martes, 12 de agosto de 2014

Un cuento de Ines Garland

Una buena educación
Inés Garland*
César siguió a su amigo Rolo por el camino de piedritas que llevaba a la casa. Trataba de vigilar, pero el jardín era demasiado grande, y se le hizo un nudo en la boca del estómago de sólo pensar que el tío de Rolo podía estar escondido entre los árboles. La puerta de entrada a la casa era enorme y su amigo se paró frente a ella en puntas de pie para hacer sonar un aro de bronce que retumbó como en las películas de Frankestein. César hubiera querido sentir el aro en sus manos y golpear bien fuerte, pero recordó lo que le había dicho su mamá de no tocar los adornos. Él no estaba seguro de que ese fuera un adorno, pero por las dudas no lo tocó.
-Ya va, ya va –dijo desde lejos una voz apurada.
Rolo siguió haciendo sonar el aro de bronce como si no la hubiera oído.
-Qué tortuga –le dijo a la mujer que abrió el portón, una señora vestida con guardapolvo azul con un delantal blanco que parecía de cartón y una especie de coronita, también blanca.
-Buenas tardes -dijo César y, parándose en puntas de pie, le dio un beso.
La señora se echó un poco hacia atrás -quizás no le gustaban los besos. Todo era muy blanco, hasta el piso era blanco. César se miró en un espejo con olas doradas en el marco. De pronto le pareció ver una cara reflejada en una esquina del espejo. Se le cortó la respiración. La cara larga y seria de una especie de cura lo miraba desde un cuadro. Su amigo tiró la valija del colegio en la entrada y la valija patinó por el piso blanco y fue a parar contra la pared. La señora del delantal la recogió.
-Tu mamá está en el living –dijo y desapareció por una puerta que César no había visto antes.
El cuarto donde estaban seguía hacia un pasillo largo y a César le pareció ver a alguien escondido en la oscuridad del fondo. Trató de imaginarse una vez más al tío de Rolo.
-Ese tipo es una porquería –había dicho su padre-, un depravado.
César no sabía lo que quería decir esa palabra; cuando la buscó en el diccionario, decía perverso - tampoco sabía lo que quería decir perverso. Daba demasiado trabajo buscar palabras en el diccionario para después no entender la explicación.
-Pero qué te importa el tío –había dicho su mamá y después se había puesto a hablar de lo linda que era la casa y de cómo a César le iba a gustar jugar en una casa tan grande y mientras hablaba lo miraba a él y sonreía como si fuera ella la que iba a pasar la tarde en lo de Rolo.
Pero su papá no se había quedado contento. Su papá, por un motivo que según su mamá él era muy chico para entender, no quería que él se encontrara con el tío de Rolo. A César le había parecido que su papá, que nunca le tenía miedo a nada, le tenía miedo al tío de Rolo, y era claro que si lo habían dejado ir a tomar el té a esa casa era porque su mamá había asegurado que el tío no aparecía jamás. Sin embargo, lo peor de todo ahora que estaba ahí, era no saber qué podía asustar así a su papá.
-Vamos a tomar el té con mamá y después vamos al cuarto –dijo Rolo interrumpiendo sus pensamientos.
De atrás, asomada sobre el respaldo de un sillón oscuro, César vio una cabeza rubia con el pelo liso atado con un moño. Estaba muy quieta y a él se le ocurrió que quizás el tío de Rolo fuera un enano sentado ahora en la falda de la mamá de Rolo como un muñeco de ventrílocuo. Pero no, qué tonto: su papá nunca le tendría miedo a un enano. La mamá de Rolo se dio vuelta y le sonrió. Él se acercó a saludarla - había olor a perfume a su alrededor. El beso de ella le sonó cerca de la oreja, pero quedó flotando en el aire sin tocarle la cara.
Rolo se sentó sobre la mesa baja frente al sillón y empezó a jugar con un huevo de piedra turquesa que había en un plato junto con otros huevos de colores. A César le hubiera gustado hacer lo mismo pero los huevos sí que eran adornos. Se quedó parado.
-¿Cómo les fue hoy en el colegio? –preguntó la mamá y palmeó el sillón invitándolo a sentarse.
Rolo empezó a contar algo de la maestra que César no escuchó.
-¿Otra reunión de padres? –dijo la mamá-. Se ve que en ese colegio no tienen nada mejor que hacer.
A la mamá de César le gustaban mucho las reuniones de padres.
Cuando la señora de la coronita apareció con la bandeja con la tetera y las masitas, a César le dieron ganas de ir al baño. No era un buen momento justo ahora que la mamá de Rolo le estaba por servir el té; quizás pudiera aguantar hasta más tarde. Juntó las piernas. Estuvo a punto de tocarse para parar las ganas, pero por suerte se dio cuenta de que la mamá de Rolo lo estaba mirando.
-¿Te gustaría una nube de leche? –le estaba preguntando.
¿Una nube de leche? Él miró hacia arriba y dijo que no con la cabeza.
La mamá de Rolo le alcanzó la taza. César supo que no iba a poder esperar hasta después.
-¿Puedo ir al baño? –dijo y pensó que lo había dicho como si la mamá de Rolo fuera su maestra.
-Adelina –dijo la mamá de Rolo en voz alta y cuando apareció la señora de la coronita le pidió que lo acompañara.
César se quedó con la oreja pegada a la puerta del baño hasta que escuchó los pasos de Adelina que se alejaban. El chorro retumbó en el aire como si hubiese caído de muy alto. Lo cortó. Si el tío estaba cerca podría oírlo y esperarlo a la salida. Se acercó y apuntó al costado del inodoro. El ruido disminuyó pero varias gotas salpicaron el borde y le pareció que mojaban un poco el empapelado con el dibujo de perros manchados con la cola en punta. A lo mejor al tío le faltaban los brazos y las piernas y lo llevaban de un lado a otro como un paquete. Pero ¿cómo tenerle miedo a alguien así? Impresión sí, pero miedo. Secó el borde del inodoro con papel higiénico. A lo mejor era un vampiro y sólo salía de noche a chuparle la sangre a la gente; por eso su mamá estaba tan segura de que no iba a estar. Se lavó las manos con unos jabones muy chiquitos con forma de rosas. Se llevó uno a la nariz, aspiró el perfume -era igual a hundir la nariz en una rosa- sin pensarlo demasiado se lo guardó en el bolsillo, a su mamá le encantaban las rosas.
Apenas se sentó en el sillón al lado de la mamá de Rolo, se arrepintió: el jaboncito le hacía un bulto sospechoso en el bolsillo. Se lo trató de tapar con el brazo, pero cada vez que tomaba un trago de té el olor a rosas se escapaba del bolsillo. La mamá de Rolo lo miraba de una manera rara ¿se habría dado cuenta? Con disimulo, él se corrió un poco hacia la punta del sillón. Era inútil. El perfume se colgaba en el aire encima de él. Dejó de respirar un momento como si dejar de olerlo fuera a cambiar en algo las cosas. Mejor iba a ser que lo devolviera. Si la mamá de Rolo seguía mirándolo tanto, tendría que volver al baño y ponerlo en el canastito. Pero quizás si iba otra vez al baño ella pensara que él iba a robarse otro jabón.
La mamá de Rolo se sirvió otra taza. Por lo visto tenía planeado tomarse toda la tetera. Él no podía recordar qué era de peor educación: si comer muchas masitas o comer la última masita que quedaba en el plato. Estaba casi seguro de que su mamá se lo había dicho alguna vez. La mamá de Rolo le ofreció más té y él dijo que no.
-Estaba muy rico pero no quiero más –dijo-, muchas gracias.
De escucharlo, su mamá habría estado orgullosa de él.
Por fin la señora terminó su té y pudieron irse a jugar. El cuarto de Rolo estaba muy ordenado.
-¿Jugamos a las escondidas? –dijo Rolo y, sin esperar la respuesta, empezó a contar.
En el cuarto no había ningún escondite. César salió al pasillo y miró a su alrededor. Al final del pasillo había una escalera oscura que casi no se veía. A lo mejor un depravado era como un hombre lobo. Estaría despierto con todo el ruido que habían hecho ellos y ahora lo estaría espiando desde la parte de la escalera que él no alcanzaba a ver; un depravado con la lengua colgando para afuera, baboso, muerto de hambre. César se enojó consigo mismo. Su mamá siempre le decía que no se imaginara cosas feas y él acababa de imaginarse la peor de todas. Un hombre lobo.
A la derecha del pasillo la estatua de un chico con un pájaro en la mano le pareció un buen escondite.
-Punto y coma -dijo Rolo-, el que no se escondió se embroma- y César se dio cuenta de que a través de las piernas de la estatua su amigo lo iba a descubrir apenas se asomara al pasillo. Vio una puerta entreabierta a pocos pasos y, sin pensarlo dos veces, entró al cuarto.
Entonces vio al hombre. Estaba de espaldas frente a un gran ventanal y miraba el jardín. César sintió que el corazón le había dejado de latir. Y ahora era tarde para salir corriendo. El hombre se había dado vuelta y le sonreía.
-¿Están jugando a las escondidas? –dijo como si fuera lo más normal que César estuviera en su cuarto.
Él hizo que si con la cabeza y dejó escapar uno de esos estúpidos gemidos que enojaban tanto a su papá. El hombre tenía ojos celestes, casi grises y una camisa que brillaba con la luz.
-Soy el tío de Rolo –dijo, y dio unos pasos hasta quedar a su lado.
Nadie le había dicho a César qué tenía que hacer si se lo encontraba. Sintió que se había convertido en una estatua de sal como la mujer de la Biblia.
-Vos debes ser César. Rolo me contó que venías –dijo el tío y se inclinó para darle un beso.
Sin pensarlo, César estiró el brazo para darle la mano. El tío de Rolo se rió. Su mano era blanda y suave. César pensó en la vergüenza que le habría dado a su papá, que insistía tanto para que mirara a los ojos, si lo hubiera visto bajar la vista. Los zapatos del tío tenían un pájaro de oro bordado en la punta.
Los pasos de Rolo retumbaron en el pasillo y el tío levantó una tela roja que cubría una mesa angosta contra la pared y le hizo señas para que se metiera debajo.
-Este es el mejor escondite de toda la casa.
-¡César! –gritó Rolo desde el pasillo- ¿Dónde te metiste?
César se agachó para meterse debajo de la mesa. Todavía tenía la mitad del cuerpo afuera del escondite cuando, sin que pudiera hacer nada para evitarlo, el jaboncito se le escapó del bolsillo, rodó por el piso, se balanceó de canto por un instante y se tumbó cuando chocó contra la punta del zapato del tío de Rolo.
A César el miedo le revolvió el estómago.
El tío se agachó a recoger el jabón, se lo llevó a la nariz y aspiró el perfume.
-Ah, qué delicia –dijo y, sonriendo, estiró el brazo para devolvérselo-. A mí también me fascina el perfume de estos jabones.
César se lo guardó en el bolsillo y estaba a punto de esconderse cuando Rolo gritó piedra libre desde la puerta y entró corriendo al cuarto.
-Traidor –dijo abalanzándose sobre su tío.
El tío chilló con una voz muy aguda y agitó las manos frente a él como si fuera una de las chicas del grado espantando un bicho. Usaba pulseras que le tintineaban en la muñeca. Rolo se le trepó a caballito.
-Basta, basta –jadeó el tío-, siempre el mismo bruto. Esta vez fallamos –le dijo a César-, pero ya habrá otra oportunidad.
A César le costó encontrar su voz y se quedó mirando las pulseras del tío, sus manos suaves.

Ya era de noche cuando sus padres pasaron a buscarlo. Su mamá lo esperaba del otro lado de la puerta y su papá se había quedado al principio del camino, con los brazos cruzados. César tuvo ganas de correr hacia él.
-Estuve con el tío –iba a decirle ni bien lo saludara-, lo conocí y no le tuve nada de miedo.
Era divertido, los había hecho reír; su papá no tenía ni la menor idea de cómo era, ni siquiera lo conocía. Él le iba a contar la verdad.
De la mano de su mamá, caminó hacia él. Su papá seguía con los brazos cruzados y así, de lejos, sus bigotes parecían mucho más grandes, tanto que no se le veía la boca.
-¿Qué tal si se apuran? –dijo.
La voz sonó muy fuerte en el aire del jardín, y antes de que el eco se apagara del todo, César tomó una decisión. Iba a ser mejor que no le contara nada a su papá.

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