Hace unas semanas hicimos este cuento de la escritora española Ana Rossetti de su libro Una mano de Santos, espero se den un tiempo para leerlo porque es muy lindo.
MÁS ALLÁ NO HAY MONSTRUOS
Algo que yo no puedo hacer es darte todo el pan que puedas tocar y ver.
Pero tu parte es esta palabra. Te doy el alimento del que yo mismo vivo.
San Agustín
Hace muchos, muchos años, darle nombre a un bebé era un acto muy solemne. Se consultaban los horóscopos y se pedía consejo a los ancianos. Cada nombre sugerido se inscribía en una lista y se buscaba su significado en los diccionarios etimológicos. Los diccionarios etimológicos son como exploradores que rastrean las palabras hasta dar con sus orígenes. Se consideraba necesario saber, cuando se llamaba a alguien, qué se le estaba llamando exactamente.
Cuando nació la princesa de esta historia, y fueron a inscribirla en el registro real, la reina sorprendió a todos diciendo que quería llamarla con un nombre que, en su idioma, significa Poema.
-¿Qué nombre, por favor? -dijo el escribano respetuosamente, pues le parecía no haber oído bien.
-Poema -repitió la reina.
-¿Estás segura? -quiso cerciorarse el rey, que, después de pasar largas horas con sus ministros, le había asignado un nombre bien diferente.
-Sí -aseguró la reina-. Un poema transforma la manera de ver el mundo. A partir del nacimiento de esta niña todos los momentos de mi vida estarán señalados por la felicidad o por la preocupación y nada volverá a ser igual, pues me he convertido en madre.
En eso la reina llevaba razón, y todos los que tenían hijos así lo comprendieron y desde entonces la princesa se llamó Poema. La princesa Poema era una niña tremendamente alegre. Siempre estaba inventándose juegos. Sus juguetes favoritos eran las palabras; con ellas no se aburría jamás. Les probaba olores, sabores, colores como si fuesen vestidos, tratando de averiguar cuáles les favorecían.
Se pasaba las horas muertas preguntándose: ¿a qué sabe «mariposa»?, ¿y «púrpura»?, ¿y «estrella»?, ¿a qué huele «corazón»?, ¿a qué huele «nube»?, ¿a qué huele «tristeza»?, ¿qué color tiene «ayer» o «dulzura» o «mamá»?
También se empeñó en jugar a los desafios. Enfrentaba nombres con adjetivos. Lo más normal era que la mayoría de los participantes estuviese tan igualada que terminaba en empate, bueno, peor que empate, es decir que entre «rosa» y «blanca», por ejemplo, que resultase «rosa-blanca» o «blanca-rosa» daba lo mismo. Llegó incluso a sospechar que entre algunos nombres y adjetivos hay una especie de pacto mediante el cual se derriban el uno al otro por turnos y así ninguno se enfadaba. Eso era como tener la partida amañada y, además de tramposo, no es nada emocionante.
Quizás este juego no había sido una buena idea, pensaba la princesa Poema. Sobre todo porque no siempre la contienda se producía. A veces, porque eran entre ellos tan incompatibles que ni siquiera merecía la pena el combate. ¿Qué objeto tenía que «madera» arremetiese contra «cristalina», o «agua» contra «encerada»? Tanto unos como otros quedaban destrozados desde el primer asalto. Otras veces era porque, ante la superioridad de algunos nombres, ciertos adjetivos estaban de más.
-¿Con qué se puede calificar «cielo»? -preguntaba la princesa Poema.
-Con «azul» -le respondían invariablemente.
-No, no vale -se impacientaba ella-: si dices «ojos del color del cielo», todo el mundo sabe que son azules. ¿Y «miel»? -continuaba indagando.
-Con «dulce» -le decían todos.
-Tampoco sirve. Dentro de «miel» está ya «dulce». «Miel» puede prescindir de «dulce» y, sin embargo, seguir significando «dulce». Pero «dulce», si no fuese acompañada de «miel», no tendría por qué referirse a «miel».
-¡Qué lío! -se desconcertaba la gente-, ¿para qué te mareas la cabeza con esas bobadas?
-¿Y «escarcha»? -seguía interrogando la princesa.
-Con «fría».
-No, no -se decepcionaba la princesa-. Llamar «fría» a la escarcha no es calificarla, es no tener imaginación.
-¡Y a ti qué más te da! -se extrañaba la gente.
Pero, a la princesa Poema, eso le hacía cavilar mucho y esforzarse por juntar montones y montones de palabras para ver las correspondencias que había entre ellas. Observó entonces que, del orden de las palabras, dependía que su corazón se tambalease de alegría o de desasosiego. Y es que en las palabras, como en el billar, las carambolas sólo son posibles según la colocación.
Por eso, se aficionó a agrupar palabras y se maravillaba al comprobar que si las disponía de una manera sonaban distinto a si las disponía de otra. A veces encajaban todas muy bien y, al pronunciarlas, parecía que se movían como si, en vez de hablar, estuviera cantando. Sin embargo, había algunas, quizás bonitas en sí, que las pusiese donde las pusiese le desbarataban todo el efecto. Eso le parecía muy misterioso y no entendía el porqué, pero se acostumbró a apreciar por igual tanto la palabra que se sacrificaba como la que permanecía: hay palabras que deben silenciarse para que resalten las otras. No, no era cuestión de ganar o perder, ésa había sido su equivocación: buscar el triunfo de una sola palabra en vez de conseguir la armonía de varias.
La princesa Poema regalaba sus juegos de palabras a los demás. Del que más orgullosa estuvo durante mucho tiempo fue de esta retahíla: Rata-Reta-Rita-Rota-Ruta, porque es muy dificil encontrar cinco palabras con una sola letra distinta y que tengan significado las cinco. Y cualquiera puede comprobarlo. Mata-Meta-Mita-Mota-Muta podría servir, lo que pasa es que «mita» es una palabra quechua y eso no lo sabe todo el mundo, y la princesa Poema ni siquiera sospechaba que existiese Perú.
Los mapas de entonces terminaban en Finisterre al norte y en las columnas de Hércules al sur con esta inscripción pavorosa: «Más allá hay monstruos». Se desconfiaba de todo lo que se desconocía. Había vigías permanentes en las costas para controlar las intenciones de los barcos que se acercaban y los puentes estaban custodiados. Hasta las ciudades se cerraban con llave.
Pero volviendo a la princesa Poema y a sus juegos y a sus regalos tan raros: ella era más bien una niña solitaria pues, aunque siempre estaba dispuesta a compartir sus inventos y a que los demás la ayudasen a averiguar nuevas posibilidades, no todo el mundo encontraba divertido lo que proponía.
Convencida de que entre las palabras no funcionaban los torneos, se aplicó a sus sorprendentes e imprevisibles combinaciones. Por ejemplo, entre la palabra «verde» y la palabra «luna». Si «luna» precedía a «verde» el resultado sería: «luna-verde», y eso sonaba a disparate. Pero, si se adelantaba «verde», lo de «verde-luna» parecía auténtico y verdadero. Como si siempre hubiera sido así y no pudiera ser de otra manera.
Este nuevo juego le encantaba.
-¿A que no sabes una cosa? -decía de repente a alguien-: que no es igual «plata-rápida» que «rápida-plata».
-No sé. Me da lo mismo.
-No. No da lo mismo. «Plata-rápida» suena a «plata fácil de conseguir» y «plata» sólo quiere decir «plata». O «dinero», como mucho. En cualquier caso, es «plata que viene». Pero «rápida plata» es justo «plata que huye», y «plata» puede ser «torrente» o «mercurio» o «pez» o «guadaña» o «espuela», incluso «rayo». ¿No te gusta más «rápida-plata»?
-Yo prefiero moneda, sea o no de plata, en mano que cien estrellas volando.
-¡Es verdad! «Rápida-plata» puede ser también un cometa. Gracias -decía la princesa, contentísima-. ¿Quieres que te regale un acertijo a cambio?
-Bueno.
Ésa era, más o menos, la respuesta común. Pero lo que significaba podía expresarse literalmente así: «¡Cómo se nota que no tienes más preocupación que la de emplear vanamente tu ociosidad!».
-¿O mejor un trabalenguas? -insistía la princesa, deseosa de ofrecer algo que despertara más entusiasmo.
-Lo que sea estará bien.
-¿Y un retruécano? -añadía la princesa cortésmente.
La gente aceptaba estos obsequios espontáneos sin tomarlos muy en serio. Nadie toma en serio lo que no le supone un provecho inmediato, pues enseguida piensa que no le sirve para nada. Sin embargo, casi sin darse cuenta, muchos empezaron a
preguntarse: ¿a qué sabe «espada», a qué huele «amigo», de qué color es el trino del jilguero? ¿Por qué no es lo mismo «hombre-menudo» que «menudo-hombre», ni «cierta-noticia» que «noticia-cierta»?
Desde luego, la reina había acertado en una cosa: la presencia de la princesa Poema todo lo cambiaba y todo lo invadía.
Sucedió que la princesa se puso muy enferma. Poco a poco se fue volviendo blanca, casi translúcida. Parecía que la sangre se le había escapado del cuerpo. Y hasta las palabras la habían abandonado.
Sus padres, muy afligidos, buscaban el remedio hasta debajo de las piedras. Publicaron bandos ofreciendo enormes recompensas a cambio de, un poco de esperanza. Cada día acudían a palacio físicos con fórmulas y charlatanes con ensalmos, pillos con triquiñuelas y curanderas con ungüentos, hechiceras con sortilegios y personas misericordiosas con plegarias. A todos se les atendía por igual. Pero la princesa Poema se iba debilitando cada día. Parecía una flor de cera.
Unos le recomendaban baños fríos, otros paños calientes; unos le prescribían alimentos para fortalecerla, otros el ayuno para purgarla; unos el sol, otros la oscuridad; unos la inmovilidad, otros el ejercicio. Unos aseguraban que, de tanto pensar, se le había derretido el cerebro, y le recetaban toda clase de sesos comestibles, desde los de cordero hasta los de las nueces. Otros decían que la había poseído el demonio y recurrían incluso a métodos violentos para arrancarlo, para obligar al cuerpo de la princesa a que lo expulsara de sí. Otros, por el contrario, sostenían que el Ángel de la Muerte la reclamaba para su imperio subterráneo y procuraban con sacrificios, ruegos y promesas conseguir ahuyentarlo o sobornarlo o engañarlo o conmoverlo.
-Quemad constantemente alrededor del lecho de la princesa Poema hojas del árbol de la Vida -decía el sabio mayor-: el humo será como un muro que la protegerá.
-Prometedle que la princesa, de ahora en adelante, se consagrará a su servicio -recomendaba el ministro plenipotenciario.
-Que los orfebres fundan en oro y piedras preciosas una imagen perfecta de la princesa, vestidla con sus más ricas galas y rogadle al Ángel de la Muerte que se la quede a cambio -sugería el tesorero real.
-Cortadle el pelo a raíz, pero volved a colocárselo perfecta-mente en su sitio, así cuando venga a arrebatarla sólo se llevará sus trenzas -discurrió su dama de compañía.
La princesa Poema se sometía a toda clase de pruebas y de desvaríos sin ningún interés en curarse y sin voluntad para resistirse. Lo cierto es que entre todos la estaban torturando sin procurarle alivio alguno.
-¿Cómo puede ser -se angustiaba la reina viéndola consumirse día a día- que mi Poema, que ha tomado forma en mis entrañas, que pertenece a lo más profundo de mi corazón, se me escape así de las manos?
-Sólo nos queda intentar una cosa -dijo por fin el rey-. Sabes que sólo nos queda una cosa.
-Sí, por favor -suplicó la reina-, no tenemos ya nada que perder, pero no por eso debemos darlo todo por perdido.
-Entonces, sea -decidió el rey.
Y desde aquel momento todo se dispuso para que la princesa Poema partiera a tierras enemigas. Porque no es imposible ningún milagro ni ningún precio demasiado costoso ni ningún peligro demasiado temible ni ninguna empresa lo suficientemente arriesgada para los soñadores o los desesperados. Y, desde luego, las emociones no saben calcular.
A la mañana siguiente, a la par que el sol, salió del palacio la princesa Poema en una carroza blindada y escoltada por un destacamento de soldados. A duras penas la comitiva consiguió abrirse paso hasta las murallas de la ciudad, e incluso, en más de una ocasión, la carroza estuvo a punto de volcar, pues todo el mundo quería despedir a la princesa.
Por fin se detuvieron frente a las puertas, que eran enormes por altas, por largas y por anchas. Entonces el rey y la reina se acercaron al capitán de la expedición para hacerle las últimas recomendaciones y cerciorarse de que no olvidaría ningún encargo.
A pesar de la muchedumbre congregada reinaba un silencio tan absoluto que podía sentirse las lágrimas deslizándose por cada par de mejillas. Hasta las palomas mensajeras dejaron de arrullar dentro de la jaula que las transportaba.
-Te confiamos lo más querido que tenemos -dijeron el rey y la reina-. Protégela, complácela y haz lo que ella te pida, es lo que más firmemente te ordenamos.
Hubieran querido añadir: «Y, por encima de todo, tráenosla pronto sana y salva», pero no todos los deseos pueden ser órdenes, y el rey y la reina conocían los limites de su poder.
Luego se dirigieron a la carroza para bendecir a la princesa y darle muchos besos y susurrarle palabras de cariño y de aliento, pues no sabían cuánto tiempo pasaría hasta que la volvieran a ver. Si es que volvían alguna vez a verla.
-Escríbenos -dijeron el rey y la reina a la princesa-. Mándanos, de vez en cuando, una paloma. No nos dejes demasiado tiempo sin tus noticias.
En esa súplica había mucho dolor, pues ni el rey ni la reina, por su parte, podían prometerle a la princesa correspondencia alguna, puesto que las palomas mensajeras son incapaces de ir a donde nunca han ido: sólo saben volver a casa.
Fueron unos minutos densos como siglos pero veloces como un relámpago. Era difícil la separación, pero también era preciso ponerse en marcha enseguida.
El rey dio la orden y los cerrojos se descorrieron chirriando. Se desatrancaron las puertas y se abrieron pesadamente. El paisaje de abril relumbró al final del empedrado y el cortejo se adentró en él.
Las puertas de la ciudad se cerraron con un siniestro estruendo y los vecinos subieron a las almenas de las murallas para ver cómo los soldados, cercando estrechamente la carroza, se alejaban y se empequeñecían hasta que los engullía el horizonte. No se movieron de allí hasta que desapareció la última nube de polvo tras el último caballo, y entonces todos los corazones se sintieron atenazados por los garfios del pánico y muchos se desmayaron. Sabían que, detrás de la linea del horizonte, acechaban inimaginables terrores: feroces bestias, gigantescas plantas carnívoras, hombres perversos y mujeres maléficas entregados a toda clase de vicios y de crímenes. Por lo menos eso era lo que siempre se había dicho.
Pero también se decía que en lo más recóndito de esas tierras salvajes había un manantial prodigioso. Ojalá fuera cierto. Ojalá la princesa Poema, defendida por sus fieles guerreros, pudiera llegar hasta sus aguas milagrosas y curarse. Y regresar.
El cortejo avanzaba a buen paso por la campiña, que, como aún estaba mojada de rocío, parecía envuelta en papel de celofán transparente.
-Princesa -dijo uno de los soldados-, ¿no ves cómo sobresalen los lirios silvestres entre la hierba?
-Son morados y brillan como amatistas -añadió su compañero, apartándose para no estorbarle a la princesa la visión.
-Están rayados de amarillo -dijo un tercero.
-Como por vetas de azufre.
-Parecen lanzas -reflexionó el capitán.
-Lanzas curvadas como las cuchillas de las alabardas -porfió otro.
-Rizadas como medias lunas puntualizó el tambor mayor.
-Sin embargo, son suaves como lenguas de fuego, como llamas de gas -dijo el cochero deteniendo la carroza.
-¡Como las barbas de los gallos! -concluyó el portaestandarte.
Pero la princesa no mostró interés alguno. Ni siquiera cuando, por orden del capitán, se destacaron dos soldados en avanzadilla para cortar una brazada de lirios y adornar con ellos la carroza. Eran muy hermosos los lirios que le trajeron. La princesa Poema tomó uno de ellos, frío aún por el amanecer, y lo contempló largamente. Pero las palabras «amatista», «azufre», «alabarda» y «lengua» rebotaban contra él sin adherirse, sin representarse, sin reflejar el temblor de las joyas, las venas de la tierra, las picas sobre hoces de lunas o las llamas caracoleando; sin que el lirio se convirtiera instantáneamente en significado o en emblema. Como si el lirio estuviese vacío y mudo.
Al terminar el día, el capitán tendió pluma y papel a la princesa, pero ella no acertó a escribir nada.
-Pon al menos la fecha -la animó el capitán, por si acaso eso la ayudaba a arrancarse.
Pero qué va.
-¿No sabes qué día es? ¿Quieres que lo escriba yo? -siguió insistiendo.
Y nada. Entonces el capitán no tuvo más remedio que hacerse cargo. «Sin novedad», fue el mensaje que enrolló en la pata derecha de la paloma. Y la soltó. Al menos consiguió que, antes de echarla a volar, la princesa le diera un beso en cada ala.
Hasta tres palomas regresaron al palacio en los días siguientes con el mismo billete de vuelta: «Sin novedad». Pero el cuarto día fue un día distinto.
El campo estaba igual de verde, los lirios aparecían en igual proporción, continuaba el río abriéndose paso entre el ramaje para seguir paralelamente el sendero; pero bajo la maraña de la hierba, entre un lirio y otro, entre una onda y otra del río, justo en el punto en que la rama de un castaño se entrelazaba con la rama de otro castaño, serpenteaba el trazo invisible de la línea de demarcación.
Las mariposas, las libélulas, los mosquitos, las nubes, la brisa, el olor húmedo del polen, el croar de las ranas también cruzaron con ellos la frontera. Seguían siendo los mismos a un lado y a otro de la frontera.
Sin embargo, había algo diferente, sólo una cosa, pero que le daba un vuelco a todo para que, aunque todo pareciese igual, dejara de corresponderse con lo acostumbrado: al traspasar la frontera, automáticamente ellos se transformaron en intrusos, en enemigos, en extraños; en los márgenes de lo decretado, en la perturbación de la norma, en el escándalo de las rutinas, en el blanco de los disparos, en la captura de los guardianes. Ellos ya no eran ni ciudadanos ni dueños: eran los monstruos que venían del otro lado, de las tierras temibles, impías, crueles y bárbaras. Ellos, ahora, eran el peligro desconocido para los otros.
El esplendor del cortejo se replegó bajo un caparazón de cautela. Los escudos se apretaron unos contra otros formando una piña impenetrable: una compacta fortaleza erizada de picas y alabardas que avanzaba bajo el amable sol de abril. De un momento a otro podrían ser divisados por algún vigía, apresados por alguna patrulla, sorprendidos por cualquier ataque: todos sus sentidos estaban alertados y sus músculos en tensión. El alegre trote de los caballos y el despreocupado rodar del carruaje aminoraron el paso. Cesaron las conversaciones, las melodías silbadas, las voces de mando y las bromas: una máscara de atención y gravedad cayó sobre cada rostro, se afilaron las miradas y se aguzaron los oídos. De pronto, el entrechocar de los escudos, las bisagras de las armaduras y los cascos de la caballería parecían producir un estrépito insoportable. La princesa Poema, pese a su indiferencia, a su entendimiento dormido y a sus sentimientos acorazados, percibió esa variación.
Se aproximaban a las puertas de la ciudadela que siempre había sido enemiga. Se hallaban ya a un tiro de flecha de la muralla cuando la princesa Poema, incorporándose sobre sus mullidos almohadones, ordenó:
-¡Rendid armas!
-¡Princesa! -exclamó el capitán.
Desde las atalayas, los guardianes de la ciudadela observaron cómo un escuadrón de soldados enemigos se detenía respetuoso e inclinaba sus lanzas en homenaje. Atónitos, devolvieron las flechas al carcaj y bajaron los arcos.
La princesa Poema pidió que plegaran la capota del carruaje y, alzándose majestuosamente, se dirigió al capitán:
-Ordena a tus hombres que se despojen de sus armaduras y las dejen aquí.
-¡Princesa! -exclamó el capitán escandalizado.
Desarmarse es como darse por vencido y, por lo visto, para cualquier hombre en general y cualquier militar en particular, eso resulta muy humillante. Pero más humillante, más cobarde le resultaba a la princesa Poema no poder adentrarse, deslumbrarse, absorberse en lo desconocido, a causa de tantas precauciones. No quería armas para defenderse, pues estaba dispuesta a conocer. Tampoco necesitaba armas para arrebatar, pues no tenía miedo a pedir.
-Ordena que toquen a retirada -prosiguió la princesa Poema.
-¡Princesa! -exclamó, de nuevo, el capitán.
El capitán sabía, y así lo explicó, que si la expedición abandonaba a la princesa no podía presentarse impunemente ante los reyes. Ni él, personalmente, podría encontrar reposo en ningún sitio si faltaba a su deber de custodiarla.
-Tu principal deber consiste en obedecerme -le recordó la princesa Poema-: lo juraste.
-¡Princesa...! -exclamó una vez más el capitán, pero como si dijera: «¡vaya encerrona!», pues se sintió atrapado en un dilema.
La princesa se mantuvo firme. Y los soldados, una vez amontonadas las armas restallantes como en una hoguera, retornaron silenciosos a sus caballos, aguantando las ganas de llorar, pues no sabían si era más noble quedarse, desobedeciéndola, o atender a sus deseos y abandonarla. Pero no soportaban serle desleales.
La princesa Poema, comprendiendo el conflicto en que se hallaban los soldados, escogió una paloma, la más veloz, para que los precediera y exculpara.
«A los reyes, mis padres: Certifico que el capitán, a cuya custodia me encomendasteis, no conoce otra voluntad que la del deber, ni más sentimiento que el de la lealtad, que ha adiestrado a sus hombres en la obediencia a ciegas y en la única decisión de cumplir órdenes sin vacilaciones ni dudas.
»Fiel a su juramento de complacerme en todo, vuelve con la escolta según mis deseos para que lo recompenséis por lo heroicamente que ha cumplido su cometido más allá de los dictados de su corazón...»
La princesa Poema, antes de atar el mensaje a la patita coral de la paloma, lo leyó en voz alta para tranquilizarlos. Pero no era el miedo a las represalias lo que aguijoneaba a los guerreros sin dejarlos marchar en paz. Era que, por primera vez en sus vidas, buscaban razones para convencerse de que se sentían seguros por no tener que elegir. «El que obedece no se equivoca», les habían enseñado. «¿El que obedece no se equivoca?», se repetía ahora en un lugar desconocido de su mente. «Y qué es la obediencia, qué es la equivocación.»
Sin embargo, la disciplina se impuso y continuaron su camino hacia la frontera, con las manos bien firmes en las bridas y cantando himnos para no distraerse con vanos y desazonadores interrogantes. Sólo el cochero, que, como no tenía montura,
iba muy rezagado, volvió atrás la cabeza y pudo ver que la carroza era un cesto de lirios silvestres y, erguida sobre ellos, con el vestido ondeando, agitándose a sus espaldas como las melenas blancas de los caballos de tiro, la princesa Poema esperaba.
Y ésta fue la última imagen de la princesa Poema, tal como el cochero se la describió a los reyes para que la guardaran cuidadosamente entre los repliegues del desconsuelo.
Y siguieron sucediéndose los días, con sus zozobras y esperanzas. Tanto si se fiaban de los presentimientos desalentadores como si desconfiaban de ellos, o si en los pronósticos imparciales de las estrellas encontraban motivos ya fuere de ánimo o de congoja, lo cierto es que, en ningún momento, obtenían ni calma ni resignación. Día y noche se turnaban los vigías atisbando, en la linea del horizonte, en el vuelo de las palomas o en el retumbar de la tierra, el anuncio de una embajada. En los confines del reino aguardaba incesantemente una escolta de honor cuyo capitán detenía a aquellos que cruzaran la frontera. Se sometía a exhaustivo interrogatorio en busca de noticias a todos los que venían, y se importunaba con ruegos y mensajes a todos los que se marchaban.
Así transcurrió lo que quedaba de la primavera. Y el verano. Y el otoño. Y el invierno. Así empezó otro año su declive.
En el reino, sin la princesa Poema faltaba esa sorpresa que atrae la atención hacia la magia de lo cotidiano, esos juegos instantáneos como chisporroteos de bengalas que, aunque no son aún poesía, la ayudan a intuir el secreto de las cosas. Y el reino fue sumiéndose en algo más terrible que la supresión de las palabras, pues no era el silencio lo que se había instalado en ellos, sino la imposibilidad de representar lo que no puede expresarse.
Y llegó, nuevamente, el 9 de abril. Poco a poco, la luz del día iba intensificándose avivando la incertidumbre. Y los corazones del rey y la reina estaban tan alborotados por la desesperación que, cuando todo el reino se sacudió por el galope que se aproximaba, no lo oyeron. O, mejor, no lo identificaron. Pensaban que era el insoportable estruendo de la angustia. Pero el galope era de alegría.
Los vigías, sin embargo, distinguieron enseguida, en el jinete que a tanta velocidad se acercaba, a la princesa Poema, y rápidamente fueron a abrir las puertas de la ciudad y avisar a los reyes y a izar las banderas para el recibimiento.
La princesa Poema entró en la ciudad entre vítores, redobles de tambores y cabriolas de niños y niñas cubiertos de cascabeles. De cada balcón se colgaron guirnaldas de bienvenida y se lanzaron cohetes aunque, como era de día, no lucieron nada. Pero todos estaban muy contentos.
El rey y la reina se precipitaron escaleras abajo y, sin cuidarse en absoluto del protocolo, apenas descabalgó la princesa la abrazaron los dos a la vez.
-¿Cómo es que vienes sola? -indagó el rey cuando se repuso de la emoción.
-Había una guardia de honor esperándote -dijo la reina.
-Para volver a casa sólo se necesita un caballo rápido -respondió la princesa.
Al día siguiente, sometieron a la princesa a un riguroso examen médico. Estaba rebosante de salud, había recuperado las palabras antiguas, había aprendido otras muchas y los doctores, aunque reticentes en admitir prodigios, firmaron el alta unánimemente.
-¡Qué bien! -dijo su dama de compañía al saber la noticia-: ¡ya podemos jugar de nuevo!
-Tienes que enseñarnos otra vez -le pidieron ilusionadas sus camareras-: hemos perdido práctica.
Pero para la princesa Poema el lenguaje ya no era un simple pasatiempo, ni cautivarse con la elegancia de su melodía, ni ensayar con la belleza de sus palabras: era penetrar en la conciencia de sus signos. Pero no sabía cómo hacer. Aun cuando sus experiencias le habían proporcionado herramientas valiosas, desconocía las instrucciones de uso. Incluso, con las palabras de su idioma familiar, no encontraba una ruta correcta. Cruzaba palabras con los demás, pero no acertaba a llegar a un acuerdo.
-Princesa, ¿es cierto que esos salvajes roban niños para comérselos crudos?
-Eso mismo se dice de nosotros entre ellos.
-¡Qué ignorantes! ¿Y tú qué les contestabas?
-Pues poco más o menos lo mismo que me contestaban ellos a mí para rebatirme.
-Ah, pues yo ni siquiera les hubiera dejado abrir la boca sin partirles los dientes.
-A alguno de allí también le hubiera agradado hacerme una cosa por el estilo en vez de escucharme.
-Son unos bestias.
-Princesa, habrás sufrido mucho entre esos malvados.
-Los médicos dicen que estoy completamente curada.
-¿Quieres decir que son más sabios que nuestros sabios esos infieles?
-No entiendo por qué los llamas así.
-Porque lo son. No adoran al Dios verdadero.
-No adorarán al nuestro, pero al suyo bien que lo respetan.
-Son nuestros enemigos y debemos exterminarlos.
-Dios prohibe matar.
-Dios está de nuestra parte.
-En los campos de batalla, unos combaten con espadas en forma de cruz y otros con cimitarras como medias lunas. Esto no significa nada: cada cruz y cada media luna tiene sus mártires y sus asesinos.
-Contigo no se puede hablar.
-Princesa, debes ser más prudente. No se puede escuchar por igual a la verdad y al error.
-Yo sólo escucho a la gente.
-Pues vas lista si haces caso a todo el mundo, porque cada uno te dirá una cosa.
-Pero es la única manera de llegar a una conclusión.
-Las cosas son como son y basta.
-Si en la oscuridad se pierden cinco personas y una dice que se ha encontrado con una serpiente, otra que con un sable, la tercera que con un muro, la cuarta que con un tronco de árbol y la quinta que con una cuerda, ninguna ha mentido; pero hasta que no conoces toda la información no comprendes que estás ante un elefante.
-No quieras saberlo todo. Eso no te puede traer sino disgustos y quebraderos de cabeza.
Ciertamente, atender tanto a lo que nos conviene como a lo que no con interés y paciencia es una lección dura de aprender. La princesa Poema estaba confusa porque no podía hacerse con palabras que la ayudaran; y los demás estaban defraudados y recelosos. No les gustaba que hubiera cambiado.
-No nos podemos entender con ella -se quejaban.
-No piensa como nosotros.
-Le han lavado el cerebro.
-Deberíamos observarla -decidieron.
La princesa Poema, ajena a esta conjura, iba todas las tardes a las mazmorras reales. Miraba a los prisioneros y les decía:
-No sois monstruos, ¿cómo nadie se da cuenta? No somos monstruos, ¿acaso lo sabéis? No somos peores que el peor de los vuestros, ni el mejor de vosotros lo es más que el mejor de nosotros. ¿Por qué no podemos entendernos? Por favor, ayudadme.
-Deberíamos avisar a la reina -concluyeron los consejeros del rey, una vez que estudiaron las transcripciones que les habían entregado los espías.
-Hija, me han dicho que prestas oídos a las insidias de esos perros rabiosos. ¿Es cierto eso?
-Según. Sólo el hecho de estar en prisión y que sean nuestros prisioneros es lo que te da derecho a considerarlos así. Existen pruebas sobradas de que lo son.
-También de que nosotros somos sus carceleros, sus opresores y sus tiranos.
-¿Es que no crees en la justicia?
-La justicia es algo misterioso. Más que juzgarlos, prefiero sufrir con ellos.
-Son los enemigos.
-Sí, mamá. Pero si ellos fueran los vencedores, estaríamos nosotros en sus cárceles y el rey sería reo de muerte. ¿Es justo que nos transformemos en despreciables por haber contado con menos tropa o habernos equivocado en la estrategia?
-¡Hija!
La princesa Poema en sus encuentros con los prisioneros había hecho muchos progresos en la lengua de ellos, y ellos también lo habían hecho en la de ella. Pero lo más importante es que estaba aprendiendo a «comprender», es decir: a recibir los reflejos de los otros y contenerlos e incluirlos en su corazón.
Cada día se esforzaba para llevarles lo que ellos más pudiesen necesitar. Conseguir adivinarlo era su tarea. Los espías podían verla, al atardecer, corriendo hacia las mazmorras con el rostro encendido de alegría y el delantal abultado misteriosamente.
Decididamente, la princesa Poema era una renegada y una traidora.
Había que rendirse a lo evidente y obrar en consecuencia: denunciarla al rey.
-Señor -dijeron los consejeros al rey-, sabemos que su hija emplea las provisiones destinadas a nuestros pobres y a nuestros huérfanos para socorrer a los prisioneros.
A la tarde siguiente, la detuvieron cuando iba a su visita diaria y la condujeron ante el rey.
El salón del trono ofrecía un aspecto imponente. Allí estaban los nobles caballeros, los altos mandatarios y los consejeros reales. El rey, con voz firme, le ordenó que se acercara.
-Se te acusa de que desvalijas las despensas reales para proveer a nuestros enemigos.
-Papá, lo único que necesitan son palabras para decir por ellos mismos lo que nadie, jamás, ha podido decir por nadie. Te aseguro que de esas palabras se sufre un hambre más terrible que el hambre de pan.
-¿Qué llevas entonces en el regazo? Enséñamelo.
-Es sólo una rosa, papá -respondió la princesa.
Un murmullo de incredulidad recorrió la sala.
-Dámela -dijo el rey-: la luciré junto a mi cetro para acallar las habladurías. Los señores son testigos.
-Es la Rosa de la Poesía. No puedo consentir que la exhibas como adorno ni que la asocies a tu vara de mando, papá.
Gritos de indignación recorrieron los estrados. El maestro de ceremonias la golpeó con su vara.
-¡Insolente! Arrodíllate ante el rey.
El rey tenía los ojos brillantes y era incapaz de contener su pena.
-Hija mía, ¿por qué no quieres desmentir a tus calumniadores?
-Porque la mentirosa es ella. Ninguna rosa abulta tanto -dijo una voz anónima.
-¡Eso! -corearon muchos-: hay que arrebatársela.
-Deteneos -dijo el rey, pero no pudo hacerse oír.
Todos se precipitaron contra ella como aves rapaces. La derribaron, la golpearon, rasgaron sus vestidos.
Efectivamente, de su delantal cayó una rosa. Una rosa traspasada por innumerables rayos: la Rosa de los Vientos, con todas las direcciones desde las que se pueden mirar las cosas, pues la realidad no tiene una única manera de mostrarse. Y todos se apartaron confundidos.
El rey pudo acercarse a la princesa. La alzó, la consoló y, respetuosamente, le devolvió la Rosa para que la siguiera apretando contra su pecho.
-Hija -le dijo el rey con ternura-, estoy orgulloso de ti como padre pero, como soberano obligado a gobernar entre las más contradictorias opiniones, tengo algo que pedirte.
-Sí, papá -contestó la princesa.
-Quiero que tu Rosa sea patrimonio de todos. Que esté expuesta en las torres, en los cruces de caminos, en los estandartes del reino, como enseñanza de que, por muy opuestas que sean las direcciones, siempre hay un centro de verdad adonde converger.
-Gracias, papá -dijo la princesa, alargándole la Rosa de la Poesía.
Poesía, según el diccionario, quiere decir «fuerza de invención, fogoso arrebato, sorprendente originalidad y osadía...». Por eso, no se debe temer alterar la razón para que se exprese lo intuido; ni penetrar más allá de lo que los sentidos captan para reconocer lo esencial; porque más allá no hay monstruos, sino una mirada distinta para comprender mejor el misterio.
Poema en árabe se dice qasída. Casida es el nombre de una princesa musulmana, hija del rey de Toledo y cuya vida transcurrió a mediados del siglo XI. Ella también socorría a los cristianos prisioneros y cuenta la leyenda que, sorprendida por su padre, los alimentos que había recogido en su delantal para ellos se le convirtieron en rosas. El nombre de la rosa representa a esas palabras indispensables e insustituibles que tan claramente significan por ellas mismas que es imposible definir qué significan.
La princesa Casida enfermó gravemente y ningún físico de la corte conseguía curarla, y como llegara la fama de cierta laguna milagrosa cerca de Briviesca, su padre no dudó en dejarla ir a tierras enemigas. Una vez allí, Casida despidió a su escolta y se sometió a la acción benéfica de las aguas. Los habitantes de los contornos recibieron con fervor a la princesa musulmana pues, como pudieron comprobar, su presencia ahuyentó a las alimañas, a las heladas, al granizo y a los forajidos que asaltaban a los viajeros. Allí se le edificó un santuario y, todavía hoy, cada 9 de abril, acuden los vecinos en romería para venerarla. La llaman santa Casilda.
Éste es otro ejemplo de que más allá no hay monstruos, de que no es peligroso asomarse al exterior y de que ni el diablo ni el ángel han logrado aún firmar un contrato exclusivo con ningún pueblo, raza, religión o cultura, por más que lo lleven intentando. Aunque las batallas que libran entre ellos a todos nos conciernen.
En el siglo XIII, el rey poeta Alfonso X el Sabio fundó en Toledo la Escuela Real de Traductores, con el fin de que el pensamiento y la ciencia no fueran patrimonio de un solo idioma y pudieran difundirse entre todos los pueblos.
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