e imagen otorgándoles un aspecto pluridimensional. Detenida esta unidad por la mano creadora, se carga de sugerencias y es inevitable, a través de ella, no establecer nexos, algunos muy concretos.

Leyendo los versos de Kiarostami, por ejemplo, las amapolas, o las manzanas nos llevan hasta Sohrab Sepehrí, el más abarcador entre los poetas persas del siglo XX, que además era pintor. Y a ese aspecto suyo, el plástico, nos acercan la nieve, los árboles quebrados y los caminos en la montaña. Sepehrí, que se preguntaba “dónde está la morada del amigo [1]”, pregunta a su vez formulada siglos antes por Yalal UD-Din Rumi a través de la cual se delimita la perpetua búsqueda que es la vida y, con ella, el arte, veía en la naturaleza un modo de abstracción de carácter extremo oriental –no hay que olvidar que partió a Japón para aprender grabado-. El mismo espíritu habita en Kiarostami y se refleja no sólo en sus imágenes –especialmente en sus bellísimas fotografías-, sino también en sus textos, hasta tal punto que su escritura –como afirma Victor Erice– es comparable a la de los cuadernos dejados por otro cineasta, el ya clásico Jasujiro Ozu.

La noche/es el don de Dios/ a los ciegos [2], escribió el turco Fazil Hüsnü Dağlarca, versos que cruzan nuestra mente como un relámpago negro. Para Kiarostami, que trabaja con la claridad, se trata de la luz, eso “único visible por sí mismo”, en palabras de Sohravardi [3]. Y la luz se halla en todo, y, sobre todo, en el aire. La potencia de la luz es tan grande que puede deslumbrarnos y cegar las dimensiones de lo real. Pero Kiarostami es un maestro y también al escribir poesía sabe cómo captarla en su momento de máxima eficacia, cuando, suspendidas esas formas peculiares del paisaje, esos concepto-imágenes, en el interior de su gota de silencio, cruza su envoltura, como si el silencio fuera un aura de transparente vaho, provocando el fenómeno de la irisación.


POEMAS




Un potrillo blanco
viene de la niebla
y desaparece
en la niebla



Los polluelos de un día
experimentaron
la primera lluvia de primavera



Salta y se posa
se posa y salta
el saltamontes
en una dirección que sólo él sabe



Seis monjes bajos
caminan
entre altos plátanos
...
La voz de los cuervos



La araña
ha empezado su labor
antes de la salida del sol



La alfalfa esconde en sí
el rocío matutino



Las moscas
giran en torno a la cabeza de la yegua muerta
cuando se pone el sol



Ni este
ni oeste
ni norte
ni sur
Aquí mismo donde estoy de pie



En los juegos entre el niño y la abuela
siempre pierde
la abuela



En un templo
de hace mil trescientos años
la hora
siete menos siete



Mi sombra
me acompaña
en la noche de luna



La bignonia
se llena
de lluvia primaveral



El gusano deja
la manzana agusanada
por una nueva manzana



Las coloridas frutas
en el silencio de los vestidos de luto



Pensándolo bien
no comprendo la razón
de tanta blancura de la nieve



Esta vez une
la araña
las ramas
de la morera y el cerezo


Los girasoles
cabizbajos murmuran
en el quinto día nublado

La paloma
compuso el primer poema épico
al volar sobre el cráter de un volcán



El humo de la vela
ennegrece
el ala colorida de la mariposa
De cada cien manzanas
diez manzanas agusanadas
para cada gusano
diez manzanas
Los pájaros
juegan
en la mano y la cara del espantapájaros
La tarea ha llegado a su fin
Dos cuadernos de cien hojas
un lápiz con la punta afilada
una mochila de consejos
un niño en el camino
Durante la noche de tormenta
se enciende la lámpara
La insistencia del amante
no llega a nada
Ahora ¿dónde está?
¿qué hace
aquel que he olvidado?
Siguiendo el espejismo
llegué al agua
sin sensación de sed
Siempre quedan inacabadas
mis palabras
conmigo mismo…











Chet Baker Jazz



Coreografía de Jirí Kylián. Maravilla.

Sorpresa de la música

Los pasajeros del ómnibus con destino a Punta del Este no daban crédito. Unos dormían,
otros leían el diario cuando en una de las paradas se subió el maestro Federico García Vigil vestido de fiesta.

En ese instante, una serie de músicos infiltrados entre los pasajeros comenzaron a tocar sus instrumentos. La pequeña
orquesta hizo sonar la serenata n.º 13 para cuerdas de Mozart, más conocida como Eine kleine Nachtmusik

En este caso, la empresa COT realizó la intervencióncon motivo del lanzamiento de una nueva flota de
vehículos.

La voz de Philippe Jaroussky


Hermosa voz, hermosa música que me llena el alma.


Farinelli, Carestini: Castrats et rivaux | Philippe Jaroussky




La peluquería y Corín Tellado


Mi amiga Carmen Rico Coira me envía este texto que nos lleva al mundo de los recuerdos.



17 de agosto de 2013

Creo que aún no sabía leer cuando iba con mi madre a la peluquería de Nieves, en la buhardilla de la casa de Jato. Ella se hacía la permanente, tratando de rizar los pelos indómitos que yo heredé y a mi me cortaban entre llantos mi melena lacia peinada con raya al medio al mejor estilo chica coca-cola y yeyé...
Mi madre, siempre tratando de sacarme los pelos de delante, que me "comían "la cara", decía y yo dejando bien patente desde siempre mi intención de hacer lo que me diera la gana .
Decirle peluquería, ahora sonaría bien pretencioso...pero lo era, vaya si lo era. Un lavacabezas, que desaguaba para un cubo, y que desaguaba a su vez por un water a cada poco Marilín, la hija de la peluquera ó alguna clienta de confianza...
Marilín! Que nombre! Como me hubiera gustado llamarme así, ó Mónica ó Casandra...ó de cualquier forma que me distinguiera de la masa que nos llamábamos Cármenes, Pilis Anas ,Isabeles...por supuesto precedidos de María ó Mari para más inri...
Odiaba ir a la peluquería aquella donde me tiraban del pelo y donde me hacían unos cortes imposibles que poco tenían que ver con los que sugería mi madre y que estaban en un sobado muestrario de la peluquera y que al final no se parecían ni un poco al de aquellos querubines rubios con bucles de las fotos.
También había un objeto diabólico donde metían la cabeza de las mujeres , llena de pequeños rulos y pinzas metálicas y que llamaban secador, y que era una especie de casco que emitía un calor y un ruído infernal.
Mucho tiempo después, cuando me hicieron un electroencefalograma, me vino el recuerdo del "secador de Nieves".
Pero la peluquería tenía sus cosas buenas también... Un televisor en la cocina... También sus misterios, las lecturas de mujeres que no tuve a mano en otro sitio nunca y que allí en el fragor de la batalla, quedaba a mi disposición...
Se trataba de una colección de fotonovelas manoseadas y viejas, mil veces miradas por las madres y que yo habilmente sacaba para la cocina de Nieves, disimulando con lo de la tele... y me ponía ciega con esas historias de amor que no leía poque no sabía, pero que intuìa en aquellas parejas de miradas lánguidas.
Parejas caminando por los parques, cogidas de la mano... Chicas que vestían pantalones, algunas incluso vaqueros . Otras que fumaban... Raramente se besaban las parejas, pero a veces el chico conseguía dar un besito en la esquina de los labios cuando ella retiraba timidamente la cabeza... Ellos, a veces bajaban de coches rojos y largos por delante y por detrás, no como el seat 600 que era el único en que yo me habīa subido y que era redondo como un huevo y de un triste color gris como una tarde de invierno.
Aquellas mujeres de las fotos me parecían misteriosas y modernas, nada parecidas a las que pasaban por la ronda ni por la muralla, todo mi universo infantil. Y yo soñaba con ser así, aquello me parecía la libertad... ¡Que cosas!
Alguien una vez me leyó una... La chica se llamaba Carol y el chico Gustavo... Tan guapos! Los recuerdo a ambos perfectamente...
Todas aquellas maravillosas historias las escribía alguien que se llamaba Corín Tellado. El nombre también se las traía... Del tipo Marilyn!
Que negro tenía que ser aquel mundo para que una niña asociara las fotonovelas y su autora con la modernidad.
La tal Corin creo que vendió novelas como nadie, también las hizo sin fotos... Cientos de ellas, todas de corte romántico o arromanticado más bien. De esas ya no recuerdo si leí alguna vez.Era otra época, cuando en los veranos ya leía las de mis primos, mucho mayores que yo, y más brutos también y es que ellos freferían el género del oeste y yo leía las que caían en mis manos... Aunque nunca me interesaron especialmente, pero en Candia era leer eso ó nada. Pues eso.
Cuando ya de mayor leí una entrevista y vi fotos de la tal Corín Tellado. ¡Que chasco! Ni era interesante, ni moderna, ni libre, ni nada de nada...más bien era un personaje rancio y empalagoso .Como el mismo país...y yo sin saberlo.

Cuando Santiago nos invitó a su casa de Viavelez en Asturias, nunca había oído ni mencionar el pueblo, pero ya el nombre me gustó...y no me puedo creer que pasara de largo tantas veces sin reparar que allí tan cerca de Ribadeo, en mi mismo mar, a solo unos pocos kilómetros de la frontera de Asturias, quede todavía un lugar así de auténtico.
Es un pueblito de pescadores...en realidad son una serie de casas dispersas por la colina en torno a un pequeño puerto. Por el medio de las casas construidas más ó menos donde cada uno pudo, la modernidad puso piedra donde antes solo había tierra. Las casas , cada una hecha con la lógica de su dueño. Una delante, otra detrás. Todas con hortensias de mil colores, buganvillas y menta. Pequeños huertos en cualquier rincón y limoneros que perfuman la mañana.
En la pequeña llanura está el palacio de los indianos que dotaron de escuela al pueblo en el esplendor de su prosperidad. Un enorme muro de piedra separa la gran casa del resto del mundo y por encima asoman especies exóticas y las imprescindibles palmeras. Rodean la propiedad pequeñas casas de colores. Casas de vacaciones, que no de turistas...de aquellos que algún día marcharon a las minas ó más lejos.
El día es tan azul que todo luce y reluce al sol, pero en la abrupta bajada al puerto es fácil imaginar como puede ser un invierno en Viavelez, como el temporal puede dibujar la personalidad de los vecinos y lo dura que podía ser la vida en esa montaña que desciende en pequeños huertos verdes hasta el mar.
Las calles serpentean hasta el rincón que abriga a los barcos y de vez en cuando el mar esmeralda se cuela por algún hueco . Otra vez, empinadas escaleras de piedra y cubiertas de musgo incluso en agosto te conducen a un pequeño embarcadero y al doblar una esquina, un pomposo cartel te dice que esa es la Calle de Corín Tellado, aquella mujer que con cara de amargada escribió y soñó historias de amor desde esta hermosa atalaya.
Alguien me cuenta que la novelista renegó de su pueblo y obvió sus orígenes marineros y modestos, pero aún así un alcalde quiso darle brillo poniéndo su nombre a una calle.
Hasta no hace mucho había dos ó tres bares y la típica tienda de comestibles y taberna en el puerto. Ahora solo queda un local con restaurante y terraza que solo abre un mes en verano porque ya casi no queda gente en Viavelez.

Algún día volveré y me bañaré de nuevo en su playa de canto rodado y agua fría, en una hermosa ensenada a la sombra de un acantilado donde crecen retorcidos los pinos. Y en el medio del mar más doméstico y próximo, en un paisaje entre surrealista y prehistórico, pequeños islotes verdes ocultan a veces, los sueños del viejo que cada mañana sigue saliendo a pescar.

Flavia Company

Esta semana tuvimos como invitada a la escritora argentina española Flavia Company. Acá unos textos suyos, el primero de ellos toma prestados los términos mal empleados, errores que se comete al hablar.


Yo soy inminente

A veces tengo unas admoniciones increíbles, como una especie de versiones de cosas, ¿sabes? Me vienen de repente, por un sueño que he tenido, o por un asentimiento. Paqui dice que todo son alusiones mías, pero de eso ni hablar, que la que está delicada del cerebelo es ella y no yo. Y luego otra cuestión: que a la gente le cuesta mucho omitir que los demás tienen poderes que ellos no han aprehendido. Además, hay que tener presencia de que la Paqui está amargada, porque tiene al marido empotrado en la cama desde hace años y de eso nadie sale inerme, oiga, se lo digo yo que estoy al margen de todo y sé muy bien de lo que hablo porque ya he pasado por ese alcance. La Paqui ahora no me cuenta nada, porque lleva una época muy perceptible, pero antes estábamos muy penetradas las dos. Lástima. Desde que se ha ido a vivir a esa organización de casas endosadas no hay quien le diga nada. Antes vivía en el beneficio de enfrente, y todo eran favores, que si me das un poco de sal, que si me enciendes la aguja que yo no veo bien, en fin, un desecho de favores. Le he dicho que va acabar mal, que el marido se le va a convertir en un adulterado, que su hija pequeña va a tener una noción de embarazo y que al chico la novia lo va a dejar por imponente. Le he dicho que lo he visto todo clarísimo como el agua. Y la Paqui que no, que no se quiere creer que yo soy inminente y veo el futuro. Peor para ella.

Diagnóstico: Solecismo (Se emplea como opuesto a barbarismo; mientras este es un error cometido por el empleo de una forma inexistente en la lengua, el solecismo consiste en el mal uso de una forma existente).
Transtornos literarios. Ed. Páginas de espuma. 2011

Éxito mortal

Lo decidí cuando se convirtió en un best seller. Maldita la hora. Fue un impulso y luego un deseo incontenible. ¿Qué pasa?
¿Acaso ustedes nunca han sentido la necesidad de comprobar cómo funciona la perfección? ¿Jamás han tenido la imperiosa tentación de abrir un reloj, un motor, un cuerpo humano? Escribí la historia de un crimen perfecto y quería comprobar que no lo era solo sobre el papel.
Toda la vida había tenido ganas de matar, esa es la verdad, pero jamás me habría atrevido de no ser por el éxito brutal de mi novela, que demostraba hasta qué punto estaba bien tramada. Seguí mi plan hasta el final, paso a paso, sin olvidar detalle, sin cometer errores, capítulo por capítulo. Pero mi personaje, el asesino, no era un novelista de éxito que cometía el crimen que narraba en su libro. Era un hombre de negocios, gris y avaricioso. Y eso sí que se me escapó, no supe verlo a tiempo, me equivoqué de personaje, fue lo único que substituí.

TITULAR: «Un escritor, acusado de un crimen calcado al que relata en un libro».



Flavia Company
Transtornos literarios, La vida en prosa.Textos de ficción basados en un titular publicado en la prensa escrita. Ed. Páginas de espuma. 2011


El hombre marcado

Todo empezó cuando era pequeño. Me obligaban a hacer las mismas cosas varias veces, las mismas cosas exactamente: recitar el poema que me había aprendido en la escuela, tocar la única pieza que me sabía entera al piano, hacer aquella mueca tan graciosa… una vez tras otra y otra y otra. No acababa nunca. Por eso estoy resignado a que no me toque la maldita primitiva, aunque juegue todas las malditas veces a los mismos malditos números, una vez tras otra y otra y otra. No acabará nunca. Nunca. Mi abuelo, mi pobre abuelo, que había jugado toda la vida al mismo número de lotería, al mismo siempre, tampoco sacó nunca ni un duro. Y antes de morir me dijo: tú insiste, repite, no te canses, que si no me tocó a mí, a ti seguro. Pero nada. En fin, que tengo que dejar de hacerme ilusiones, esas ilusiones que enturbian mi mente de trabajador asalariado con sueños de lujos imposibles, como por ejemplo una bañera redonda, sí, una bañera redonda y rosada llena de espuma y alguien que me frote la espalda de arriba abajo, de arriba abajo, y de fondo una música suave, suave y sublime, pero no de disco compacto, no, sino en directo, toda una orquesta de cámara en el cuarto de baño, entre los vapores calientes de esa agua llena de espuma. De espuma y dinero. Dinero. Y todo el dinero tenerlo a mi lado, ahí mismo, ahí mismo exactamente, en mis maletines, a la vista, al alcance de las manos mojadas por las aguas vaporosas de mi bañera rosada, y guardias de seguridad alrededor de toda mi mansión para protegerme a mí y a mi fortuna incalculable. Solo de pensarlo se me pone la carne de gallina.
De gallina y de gallina.

DIAGNÓSTICO : Batología (Repetición innecesaria de vocablos que se hace al hablar o al escribir).

Flavia Company
Transtornos literarios, ed. Páginas de espuma – 2011



Mi matrimonio
Publicado por: Carlos in Cuentos, Flavia Company, General

Mi marido, el pobre, se ha hecho viejo antes que yo. Viejo de la cabeza. Después de tantas cosas como hemos vivido juntos, tantos proyectos como habíamos hecho para la tercera o cuarta edad, me encuentro ahora con que, en lugar de compañero, tengo al lado una especie de niñito indefenso y caprichoso. Lo peor de todo es que, con el fin de no herir su creciente y enorme susceptibilidad, me las veo y me las deseo para que no se dé cuenta de que tengo que repetirle las cosas veinte mil veces, que si no, las olvida. Pero ni así. Solo para que se acuerde de subir el pan -y no se lo pido porque no pueda bajar yo, que acabaríamos antes, sino para que se sienta útil-, tengo que hacer mil y un malabarismos: «Cuando pases por la panadería, pregúntale a doña María si le debemos algo». Al cabo de un rato: «Por cierto, a ver si está hoy el pan más bueno, porque lo que es ayer…». Luego, mientras tomamos un café descafeinado: «Si te encuentras con Paco en lo de doña María, podrías preguntarle por lo de la excursión». Más tarde: «Esta salsa que estoy haciendo hoy va a conseguir que te acabes la barra de pan». Un poco después: «Me ha dicho la del quinto que van a subir el pan no sé cuántos céntimos». Y por fin, antes que salga de casa:
«Con la hora que se ha hecho, si ya no le quedan de cuarto normal, tráete una sin sal». Aún así, a veces vuelve sin el pan -pero con una escoba nueva, por ejemplo- y me toca bajar a mí. En ocasiones he llegado a pensar que se burla de mí, que se está vengando de algo. Pero no. Es que está viejito, mi Pedro.

DIAGNÓSTICO: Conmoración (Figura retórica por la cual se insiste en alguno de los puntos tratados, para grabarlo más profundamente en el espíritu del lector u oyente).






Un físico filósofo

Meditación en los Alpes


(Erwin Schrödinger. Físico austríaco, 1887-1961) Físico austriaco. Compartió el Premio Nobel de Física del año 1933 con Paul Dirac por su contribución al desarrollo de la mecánica cuántica. Ingresó en 1906 en la Universidad de Viena, en cuyo claustro permaneció, con breves interrupciones, hasta 1920. Sirvió a su patria durante la Primera Guerra Mundial, y luego, en 1921, se trasladó a Zurich, donde residió los seis años siguientes.

Fragmento de Mi concepción del mundo

Supón que estás sentado sobre un banco en un camino de un paraje de los Alpes Altos. (...) Delante tuyo las cimas coronadas de nieve (...) Todo esto que ven tus ojos -de acuerdo con nuestra concepción usual- ha estado aquí, con pequeños cambios, desde hace milenios. Dentro de un ratito -no mucho tiempo- tú ya no estarás mientras que el bosque, las rocas y el cielo seguirán así invariables después de ti. ¿Qué es eso que te ha reclamado repentinamente de la nada para que goces un rato de este espectáculo que ni siquiera repara en ti?


Todas las condiciones de tu ser son casi tan viejas como la roca. Desde hace milenios los hombres han ambicionado, sufrido, criado; las mujeres han parido con dolor. A lo mejor hace cien años otro estaba sentado en este lugar y contempló al igual que tú, con idéntico recogimiento y melancolía en el corazón, esas lomas candentes. Había sido engendrado por un hombre y nacido de una mujer, igual que tú. Sentía alegría y dolor como tú. ¿Era otro acaso? ¿No eras tú mismo? ¿Qué significa este tú mismo? ¿Qué condiciones hacen falta para que este engendrado se convierta en ti, justamente tú y no otro? ¿Qué sentido científico, claramente comprensible ha de tener ese otro? Si la que es hoy tu madre hubiera cohabitado con otro y le hubiera dado un hijo, y de igual manera tu padre, ¿hubieses llegado a ser tú? ¿O quizás tú en ellos, en el padre de tu padre ... ya desde hace milenios? (...)

... es imposible que la unidad, este reconocimiento, el sentir y querer que tú llamas tuyo haya salido de la nada en un cierto momento (no hace mucho tiempo); más bien, este reconocer, sentir y querer es esencialmente eterno e invariable y numéricamente es sólo uno en todos los hombres, o mejor dicho en todos los seres sensibles. (...) ... por muy incomprensible que parezca al intelecto común, tú -e igualmente cada ser consciente tomado por separado- eres todo en todo. Por ello, tu vida, la que tu vives, no es un fragmento del acontecer mundial, sino en cierto sentido, la totalidad.

Así, puedes echarte al suelo, apretarte contra la madre tierra, con el seguro convencimiento de que tú eres uno con ella y ella una contigo. (...) Tan seguro como que ella te tragará mañana, tan seguro como que te parirá de nuevo para renovadas ambiciones y sufrimientos. Y no sólo algún día: ahora, hoy, a diario te da a luz, no una vez sino miles y miles de veces, como también te devora miles y miles de veces a diario. Porque eternamente y siempre es sólo ahora, este único y mismísimo ahora, el presente es lo único que nunca se acaba. En la contemplación de esta verdad (raramente consciente para el individuo que actúa) se encuentra la base de cada acción ética y valiosa. Evita que el hombre noble se juegue el cuerpo y la vida, únicamente por una meta reconocida o tenida por buena, sino que -en raros casos- se entregue con corazón tranquilo, también allí donde no hay esperanza alguna de salvar su persona. (37-39)


... me parece que mi angustia e inquietud, ambición y preocupación no son sino lo mismo que las de miles que vivieron antes que yo, y puedo creer que transcurridos miles de años todavía podrá cumplirse aquello que yo había implorado hace miles de años por vez primera. Ninguna idea germina en mí, que no sea la continuación de la de un ancestro y por lo tanto no es un germen joven, sino el desarrollo de un brote del vetusto y sagrado árbol de la vida. (45)

Fragmentos de: E .Schrödinger. Mi concepción del mundo. Barcelona, Tusquets, 1988.

domingo, 18 de agosto de 2013

Una reina delicada

Clarice es una de mis escritoras favoritas, vuelvo a ella para seguir siempre encontrando un mundo distinto, intenso, tierno y curioso. Acá uno de sus cuentos:
( Clarice de niña).

Felicidad clandestina

Clarice Lispector


Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio amarillento. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía eramos chatas. Como si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historietas le habría gustado tener: un padre dueño de una librería.
No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del padre. Encima siempre era un paisaje de Recife, la ciudad donde vivíamos, con sus puentes más que vistos.

Detrás escribía con letra elaboradísima palabras como "fecha natalicio" y "recuerdos".

Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía odiar esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, altas, de cabello libre. Conmigo ejerció su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a ella no le interesaban.

Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como al pasar, me informó que tenía Las travesuras de Naricita, de Monteiro Lobato.

Era un libro gordo, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría.

Hasta el día siguiente, de alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no vivía, flotaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado a otro.

Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra niña y que volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo, y no me caí una sola vez.

Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la librería era sereno y diabólico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder, que volviese al día siguiente. Poco me imaginaba yo que más tarde, en el curso de la vida, el drama del "día siguiente" iba a repetirse para mi corazón palpitante otras veces como aquélla.

Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A veces ella decía: Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no has venido hasta esta mañana se lo presté a otra niña. Y yo, que era propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos sorprendidos.

Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa, humildemente, su negativa, apareció la madre. Debía de extrañarle la presencia muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las dos. Hubo una confusión silenciosa, entrecortado de palabras poco aclaratorias. A la señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no entender. Hasta que, madre buena, entendió al fin. Se volvió hacia la hija y con enorme sorpresa exclamó: ¡Pero si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera querías leerlo!

Y lo peor para la mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía de ser el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos espiaba en silencio: la potencia de perversidad de su hija desconocida, la niña rubia de pie ante la puerta, exhausta, al viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando, recobrándose al fin, firme y serena, le ordenó a su hija:

-Vas a prestar ahora mismo ese libro.

Y a mí:

-Y tú te quedas con el libro todo el tiempo que quieras. ¿Entendido?

Eso era más valioso que si me hubiesen regalado el libro: "el tiempo que quieras" es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer.

¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la mano. Creo que no dije nada. Cogí el libro. No, no partí saltando como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo.

Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber dónde había guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad siempre habría de ser clandestina. Era como si yo lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire... había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada.

A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo. No era más una niña con un libro: era una mujer con su amante.

Clarice dice:


"Había basado toda mi esperanza en llegar a ser lo que no era." Clarice Lispector.

Martha Graham



Martha Graham bailarina y coreógrafa estadounidense de danza moderna cuya influencia en la danza es equiparada a la que tuvo Picasso en las artes plásticas, Stravinsky en la música o Frank Lloyd Wright en la arquitectura

Coreógrafa

Al abrigo

Todos guardamos un secreto es la tesis de este texto del argentino Juan José Saer. El mundo que ocultamos de los otros, el que alimentamos y sentimos solo nuestro. Descubrir un secreto ajeno varía totalmente nuestras seguridades, nuestros cimientos, nuestra vida.

Al abrigo

Un comerciante de muebles que acababa de comprar un sillón de segunda mano descubrió una vez que en un hueco del respaldo una de sus antiguas propietarias había ocultado su diario íntimo. Por alguna razón --muerte, olvido, fuga precipitada, embargo-- el diario había quedado ahí, y el comerciante, experto en construcción de muebles, lo había encontrado por casualidad al palpar el respaldo para probar su solidez. Ese día se quedó hasta tarde en el negocio abarrotado de camas, sillas, mesas y roperos, leyendo en la trastienda el diario íntimo a la luz de la lámpara, inclinado sobre el escritorio. El diario revelaba, día a día, los problemas sentimentales de su autora y el mueblero, que era un hombre inteligente y discreto, comprendió enseguida que la mujer había vivido disimulando su verdadera personalidad y que por un azar inconcebible, él la conocía mucho mejor que las personas que habían vivido junto a ella y que aparecían mencionadas en el diario. El mueblero se quedó pensativo. Durante un buen rato, la idea de que alguien pudiese tener en su casa, al abrigo del mundo, algo escondido --un diario, o lo que fuese--, le parecía extraña, casi imposible, hasta que unos minutos después, en el momento en que se levantaba y empezaba a poner en orden su escritorio antes de irse para su casa, se percató, no sin estupor, de que él mismo tenía, en alguna parte, cosas ocultas de las que el mundo ignoraba la existencia. En su casa, por ejemplo, en el altillo, en una caja de lata disimulada entre revistas viejas y trastos inútiles, el mueblero tenía guardado un rollo de billetes, que iba engrosando de tanto en tanto, y cuya existencia hasta su mujer y sus hijos desconocían; el mueblero no podía decir de un modo preciso con qué objeto guardaba esos billetes, pero poco a poco lo fue ganando la desagradable certidumbre de que su vida entera se definía no por sus actividades cotidianas ejercidas a la luz del día, sino por ese rollo de billetes que se carcomía en el desván. Y que de todos los actos, el fundamental era, sin duda, el de agregar de vez en cuando un billete al rollo carcomido.
Mientras encendía el letrero luminoso que llenaba de una luz violeta el aire negro por encima de la vereda, el mueblero fue asaltado por otro recuerdo: buscando un sacapuntas en la pieza de su hijo mayor, había encontrado por casualidad una serie de fotografías pornográficas que su hijo escondía en el cajón de la cómoda. El mueblero las había vuelto a dejar rápidamente en su lugar, menos por pudor que por el temor de que su hijo pensase que él tenía la costumbre de hurgar en sus cosas. Durante la cena, el mueblero se puso a observar a su mujer: por primera vez después de treinta años le venía a la cabeza la idea de que también ella debía guardar algo oculto, algo tan propio y tan profundamente hundido que, aunque ella misma lo quisiese, ni siquiera la tortura podría hacérselo confesar. El mueblero sintió una especie de vértigo. No era el miedo banal a ser traicionado o estafado lo que le hacía dar vueltas en la cabeza como un vino que sube, sino la certidumbre de que, justo cuando estaba en el umbral de la vejez, iba tal vez a verse obligado a modificar las nociones más elementales que constituían su vida. O lo que él había llamado su vida: porque su vida, su verdadera vida, según su nueva intuición, transcurría en alguna parte, en lo negro, al abrigo de los acontecimientos, y parecía más inalcanzable que el arrabal del universo.



Juan José Saer

¿Qué leen los escritores? Y un cuento de Claudia Piñeiro




Esta semana en ABRA nuestro taller leímos y comentamos cuentos de la joven escritora argentina Claudia Piñeiro. Acá en este video nos muestra sus libros favoritos.Pero primero leeremo uno de sus cuentos:


Salsa Carina
Se detiene frente a la góndola de conservas. Quiere hacer una rica salsa, la mejor que haya hecho. Aunque sea la misma de siempre. No cocina bien, pero sabe que preparando buenos acompañamientos cualquier plato mejora. Tres recetas alternó hasta el hartazgo en estos veinticuatro años de matrimonio. Veinticuatro años. Salsa de champiñones para las carnes, crema de puerros para los pescados y salsa de tomate Carina para las pastas. Se apropió de una receta de un viejo libro de cocina y la bautizó con su propio nombre, Carina. Una mentira piadosa. Se agrega al tomate vegetales picados en trozos muy pequeños: zanahorias, puerro, alcaparras. Ya los había cortado esa mañana, lo estaba haciendo cuando apareció Arturo en la cocina. Como todos los primeros sábados de cada mes, vendrían sus hijos, Marcela y Tomás, que ya vivían solos. Luego de varios desencuentros habían llegado a ese arreglo: el almuerzo del primer sábado del mes era sagrado. Por eso su asombro cuando Arturo le dijo que se iba. Por muy importante que fuera lo que tenía que hacer, nada cambiaba que lo hubiera dejado para después de comer.

Carina elige dos latas de tomate y las pone dentro del carro donde ya están el frasco de alcaparras, dos botellas del vino tinto que le gusta a Arturo y las cajas de ravioles. Mira las latas dentro del chango, levanta una y después de inspeccionar la la descarta porque tiene una pequeña abolladura. La cambia por otra. Por qué escoger una lata abollada si la cobran igual que las sanas. Recuerda una frase que solía usar Arturo: no pagar gato por liebre. Pobre Arturo. Va hacia la línea de cajas, se para en aquella donde hay menos hombres. Los hombres hacen mal las compras, piensa, cargan de más y cuando pasan por la caja dudan, se dan cuenta de que no pesaron algunos alimentos, van a buscar algo que se olvidaron. Arturo nunca hizo las compras. Ni ella le reclamó. Ella no le reclamó nada en veinticuatro años de matrimonio. Él tampoco hasta esa mañana. Aunque lo de Arturo tampoco fue un reclamo. Reclama quien pide un cambio, una modificación. Él apenas informó, dijo pero no pidió nada. Ojalá hubiera pedido.

La última mujer delante de ella avanza y empieza a descargar sus compras. Carina mira la hora. A pesar de que le llevó tiempo limpiar la cocina, va a llegar bien. Los chicos no vendrán antes de las dos. Le dijo a Arturo: “¿Y qué les digo a los chicos?”. “Yo les voy a explicar”, le contestó él, “después”. Sí, claro, Arturo siempre después. Pero antes ella tendría que enfrentarlos y decirles por qué su padre había faltado al almuerzo de todos los primeros sábados. Trató de convencerlo de que se fuera después de comer. Pero él dijo que no, que ya tenía la valija lista. Ese no fue el punto, ni la valija lista, ni el almuerzo al que no asistiría. Hasta ahí ella estaba aturdida, pero entera. Él agregó que lo estaban esperando. Otra mujer. Y ese tampoco fue el punto porque siempre hay otra mujer. Pero entonces ella quiso saber qué. No le importaba ni quién ni por qué ni cómo. Qué. “¿Cómo qué?”, preguntó él. Carina le explicó: “¿Qué cosa de mí te hizo buscar otra mujer, alejarte?”. Él habló de generalidades, el tiempo que pasa, el amor que se desvanece, la cotidianeidad que arrasa con lo que se ponga delante. Sin embargo ella insistió, qué. No lo dejaría ir sin que él diera un motivo concreto. Y por fin él dijo, para que lo dejara ir. “Tu olor, olés mal”. Ella sintió un hachazo en el cuerpo. “Huele mal tu aliento, tu piel, tu pelo”. Esa confesión fue la que cortó el hilo que sostiene a las personas para que no pasen del deseo al acto. Así como ella sintió un hachazo en el cuerpo, tuvo el deseo de que un hachazo lo atravesara a él. Y aún empuñaba la cuchilla con la que acababa de cortar los vegetales.

Paga la cuenta, mete las bolsas en el chango y va al estacionamiento. No puede recordar dónde dejó su auto. Recorre la playa en un sentido y en otro. Un vigilador se le acerca: “¿La ayudo?, no se inquiete le pasa a mucha gente”. Pero ella claro que está inquieta, porque tiene que ir a su casa, terminar la salsa, decirle a sus hijos que su padre no almorzará con ellos. No quiere que ese hombre la acompañe. Él le pide las llaves, casi se las saca de las manos. Apunta a un lado y al otro hasta que por fin oyen el sonido de una alarma que se desactiva y ven luces titilando a unos metros de ellos. Carina da las gracias y se dispone a irse pero el hombre no deja que empuje el carro. Mientras avanzan, ella puede ver el hilo de sangre que chorrea del baúl. La sangre de Arturo. Mira al vigilador que todavía no parece haberse dado cuenta. “La ayudo a cargar”. Carina sabe que es en vano negarse. “En el baúl no, cargue todo en el asiento de atrás”, dice ella y se para sobre una pequeña mancha en el piso, ahí donde caen las gotas de sangre. El hombre baja la mirada: “¿Qué hizo señora?”. Ella está a punto de confesar, o de empujar el carro sobre él y salir corriendo, o de clavarle la cuchilla con la que mató a Arturo y lleva en la cartera. Pero entonces el hombre se sonríe y agrega: “Se ve que estaba muy distraída esta mañana”, mientras señala los pies de Carina. Recién entonces ella nota que lleva puesto un zapato marrón y otro negro.


Claudia Piñeiro es escritora argentina, su última obra es Un comunista en calzoncillos.




El exilio de Gardel

¿Bailar tango sobre un puente de Paris? Sí, es posible y es hermoso.

Música por Monserrat



El concierto "Música por Montserrat" se celebró en el Royal Albert Hall de Londres, con la participación de numerosas estrellas británicas de la música, a fin de recaudar fondos para ayudar a la isla caribeña de Montserrat, afectada por las erupciones del volcán Soufriere.
Con los nombres de Eric Clapton, Phil Collins, Elton John, Mark Knopfler, Paul McCartney y Sting, entre otros, se consiguió reunir el mayor número de grandes artistas desde el famoso "Live Aid" de julio de 1985 en ayuda a Etiopía, convirtiéndose en el mayor concierto de la década.
En el evento, organizado por George Martin, productor de los Beatles, la canción "Yesterday" fue interpretada por McCartney en solitario. Después se uniero a él Mark Knopfler y Eric Clapton a la guitarra y Phil Collins a la batería e interpretaron "Golden Slumbers - The End".
Finalmente, Elton John complementó el súper quinteto para cerrar la noche con el gran clásico "Hey Jude" ante un público entusiasmado que agotó las 4.500 localidades en sólo 90 minutos.
En total se espera recaudar más de un millón de dolares, gracias también a que ya se han vendido los derechos para retransmitir el concierto a más de 40 países de todo el mundo, además de ser retransmitido en la cadena por satélite Sky.
El concierto empezó con el artista nativo de Montserrat, Arrow, y su ritmo de "calypso", después intervino Phil Collins quien interpretó algunos de sus clásicos como "In The Air Tonight".
Después le llegó el turno al "Coro de Gospel de la Comunidad de Londres", algunos de cuyos integrantes son nativos de la isla.
Mark Knopfler recordó que su álbum de mayor éxito "Brothers in Arms", fue grabado en Montserrat, por lo que interpretó temas pertenecientes a él, como "Brothers In Arms" y "Money For Nothing", este último con la colaboración de Sting y Eric Clapton.
Los músicos que acompañaron a los artistas fueron también primeras figuras, destacando el legendario percusionista Ray Cooper.
Sting deleitó al público con canciones como "Message In A Bottle" y "Fields Of Gold" y Elton John recibió una ovación con todo el público de pie nada más aparecer en el escenario.
John recordó que grabó tres discos en Montserrat, en su opinión "la isla más bonita del caribe", e interpretó "Like Live Horses", la canción con la que el año pasado hizoun dúo con Luciano Pavarotti y el clásico "Don´t Let The Sun Go Down On Me".

Astor Piazzola


Fotógrafa de niños

Sabine Weiss es una fotógrafa suiza nacionalizada francesa (nacida en Saint-Gingolph, Suiza, en 1924) cuyo trabajo personal se puede encuadrar en la corriente de la fotografía humanista, estando ligado a la vida en su cotidianeidad, a las emociones y a las gentes, mezclando hábilmente poesía y observación social, sus fotos expresan un cierto amor personal por la vida.(http://www.cadadiaunfotografo.com/2012/08/sabine-weiss.html)


Apasionada de la música, hizo retratos de las grandes figuras de la música (Ígor Stravinski, Benjamin Britten, Pablo Casals, Stan Getz…), pero también de la literatura y el arte en general (Francis Scott Fitzgerald, Fernand Léger, Pougny, Alberto Giacometti, Robert Rauschenberg, Jan Voss, Jean Dubuffet…); colaboró también en varias revistas y periódicos conocidos en América y Europa por su relevancia publicitaria e informativa (Vogue, Match, Life, Time, Town and Country, Holiday, Newsweek, etc.). Recorrió además el mundo como fotógrafa de prensa. Wikipedia)
En este caso nos muestra imágenes de niños.


Para los que nos gusta Sorolla

Entrar a un museo y ver las obras de Sorolla de deja los ojos llenos de azul y luz. Verlo una vez más es una alegría inmensa. Acá un video suyo.

domingo, 11 de agosto de 2013

Un beso




Uno de mis placeres es ir de compras al mercado de Santa Anita porque ahí encuentro todas las verduras y todas las frutas, hasta la que se cultiva en los sitios más alejados de la selva. Hay una señora mayor que tiene un puesto en el que exhibe sólo unas cuantas naranjas o manzanas, apenas me ve me captura con la mirada y casi me exige con su actitud que le compre algo, cualquier cosa.
Las dos jugamos a vernos y escondernos y yo le pregunto por qué no se retira, le digo que se vaya a su casa a descansar, la señora me hace gestos como una niña engreída, me dice que todavía no, y sostiene al gatito negro y me lo entrega para que yo le pueda cargar y hacer cariño. Aparece entonces un muchacho alto y grueso que habla con dificultad que tiene la mente como un niño chico.
¿Sabes silbar? me pregunta, y yo silbo.
A ver, ahora silba tú, te toca a tí, le digo.
Pon la boquita así, me dice el muchacho y yo obedezco pensando que quiere que le enseñe a silbar.
Pon la boquita así, insiste, y entonces me doy cuenta que me está pidiéndole que me prepare para un beso.

Lima Foto 2013

Muy entretenida visita a LIMA FOTO 2013- 8 al 11 de Agosto Av 28 de Julio 815 Miraflores. Lástima que dure tan pocos días, pero así son las ferias de todas partes del mundo. Fotografías del Perú, Argentina, Colombia, Cuba y seguro que más países.


El viaje a Compostela

Juan Cruz escritor y articulista del diario El País, escribe sus sentimientos sobre el trágico accidente de Santiago de Compostela.
Por: Juan Cruz | 26 de julio de 2013
Es cierto lo que decía Brecht: hay que cantar también en los tiempos oscuros. Y lo que decía Vallejo, hay golpes en la vida tan fuertes, qué sé yo. Pero a veces la realidad de la vida no permite las palabras sino el sentimiento, lo que viaja por dentro, lo indecible, lo que sólo está en la mirada. Estos días ha sido y es tan impresionante el impacto de la tragedia de Santiago de Compostela que ningún alivio, ni siquiera la quimera de que aún sea tan solo una pesadilla, es capaz de hacer que el círculo concéntrico de la pena halle otro aposento que la rabia.
Esta mañana, en la televisión, una joven de veintiún años que cambió de tren en Orense y ya no siguió el viaje que la debía haber llevado a esa ruta nefasta en la que el tren descarriló decía que aún sentía en su cuerpo y en su ánimo la sensación de rabia por el destino de muchos de los que sí habían seguido. En cierto modo, a ella le tocaba, o le hubiera tocado ese destino, su trayecto natural concluía en Santiago, pero el azar de los billetes la detuvo en otra ciudad, y allí se quedó con sus amigos. Le quedaba un consuelo, que no era capaz de sacarla de su decaimiento, sin embargo: los amigos que había hecho en ese tren atroz se habían salvado.
Pero murieron tantos. Uno ya son tantos, y ochenta son tantísimos. Soy de una generación que ya contempló muchas catástrofes, algunas de ellas en las islas Canarias, donde, en el aeropuerto de Los Rodeos, se produjo en mi juventud un accidente aéreo que aún pone los pelos de punta en las estadísticas y en los corazones. Más adelante vivimos otros azares atroces, como aquella tremenda escena de la niña Omayra muriendo ante la cámara en el proceso de las inundaciones del Nevado del Ruiz colombiano. La vida es, en algún momento, catástrofe; el verano (recuerden Biescas) convoca muchas de estas distracciones terribles de la alegría, estas tristezas inconmensurables de las que no se libra nadie, desde Indochina a Galicia, desde Estados Unidos a la India. Y no vale la advertencia de la precaución; los precavidos son también víctima de la fuerza de la coincidencia, de ese inclemente efecto mariposa que no se sabe dónde pica la flor maldita de la muerte.
Por razones que tienen que ver con la pasión literaria por Álvaro Cunqueiro me tocaba este fin de semana viajar a Mondoñedo, y ahí iré, pasando por Santiago de Compostela. Ahora, mientras escribo, está a punto de salir el avión; la ruta es la más bella entre las rutas bellas de España; allí, como diría Gonzalo Torrente Ballester, da la vuelta el aire de la civilización occidental, por allí pasan historias de poetas y artistas, sacerdotes y santos, laicos maravillosos y civiles que han hecho de su paso por la tierra una celebración de la vida. Y está el Obradoiro, y la gran literatura gallega, y la música. Sin duda, todo eso alivia del dolor, o debería; pero no es cierto, el dolor está instalado, es el presente más nítido y más terrible.
Hay un instante en que el dolor humano es una pelota que cabecea sin destino sobre la pared oscura de lo que no tiene razón ni esperanza. Damos el pésame, cubrimos al otro de la habitual retahíla sentimental de las condolencias, pero sabemos que no basta. Manuel Rivas, el gran poeta, envió a sus amigos una fotografía, horas después de la tragedia, en la que se veía un nido vacío. Era su símbolo de desolación tras la tremenda conmoción vivida en su tierra y vivida en todas partes.
La imagen inolvidable –el por qué del suceso—del tren rompiéndose en pedazos en medio de una lluvia de llanto no tiene otro parangón que la imagen de esas personas que lloran desesperadas mientras buscan, en las listas y en los hospitales, el resquicio de una esperanza. Pero esa foto del poeta constituye una metáfora singular, esencial, de lo que es la desolación cuando no se puede decir.
El nido vacío, el centro del mundo de pronto despojado de un ser. Decía Rivas que cada persona es una nación; en medio de ese nido en el que habita cada uno de nosotros está nuestro mundo de afectos, la mano a la que nos agarramos cuando estamos solos. Y cuando se vacía el nido ya alrededor todo es estupor en los alrededores de nuestra vida. Brecht tenía razón, pero cuánta razón tenía sobre todo César Vallejo. Hay golpes en la vida tan fuertes, qué sé yo.

Más allá no hay Monstruos

Hace unas semanas hicimos este cuento de la escritora española Ana Rossetti de su libro Una mano de Santos, espero se den un tiempo para leerlo porque es muy lindo.

MÁS ALLÁ NO HAY MONSTRUOS


Algo que yo no puedo hacer es darte todo el pan que puedas tocar y ver.
Pero tu parte es esta palabra. Te doy el alimento del que yo mismo vivo.
San Agustín
Hace muchos, muchos años, darle nombre a un bebé era un acto muy solemne. Se consultaban los horóscopos y se pedía consejo a los ancianos. Cada nombre sugerido se inscribía en una lista y se buscaba su significado en los diccionarios etimológicos. Los diccionarios etimológicos son como exploradores que rastrean las palabras hasta dar con sus orígenes. Se consideraba necesario saber, cuando se llamaba a alguien, qué se le estaba llamando exactamente.
Cuando nació la princesa de esta historia, y fueron a inscribirla en el registro real, la reina sorprendió a todos diciendo que quería llamarla con un nombre que, en su idioma, significa Poema.
-¿Qué nombre, por favor? -dijo el escribano respetuosamente, pues le parecía no haber oído bien.
-Poema -repitió la reina.
-¿Estás segura? -quiso cerciorarse el rey, que, después de pasar largas horas con sus ministros, le había asignado un nombre bien diferente.
-Sí -aseguró la reina-. Un poema transforma la manera de ver el mundo. A partir del nacimiento de esta niña todos los momentos de mi vida estarán señalados por la felicidad o por la preocupación y nada volverá a ser igual, pues me he convertido en madre.
En eso la reina llevaba razón, y todos los que tenían hijos así lo comprendieron y desde entonces la princesa se llamó Poema. La princesa Poema era una niña tremendamente alegre. Siempre estaba inventándose juegos. Sus juguetes favoritos eran las palabras; con ellas no se aburría jamás. Les probaba olores, sabores, colores como si fuesen vestidos, tratando de averiguar cuáles les favorecían.
Se pasaba las horas muertas preguntándose: ¿a qué sabe «mariposa»?, ¿y «púrpura»?, ¿y «estrella»?, ¿a qué huele «corazón»?, ¿a qué huele «nube»?, ¿a qué huele «tristeza»?, ¿qué color tiene «ayer» o «dulzura» o «mamá»?
También se empeñó en jugar a los desafios. Enfrentaba nombres con adjetivos. Lo más normal era que la mayoría de los participantes estuviese tan igualada que terminaba en empate, bueno, peor que empate, es decir que entre «rosa» y «blanca», por ejemplo, que resultase «rosa-blanca» o «blanca-rosa» daba lo mismo. Llegó incluso a sospechar que entre algunos nombres y adjetivos hay una especie de pacto mediante el cual se derriban el uno al otro por turnos y así ninguno se enfadaba. Eso era como tener la partida amañada y, además de tramposo, no es nada emocionante.
Quizás este juego no había sido una buena idea, pensaba la princesa Poema. Sobre todo porque no siempre la contienda se producía. A veces, porque eran entre ellos tan incompatibles que ni siquiera merecía la pena el combate. ¿Qué objeto tenía que «madera» arremetiese contra «cristalina», o «agua» contra «encerada»? Tanto unos como otros quedaban destrozados desde el primer asalto. Otras veces era porque, ante la superioridad de algunos nombres, ciertos adjetivos estaban de más.
-¿Con qué se puede calificar «cielo»? -preguntaba la princesa Poema.
-Con «azul» -le respondían invariablemente.
-No, no vale -se impacientaba ella-: si dices «ojos del color del cielo», todo el mundo sabe que son azules. ¿Y «miel»? -continuaba indagando.
-Con «dulce» -le decían todos.
-Tampoco sirve. Dentro de «miel» está ya «dulce». «Miel» puede prescindir de «dulce» y, sin embargo, seguir significando «dulce». Pero «dulce», si no fuese acompañada de «miel», no tendría por qué referirse a «miel».
-¡Qué lío! -se desconcertaba la gente-, ¿para qué te mareas la cabeza con esas bobadas?
-¿Y «escarcha»? -seguía interrogando la princesa.
-Con «fría».
-No, no -se decepcionaba la princesa-. Llamar «fría» a la escarcha no es calificarla, es no tener imaginación.
-¡Y a ti qué más te da! -se extrañaba la gente.
Pero, a la princesa Poema, eso le hacía cavilar mucho y esforzarse por juntar montones y montones de palabras para ver las correspondencias que había entre ellas. Observó entonces que, del orden de las palabras, dependía que su corazón se tambalease de alegría o de desasosiego. Y es que en las palabras, como en el billar, las carambolas sólo son posibles según la colocación.
Por eso, se aficionó a agrupar palabras y se maravillaba al comprobar que si las disponía de una manera sonaban distinto a si las disponía de otra. A veces encajaban todas muy bien y, al pronunciarlas, parecía que se movían como si, en vez de hablar, estuviera cantando. Sin embargo, había algunas, quizás bonitas en sí, que las pusiese donde las pusiese le desbarataban todo el efecto. Eso le parecía muy misterioso y no entendía el porqué, pero se acostumbró a apreciar por igual tanto la palabra que se sacrificaba como la que permanecía: hay palabras que deben silenciarse para que resalten las otras. No, no era cuestión de ganar o perder, ésa había sido su equivocación: buscar el triunfo de una sola palabra en vez de conseguir la armonía de varias.

La princesa Poema regalaba sus juegos de palabras a los demás. Del que más orgullosa estuvo durante mucho tiempo fue de esta retahíla: Rata-Reta-Rita-Rota-Ruta, porque es muy dificil encontrar cinco palabras con una sola letra distinta y que tengan significado las cinco. Y cualquiera puede comprobarlo. Mata-Meta-Mita-Mota-Muta podría servir, lo que pasa es que «mita» es una palabra quechua y eso no lo sabe todo el mundo, y la princesa Poema ni siquiera sospechaba que existiese Perú.
Los mapas de entonces terminaban en Finisterre al norte y en las columnas de Hércules al sur con esta inscripción pavorosa: «Más allá hay monstruos». Se desconfiaba de todo lo que se desconocía. Había vigías permanentes en las costas para controlar las intenciones de los barcos que se acercaban y los puentes estaban custodiados. Hasta las ciudades se cerraban con llave.
Pero volviendo a la princesa Poema y a sus juegos y a sus regalos tan raros: ella era más bien una niña solitaria pues, aunque siempre estaba dispuesta a compartir sus inventos y a que los demás la ayudasen a averiguar nuevas posibilidades, no todo el mundo encontraba divertido lo que proponía.

Convencida de que entre las palabras no funcionaban los torneos, se aplicó a sus sorprendentes e imprevisibles combinaciones. Por ejemplo, entre la palabra «verde» y la palabra «luna». Si «luna» precedía a «verde» el resultado sería: «luna-verde», y eso sonaba a disparate. Pero, si se adelantaba «verde», lo de «verde-luna» parecía auténtico y verdadero. Como si siempre hubiera sido así y no pudiera ser de otra manera.
Este nuevo juego le encantaba.
-¿A que no sabes una cosa? -decía de repente a alguien-: que no es igual «plata-rápida» que «rápida-plata».
-No sé. Me da lo mismo.
-No. No da lo mismo. «Plata-rápida» suena a «plata fácil de conseguir» y «plata» sólo quiere decir «plata». O «dinero», como mucho. En cualquier caso, es «plata que viene». Pero «rápida plata» es justo «plata que huye», y «plata» puede ser «torrente» o «mercurio» o «pez» o «guadaña» o «espuela», incluso «rayo». ¿No te gusta más «rápida-plata»?
-Yo prefiero moneda, sea o no de plata, en mano que cien estrellas volando.
-¡Es verdad! «Rápida-plata» puede ser también un cometa. Gracias -decía la princesa, contentísima-. ¿Quieres que te regale un acertijo a cambio?
-Bueno.

Ésa era, más o menos, la respuesta común. Pero lo que significaba podía expresarse literalmente así: «¡Cómo se nota que no tienes más preocupación que la de emplear vanamente tu ociosidad!».
-¿O mejor un trabalenguas? -insistía la princesa, deseosa de ofrecer algo que despertara más entusiasmo.
-Lo que sea estará bien.
-¿Y un retruécano? -añadía la princesa cortésmente.

La gente aceptaba estos obsequios espontáneos sin tomarlos muy en serio. Nadie toma en serio lo que no le supone un provecho inmediato, pues enseguida piensa que no le sirve para nada. Sin embargo, casi sin darse cuenta, muchos empezaron a

preguntarse: ¿a qué sabe «espada», a qué huele «amigo», de qué color es el trino del jilguero? ¿Por qué no es lo mismo «hombre-menudo» que «menudo-hombre», ni «cierta-noticia» que «noticia-cierta»?

Desde luego, la reina había acertado en una cosa: la presencia de la princesa Poema todo lo cambiaba y todo lo invadía.
Sucedió que la princesa se puso muy enferma. Poco a poco se fue volviendo blanca, casi translúcida. Parecía que la sangre se le había escapado del cuerpo. Y hasta las palabras la habían abandonado.

Sus padres, muy afligidos, buscaban el remedio hasta debajo de las piedras. Publicaron bandos ofreciendo enormes recompensas a cambio de, un poco de esperanza. Cada día acudían a palacio físicos con fórmulas y charlatanes con ensalmos, pillos con triquiñuelas y curanderas con ungüentos, hechiceras con sortilegios y personas misericordiosas con plegarias. A todos se les atendía por igual. Pero la princesa Poema se iba debilitando cada día. Parecía una flor de cera.

Unos le recomendaban baños fríos, otros paños calientes; unos le prescribían alimentos para fortalecerla, otros el ayuno para purgarla; unos el sol, otros la oscuridad; unos la inmovilidad, otros el ejercicio. Unos aseguraban que, de tanto pensar, se le había derretido el cerebro, y le recetaban toda clase de sesos comestibles, desde los de cordero hasta los de las nueces. Otros decían que la había poseído el demonio y recurrían incluso a métodos violentos para arrancarlo, para obligar al cuerpo de la princesa a que lo expulsara de sí. Otros, por el contrario, sostenían que el Ángel de la Muerte la reclamaba para su imperio subterráneo y procuraban con sacrificios, ruegos y promesas conseguir ahuyentarlo o sobornarlo o engañarlo o conmoverlo.
-Quemad constantemente alrededor del lecho de la princesa Poema hojas del árbol de la Vida -decía el sabio mayor-: el humo será como un muro que la protegerá.

-Prometedle que la princesa, de ahora en adelante, se consagrará a su servicio -recomendaba el ministro plenipotenciario.
-Que los orfebres fundan en oro y piedras preciosas una imagen perfecta de la princesa, vestidla con sus más ricas galas y rogadle al Ángel de la Muerte que se la quede a cambio -sugería el tesorero real.
-Cortadle el pelo a raíz, pero volved a colocárselo perfecta-mente en su sitio, así cuando venga a arrebatarla sólo se llevará sus trenzas -discurrió su dama de compañía.
La princesa Poema se sometía a toda clase de pruebas y de desvaríos sin ningún interés en curarse y sin voluntad para resistirse. Lo cierto es que entre todos la estaban torturando sin procurarle alivio alguno.
-¿Cómo puede ser -se angustiaba la reina viéndola consumirse día a día- que mi Poema, que ha tomado forma en mis entrañas, que pertenece a lo más profundo de mi corazón, se me escape así de las manos?

-Sólo nos queda intentar una cosa -dijo por fin el rey-. Sabes que sólo nos queda una cosa.

-Sí, por favor -suplicó la reina-, no tenemos ya nada que perder, pero no por eso debemos darlo todo por perdido.
-Entonces, sea -decidió el rey.

Y desde aquel momento todo se dispuso para que la princesa Poema partiera a tierras enemigas. Porque no es imposible ningún milagro ni ningún precio demasiado costoso ni ningún peligro demasiado temible ni ninguna empresa lo suficientemente arriesgada para los soñadores o los desesperados. Y, desde luego, las emociones no saben calcular.

A la mañana siguiente, a la par que el sol, salió del palacio la princesa Poema en una carroza blindada y escoltada por un destacamento de soldados. A duras penas la comitiva consiguió abrirse paso hasta las murallas de la ciudad, e incluso, en más de una ocasión, la carroza estuvo a punto de volcar, pues todo el mundo quería despedir a la princesa.

Por fin se detuvieron frente a las puertas, que eran enormes por altas, por largas y por anchas. Entonces el rey y la reina se acercaron al capitán de la expedición para hacerle las últimas recomendaciones y cerciorarse de que no olvidaría ningún encargo.

A pesar de la muchedumbre congregada reinaba un silencio tan absoluto que podía sentirse las lágrimas deslizándose por cada par de mejillas. Hasta las palomas mensajeras dejaron de arrullar dentro de la jaula que las transportaba.

-Te confiamos lo más querido que tenemos -dijeron el rey y la reina-. Protégela, complácela y haz lo que ella te pida, es lo que más firmemente te ordenamos.

Hubieran querido añadir: «Y, por encima de todo, tráenosla pronto sana y salva», pero no todos los deseos pueden ser órdenes, y el rey y la reina conocían los limites de su poder.

Luego se dirigieron a la carroza para bendecir a la princesa y darle muchos besos y susurrarle palabras de cariño y de aliento, pues no sabían cuánto tiempo pasaría hasta que la volvieran a ver. Si es que volvían alguna vez a verla.

-Escríbenos -dijeron el rey y la reina a la princesa-. Mándanos, de vez en cuando, una paloma. No nos dejes demasiado tiempo sin tus noticias.

En esa súplica había mucho dolor, pues ni el rey ni la reina, por su parte, podían prometerle a la princesa correspondencia alguna, puesto que las palomas mensajeras son incapaces de ir a donde nunca han ido: sólo saben volver a casa.

Fueron unos minutos densos como siglos pero veloces como un relámpago. Era difícil la separación, pero también era preciso ponerse en marcha enseguida.

El rey dio la orden y los cerrojos se descorrieron chirriando. Se desatrancaron las puertas y se abrieron pesadamente. El paisaje de abril relumbró al final del empedrado y el cortejo se adentró en él.

Las puertas de la ciudad se cerraron con un siniestro estruendo y los vecinos subieron a las almenas de las murallas para ver cómo los soldados, cercando estrechamente la carroza, se alejaban y se empequeñecían hasta que los engullía el horizonte. No se movieron de allí hasta que desapareció la última nube de polvo tras el último caballo, y entonces todos los corazones se sintieron atenazados por los garfios del pánico y muchos se desmayaron. Sabían que, detrás de la linea del horizonte, acechaban inimaginables terrores: feroces bestias, gigantescas plantas carnívoras, hombres perversos y mujeres maléficas entregados a toda clase de vicios y de crímenes. Por lo menos eso era lo que siempre se había dicho.

Pero también se decía que en lo más recóndito de esas tierras salvajes había un manantial prodigioso. Ojalá fuera cierto. Ojalá la princesa Poema, defendida por sus fieles guerreros, pudiera llegar hasta sus aguas milagrosas y curarse. Y regresar.

El cortejo avanzaba a buen paso por la campiña, que, como aún estaba mojada de rocío, parecía envuelta en papel de celofán transparente.

-Princesa -dijo uno de los soldados-, ¿no ves cómo sobresalen los lirios silvestres entre la hierba?

-Son morados y brillan como amatistas -añadió su compañero, apartándose para no estorbarle a la princesa la visión.

-Están rayados de amarillo -dijo un tercero.

-Como por vetas de azufre.

-Parecen lanzas -reflexionó el capitán.
-Lanzas curvadas como las cuchillas de las alabardas -porfió otro.
-Rizadas como medias lunas puntualizó el tambor mayor.
-Sin embargo, son suaves como lenguas de fuego, como llamas de gas -dijo el cochero deteniendo la carroza.
-¡Como las barbas de los gallos! -concluyó el portaestandarte.

Pero la princesa no mostró interés alguno. Ni siquiera cuando, por orden del capitán, se destacaron dos soldados en avanzadilla para cortar una brazada de lirios y adornar con ellos la carroza. Eran muy hermosos los lirios que le trajeron. La princesa Poema tomó uno de ellos, frío aún por el amanecer, y lo contempló largamente. Pero las palabras «amatista», «azufre», «alabarda» y «lengua» rebotaban contra él sin adherirse, sin representarse, sin reflejar el temblor de las joyas, las venas de la tierra, las picas sobre hoces de lunas o las llamas caracoleando; sin que el lirio se convirtiera instantáneamente en significado o en emblema. Como si el lirio estuviese vacío y mudo.

Al terminar el día, el capitán tendió pluma y papel a la princesa, pero ella no acertó a escribir nada.

-Pon al menos la fecha -la animó el capitán, por si acaso eso la ayudaba a arrancarse.

Pero qué va.

-¿No sabes qué día es? ¿Quieres que lo escriba yo? -siguió insistiendo.

Y nada. Entonces el capitán no tuvo más remedio que hacerse cargo. «Sin novedad», fue el mensaje que enrolló en la pata derecha de la paloma. Y la soltó. Al menos consiguió que, antes de echarla a volar, la princesa le diera un beso en cada ala.

Hasta tres palomas regresaron al palacio en los días siguientes con el mismo billete de vuelta: «Sin novedad». Pero el cuarto día fue un día distinto.

El campo estaba igual de verde, los lirios aparecían en igual proporción, continuaba el río abriéndose paso entre el ramaje para seguir paralelamente el sendero; pero bajo la maraña de la hierba, entre un lirio y otro, entre una onda y otra del río, justo en el punto en que la rama de un castaño se entrelazaba con la rama de otro castaño, serpenteaba el trazo invisible de la línea de demarcación.

Las mariposas, las libélulas, los mosquitos, las nubes, la brisa, el olor húmedo del polen, el croar de las ranas también cruzaron con ellos la frontera. Seguían siendo los mismos a un lado y a otro de la frontera.

Sin embargo, había algo diferente, sólo una cosa, pero que le daba un vuelco a todo para que, aunque todo pareciese igual, dejara de corresponderse con lo acostumbrado: al traspasar la frontera, automáticamente ellos se transformaron en intrusos, en enemigos, en extraños; en los márgenes de lo decretado, en la perturbación de la norma, en el escándalo de las rutinas, en el blanco de los disparos, en la captura de los guardianes. Ellos ya no eran ni ciudadanos ni dueños: eran los monstruos que venían del otro lado, de las tierras temibles, impías, crueles y bárbaras. Ellos, ahora, eran el peligro desconocido para los otros.
El esplendor del cortejo se replegó bajo un caparazón de cautela. Los escudos se apretaron unos contra otros formando una piña impenetrable: una compacta fortaleza erizada de picas y alabardas que avanzaba bajo el amable sol de abril. De un momento a otro podrían ser divisados por algún vigía, apresados por alguna patrulla, sorprendidos por cualquier ataque: todos sus sentidos estaban alertados y sus músculos en tensión. El alegre trote de los caballos y el despreocupado rodar del carruaje aminoraron el paso. Cesaron las conversaciones, las melodías silbadas, las voces de mando y las bromas: una máscara de atención y gravedad cayó sobre cada rostro, se afilaron las miradas y se aguzaron los oídos. De pronto, el entrechocar de los escudos, las bisagras de las armaduras y los cascos de la caballería parecían producir un estrépito insoportable. La princesa Poema, pese a su indiferencia, a su entendimiento dormido y a sus sentimientos acorazados, percibió esa variación.

Se aproximaban a las puertas de la ciudadela que siempre había sido enemiga. Se hallaban ya a un tiro de flecha de la muralla cuando la princesa Poema, incorporándose sobre sus mullidos almohadones, ordenó:

-¡Rendid armas!
-¡Princesa! -exclamó el capitán.

Desde las atalayas, los guardianes de la ciudadela observaron cómo un escuadrón de soldados enemigos se detenía respetuoso e inclinaba sus lanzas en homenaje. Atónitos, devolvieron las flechas al carcaj y bajaron los arcos.

La princesa Poema pidió que plegaran la capota del carruaje y, alzándose majestuosamente, se dirigió al capitán:

-Ordena a tus hombres que se despojen de sus armaduras y las dejen aquí.

-¡Princesa! -exclamó el capitán escandalizado.

Desarmarse es como darse por vencido y, por lo visto, para cualquier hombre en general y cualquier militar en particular, eso resulta muy humillante. Pero más humillante, más cobarde le resultaba a la princesa Poema no poder adentrarse, deslumbrarse, absorberse en lo desconocido, a causa de tantas precauciones. No quería armas para defenderse, pues estaba dispuesta a conocer. Tampoco necesitaba armas para arrebatar, pues no tenía miedo a pedir.

-Ordena que toquen a retirada -prosiguió la princesa Poema.

-¡Princesa! -exclamó, de nuevo, el capitán.

El capitán sabía, y así lo explicó, que si la expedición abandonaba a la princesa no podía presentarse impunemente ante los reyes. Ni él, personalmente, podría encontrar reposo en ningún sitio si faltaba a su deber de custodiarla.
-Tu principal deber consiste en obedecerme -le recordó la princesa Poema-: lo juraste.

-¡Princesa...! -exclamó una vez más el capitán, pero como si dijera: «¡vaya encerrona!», pues se sintió atrapado en un dilema.

La princesa se mantuvo firme. Y los soldados, una vez amontonadas las armas restallantes como en una hoguera, retornaron silenciosos a sus caballos, aguantando las ganas de llorar, pues no sabían si era más noble quedarse, desobedeciéndola, o atender a sus deseos y abandonarla. Pero no soportaban serle desleales.

La princesa Poema, comprendiendo el conflicto en que se hallaban los soldados, escogió una paloma, la más veloz, para que los precediera y exculpara.

«A los reyes, mis padres: Certifico que el capitán, a cuya custodia me encomendasteis, no conoce otra voluntad que la del deber, ni más sentimiento que el de la lealtad, que ha adiestrado a sus hombres en la obediencia a ciegas y en la única decisión de cumplir órdenes sin vacilaciones ni dudas.

»Fiel a su juramento de complacerme en todo, vuelve con la escolta según mis deseos para que lo recompenséis por lo heroicamente que ha cumplido su cometido más allá de los dictados de su corazón...»


La princesa Poema, antes de atar el mensaje a la patita coral de la paloma, lo leyó en voz alta para tranquilizarlos. Pero no era el miedo a las represalias lo que aguijoneaba a los guerreros sin dejarlos marchar en paz. Era que, por primera vez en sus vidas, buscaban razones para convencerse de que se sentían seguros por no tener que elegir. «El que obedece no se equivoca», les habían enseñado. «¿El que obedece no se equivoca?», se repetía ahora en un lugar desconocido de su mente. «Y qué es la obediencia, qué es la equivocación.»

Sin embargo, la disciplina se impuso y continuaron su camino hacia la frontera, con las manos bien firmes en las bridas y cantando himnos para no distraerse con vanos y desazonadores interrogantes. Sólo el cochero, que, como no tenía montura,

iba muy rezagado, volvió atrás la cabeza y pudo ver que la carroza era un cesto de lirios silvestres y, erguida sobre ellos, con el vestido ondeando, agitándose a sus espaldas como las melenas blancas de los caballos de tiro, la princesa Poema esperaba.

Y ésta fue la última imagen de la princesa Poema, tal como el cochero se la describió a los reyes para que la guardaran cuidadosamente entre los repliegues del desconsuelo.

Y siguieron sucediéndose los días, con sus zozobras y esperanzas. Tanto si se fiaban de los presentimientos desalentadores como si desconfiaban de ellos, o si en los pronósticos imparciales de las estrellas encontraban motivos ya fuere de ánimo o de congoja, lo cierto es que, en ningún momento, obtenían ni calma ni resignación. Día y noche se turnaban los vigías atisbando, en la linea del horizonte, en el vuelo de las palomas o en el retumbar de la tierra, el anuncio de una embajada. En los confines del reino aguardaba incesantemente una escolta de honor cuyo capitán detenía a aquellos que cruzaran la frontera. Se sometía a exhaustivo interrogatorio en busca de noticias a todos los que venían, y se importunaba con ruegos y mensajes a todos los que se marchaban.

Así transcurrió lo que quedaba de la primavera. Y el verano. Y el otoño. Y el invierno. Así empezó otro año su declive.

En el reino, sin la princesa Poema faltaba esa sorpresa que atrae la atención hacia la magia de lo cotidiano, esos juegos instantáneos como chisporroteos de bengalas que, aunque no son aún poesía, la ayudan a intuir el secreto de las cosas. Y el reino fue sumiéndose en algo más terrible que la supresión de las palabras, pues no era el silencio lo que se había instalado en ellos, sino la imposibilidad de representar lo que no puede expresarse.

Y llegó, nuevamente, el 9 de abril. Poco a poco, la luz del día iba intensificándose avivando la incertidumbre. Y los corazones del rey y la reina estaban tan alborotados por la desesperación que, cuando todo el reino se sacudió por el galope que se aproximaba, no lo oyeron. O, mejor, no lo identificaron. Pensaban que era el insoportable estruendo de la angustia. Pero el galope era de alegría.

Los vigías, sin embargo, distinguieron enseguida, en el jinete que a tanta velocidad se acercaba, a la princesa Poema, y rápidamente fueron a abrir las puertas de la ciudad y avisar a los reyes y a izar las banderas para el recibimiento.

La princesa Poema entró en la ciudad entre vítores, redobles de tambores y cabriolas de niños y niñas cubiertos de cascabeles. De cada balcón se colgaron guirnaldas de bienvenida y se lanzaron cohetes aunque, como era de día, no lucieron nada. Pero todos estaban muy contentos.

El rey y la reina se precipitaron escaleras abajo y, sin cuidarse en absoluto del protocolo, apenas descabalgó la princesa la abrazaron los dos a la vez.

-¿Cómo es que vienes sola? -indagó el rey cuando se repuso de la emoción.

-Había una guardia de honor esperándote -dijo la reina.

-Para volver a casa sólo se necesita un caballo rápido -respondió la princesa.

Al día siguiente, sometieron a la princesa a un riguroso examen médico. Estaba rebosante de salud, había recuperado las palabras antiguas, había aprendido otras muchas y los doctores, aunque reticentes en admitir prodigios, firmaron el alta unánimemente.

-¡Qué bien! -dijo su dama de compañía al saber la noticia-: ¡ya podemos jugar de nuevo!

-Tienes que enseñarnos otra vez -le pidieron ilusionadas sus camareras-: hemos perdido práctica.

Pero para la princesa Poema el lenguaje ya no era un simple pasatiempo, ni cautivarse con la elegancia de su melodía, ni ensayar con la belleza de sus palabras: era penetrar en la conciencia de sus signos. Pero no sabía cómo hacer. Aun cuando sus experiencias le habían proporcionado herramientas valiosas, desconocía las instrucciones de uso. Incluso, con las palabras de su idioma familiar, no encontraba una ruta correcta. Cruzaba palabras con los demás, pero no acertaba a llegar a un acuerdo.

-Princesa, ¿es cierto que esos salvajes roban niños para comérselos crudos?

-Eso mismo se dice de nosotros entre ellos.

-¡Qué ignorantes! ¿Y tú qué les contestabas?

-Pues poco más o menos lo mismo que me contestaban ellos a mí para rebatirme.
-Ah, pues yo ni siquiera les hubiera dejado abrir la boca sin partirles los dientes.

-A alguno de allí también le hubiera agradado hacerme una cosa por el estilo en vez de escucharme.

-Son unos bestias.

-Princesa, habrás sufrido mucho entre esos malvados.

-Los médicos dicen que estoy completamente curada.

-¿Quieres decir que son más sabios que nuestros sabios esos infieles?

-No entiendo por qué los llamas así.

-Porque lo son. No adoran al Dios verdadero.

-No adorarán al nuestro, pero al suyo bien que lo respetan.

-Son nuestros enemigos y debemos exterminarlos.

-Dios prohibe matar.

-Dios está de nuestra parte.

-En los campos de batalla, unos combaten con espadas en forma de cruz y otros con cimitarras como medias lunas. Esto no significa nada: cada cruz y cada media luna tiene sus mártires y sus asesinos.

-Contigo no se puede hablar.

-Princesa, debes ser más prudente. No se puede escuchar por igual a la verdad y al error.

-Yo sólo escucho a la gente.

-Pues vas lista si haces caso a todo el mundo, porque cada uno te dirá una cosa.

-Pero es la única manera de llegar a una conclusión.

-Las cosas son como son y basta.

-Si en la oscuridad se pierden cinco personas y una dice que se ha encontrado con una serpiente, otra que con un sable, la tercera que con un muro, la cuarta que con un tronco de árbol y la quinta que con una cuerda, ninguna ha mentido; pero hasta que no conoces toda la información no comprendes que estás ante un elefante.

-No quieras saberlo todo. Eso no te puede traer sino disgustos y quebraderos de cabeza.

Ciertamente, atender tanto a lo que nos conviene como a lo que no con interés y paciencia es una lección dura de aprender. La princesa Poema estaba confusa porque no podía hacerse con palabras que la ayudaran; y los demás estaban defraudados y recelosos. No les gustaba que hubiera cambiado.

-No nos podemos entender con ella -se quejaban.

-No piensa como nosotros.
-Le han lavado el cerebro.

-Deberíamos observarla -decidieron.

La princesa Poema, ajena a esta conjura, iba todas las tardes a las mazmorras reales. Miraba a los prisioneros y les decía:

-No sois monstruos, ¿cómo nadie se da cuenta? No somos monstruos, ¿acaso lo sabéis? No somos peores que el peor de los vuestros, ni el mejor de vosotros lo es más que el mejor de nosotros. ¿Por qué no podemos entendernos? Por favor, ayudadme.

-Deberíamos avisar a la reina -concluyeron los consejeros del rey, una vez que estudiaron las transcripciones que les habían entregado los espías.

-Hija, me han dicho que prestas oídos a las insidias de esos perros rabiosos. ¿Es cierto eso?

-Según. Sólo el hecho de estar en prisión y que sean nuestros prisioneros es lo que te da derecho a considerarlos así. Existen pruebas sobradas de que lo son.

-También de que nosotros somos sus carceleros, sus opresores y sus tiranos.

-¿Es que no crees en la justicia?

-La justicia es algo misterioso. Más que juzgarlos, prefiero sufrir con ellos.

-Son los enemigos.

-Sí, mamá. Pero si ellos fueran los vencedores, estaríamos nosotros en sus cárceles y el rey sería reo de muerte. ¿Es justo que nos transformemos en despreciables por haber contado con menos tropa o habernos equivocado en la estrategia?

-¡Hija!

La princesa Poema en sus encuentros con los prisioneros había hecho muchos progresos en la lengua de ellos, y ellos también lo habían hecho en la de ella. Pero lo más importante es que estaba aprendiendo a «comprender», es decir: a recibir los reflejos de los otros y contenerlos e incluirlos en su corazón.

Cada día se esforzaba para llevarles lo que ellos más pudiesen necesitar. Conseguir adivinarlo era su tarea. Los espías podían verla, al atardecer, corriendo hacia las mazmorras con el rostro encendido de alegría y el delantal abultado misteriosamente.

Decididamente, la princesa Poema era una renegada y una traidora.

Había que rendirse a lo evidente y obrar en consecuencia: denunciarla al rey.

-Señor -dijeron los consejeros al rey-, sabemos que su hija emplea las provisiones destinadas a nuestros pobres y a nuestros huérfanos para socorrer a los prisioneros.

A la tarde siguiente, la detuvieron cuando iba a su visita diaria y la condujeron ante el rey.

El salón del trono ofrecía un aspecto imponente. Allí estaban los nobles caballeros, los altos mandatarios y los consejeros reales. El rey, con voz firme, le ordenó que se acercara.

-Se te acusa de que desvalijas las despensas reales para proveer a nuestros enemigos.

-Papá, lo único que necesitan son palabras para decir por ellos mismos lo que nadie, jamás, ha podido decir por nadie. Te aseguro que de esas palabras se sufre un hambre más terrible que el hambre de pan.

-¿Qué llevas entonces en el regazo? Enséñamelo.

-Es sólo una rosa, papá -respondió la princesa.

Un murmullo de incredulidad recorrió la sala.

-Dámela -dijo el rey-: la luciré junto a mi cetro para acallar las habladurías. Los señores son testigos.

-Es la Rosa de la Poesía. No puedo consentir que la exhibas como adorno ni que la asocies a tu vara de mando, papá.

Gritos de indignación recorrieron los estrados. El maestro de ceremonias la golpeó con su vara.

-¡Insolente! Arrodíllate ante el rey.

El rey tenía los ojos brillantes y era incapaz de contener su pena.

-Hija mía, ¿por qué no quieres desmentir a tus calumniadores?

-Porque la mentirosa es ella. Ninguna rosa abulta tanto -dijo una voz anónima.

-¡Eso! -corearon muchos-: hay que arrebatársela.

-Deteneos -dijo el rey, pero no pudo hacerse oír.

Todos se precipitaron contra ella como aves rapaces. La derribaron, la golpearon, rasgaron sus vestidos.

Efectivamente, de su delantal cayó una rosa. Una rosa traspasada por innumerables rayos: la Rosa de los Vientos, con todas las direcciones desde las que se pueden mirar las cosas, pues la realidad no tiene una única manera de mostrarse. Y todos se apartaron confundidos.

El rey pudo acercarse a la princesa. La alzó, la consoló y, respetuosamente, le devolvió la Rosa para que la siguiera apretando contra su pecho.

-Hija -le dijo el rey con ternura-, estoy orgulloso de ti como padre pero, como soberano obligado a gobernar entre las más contradictorias opiniones, tengo algo que pedirte.

-Sí, papá -contestó la princesa.

-Quiero que tu Rosa sea patrimonio de todos. Que esté expuesta en las torres, en los cruces de caminos, en los estandartes del reino, como enseñanza de que, por muy opuestas que sean las direcciones, siempre hay un centro de verdad adonde converger.

-Gracias, papá -dijo la princesa, alargándole la Rosa de la Poesía.

Poesía, según el diccionario, quiere decir «fuerza de invención, fogoso arrebato, sorprendente originalidad y osadía...». Por eso, no se debe temer alterar la razón para que se exprese lo intuido; ni penetrar más allá de lo que los sentidos captan para reconocer lo esencial; porque más allá no hay monstruos, sino una mirada distinta para comprender mejor el misterio.

Poema en árabe se dice qasída. Casida es el nombre de una princesa musulmana, hija del rey de Toledo y cuya vida transcurrió a mediados del siglo XI. Ella también socorría a los cristianos prisioneros y cuenta la leyenda que, sorprendida por su padre, los alimentos que había recogido en su delantal para ellos se le convirtieron en rosas. El nombre de la rosa representa a esas palabras indispensables e insustituibles que tan claramente significan por ellas mismas que es imposible definir qué significan.

La princesa Casida enfermó gravemente y ningún físico de la corte conseguía curarla, y como llegara la fama de cierta laguna milagrosa cerca de Briviesca, su padre no dudó en dejarla ir a tierras enemigas. Una vez allí, Casida despidió a su escolta y se sometió a la acción benéfica de las aguas. Los habitantes de los contornos recibieron con fervor a la princesa musulmana pues, como pudieron comprobar, su presencia ahuyentó a las alimañas, a las heladas, al granizo y a los forajidos que asaltaban a los viajeros. Allí se le edificó un santuario y, todavía hoy, cada 9 de abril, acuden los vecinos en romería para venerarla. La llaman santa Casilda.

Éste es otro ejemplo de que más allá no hay monstruos, de que no es peligroso asomarse al exterior y de que ni el diablo ni el ángel han logrado aún firmar un contrato exclusivo con ningún pueblo, raza, religión o cultura, por más que lo lleven intentando. Aunque las batallas que libran entre ellos a todos nos conciernen.

En el siglo XIII, el rey poeta Alfonso X el Sabio fundó en Toledo la Escuela Real de Traductores, con el fin de que el pensamiento y la ciencia no fueran patrimonio de un solo idioma y pudieran difundirse entre todos los pueblos.