Un cuento de Paloma Díaz Mas escritora española que hicimos en nuestro taller de lectura ABRA y que nos gustó muchísimo.
Las baldosas coloradas de la entrada cuidadosamente
bruñidas con cera, la deslumbrante escalerita de claraboya convertida en
invernadero para unas plantas casi amenazadoras de puro rozagantes, la casa de
largo pasillo y barnizadas maderas, con los montantes de las puertas
coquetamente encortinados de una cretona de florecitas muy limpia y muy
planchada.
El comedor de nobles muebles de viejo roble, con su
suntuosa cancela modernista –lotos rosas y nenúfares azules de pétalos
traslúcidos y esmerilados, entre retorcidos pámpanos de un verde botella– que
daba a la azotea. Y en ella, de nuevo las baldosas tan brillantes que parecían
pintadas con aceite y bajo el sol azaleas, petunias, alegrías, pendientes de la
reina, gitanillas, geráneos, cóleos morados. Y en la sombra helecho, hiedra
enana, cintas y esa planta que nosotros llamamos amor de hombre, pero que en
inglés es judío errante y en francés miseria. Y en un rincón los cactus,
milagrosamente floridos, y las plantas de olor: la hierbabuena, el sándalo y la
albahaca.
Pero sobre todo la cocina: una cocina antigua y
grande, de azulejos blancos y armarios de pino pintados de blanco, y blancas
cortinas en la ventana y una pila de mármol blanco en la que la abuela María
lavaba –montañas de espuma blanca– la blanca loza, para secarla después con un
suave paño de algodón blanco. Fuera, sobre las cumbres de las montañas
circundantes, muchas veces nevaba.
Y la abuela misma, con su pelo de un blanco nacarado y
sus vestidos de dibujos pequeñitos y colores brillantes: parecía una síntesis
de la cocina blanca y de las cortinas de florecitas, o tal vez fuese al revés,
que el blancor de la cocina y las flores de las tapicerías emanaban
precisamente de su persona; siempre tuve la impresión de que la abuela era la
casa y la casa era la abuela.
Pero dije que sobre todo la cocina: largas horas de
laboriosos platos –pato con peras y pollo con ciruelas, escudella y bacalao con
pasas, escalivada y robellones de mil maneras, dorada crema y acariciantes
profiteroles calientifríos– en los que la abuela no dejaba inmiscuirse a nadie.
Siempre tan pulcra entre grasas y humos, ceñida por su mandil de cuadros
blancos y rosas –para los domingos se ponía otro de piqué azul, con
aplicaciones de flores blancas de guipur–, ya se dedicaba desde muy temprano a
picar verduras y mazar condimentos, a deshuesar frutas y tajar carnes, a
caramelizar moldes y ligar salsas, a preparar sofritos y ponderar hierbas, en
un sosegado trajín de cacerolas y marmitas, de sartenes y pucheros, de
escurridores y mangas de pastelero, de molinillos y ralladores, de morteros y
batidores, de cuencos, tombatruitas y ensaladeras.
Sabía hacer jabón con sosa y grasas viejas, ligar el
alioli sólo con el mazo del mortero; elevar montañas de espuma de una clara de
huevo. Y además era bella, hermosa como ninguna mujer que yo conociese.
Pero de esto último no me di cuenta hasta el día de la
foto. Y quede claro que no son recuerdos de infancia: a la abuela María la
conocí siendo ella ya vieja, y yo casi tenía treinta años.
Creo que fue una mañana de verano mientras, en el
primer sol de la terraza, sentada en su mecedora de cretonas, la abuela
deshuesaba ciruelas pasas para un plato de fiesta. La sorprendí así, como era
ella, sentada apaciblemente, en incesante actividad, en su entorno de flores y
baldosas rojas. Cuando revelé aquel carrete de fotos había pasado mucho tiempo,
yo estaba ya en la ciudad y lejos del pueblo montañoso y de la casita de los
azulejos blancos y las baldosas brillantes, y ni siquiera recordaba haberle
hecho ese retrato.
Y sin embargo ella estaba allí, y me miraba con el
gesto pícaro de quien, pese a todas las precauciones por mí tomadas, no había
sido sorprendida: sabía que yo disparaba la foto y había en sus ojos, en su
boca, en las arruguitas de las sienes y de las comisuras de los labios un
rictus irónico y pilluelo. Su pelo de nácar era casi de un azul untuoso, bajo
ese primer sol de la mañana, los ojitos azules casi parecían negros de tan
vivos, la oreja pulcra se recortaba sobre el cuello de manteca apenas surcado
por una arruga, el escote en pico de su traje de lunares azules y amarillos se
abría coquetón sobre un busto de ochenta años sorprendentemente firme,
reposaban sobre los brazos de la mecedora los brazos de la mujer fuerte, y
tenía el gesto enérgico y dulce de quien ha hecho frente a muchas cosas y la
mayor parte de ellas despiadadas y terribles, la sonrisa burlona de quien sabe
que peor las hemos pasado y hemos salido adelante. Y las
enternecedoras manos, blanquísimas, de limpias y
recortadas uñas, bellas y deformadas por la artrosis; una artrosis que en ellas
no parecía una enfermedad ni un defecto, sino la consecuencia de una evolución
de la Naturaleza: las falanges torcidas y las articulaciones hinchadas que
podría tener un árbol añoso si tuviera manos blancas. Al fondo, florecía una
mata de alegrías coloradas y jugaba el gato.
Desde aquel día me gustó imaginar lo hermosa que debía
haber sido la abuela María de joven. Porque a una vejez tan dorada y bella, tan
pulcra y perfecta, tan vivaz y venerable, sólo podía haber precedido una
madurez espléndida, una juventud de belleza fascinante. ¿Cómo sería ella de
niña, cuando con trenzas y bata de rayas arrastraba su cabás hacia la cercana
escuela del pueblo? Me gustaba imaginármela como una deliciosa preadolescente
de rodillas bruñidas y cuello muy planchado, con una trenza gruesa y pesada
como una soga, una trenza de azabache que era la envidia de las niñas del
pueblo. O, ya púber, almidonada y un poco rígida en su primer traje de mujer:
la chica de fascinantes rasgos que no parece advertir su belleza y a quien
todos los mozos miran sin atreverse a sacarla a bailar, tan aterradoramente
bella les parece. Y luego de mujer casada, una radiante madre joven que pasea
en los brazos a su hijo de meses, orgullosa de él y
creyendo en su ceguera que es al niño a quien todas
las miradas se dirigen. Y de mujer madura y fuerte, enfrentándose al trabajo
duro de una recién viuda en aquellos tiempos que los viejos de hoy, cuando
recuerdan, llaman aún «los tiempos dificiles» y a veces «los tiempos del
hambre». No podía haber sido de otra manera.
Y de ahí mi deseo y luego mi anhelo y luego mi
impaciencia, y luego mi obsesión por ver una foto de la abuela María cuando era
joven. Porque deseaba ver de una vez lo que debía haber sido una belleza sin
igual, sin comparación alguna con la de ninguna otra mujer que yo hubiese visto
nunca. Porque una vejez tan dorada y hermosa sólo podía ser la decadencia de
una belleza espléndida e incomparable.
Por desgracia, la abuela María parecía no haberse
hecho nunca en su vida una fotografía. Y ni preguntando a mi madre, ni a ella
misma, ni revolviendo olvidados cajones o rebuscando en viejos álbumes de fotos
de familia logré dar con una sola fotografía de su juventud. Parecía como si el
tiempo y sus protagonistas, con una especie de extraño pudor, hubiesen hecho lo
posible por ocultar aquella imagen magnífica.
Me costó años y muchos ruegos que me dejase ver la
única foto que se conservaba de sus tiempos jóvenes: la del día de su boda.
Consintió en enseñármela una tarde de otoño ya un poco fría en que yo le había
rogado mucho. La sacó de una carpeta de cartulina crema con cantos dorados, de
entre dos hojitas de papel de seda finas como un soplo. Me preparé para ver lo
que yo había imaginado como una belleza fascinante y deslumbradora.
Desde la foto en tonos sepia, entre una columna
salomónica truncada y un buquet de flores de trapo, bajo un celaje digno de una
aparición angélica, me miraba una pareja pueblerina: él empaquetado en su traje
rígido, sentado en silla curul, con los zapatos demasiado embetunados y las
manos toscas de quien trabaja en el campo; y ella en pie, no menos tosca e
insulsa, una cara inexpresiva de ojos claros y cabello oscuro, de óvalo
convencional y un poco burdo, dejando reposar sosamente sobre los hombros del
varón sentado unas manos tan anodinas que no denotaban expresión alguna; unas
manos que, por no decir, no decían ni del trabajo ni del regalo: podían ser las
manos de cualquiera. Y eso era todo: una muchacha de pueblo con su vestido de
boda pobre, con un rostro de muñeca de china, con un cuerpo menudo como hay
millares, con una mirada en que ninguna luz se reflejaba. La dorada vejez de la
abuela María no era, pues, producto de la decadencia de una hermosa juventud:
su belleza se había forjado a lo largo de los años, como la belleza de algunos
árboles, de algunas rocas, de algunos edificios nobles dignificados por las
lluvias y los vientos que pulieron sus piedras.
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