domingo, 31 de agosto de 2014

El Gran Hotel Budapest | Trailer Subtitulado en Español HD


La vi en el avión, la esperaba con mucha ilusión, comedia divertida de aventuras.

"Dollmakers" ,"Hacedoras de muñecas"


 Estábamos en el hotel en Baltimore cuando noté que una infinidad de mujeres daban vueltas, conversaban entre ellas y se apuraban para reunirse para algo que yo desconocía. Si uno las observaba bien tenían algo en común, un air...e misterioso como si hubiesen tenido contacto con lo extraño inquietante. No tardé en averiguar que estaban reunidas en un congreso de "Dollmakers" que se podría traducir como "Hacedoras de muñecas", que venían de todo Estados Unidos, de Canadá y Alemania. El congreso se realizaba en el hotel pegado al que se llegaba haciendo un cambio de ascensores. Habría una exposición el sábado.
El sábado en la tarde subí en mi ascensor hasta el cuarto piso, seguí una flecha que invitaba al congreso, tomé otro ascensor y ya estaba en el otro edificio que tenía una decoración bellísima, unos salones decorados con antigüedades, en uno de ellos había un órgano, los techos tallados eran hermosísimos. Había sido un centro de Masonería. Por fin llegué a la sala solo para enterarme que la exposición y el concurso de muñecas, había terminado a las tres. Alcancé a ver unas mujeres que salían con muñecas premiadas, otras que desarmaban sus stands en donde se exhibían partes de muñecas listas para ser armadas. Conversé con alguna de ellas, me dieron sus tarjetas y lamenté haber llegado tarde. Me había perdido algo especialísimo, una actividad muy curiosa que siempre me ha interesado. Las muñecas eran de porcelana como la que algún día compré en San Telmo en Buenos Aires, con sus dientecitos blancos, cejas delineadas, zapatitos de cuero delgadísimo. La mía era antigua, fabricada en Alemania, firmada, preciosa. Solo había podido asomarme a ese mundo fantástico en la ciudad en la que nació Edgar Allan Poe, donde las muñecas de noche tal vez cobran vida y cuentan historias del pasado de las que les tocó ser testigos.

 


sábado, 30 de agosto de 2014

Baltimore Museum of Art - Contemporary Wing


Lo que me quedé sin ver. Llegué hasta la puerta pero estaba cerrado. Será para otra vez. Quien sabe.

Revolutionary Road (2008) HD Official Trailer #1


Conversar durante el vuelo

Hay quienes prefieren estar en silencio durante el vuelo. Que al vecino de asiento no se le ocurra dirigirle la palabra. ¿Qué se harían con alguien que desea hablar con uno sin tener nada en común, que nos fastidie con preguntas o nos cuent...e su vida? Yo siempre he sido de las que disfrutan haciéndose amiga de quien el destino ha puesto a nuestro lado para pasar unas horas mientras volamos en el cielo, por encima de nubes, edificios y hombres. En esta oportunidad conocí a una americana "Una gringa" de corazón generoso que por casualidades del destino adoptó en el Cuzco a cuatro niños y que ahora tiene quince nietos a los que adora. Dos años menor que yo, viajando permanentemente entre Cuzco, Lima y Estados Unidos combina su trabajo con su adquirida familia. Sus nietos la despiertan mostrándole sus descubrimientos y le hacen caricias consiguiendo como toda abuela, olvidarse de los quehaceres, de las preocupaciones, para dedicarse solo a recibir el regalo del amor que ha sabido despertar en esos niños.
Si no hubiésemos conversado, si me hubiese sumergido en mi libro: "El país de las mujeres" de Gioconda Belli, que claro que está muy entretenido, me hubiera perdido de escuchar esta hermosa historia. Claro que vi una película: " El gran hotel Budapest", que no me gustó tanto como había imaginado, pero la felicidad de descubrir un ser humano, hacer amistad, encontrar puntos en común, recuerdos, personas, hizo que me sintiese feliz. Esto se los cuento para que cuando alguien les dirija la palabra en un avión, no contesten de manera seca, y volteen la cara, si no que piensen que tal vez, van a disfrutar del placer de la comunicación de las existencias.



Museo Walters en Mount Vernon Baltimore.


















Conociendo a un refugiado

 
Tenía grandes deseos de ir al Baltimore Museum of art del que había escuchado era maravilloso. Quedaba como a quince minutos de nuestro hotel. Subí a un taxi y el chofer me recibió con una maravillosa sonrisa. ...Era de Eritrea, un país Africano del que nada sabía. Conversamos durante el viaje, había estado un par de días en Lima en donde nadie le había podido hablar en inglés, así que con un librito algo aprendió. “Señorita bonita”, dije yo, y él lo repitió mostrándome otra vez su cautivadora sonrisa.
Me dejó en el museo, precioso edificio, hacía calor, pero antes de despedirse, me dejó su número de celular, por si quería que me recogiese. No demoré dos minutos en darme cuenta que el museo estaba cerrado, adiós la más grande colección de Matisse del mundo, adiós Pablo Picasso, Paul Cézanne, and Vincent van Gogh y todo lo demás que tanto me había tentado.
Una mujer del museo, me ayudó a llamar a Hermie mi amigo africano que no tardó en recogerme, con otros pasajeros que ya había recogido para ir al centro, pero ¿cómo abandonarme?
Cuando le conté a Mario, le pedí que lo llamáramos para que nos lleve al aeropuerto, y entonces ahí mismo lo llamamos para que nos de una vuelta y nos muestre la ciudad. La conversación con Mario, aparte de estar llena de chispa hablando de mujeres, nos dio más datos sobre Hermie (que significa Hermano, que viene de Hermes). Nos conto que era un refugiado, que toda su familia había huido, que se los obligaba a pelear con los Etíopes y que él había ido a Etiopía y pedido asilo. Nos contó que más de un millón de Eritreos vive en los Estados Unidos.
Nos contó que su país había sido colonia italiana y que por eso le era fácil el castellano.
El paseo que nos dio fue el que le hubiera dado a un familiar, nos mostró sus lugares favoritos de la ciudad pero sobre todo nos trató como un viejo amigo.
En cierto momento, Mario descubrió que Hermie tenía una estampita de Fry Martín de Porras.
—¿Quién es este santo? —Preguntó Mario, y él respondió que se la regaló una clienta porque a él le había gustado. ¿Coincidencias del destino? ¿Cómo así, de la noche a la mañana teníamos tanta cercanía con alguien del Africa, reíamos y conversábamos y hablábamos de nuestro Fry Martín? Nos enteramos que tenían un ciclista campeón y que en futbol eran tan malos como nosotros.
Antes vivió en D.C. pero era muy caro, acá en Baltimore está contento, es soltero, está todavía buscando pero no hay mujeres eritreas así que tal vez deberá esperar a que haya paz en su país para ir a buscar su pareja.
Nos despedimos en el aeropuerto. Quedamos en que si algún día viniese otra vez al Perú, nos llamaría. Habíamos compartido dos días, antes tan lejanos, ahora tan cerca.

Llegando a la casa, averiguo un poco y lo comparto con ustedes.

Este país posee una extensa costa en el mar rojo- Su nombre “Eritros” quiere decir “rojo”. Se independizó en 1993, lo que lo convierte en uno de los países más jóvenes del mundo.





Eritrea: La represión crea una crisis de derechos humanos
Los países receptores deben cesar la devolución de refugiados eritreos


 Soldados eritreos marchan en Asmara el Día de la Independencia del país en esta foto del 24 de mayo de 2007. Eritrea, a pesar de ser una de las naciones más nuevas y pequeñas de África, tiene uno de los ejércitos más grandes de la región. Pero esto es debido a que el servicio militar continúa por muchos años, a veces de manera indefinida, tanto para los hombres como para las mujeres.
(Londres) - La práctica extendida en Eritrea de detención y tortura de sus ciudadanos y su política de prolongar el servicio militar obligatorio están creando una crisis de derechos humanos y provocando que cada vez más eritreos huyan del país, señaló Human Rights Watch en un informe publicado hoy.
El informe de 95 páginas "Service for Life: State Repression and Indefinite Conscription in Eritrea" (Servicio perpetuo: Represión estatal y servicio militar indefinido en Eritrea) documenta las graves violaciones de los derechos humanos cometidas por el gobierno eritreo, que incluyen detención arbitraria, tortura, terribles condiciones de reclusión, trabajo forzoso y graves restricciones de la libertad de movimientos, expresión y culto. También analiza la difícil situación a la que se enfrentan los eritreos que logran escapar a otros países como Libia, Sudán, Egipto e Italia.
"El Gobierno de Eritrea está convirtiendo el país en una prisión gigantesca", señaló Georgette Gagnon, directora para África de Human Rights Watch. "Eritrea debe rendir cuentas inmediatamente por los cientos de presos ‘desaparecidos' y abrir sus cárceles al examen independiente", agregó.
Human Rights Watch instó a Estados Unidos y a la Unión Europea a que se coordinen con la ONU y la Unión Africana para resolver las tensiones regionales y garantizar que la asistencia al desarrollo otorgada a Eritrea esté vinculada con el progreso en materia de derechos humanos.
La UE aprobó recientemente un paquete de asistencia de 122 millones de euros para Eritrea, a pesar de la preocupación por el empleo de personas en el servicio militar o en prisión para los proyectos de desarrollo, una violación del derecho internacional.
El informe, que se basa en más de 50 entrevistas con víctimas eritreas y testigos de los abusos en tres países, explica que el gobierno eritreo utiliza un amplio sistema de centros de detención oficiales y secretos para encarcelar a miles de ciudadanos sin cargos ni juicio. Muchos de los presos están recluidos por sus creencias políticas o religiosas, otros por intentar escaparse del servicio militar indefinido o huir del país.
La tortura, el trato cruel y degradante y el trabajo forzado son habituales tanto para los que cumplen el servicio militar como para los presos. Las condiciones de detención son terribles: los reclusos suelen estar hacinados en celdas (a veces subterráneas) o en contenedores que alcanzan temperaturas abrasadoras durante el día y de congelación durante la noche.
Los que intentan huir corren el riesgo de recibir duros castigos y de que les disparen cuando crucen la frontera. El gobierno también castiga a los familiares de los que escapan o desertan del servicio militar con multas exorbitantes o penas de prisión. A pesar de estas duras medidas, miles de eritreos siguen intentando huir del país.
La mayoría de los refugiados escapan primero a los vecinos Etiopía y Sudán, desde donde viajan a Libia, Egipto y Europa. En los últimos años, cientos de eritreos han sido devueltos desde Libia, Egipto y Malta a Eritrea, donde han enfrentado detención y tortura a su llegada.

Santa Rosa




La gran Anais.

 
"La vida ordinaria no me interesa. Busco tan sólo los momentos altos. Estoy de acuerdo con los surrealistas, buscando lo maravilloso. Quiero ser una escritora que les recuerde a otros que tales momentos existen, quiero probar que hay un espacio infinito, un significado infinito, una dimensión infinita. Pero no siempre estoy en lo que llamo un estado de gracia. Tengo días de iluminaciones y fiebres. Tengo días en que la música en mi cabeza se detiene. Entonces remiendo calcetines, podo árboles, hago conservas de fruta, pulo los muebles. Pero mientras estoy haciendo esto siento que no estoy viviendo."

Anaïs Nin

Compasión

Compasión.
 
 
 
 
"...Tener compasión significa saber vivir con otro su desgracia, pero también sentir con él cualquier otro sentimiento: alegría, angustia, felicidad, dolor. Esta compasión (en el sentido de wspólczucie, Mitgefühl; madkänsla) significa también la máxima capacidad de imaginación sensible, el arte de la telepatía sensible; es en la jerarquía de los sentimientos el sentimiento más elevado." ("La insoportable levedad del ser", M. Kundera).

viernes, 15 de agosto de 2014

Patricia Petibon soprano francesa




Como crece un embrión




Como crece un embrión , buenísimo video de ciencias:_
http://nyti.ms/1lmlgIq

Película por ver: Comenzar de nuevo



Tenemos diferentes maneras de ver buen cine aparte de ir a los cinemas. Tenemos Netflix, podemos comprar videos, podemos bajarlas de internet o verlas en You tuve. Un verdadero placer porque siempre una buena película es algo que nos transporta y entretiene, nos hace reflexionar. nos emociona, nos hace ver nuestra propia vida de manera distinta, desde otro ángulo. Entonces es bueno tener una lista de las películas que nos recomiendan.  Esta por ejemplo.



jueves, 14 de agosto de 2014

Maria Esther Vásquez cuenta

Heker lee a Heker

Tomé unas clases en su taller en San telmo en Buenos Aires, conocí a sus gatos. Me pareció una mujer especial, misteriosa.

Tres poemas de Hugo Mujica

Tonada de un viejo amor

Esta canción me la enseñó mi queridísima amiga la "Gatra Inurritegui", la aprendió en Buenos Aires.



India Borda canta canciones de Atahualpa

martes, 12 de agosto de 2014

Cuento de Samanta Schweblin (1º Premio en el certamen "Juan Rulfo 2013")

Un hombre sin suerte - Samanta Schweblin
Cuento de Samanta Schweblin (1º Premio en el certamen "Juan Rulfo 2013")

 

El día que cumplí ocho años, mi hermana —que no soportaba que dejaran de mirarla un solo segundo— se tomó de un saque una taza entera de lavandina. Abi tenía tres años. Primero sonrió, quizá por el mismo asco, después arrugó la cara en un asustado gesto de dolor. Cuando mamá vio la taza vacía colgando de la mano de Abi se puso más blanca todavía que Abi.
—Abi-mi-dios —eso fue todo lo que dijo mamá— Abi-mi-dios —y todavía tardó unos segundos más en ponerse en movimiento.
La sacudió por los hombros, pero Abi no respondió. Le gritó, pero Abi tampoco respondió. Corrió hasta el teléfono y llamó a papá, y cuando volvió corriendo Abi todavía seguía de pie, con la taza colgándole de la mano. Mamá le sacó la taza y la tiró en la pileta. Abrió la heladera, sacó la leche y la sirvió en un vaso. Se quedó mirando el vaso, luego a Abi, luego el vaso, y finalmente tiró también el vaso a la pileta. Papá, que trabajaba muy cerca de casa, llegó casi de inmediato, pero todavía le dio tiempo a mamá a hacer todo el show del vaso de leche una vez más, antes de que él empezara a tocar la bocina y a gritar.
Cuando me asomé al living vi que la puerta de entrada, la reja y las puertas del coche ya estaban abiertas. Papá volvió a tocar bocina y mamá pasó como un rayo cargando a Abi contra su pecho. Sonaron más bocinas y mamá, que ya estaba sentada en el auto, empezó a llorar. Papá tuvo que gritarme dos veces para que yo entendiera que era a mí a quien le tocaba cerrar.
Hicimos las diez primeras cuadras en menos tiempo de lo que me llevó cerrar la puerta del coche y ponerme el cinturón. Pero cuando llegamos a la avenida el tráfico estaba prácticamente parado. Papá tocaba bocina y gritaba ¡Voy al hospital! ¡Voy al hospital! Los coches que nos rodeaban maniobraban un rato y milagrosamente lograban dejarnos pasar, pero entonces, un par de autos más adelante, todo empezaba de nuevo. Papá frenó detrás de otro coche, dejó de tocar bocina y se golpeó la cabeza contra el volante. Nunca lo vi hacer una cosa así. Hubo un momento de silencio y entonces se incorporó y me miró por el espejo retrovisor. Se dio vuelta y me dijo:
—Sacate la bombacha.
Tenía puesto mi Jumper del colegio. Todas mis bombachas eran blancas pero eso era algo en lo que yo no estaba pensando en ese momento y no podía entender el pedido de papá. Apoyé las manos sobre el asiento para sostenerme mejor. Miré a mamá y entonces ella gritó:
—¡Sacate la puta bombacha!
Y yo me la saqué. Papá me la quitó de las manos. Bajó la ventanilla, volvió a tocar bocina y sacó afuera mi bombacha. La levantó bien alto mientras gritaba y tocaba bocina, y toda la avenida se dio vuelta para mirarla. La bombacha era chica, pero también era muy blanca. Una cuadra más atrás una ambulancia encendió las sirenas, nos alcanzó rápidamente y nos escoltó, pero papá siguió sacudiendo la bombacha hasta que llegamos al hospital.
Dejaron el coche junto a las ambulancias y se bajaron de inmediato. Sin mirar atrás mamá corrió con Abi y entró en el hospital. Yo dudaba si debía o no bajarme: estaba sin bombacha y quería ver dónde la había dejado papá, pero no la encontré ni en los asientos delanteros ni en su mano, que ya cerraba ahora de afuera su puerta.
—Vamos, vamos —dijo papá.
Abrió mi puerta y me ayudó a bajar. Cerró el coche. Me dio unas palmadas en el hombro cuando entramos al hall central. Mamá salió de una habitación del fondo y nos hizo una seña. Me alivió ver que volvía a hablar, daba explicaciones a las enfermeras.
—Quedate acá —me dijo papá, y me señaló unas sillas naranjas al otro lado del pasillo.
Me senté. Papá entró al consultorio con mamá y yo esperé un buen rato. No sé cuánto, pero fue un buen rato. Junté las rodillas, bien pegadas, y pensé en todo lo que había pasado en tan pocos minutos, y en la posibilidad de que alguno de los chicos del colegio hubiera visto el espectáculo de mi bombacha. Cuando me puse derecha el jumper se estiró y mi cola tocó parte del plástico de la silla. A veces la enfermera entraba o salía del consultorio y se escuchaba a mis padres discutir y, una vez que me estiré un poquito, llegué a ver a Abi moverse inquieta en una de las camillas, y supe que al menos ese día no iba a morirse. Y todavía esperé un rato más. Entonces un hombre vino y se sentó al lado mío. No sé de dónde salió, no lo había visto antes.
—¿Qué tal? —preguntó.
Pensé en decir muy bien, que es lo que siempre contesta mamá si alguien le pregunta, aunque acabe de decir que la estamos volviendo loca.
—Bien —dije.
—¿Estás esperando a alguien?
Lo pensé. Y me di cuenta de que no estaba esperando a nadie, o al menos, que no es lo que quería estar haciendo en ese momento. Así que negué y él dijo:
—¿Y por qué estás sentada en la sala de espera?
No sabía que estaba sentada en una sala de espera y me di cuenta de que era una gran contradicción. Él abrió un pequeño bolso que tenía sobre las rodillas. Revolvió un poco, sin apuro. Después sacó de una billetera un papelito rosado.
—Acá está —dijo—, sabía que lo tenía en algún lado.
El papelito tenía el número 92.
—Vale por un helado, yo te invito —dijo.
Dije que no. No hay que aceptar cosas de extraños.
—Pero es gratis —dijo él—, me lo gané.
—No.
Miré al frente y nos quedamos en silencio.
—Como quieras —dijo él al final, sin enojarse.
Sacó del bolso una revista y se puso a llenar un crucigrama. La puerta del consultorio volvió a abrirse y escuché a papá decir “no voy acceder a semejante estupidez”. Me acuerdo porque ese es el punto final de papá para casi cualquier discusión, pero el hombre no pareció escucharlos.
—Es mi cumpleaños —dije.
“Es mi cumpleaños” repetí para mí misma, “¿qué debería hacer?”. Él dejó el lápiz marcando un casillero y me miró con sorpresa. Asentí sin mirarlo, conciente de tener otra vez su atención.
—Pero… —dijo y cerró la revista— es que a veces me cuesta mucho entender a las mujeres. Si es tu cumpleaños, ¿por qué estás en una sala de espera?
Era un hombre observador. Me enderecé otra vez en mi asiento y vi que, aún así, apenas le llegaba a los hombros. Él sonrió y yo me acomodé el pelo. Y entonces dije:
—No tengo bombacha.
No sé por qué lo dije. Es que era mi cumpleaños y yo estaba sin bombacha, y era algo en lo que no podía dejar de pensar. Él todavía estaba mirándome. Quizá se había asustado, u ofendido, y me di cuenta que, aunque no era mi intención, había algo grosero en lo que acababa de decir.
—Pero es tu cumpleaños —dijo él.
Asentí.
—No es justo. Uno no puede andar sin bombacha el día de su cumpleaños.
—Ya sé —dije, y lo dije con mucha seguridad, porque acababa de descubrir la injusticia a la que todo el show de Abi me había llevado.
Él se quedó un momento sin decir nada. Luego miró hacia los ventanales que daban al estacionamiento.
—Yo sé dónde conseguir una bombacha —dijo.
—¿Dónde?
—Problema solucionado —guardó sus cosas y se incorporó.
Dudé en levantarme. Justamente por no tener bombacha, pero también porque no sabía si él estaba diciendo la verdad. Miró hacia la mesa de entrada y saludó con una mano a las asistentes.
—Ya mismo volvemos —dijo, y me señaló—, es su cumpleaños —y yo pensé “por dios y la virgen María, que no diga nada de la bombacha”, pero no lo dijo: abrió la puerta, me guiñó un ojo, y yo supe que podía confiar en él.
Salimos al estacionamiento. De pie yo apenas pasaba su cintura. El coche de papá seguía junto a las ambulancias, un policía le daba vueltas alrededor, molesto. Me quedé mirándolo y él nos vio alejarnos. El aire me envolvió las piernas y subió acampanando mi Jumper, tuve que caminar sosteniéndolo, con las piernas bien juntas.
—Mi dios y la virgen María —dijo él cuando se volvió para ver si lo seguía y me vio luchando con mi uniforme—, es mejor que vayamos rodeando la pared.
—No digas “mi dios y la virgen María” —dije, porque eso era algo de mamá, y no me gustó cómo lo dijo él.
—Ok, darling —dijo.
—Quiero saber a dónde vamos.
—Te estás poniendo muy quisquillosa.
Y no dijimos nada más. Cruzamos la avenida y entramos a un shopping. Era un shopping bastante feo, no creo que mamá lo conociera. Caminamos hasta el fondo, hacia una gran tienda de ropa, una realmente gigante que tampoco creo que mamá conociera. Antes de entrar él dijo “no te pierdas” y me dio la mano, que era fría pero muy suave. Saludó a las cajeras con el mismo gesto que hizo a las asistentes a la salida del hospital, pero no vi que nadie le respondiera. Avanzamos entre los pasillos de ropa. Además de vestidos, pantalones y remeras había también ropa de trabajo. Cascos, jardineros amarillos como los de los basureros, guardapolvos de señoras de limpieza, botas de plástico, y hasta algunas herramientas. Me pregunté si él compraría su ropa acá y si usaría alguna de esas cosas y entonces también me pregunté cómo se llamaría.
—Es acá —dijo.
Estábamos rodeados de mesadas de ropa interior masculina y femenina. Si estiraba la mano podía tocar un gran contenedor de bombachas gigantes, más grandes de las que yo podría haber visto alguna vez, y a solo tres pesos cada una. Con una de esas bombachas podían hacerse tres para alguien de mi tamaño.
—Esas no —dijo él—, acá —y me llevó un poco más allá, a una sección de bombachas más pequeñas—. Mira todas las bombachas que hay… ¿Cuál será la elegida, my lady?
Miré un poco. Casi todas eran rosas o blancas. Señalé una blanca, una de las pocas que había sin moño.
—Ésta —dije—. Pero no tengo dinero.
Se acercó un poco y me dijo al oído:
—Eso no hace falta.
—¿Sos el dueño de la tienda?
—No. Es tu cumpleaños.
Sonreí.
—Pero hay que buscar mejor. Estar seguros.
—Ok, darling —dije.
—No digas “Ok, darling” —dijo él— que me pongo quisquilloso —y me imitó sosteniéndome la pollera en la playa de estacionamiento.
Me hizo reír. Y cuando terminó de hacerse el gracioso dejó frente a mí sus dos puños cerrados y así se quedó hasta que entendí y toqué el derecho. Lo abrió y estaba vacío.
—Todavía podés elegir el otro.
Toqué el otro. Tardé en entender que era una bombacha porque nunca había visto una negra. Y era para chicas, porque tenía corazones blancos, tan chiquitos que parecían lunares, y la cara de Kitty al frente, en donde suele estar ese moño que ni a mamá ni a mí nos gusta.
—Hay que probarla —dijo.
Apoyé la bombacha en mi pecho. Él me dio otra vez la mano y fuimos hasta los probadores femeninos, que parecían estar vacíos. Nos asomamos. Él dijo que no sabía si podría entrar. Que tendría que hacerlo sola. Me di cuenta de que era lógico porque, a no ser que sea alguien muy conocido, no está bien que te vean en bombacha. Pero me daba miedo entrar sola al probador, entrar sola o algo peor: salir y no encontrar a nadie.
—¿Cómo te llamás? —pregunté.
—Eso no puedo decírtelo.
—¿Por qué?
Él se agachó. Así quedaba casi a mi altura, quizá yo unos centímetros más alta.
—Porque estoy ojeado.
—¿Ojeado? ¿Qué es estar ojeado?
—Una mujer que me odia dijo que la próxima vez que yo diga mi nombre me voy a morir.
Pensé que podía ser otra broma, pero lo dijo todo muy serio.
—Podrías escribírmelo.
—¿Escribirlo?
—Si lo escribieras no sería decirlo, sería escribirlo. Y si sé tu nombre puedo llamarte y no me daría tanto miedo entrar sola al probador.
—Pero no estamos seguros. ¿Y si para esa mujer escribir es también decir? ¿Si con decir ella se refirió a dar a entender, a informar mi nombre del modo que sea?
—¿Y cómo se enteraría?
—La gente no confía en mí y soy el hombre con menos suerte del mundo.
—Eso no es verdad, eso no hay manera de saberlo.
—Yo sé lo que te digo.
Miramos juntos la bombacha, en mis manos. Pensé en que mis padres podrían estar terminando.
—Pero es mi cumpleaños —dije.
Y quizá si lo hice a propósito, pero así lo sentí en ese momento: los ojos se me llenaron de lágrimas. Entonces él me abrazó, fue un movimiento muy rápido, cruzó sus brazos a mis espaldas y me apretó tan fuerte que mi cara quedó un momento hundida en su pecho. Después me soltó, sacó su revista y su lápiz, escribió algo en el margen derecho de la tapa, lo arrancó y lo dobló tres veces antes de dármelo.
—No lo leas —dijo, se incorporó y me empujó suavemente hacia los cambiadores.
Dejé pasar cuatro vestidores vacíos, siguiendo el pasillo, y antes de juntar valor y meterme en el quinto guardé el papel en el bolsillo de mi jumper, me volví para verlo y nos sonreímos.
Me probé la bombacha. Era perfecta. Me levanté el jumper para ver bien cómo me quedaba. Era tan pero tan perfecta. Me quedaba increíblemente bien, papá nunca me la pediría para revolearla detrás de las ambulancias e incluso si lo hiciera, no me daría tanta vergüenza que mis compañeros la vieran. Mirá que bombacha tiene esta piba, pensarían, qué bombacha tan perfecta. Me di cuenta de que ya no podía sacármela. Y me di cuenta de algo más, y es que la prenda no tenía alarma. Tenía una pequeña marquita en el lugar donde suelen ir las alarmas, pero no tenía ninguna alarma. Me quedé un momento más mirándome al espejo, y después no aguanté más y saqué el papelito, lo abrí y lo leí.
Cuando salí del probador él no estaba donde nos habíamos despedido, pero sí un poco más allá, junto a los trajes de baño. Me miró, y cuando vio que no tenía la bombacha a la vista me guiñó un ojo y fui yo la que lo tomé de la mano. Esta vez me sostuvo más fuerte, a mí me pareció bien y caminamos hacia la salida. Confiaba en que él sabía lo que hacía. En que un hombre ojeado y con la peor suerte del mundo sabía cómo hacer esas cosas. Cruzamos la línea de cajas por la entrada principal. Uno de los guardias de seguridad nos miró acomodándose el cinto. Para él mi hombre sin nombre sería papá, y me sentí orgullosa. Pasamos los censores de la salida, hacia el Shopping, y seguimos avanzando en silencio, todo el pasillo, hasta la avenida. Entonces vi a Abi, sola, en medio del estacionamiento. Y vi a mamá más cerca, de este lado de la avenida, mirando hacia todos lados. Papá también venía hacia acá desde el estacionamiento. Seguía a paso rápido al policía que antes miraba su coche y en cambio ahora señalaba hacia nosotros. Pasó todo muy rápido. Cuando papá nos vio gritó mi nombre y unos segundos después el policía y dos más que no sé de dónde salieron ya estaban sobre nosotros. Él me soltó pero dejé unos segundos mi mano suspendida hacia él. Lo rodearon y lo empujaron de mala manera. Le preguntaron qué estaba haciendo, le preguntaron su nombre, pero él no respondió. Mamá me abrazó y me revisó de arriba abajo. Tenía mi bombacha blanca enganchada en la mano derecha. Entonces, quizá tanteándome, se dio cuenta de que llevaba otra bombacha. Me levantó el Jumper en un solo movimiento: fue algo tan brusco y grosero, delante de todos, que yo tuve que dar unos pasos hacia atrás para no caerme. Él me miro, yo lo miré. Cuando mamá vio la bombacha negra gritó “hijo de puta, hijo de puta”, y papá se tiró sobre él y trató de golpearlo. Mientras los guardias los separaban yo busqué el papel en mi Jumper, me lo puse en la boca y, mientras me lo tragaba, repetí en silencio su nombre, varias veces, para no olvidármelo nunca.

Un cuento de Ines Garland

Una buena educación
Inés Garland*
César siguió a su amigo Rolo por el camino de piedritas que llevaba a la casa. Trataba de vigilar, pero el jardín era demasiado grande, y se le hizo un nudo en la boca del estómago de sólo pensar que el tío de Rolo podía estar escondido entre los árboles. La puerta de entrada a la casa era enorme y su amigo se paró frente a ella en puntas de pie para hacer sonar un aro de bronce que retumbó como en las películas de Frankestein. César hubiera querido sentir el aro en sus manos y golpear bien fuerte, pero recordó lo que le había dicho su mamá de no tocar los adornos. Él no estaba seguro de que ese fuera un adorno, pero por las dudas no lo tocó.
-Ya va, ya va –dijo desde lejos una voz apurada.
Rolo siguió haciendo sonar el aro de bronce como si no la hubiera oído.
-Qué tortuga –le dijo a la mujer que abrió el portón, una señora vestida con guardapolvo azul con un delantal blanco que parecía de cartón y una especie de coronita, también blanca.
-Buenas tardes -dijo César y, parándose en puntas de pie, le dio un beso.
La señora se echó un poco hacia atrás -quizás no le gustaban los besos. Todo era muy blanco, hasta el piso era blanco. César se miró en un espejo con olas doradas en el marco. De pronto le pareció ver una cara reflejada en una esquina del espejo. Se le cortó la respiración. La cara larga y seria de una especie de cura lo miraba desde un cuadro. Su amigo tiró la valija del colegio en la entrada y la valija patinó por el piso blanco y fue a parar contra la pared. La señora del delantal la recogió.
-Tu mamá está en el living –dijo y desapareció por una puerta que César no había visto antes.
El cuarto donde estaban seguía hacia un pasillo largo y a César le pareció ver a alguien escondido en la oscuridad del fondo. Trató de imaginarse una vez más al tío de Rolo.
-Ese tipo es una porquería –había dicho su padre-, un depravado.
César no sabía lo que quería decir esa palabra; cuando la buscó en el diccionario, decía perverso - tampoco sabía lo que quería decir perverso. Daba demasiado trabajo buscar palabras en el diccionario para después no entender la explicación.
-Pero qué te importa el tío –había dicho su mamá y después se había puesto a hablar de lo linda que era la casa y de cómo a César le iba a gustar jugar en una casa tan grande y mientras hablaba lo miraba a él y sonreía como si fuera ella la que iba a pasar la tarde en lo de Rolo.
Pero su papá no se había quedado contento. Su papá, por un motivo que según su mamá él era muy chico para entender, no quería que él se encontrara con el tío de Rolo. A César le había parecido que su papá, que nunca le tenía miedo a nada, le tenía miedo al tío de Rolo, y era claro que si lo habían dejado ir a tomar el té a esa casa era porque su mamá había asegurado que el tío no aparecía jamás. Sin embargo, lo peor de todo ahora que estaba ahí, era no saber qué podía asustar así a su papá.
-Vamos a tomar el té con mamá y después vamos al cuarto –dijo Rolo interrumpiendo sus pensamientos.
De atrás, asomada sobre el respaldo de un sillón oscuro, César vio una cabeza rubia con el pelo liso atado con un moño. Estaba muy quieta y a él se le ocurrió que quizás el tío de Rolo fuera un enano sentado ahora en la falda de la mamá de Rolo como un muñeco de ventrílocuo. Pero no, qué tonto: su papá nunca le tendría miedo a un enano. La mamá de Rolo se dio vuelta y le sonrió. Él se acercó a saludarla - había olor a perfume a su alrededor. El beso de ella le sonó cerca de la oreja, pero quedó flotando en el aire sin tocarle la cara.
Rolo se sentó sobre la mesa baja frente al sillón y empezó a jugar con un huevo de piedra turquesa que había en un plato junto con otros huevos de colores. A César le hubiera gustado hacer lo mismo pero los huevos sí que eran adornos. Se quedó parado.
-¿Cómo les fue hoy en el colegio? –preguntó la mamá y palmeó el sillón invitándolo a sentarse.
Rolo empezó a contar algo de la maestra que César no escuchó.
-¿Otra reunión de padres? –dijo la mamá-. Se ve que en ese colegio no tienen nada mejor que hacer.
A la mamá de César le gustaban mucho las reuniones de padres.
Cuando la señora de la coronita apareció con la bandeja con la tetera y las masitas, a César le dieron ganas de ir al baño. No era un buen momento justo ahora que la mamá de Rolo le estaba por servir el té; quizás pudiera aguantar hasta más tarde. Juntó las piernas. Estuvo a punto de tocarse para parar las ganas, pero por suerte se dio cuenta de que la mamá de Rolo lo estaba mirando.
-¿Te gustaría una nube de leche? –le estaba preguntando.
¿Una nube de leche? Él miró hacia arriba y dijo que no con la cabeza.
La mamá de Rolo le alcanzó la taza. César supo que no iba a poder esperar hasta después.
-¿Puedo ir al baño? –dijo y pensó que lo había dicho como si la mamá de Rolo fuera su maestra.
-Adelina –dijo la mamá de Rolo en voz alta y cuando apareció la señora de la coronita le pidió que lo acompañara.
César se quedó con la oreja pegada a la puerta del baño hasta que escuchó los pasos de Adelina que se alejaban. El chorro retumbó en el aire como si hubiese caído de muy alto. Lo cortó. Si el tío estaba cerca podría oírlo y esperarlo a la salida. Se acercó y apuntó al costado del inodoro. El ruido disminuyó pero varias gotas salpicaron el borde y le pareció que mojaban un poco el empapelado con el dibujo de perros manchados con la cola en punta. A lo mejor al tío le faltaban los brazos y las piernas y lo llevaban de un lado a otro como un paquete. Pero ¿cómo tenerle miedo a alguien así? Impresión sí, pero miedo. Secó el borde del inodoro con papel higiénico. A lo mejor era un vampiro y sólo salía de noche a chuparle la sangre a la gente; por eso su mamá estaba tan segura de que no iba a estar. Se lavó las manos con unos jabones muy chiquitos con forma de rosas. Se llevó uno a la nariz, aspiró el perfume -era igual a hundir la nariz en una rosa- sin pensarlo demasiado se lo guardó en el bolsillo, a su mamá le encantaban las rosas.
Apenas se sentó en el sillón al lado de la mamá de Rolo, se arrepintió: el jaboncito le hacía un bulto sospechoso en el bolsillo. Se lo trató de tapar con el brazo, pero cada vez que tomaba un trago de té el olor a rosas se escapaba del bolsillo. La mamá de Rolo lo miraba de una manera rara ¿se habría dado cuenta? Con disimulo, él se corrió un poco hacia la punta del sillón. Era inútil. El perfume se colgaba en el aire encima de él. Dejó de respirar un momento como si dejar de olerlo fuera a cambiar en algo las cosas. Mejor iba a ser que lo devolviera. Si la mamá de Rolo seguía mirándolo tanto, tendría que volver al baño y ponerlo en el canastito. Pero quizás si iba otra vez al baño ella pensara que él iba a robarse otro jabón.
La mamá de Rolo se sirvió otra taza. Por lo visto tenía planeado tomarse toda la tetera. Él no podía recordar qué era de peor educación: si comer muchas masitas o comer la última masita que quedaba en el plato. Estaba casi seguro de que su mamá se lo había dicho alguna vez. La mamá de Rolo le ofreció más té y él dijo que no.
-Estaba muy rico pero no quiero más –dijo-, muchas gracias.
De escucharlo, su mamá habría estado orgullosa de él.
Por fin la señora terminó su té y pudieron irse a jugar. El cuarto de Rolo estaba muy ordenado.
-¿Jugamos a las escondidas? –dijo Rolo y, sin esperar la respuesta, empezó a contar.
En el cuarto no había ningún escondite. César salió al pasillo y miró a su alrededor. Al final del pasillo había una escalera oscura que casi no se veía. A lo mejor un depravado era como un hombre lobo. Estaría despierto con todo el ruido que habían hecho ellos y ahora lo estaría espiando desde la parte de la escalera que él no alcanzaba a ver; un depravado con la lengua colgando para afuera, baboso, muerto de hambre. César se enojó consigo mismo. Su mamá siempre le decía que no se imaginara cosas feas y él acababa de imaginarse la peor de todas. Un hombre lobo.
A la derecha del pasillo la estatua de un chico con un pájaro en la mano le pareció un buen escondite.
-Punto y coma -dijo Rolo-, el que no se escondió se embroma- y César se dio cuenta de que a través de las piernas de la estatua su amigo lo iba a descubrir apenas se asomara al pasillo. Vio una puerta entreabierta a pocos pasos y, sin pensarlo dos veces, entró al cuarto.
Entonces vio al hombre. Estaba de espaldas frente a un gran ventanal y miraba el jardín. César sintió que el corazón le había dejado de latir. Y ahora era tarde para salir corriendo. El hombre se había dado vuelta y le sonreía.
-¿Están jugando a las escondidas? –dijo como si fuera lo más normal que César estuviera en su cuarto.
Él hizo que si con la cabeza y dejó escapar uno de esos estúpidos gemidos que enojaban tanto a su papá. El hombre tenía ojos celestes, casi grises y una camisa que brillaba con la luz.
-Soy el tío de Rolo –dijo, y dio unos pasos hasta quedar a su lado.
Nadie le había dicho a César qué tenía que hacer si se lo encontraba. Sintió que se había convertido en una estatua de sal como la mujer de la Biblia.
-Vos debes ser César. Rolo me contó que venías –dijo el tío y se inclinó para darle un beso.
Sin pensarlo, César estiró el brazo para darle la mano. El tío de Rolo se rió. Su mano era blanda y suave. César pensó en la vergüenza que le habría dado a su papá, que insistía tanto para que mirara a los ojos, si lo hubiera visto bajar la vista. Los zapatos del tío tenían un pájaro de oro bordado en la punta.
Los pasos de Rolo retumbaron en el pasillo y el tío levantó una tela roja que cubría una mesa angosta contra la pared y le hizo señas para que se metiera debajo.
-Este es el mejor escondite de toda la casa.
-¡César! –gritó Rolo desde el pasillo- ¿Dónde te metiste?
César se agachó para meterse debajo de la mesa. Todavía tenía la mitad del cuerpo afuera del escondite cuando, sin que pudiera hacer nada para evitarlo, el jaboncito se le escapó del bolsillo, rodó por el piso, se balanceó de canto por un instante y se tumbó cuando chocó contra la punta del zapato del tío de Rolo.
A César el miedo le revolvió el estómago.
El tío se agachó a recoger el jabón, se lo llevó a la nariz y aspiró el perfume.
-Ah, qué delicia –dijo y, sonriendo, estiró el brazo para devolvérselo-. A mí también me fascina el perfume de estos jabones.
César se lo guardó en el bolsillo y estaba a punto de esconderse cuando Rolo gritó piedra libre desde la puerta y entró corriendo al cuarto.
-Traidor –dijo abalanzándose sobre su tío.
El tío chilló con una voz muy aguda y agitó las manos frente a él como si fuera una de las chicas del grado espantando un bicho. Usaba pulseras que le tintineaban en la muñeca. Rolo se le trepó a caballito.
-Basta, basta –jadeó el tío-, siempre el mismo bruto. Esta vez fallamos –le dijo a César-, pero ya habrá otra oportunidad.
A César le costó encontrar su voz y se quedó mirando las pulseras del tío, sus manos suaves.

Ya era de noche cuando sus padres pasaron a buscarlo. Su mamá lo esperaba del otro lado de la puerta y su papá se había quedado al principio del camino, con los brazos cruzados. César tuvo ganas de correr hacia él.
-Estuve con el tío –iba a decirle ni bien lo saludara-, lo conocí y no le tuve nada de miedo.
Era divertido, los había hecho reír; su papá no tenía ni la menor idea de cómo era, ni siquiera lo conocía. Él le iba a contar la verdad.
De la mano de su mamá, caminó hacia él. Su papá seguía con los brazos cruzados y así, de lejos, sus bigotes parecían mucho más grandes, tanto que no se le veía la boca.
-¿Qué tal si se apuran? –dijo.
La voz sonó muy fuerte en el aire del jardín, y antes de que el eco se apagara del todo, César tomó una decisión. Iba a ser mejor que no le contara nada a su papá.

domingo, 10 de agosto de 2014

Simon y Garfunkel El condor pasa


http://www.dailymotion.com/video/x25ofw_simon-garfunkel-el-condor-pasa_music" target="_blank">Simon & Garfunkel, El Condor Pasa
por http://www.dailymotion.com/memmoria" target="_blank">memmoria

Antonio Banderas en el Camino Inca


El camino de Antonio Banderas  ( de la Revista COSAS)





Agosto 05, 2014 11:51 AM

| por Antonio Banderas

Hace tan solo unos meses tuve la suerte y el privilegio de visitar el Perú por primera vez. Fue una visita profesional, pues estaba enmarcada dentro de las actividades promocionales de la empresa española de perfumería Puig, con la que vengo colaborando desde hace dieciocho años.

Fueron muchas las personas que, enamoradas de su país, despertaban en mí el impulso de acercarme más, para conocer en primera persona los detalles y las complejidades de un Perú multicolor, energético, lleno de una fuerza interna y toda la belleza que esta tierra ofrece.


Antonio Banderas llegó a Machu Picchu acompañado de su hija Stella del Carmen.

De entre todas esas personas, fue una la que más me animó a tomar la decisión de adentrarme de una forma clara en el alma de Perú: Armando Andrade. El entusiasmo y la pasión con que me describió las bondades de su querida tierra terminó por despertar en mí el interés necesario para preparar una visita, que al día de hoy, que transcribo estas palabras desde mi ordenador luego de regresar, puedo asegurar que ha sido una de las experiencias más potentes y mágicas de mi existencia.

También me hizo entender que el lugar que debía visitar era Machu Picchu, la enigmática ciudad de pasado inca, y la forma de hacerlo era caminando desde el Cusco, otro de los históricos enclaves de esta civilización perdida en la noche de los tiempos.

Cuando tomé la decisión, le pedí ayuda para realizar este viaje de la forma más discreta posible, ya que no iría solo. Mi hija Stella formaría parte de la expedición, y quería vivir la experiencia intensamente con ella, pues le debo tiempo que no hemos podido pasar juntos por las salidas profesionales que debo hacer con frecuencia.


“El Camino Inca comenzó a hablarnos del respeto hacia los misterios de la existencia”, escribe.

El viaje comenzó el día 15 de julio en la ciudad de Nueva York. Yo venía de Europa, y mi hija de Los Ángeles. Nos reunimos allí y volamos a Cusco al día siguiente. El ambiente que encontramos era de una actividad frenética. Turistas de todo el mundo cruzaban las calles que, por su carácter colonial, me recordaban las formas y los estilos de mi tierra española. 

No relataré nuestro viaje a través del Camino Inca con el detalle de lo cotidiano. Pero sí diré que los cuatro días y tres noches que pasamos en la ruta hacia Machu Picchu se convirtieron, casi de inmediato, en una experiencia que combinó lo físico con lo espiritual, lo terrenal con lo telúrico, lo individual con lo colectivo.

No sé si los días se fueron comprimiendo o expandiendo.  La percepción que tengo es ahora difusa en cuanto al tiempo transcurrido. Pero estos días fueron impregnándonos, como las gotas de lluvia que golpeaban nuestras tiendas cada noche hasta que, de repente, como si despertásemos de un sueño, nos encontramos frente a una escalera final que habría de conducirnos hacia la famosa Puerta del Sol, donde todo termina o comienza, una especie de prueba final, un guiño inca.


“Compartí lágrimas de emoción con mi hija Stella, mi compañera de viaje".

Pero al final de la escalera observamos un brillo conocido por mí: la lente de una cámara de video que nos apuntaba directamente. En este caso, una amenaza que podría interrumpir la pureza que buscábamos y que creíamos haber ganado.

Yo podía superarlo, pues forma parte de mi trabajo, de mi vida. Pero no quería que nadie le robase la intimidad al observar la ciudad que estuvo oculta por siglos a mi hija Stella. Así que rogué, supliqué, creo recordar que también grité que, por favor, nos regalasen ese momento. Solo ese momento. Debió de ser tan contundente mi petición que el individuo que manejaba la cámara accedió a dejarnos vivir ese instante de forma privada. Siempre se lo agradeceré.

Cuando subimos las escaleras y atravesamos la Puerta del Sol, iba tan atento a que no nos contaminara el momento, que no percibí dónde nos hallábamos. Pero, cuando me volví a mirar a mi hija, vi que dos lágrimas le rodaban por sus mejillas. Tenía la vista perdida en algo a mis espaldas. Poco a poco me giré y allí estaba. Como las aristas del tallado de una esmeralda, con una geometría irreal pero perfecta: Machu Picchu, el final de nuestro viaje. 


“Fue una experiencia que combinó lo físico con lo espiritual, lo terrenal con lo telúrico”.

También compartí lágrimas de emoción con mi Stella, mi compañera de viaje, quien siempre recordará que la primera vez que se asomó a este balcón peruano –por donde se ve parte del mundo y los sueños de su gente– lo hizo de la mano de su padre.

Machu Picchu, la ciudad inacabada, como los seres humanos a los que solo puede acabar Dios, cualquiera sea la idea de Él que uno tenga.

Sí, por aquí han pasado Dios o los dioses, de eso estoy seguro.

Cromosoma 5, documental





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Estado de gracia

En Abra leímos un texto  de Clarice Lispector en el que se refiere al  Estado de gracia:

 
Quien ya conoció el estado de gracia reconocerá lo que voy a decir. No me refiero a la inspiración, que es una gracia especial que tantas veces les adviene a los que lidian con el arte. El estado de gracia del que hablo no se usa para nada. Es como si viniera tan solo para que se sepa que realmente se existe. En este estado, además de la tranquila felicidad que irradia de personas y cosas, hay una lucidez que sólo puede llamar leve porque en la gracia todo es tan, tan leve. Es la lucidez de quien no adivina más: sin esfuerzo, sabe. Sólo eso: sabe. No pregunten qué, porque sólo puedo responder del mismo modo infantil: sin esfuerzo, sabe. Y hay una bienaventuranza física que a nada se compara. El cuerpo se transforma en un don. Y se siente que es un don porque se está experimentando, en una fuente discreta, la dádiva indudable de existir materialmente.
 

 
En el estado de gracia se ve a veces la profunda belleza, antes inalcanzable, de otra persona. Todo, además, gana una especie de nimbo que no es imaginario: viene del esplendor de la irradiación casi matemática de las cosas y las personas. Se pasa a sentir que todo lo que existe -persona o cosa- respira y exhala una especie de finismo resplandor de energía. La verdad del mundo es impalpable.
 


 
No es ni lejanamente lo que imagino que es el estado de gracia de los santos. Ese estado jamás lo conocí y ni siquiera logro adivinarlo. Es sólo el estado de gracia de una persona común que súbitamente se vuelve totalmente real porque es común y humana y reconocible.
 



 
Los hallazgos en ese estado son indecibles e incomunicables. Y por eso es que, en ese estado de gracia, me mantengo sentada, quieta, silenciosa. Es como una anunciación. Y no estando precedida por los ángeles que, supongo, anteceden al estado de gracia de los santos, es como si el ángel de la vida viniera a anunciarme al mundo.
 



 
Después, lentamente, se sale. No como si se hubiera estado en trance -no hay ningún trance-, se sale lentamente, con un suspiro de quien tuvo el mundo tal cual es. También es un suspiro de saudade. Pues habiendo experimentado recibir un cuerpo y un alma y la tierra, se quiere más y más. Inútil querer: solo viene cuando quiere y espontáneamente.
 



 
No sé por qué, pero creo que los animales entran con más frecuencia en la gracia de existir que los humanos.
 



 
Sólo que ellos no lo saben, y los humanos lo notan. Los humanos tienen obstáculos que no dificultan la vida de los animales, como un raciocinio, lógica, comprensión. Entre tanto los animales tienen el esplendor de o que es inmediato y se dirige sin interferencias.
 



 
Dios sabe lo que hace: creo que está bien que el estado de gracia no se nos conceda con frecuencia. Si así fuera, tal vez pasaríamos definitivamente hacia el otro lado de la vida, que también es real pero nadie nos entendería jamás. Perderíamos el lenguaje en común.
 



 
También es bueno que no venga tantas veces como yo querría. Porque podría habituarme a la felicidad -olvidé decir que en estado de gracia se es feliz. Habituarse a la felicidad sería un peligro. Seríamos más egoístas, porque las personas felices lo son, menos sensibles al dolor humano, no sentiríamos la necesidad de ayudar a quienes lo necesiten -todo por tener en la gracia la compensación y el resumen de la vida.
 



 
No, incluso si de mi dependiera, no querría tener con mucha frecuencia el estado de gracia. Sería como caer en un vicio, me atraería como un vicio, me volvería contemplativa como los fumadores de opio. Y si apareciera más a menudo, estoy segura de que yo abusaría: empezaría querer a vivir permanentemente en gracia. Y esto representaría una fuga imperdonable del destino simplemente humano, que se hace con lucha y sufrimiento y es perplejidad y alegrías menores.
 



 
También es bueno que el estado de gracia dura poco. Si durara mucho, bien lo sé yo que reconozco mis ambiciones casi infantiles, acabaría intentando entrar en los misterios de la naturaleza. En lo que intentara por otra parte estoy segura de que desaparecería la gracia. Pues ella es dádiva y, si nada exige, se desvanecería si pasáramos a exigirle a ella una respuesta. Es necesario no olvidar que el estado de gracia es solamente una pequeña abertura hacia una tierra que es una especie de calmo paraíso, pero que no es la entrada a ésta, ni que da derecho a comer de los frutos de sus quintas.
 



 
Se sale del estado de gracia con el rostro límpido, los ojos abiertos y pensativos y, aunque no se haya sonreído, es como si el cuerpo todo viniera de una sonrisa suave. Y se sale mejor criatura de lo que entró. Se probó algo que parece redimir la conicidad humana, aunque al mismo tiempo se acentúan los estrechos límites de esa condición. Y precisamente porque después de la gracia la condición humana se revela en su pobreza implorante, se aprende a amar más, a perdonar más, a esperar más. Se pasa a tener una especie de confianza en el sufrimiento y en sus caminos tantas veces intolerables.

 
 


Hay días que son tan áridos y desérticos que yo daría años de mi vida a cambio de unos minutos de gracia.


Esto nos llevó a la palabra Epifanía usada por James Joyce:
La real academia de la lengua da dos acepciones de la palabra Epifanía:
1. f. Manifestación, aparición.
2. f. Festividad que celebra la Iglesia anualmente el día 6 de enero.


EPIFANÍA SEGÚN JAMES JOYCE


LA EPIFANÍA es una revelación, es una iluminación que ofrece al sujeto-personaje una visión simbólica y específica de su realidad.

ES EL DESCUBRIMIENTO DE UNA VERDAD ÍNTIMA,PERSONAL Y ESENCIAL de la que no se tenía
conocimiento anteriormente.Es un TOMAR CONCIENCIA DE UNO MISMO Y DE TU YO INTERIOR .

LA EPIFANÍA permite que caiga el velo de la costumbre, nos muestra la MEDIOCRIDAD DE LA VIDA
BURGUESA (O DE LA VIDA SIMPLEMENTE), CUESTIONA EL STATU QUO AFECTIVO Y EXISTENCIAL. La realidad social ,local, nacional, las identidades personales y nacionales son fuertemente puestas en tela de juicio. Es el descubrimiento doloroso de la naturaleza vulgar de la realidad urbana(tanto en Dublín como en cualquier otra ciudad)
La nota dominante es la melancolía, la inseguridad, la revelación de las mezquindades de la gente, el rompimiento
de los ideales, de las fantasías románticas que afectan a los sujetos más soñadores o frágiles.

La realidad se ve con desapego, con ironía, con distancia. ( Tomado del blog laentradacuestalarazon.blogspot.com

Repentina manifestación del espíritu.