sábado, 23 de diciembre de 2017

Hildegard of Bingen, Spiritus Sanctus

Beethoven: Missa Solemnis - John Nelson

Hildegard of Bingen, O ignis Spiritus Paracliti

Janine Jansen Jules Massenet Meditation from Thaïs

Mujer con corona de flores

Mujer con corona de flores

Vino la guerra y en ella murieron sus padres. Ellos habían vendido flores durante toda su vida, pero ahora ya nadie tenía dinero, ni casas, ni floreros, ni deseo de poner flores para llenar de belleza el espacio. La niña que solo se había quedado con ese pequeño jardín en donde crecían rosas y dalias, claveles y azucenas, las veía marchitarse y se entristecía al ver que sus vidas carecían de sentido, entonces se las fue poniendo una a una sobre la cabeza y salió a la calle y se puso a caminar. Nadie se fijó en ella, nadie le dijo lo bella que se veía y ella siguió andando hasta que encontró un camino largo, largo, que la llevó hasta otro pueblo, en donde nunca nadie había ni siquiera escuchado la palabra "guerra". Al verla, todos se detuvieron y la estuvieron mirando y no se les ocurrió mejor idea que llevarla al palacio para que la viera el príncipe, que era el príncipe más bueno que alguna vez había existido. Enamorado el príncipe le dijo delicadas palabras que la niña de la corona de flores no entendió porque era otro el idioma, otras las costumbres, otra la vida. La reina la invitó a vivir con ella y le fue enseñando y ella fue aprendiendo y cuando pasó un año entero, volvió a ver al príncipe y ahora sí entendió sus promesas y susurros de amor. Las mujeres de ese pueblo en honor a su nueva reina se acostumbraron a ponerse flores en la cabeza y el pueblo fue conocido como el país de las flores bellas. Y la palabra flor y la palabra mujer fueron una sola.CB de R

Ian Bostridge; "Dichterliebe"; Op. 48; Robert Schumann

Que dulzura de voz!!

Mr. Gaga. Danza Contemporánea por Ohad Naharin

Rildo Hora e Misael Hora | Carinhoso (Pixinguinha e J. de Barro) | Instr...

Webern - Boulez & Berliner Philharmoniker

Dolce Rima - Al alba venid

Al alba venid, buen amigo....

Hay un día feliz - Nicanor Parra [FULL HD]

Ara Malikian Palau de la música 2014

Poemas y Antipoemas - Nicanor Parra

Schoenberg: Verklärte Nacht, Op.4 - Boulez.

Han Na Chang-"Variations on a Theme by Rossini"

domingo, 10 de diciembre de 2017

Vivaldi invierno Mari Silje Samuelsen

Los libros

“La escritura es la pintura de la voz". Voltaire.

“Los libros son el mejor viático que he encontrado para este humano viaje”. Michel Eyquem de Montaigne.


“La lectura es para mí algo así como la barandilla en los balcones”. Nuria Espert



Oración, María Bethania

Señor, que eres el cielo y la tierra, que eres la vida y la
muerte! El sol eres tú y la luna eres tú y el viento eres
tú! Tú eres nuestros cuerpos y nuestras almas y nuestro
amor eres tú también. Donde nada está tu habitas y donde
todo está - (tu templo) - acá está tu cuerpo.

Dame alma para servirte y alma para amarte. Dame vista para
verte siempre en el cielo y en la tierra, oidos para oirte
en el viento y en el mar, y medios para trabajar en tu
nombre.

Tórname puro como el agua y alto como el cielo. Que no haya
barro en los caminos de mis pensamientos ni hojas muertas en
las lagunas de mis propósitos. Hace que que yo sepa amar a
los otros como hermanos y servirte como a un padre.

Mi vida sea digna de tu presencia. Mi cuerpo sea digno de
la tierra, tu cama. Mi alma pueda aparecer delante de tí
como un hijo que vuelve al hogar.

Tórname grande como el Sol, para que yo te pueda adorar en
mí; y tórname puro como la luna, para que yo te pueda rezar
en mí; y tórname claro como el día para que yo te pueda ver
siempre en mí y rezarte y adorarte.

Señor, protégeme y ampárame. Dame que yo me sienta tuyo.
Señor, líbrame de mí.
O Eu Profundo
Fernando Pessoa 

" Prece " - Fernando Pessoa ( Na voz de Maria Bethânia )

El Maestro serie en Youtube



Está en You tube, la vi en TNT, buenísima serie!!!

Duke Ellington

Antonio Colinas, poeta y poesía



"Dice Antonio Colinas: Si el hombre renuncia a la poesía, habrá renunciado a ser humano"


Poema inédito de Antonio Colinas
Una conversación a medianoche
Esta conversación que mantenemos
los dos en el jardín a medianoche
-mientras el pueblo duerme en el sueño de oro
de sus piedras-
es infinita.
Porque infinito es el firmamento
que nos respira
desde los álamos,
desde la soledad del peregrino
que pasa como un lobo
junto al heno de los establos,
hacia el aroma de los montes.
¿Y qué es la infinitud
en nosotros?
Acaso estas ansias que nos dicen
que, ya antes de nacer, pertenecimos
a una noche o a una luz eternas.
Pero ahora ¿qué va a ser 
de nuestros cuerpos,
qué de las manos, qué
de los labios y los ojos,
pues desde que nacimos aprendieron
a amar la Belleza, a seguir,
las leves huellas
de lo infinito?
Tras ellas seguirán
nuestras ansias
hasta que un día cerremos los ojos.
Noche: aliéntanos, respíranos,
mantennos a la espera
de lo hondo sublime,
extravíanos
y que sólo seamos
música de la fuente que murmura
allá en los jardines
del firmamento:
música
de tu música.

De Corazón de hojalata

Corazón hipotético de Margarita Saona de su libro Corazón de hojalata

Y si este corazón no diera para más
que el agitado aliento
de doblar la esquina…
Si diera solamente para una vida
de muchos límites y de modesto alcance…
¿No sería esa todavía
una vida?
¿O sería apenas una vida a medias?
¿Habría que decirle entonces a mi corazón
que desafortunadamente ha fallado?
¿Será que no ha amado lo suficiente?
¿O será que siempre quiso amar de más?
¿O que se trababa amando algo que estaba
siempre más allá de lo evidente?
Dicen
que su ventrículo izquierdo bombea
apenas
y que su miocardio
es menos músculo
que dura cicatriz.
Pero mi corazón siente,
se agita,
mueve la sangre que me anima.
Y yo,
la que este fallido corazón alienta,
camino, escribo, leo, cocino, juego y quiero.
No sé,
es cierto, si sería capaz
de escalar montañas
ni si podría
defenderme de los oscuros embates
del destino.
Pero este corazón marcha
y yo sigo.
Y si determinaran
que este corazón no es ya
un suficientemente bueno corazón,
dicen,
habría que ordenar otro corazón a la medida.
El problema es
que ese otro corazón
anima ahora otra vida,
una vida supuestamente plena,
la de alguien que tal vez podría
escalar montañas
y enfrentar cualquier cosa
que el destino deparara.
Pero para que ese corazón
reemplazara
a mi fallido corazón
esa vida,
supuestamente plena,
tendría que dejar de ser
para que su corazón pasara
a animar la mía.
Y sé
que no se trataría
de un sacrificio
fríamente calculado,
de algo planeado
por conciencia alguna,
que sería el corazón venido
de una vida
accidentalmente segada.
Y aún así resulta extraño
concebir la hipotética circunstancia
y me pregunto
cuán fallido
tendría que estar mi fallido corazón
para que yo pudiera desear
uno nuevo
a cambio de otra vida.

La envidia





Un cuento de Rubem Alves, escritor brasileño. 


La envidia:
La envidia no mata, sólo destruye la felicidad... Examiné cuidadosamente las cuevas de mi memoria donde guardo mis recuerdos de infancia. No encontré ningún recuerdo infeliz. Encontré recuerdos de dolor, comenzando por el nombre de la ciudad donde nací, que en aquel tiempo se llamaba "Dolores de la Buena Esperanza". Parece que los habitantes tenían vergüenza de que los llamaran "dolientes" y trataron de librarse del dolor, dejando sólo "buena esperanza", olvidándose de que, a veces, la esperanza sólo se realiza a través del dolor, como es el caso del parto. Mi lista de dolores incluía dolores de dientes, dolor de quemaduras, dolor de caídas, de heridas, de barriga. Pero el dolor y la infelicidad son cosas diferentes. Hay dolores que son felices. ¿Las razones de mi felicidad? Parodiando a Drummond escribo: "Las Sin-Razones de la Felicidad". Razones para ser feliz no tenía. Mi papá había perdido todo. Vivíamos en una vieja hacienda que un cuñado le prestó. No tenía luz eléctrica: de noche encendíamos las lamparitas de queroseno con su llama roja, su mecha negra, y su olor inconfundible. No había agua en la casa: mi madre iba a buscarla a la mina con un bote de aceite vacío. No había regadera: nos bañábamos con una cubeta de agua que calentábamos en un fogón de leña. El techo no tenía cielo: de noche veíamos a los ratones corriendo en los vacíos de las tejas. Tampoco teníamos baño: lo que había era la clásica "casita" afuera. Yo no tenía juguetes. No recuerdo ni siquiera uno. Y, a pesar de todo, no puede encontrar ningún recuerdo infeliz. Era un niño libre por los campos, en medio de las vacas, caballos, pájaros y arroyos. Mejoramos de vida. Nos cambiamos de ciudad. La casa me pareció un palacio. Creo que alguien había arrojado un ladrillo dentro del excusado, y había dejado un enorme agujero en la losa. Hoy compraríamos luego otro nuevo. Para ese entonces mi papá no tenía dinero. Tuvo que buscar una solución inteligente compatible con la pobreza: coló una losa de cemento sobre el agujero. Por cinco años fue ese nuestro excusado, cuya tapa fue hecha de aglomerado de aserrín. Era, por tanto, cuadrada, en contraste con nuestra anatomía básica curva. La tapa de aglomerado dejaba siempre sus marcas en nuestro trasero. Cuando llovía era necesario usar todas las cazuelas, vasijas y jarras para atrapar el agua que caía por las goteras - tantas que no era posible controlar. El sótano era lleno de enormes y venenosos alacranes. A mi madre le picó uno de ellos. Cuando las hormigas se ponían a marchar los alacranes se ponían a correr, saliendo del sótano e invadían la casa. Hubo un día en que matamos once. Jamás escuché alguna queja de ninguno de nosotros. Aquella era nuestra casa. Muchas felicidades moraban dentro de ella. Ya podíamos darnos el lujo de una mesa de verdad, con cuatro pies sólidos. En la ciudad donde habíamos vivido antes la mesa era una puerta apoyada sobre un cajón: un sube-y-baja peligroso. Si alguien se apoyaba de un lado corría el riesgo de recibir una avalancha de frijoles en la cabeza. Aprendimos buenas maneras: ninguno apoyaba el codo sobre la mesa. Yo no sabía que éramos pobres. En medio de aquella pobreza éramos ricos. Mi papá compró un automóvil, un Plymouth de manivela. Compró también un radio, motivo de orgullo y felicidad: podíamos oír novelas y música como en México a Pedro Infante, Javier Solís, Chucho el Roto, etc. Juguetes que me compraron, creo que tuve cinco: una pelota, un camioncito de madera, un barquito de velas, un piano, una bolsa de canicas. Nosotros hacíamos los juguetes: papalotes, carritos, resorteras. Hacerlos era jugar. Yo continuaba siendo un niño libre y feliz. Luego mi papá mejoró de vida nuevamente. Nos cambiamos a Río de Janeiro. Fue cuando conocí la infelicidad. Mi papá, con la mejor de las intenciones, me inscribió en el Colegio Andrews, donde estudiaban los hijos de los embajadores extranjeros, de los médicos más famosos, las niñas más bonitas y consentidas de la ciudad. Fue inevitable: me comparé con ellos. La comparación en sí es una operación lógica indolora: B es menor que A. Pero cuando la comparación se hace entre personas, la B, parte menor, que tanto puede ser María como Juan, siente un profundo dolor. Ese dolor tiene el nombre de envidia. Me comparé y me descubrí pobre. Nada me quitaron. Continué teniendo las cosas que me habían hecho feliz. Sólo que, después de la comparación, se volvieron feas, maltratadas, motivo de tristeza y vergüenza. La envidia siempre hace eso: destruye las cosas buenas que tenemos. Me sentí pobre, feo, ridículo, humillado. Jamás invité a venir a mi casa a ningún compañero. No quería que vieran mi pobreza. Alberto Camus relata una experiencia parecida. Dice que su infelicidad comenzó cuando entró a la Preparatoria. Fue cuando él se comparó a los demás. Dicen que el pecado original fue el sexo. Yo digo que el pecado original fue la envidia. Ella fue la que hizo que Adán y Eva perdieran el Paraíso. Paraíso es lugar de delicias: ahí había todo para que cualquier ser humano fuera feliz. Ahí también estaba la serpiente, especialista en la envidia. Se rió de la felicidad de ellos. "- Ustedes piensan que son felices... Es que aún no han visto el mundo de los dioses, es mucho más bonito. ¿Lo quieren ver? Es fácil. Sólo coman este fruto mágico..." Y la malvada les dio a comer el fruto de la envidia. No les mintió. Ellos vieron realmente un mundo mucho más bonito - y en ese momento los frutos de los árboles del Paraíso se pudrieron, las hojas de los árboles cayeron, las plantas se marchitaron, las fuentes se secaron, y ellos se sentían feos: comenzaron a esconderse uno del otro. Eso no ocurrió nunca. Eso sucede todos los días. Mi casa es linda; yo la amo. Pero basta que yo visite a otra más rica, y la envidia aparece. Regreso y veo mi casa fea, pequeña, maltratada: ya no es posible amarla. Quiero otra. Eso está relatado en una antigua historia, "El pescador y su mujer" - cuya lectura aconsejo. La escuché una vez, y nunca se me olvidó. Esto que es verdad para la casa, también es verdad para la esposa, el marido, el trabajo, los hijos: la envidia los mete en un proceso de descomposición. Ya no es posible amarlos como antes. La envidia no mata, sólo destruye la felicidad. El envidioso es incapaz de ver con alegría las cosas buenas que posee. Sus ojos son malos. Basta que una cosa buena que se tiene, sea tocada por ellos, para que se pudra. Para esa enfermedad sólo hay dos remedios: uno dulce y uno amargo. El remedio dulce: usar el colirio de la gratitud para curar el mal de ojo. Ver las cosas buenas que se tienen y decir: "Qué bueno que están aquí. Estoy agradecido, agradecida a los dioses, porque ustedes me fueron dados." Entonces la casa, el marido, la mujer, los hijos, y todo lo demás que se tiene, vuelven de nuevo a su vida y a su belleza. Los que no hacen uso del remedio dulce, tarde o temprano se les aplicará el remedio amargo: cuando la desgracia toca a la puerta y se quiebra la taza de cristal, y se rompe el cuchillo de plata; lo que era recto queda torcido y lo que estaba vivo de repente muere. Cuando el dolor es mucho, las lágrimas no dejan que los ojos vean lo que tienen los demás. Y la envidia, de esta manera, muere. Pero entonces ya es demasiado tarde. Tradujo Jesús Ramírez Funes


Lírica en Japón

Wagner: Wesendonck-Lieder / Fujimura · Haitink · Berliner Philharmoniker

JS Bach 6 Suites for Violoncello Solo BWV 1007 1012,Nikolaus Harnoncourt...

Un angel tiene mucho de femenino

Un ángel tiene mucho de femenino. Suavidad, dulzura, disposición, las manos listas para ayudar, sin embargo es masculino. Hubo un tiempo en el que el culto a los Ángeles se volvió importantísimo, tanto que lo prohibieron. Hasta ahora a veces alguien te dice que tiene un ángel que lo cuida. Yo misma, cuando busco un lugar para estacionar el auto, digo: Ángel de la guarde, dulce compañía, no me dejes en medio de la vía! Y aunque no crean, aparece un lugar para mí. Y ustedes ¿creen en su Angel?

Cucarachones de guantes blancos

Cucarachones de guantes blancos ( Este cuento salió de una expresión que le oí decir a Luciana Proaño: “Del tiempo en el que las cucarachas usaban guantes blancos.” ).




Hubo un tiempo en el que las cucarachas usaban guantes blancos y caminaban en puntas de pie, delicadas se daban cita en los diferentes bares que iniciaban su trajín de medianoche.
Las cucarachas hacían brillar sus carteras y sus zapatos, alisaban con delicada saliva sus antenas y salían apenas escuchaban los primeros sonidos de la retreta. Porque la música comenzaba en el parque, uniformados los guardias cucarachones brindaban cada sábado música animada para los que paseaban entre los árboles y flores. 
En ese tiempo las cucarachonas andaban embracetadas entre ellas, es decir, cogidas del brazo, amables unas con otras, tal vez un tanto ingenuas pero siempre con ánimo alegre que invitaba a la risa y a la fiesta.
Las discotecas tenían fascinación por la música romántica y los disk jockeys escogían las canciones que despertaban el deseo de abrazarse, de poner la cabeza sobre el hombro del cucarachón que les correspondiese, esas canciones que tocan el alma y hacen vibrar de emoción y sentimiento.
Las discotecas estaban divididas en dos, una para el lado de las cucarachones y otro para las cucarachonas y la pista de baile estaba en el centro. Las cucarachonas se pintaban los labios, retocaban las cejas peinándolas con cuidado con sus peinecitos blancos y ponían la mirada en el vacío, los ojos bien abiertos como si estuviesen contemplando un océano de olas turbulentas o el desierto infinito, algunas enroscaban las patas en las sillas y otras apoyaban los codos cobre la mesa y las pequeñas manos sobre el rostro. Verdaderamente la música hacía pensar en el amor que no comienza ni termina, que es como un río de aguas mansas y todos estaban ya ansiosas esperando que se les acercase el pretendiente. No se sacaban los guantes aunque hiciese mucho calor porque los guantes eran la señal que advertía a los galanes que estaban dispuestas a encontrar alguien con quien rozar sus antenas, alguien a quien contarle sus historias que para cada quien era una bella historia.
Vamos a centrar la atención en esa cucarachona, la que ha escogido la mesa principal, la pegadita a la pista, que se ha sentado a escribir palabras sobre su cuaderno negro, que está escribiendo una carta a su posible galán practicando las bellas palabras que se dirán. Resplandor de la luna en un lago de aguas quietas, azul encendido sobre un corazón dormido, ramo de violetas, lluvia de alegría, mirada que me abre el cielo. Hablaremos en verso se decía, y se puso a practicar rimas. ¿Por qué te perdí por siempre En aquella tarde clara? Hoy mi pecho está reseco Como una estrella apagada. Le contaré que me gustan las rosas, las enredaderas que ofrecen racimos de olor y belleza.
Suena el violín, una música antigua que ella recuerda y su corazón late de prisa, Alguna vez hace muchos años en Madrid ella había bailado siguiendo las notas de esa canción, se le va la mente y aparece ahí una pareja de cucarachones bailando junto al río, enamorados se miran a los ojos, es un tango de Piazzola, el mundo se ha detenido para que ellos bailen y las campanas de todas las iglesias suenan como si el amor fuese posible. 
Luego del paseo por el parque, después de haberse lanzado miradas cada cucarachona escogía la discoteca de su gusto y se iba a sentar en el lado que le correspondía. Una pareja se desliza sobre la pista de baile, ella apoyando todo su cuerpo sobre él, los zapatos taco aguja. Las manos acariciando el cuello de su futuro amado. CBde R


Leonard Cohen - Dance Me to the End of Love



La editorial Lumen reedita novelas y poesía de Leonard Cohen que antes de ser compositor y cantante, fue escritor.  Ray Loriga los prologa.  "Lo que consigue Cohen, lo mismo que Proust, es devolver a cada cosa, a cada instante, el brillo que tuvo en el pasado"




 http://www.20minutos.es/noticia/3179709/0/leonard-cohen-aniversario-muerte-libros-lumen/

El afilador de cuchillos

La vida venía a nosotros por el oído, el afilardor de cuchillos tenía un sonido especial, subía y bajaba sus notas, como una escalera, se lo escuchaba desde lejos y otra vez a la calle para ver cómo movía con el pie la rueda, salían cuchillos y tijeras de la casa, se negociaba el precio, la piedra de esmeril va muy veloz y en contacto con el cuchillo va soltando pequeñas chispas de fuego. Mientras el cuchillo reluce y tú observas sin pestañear. Van llegando otros vecinos y tu ya debes entrar sin tener tiempo para decirle hasta luego al organillero viejo que quien sabe cuando regresará.


El organillero

Una de nuestras alegrías de la infancia, escuchar la llegada del organillero, salir a la calle corriendo, verlo dándole a la manizuela mientras el mono salta, va y vuelve, lleva un sombrerito de paja, a veces un chaleco, te enseña los dientes, se te queda mirando y tu mueres por hacerle una caricia, que te lo dejen cargar, se rasca una pulga, levanta la cola, la enreda, te da la espalda, mientras el organillero recibe tu moneda, abre el cajoncito y el monito saca un papelito rosado de niña, en donde la suerte te dice que serás feliz,muy feliz. Después de pedirle un rato, el organillero te deja que le des la mano, y esos deditos largos y nerviosos se dejan tocar por ti y tu sonríes de dicha.

Pregones de Lima



Recordamos algunas alegrías de nuestra infancia, entre ellas algunos pregoneros que alcanzamos a oír. venían a nuestro barrio humiteros, vendiendo tamalitos salados y dulces y acompañados por sus cajones cantaban con voz melodiosa sus deliciosos productos.  Mario mi esposo y su hermana Martha se acuerdan de uno que vendía Pavos y que gritaba: Pavo, que rico pavo. Alfajores, Revolución caliente!!!
Acá los hermanos Santa Cruz, Abelardo y Victoria nos cantan los preciosos pregones. Música negra

domingo, 3 de diciembre de 2017

Bertolucci La Luna en Español

Amigo por Saint Exupery

Hoy en la mañana fui de visita donde una amiga muy querida, ahora mientras le ponía unas líneas de agradecimiento recordé este hermoso texto de Antoine de Saint-Exupéry. Se lo envío a ella y todos mis amigos que ocupan un lugar tan importante en mi vida.
¡Estoy tan cansado de polémicas, de exclusividades, de fanatismos! En tu casa puedo entrar sin vestirme con un uniforme, sin someterme a la recitación de un Corán, sin renunciar a nada de mi patria interior. Junto a ti no tengo ya que disculparme, no tengo que defenderme, no tengo que probar nada.. Más allá de mis palabras torpes, más allá de los razonamientos que me pueden engañar, tú consideras en mí simplemente al Hombre, tú honras en mí al embajador de creencias, de costumbre, de amores particulares. Si difiero de ti, lejos de menoscabarte, te engrandezco. Me interrogas como se interroga al viajero.
Yo, que como todos, experimento la necesidad de ser reconocido, me siento puro en ti y voy hacia ti. Tengo necesidad de ir allí donde soy puro. Jamás han sido mis fórmulas ni mis andanzas las que te informaron acerca de lo que soy, sino que la aceptación de quien soy te ha hecho, necesariamente, indulgente para con esas andanzas y esas fórmulas. Te estoy agradecido por que me recibes tal como soy. ¿Qué he de hacer con un amigo que me juzga? Si recibo a un amigo en mi mesa, le ruego que se siente, si renguea, pero no le pido que baile.
Amigo mío, tengo necesidad de ti como de una cumbre donde se puede respirar. Tengo necesidad de acodarme junto a ti, una vez más a orillas del Saona, sobre la mesa de una pequeña hostería de tablones desunidos, y de invitar allí a dos marineros en cuya compañía brindaremos en la paz de una sonrisa semejante al día. Si todavía combato, combatiré un poco por ti.
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Corona de espinas

Solo está dormida, despertará como Blancanieves cuando la bese el amado y en lugar de esas ramas que han ido apareciendo sobre su cabeza como corona de espinas expresando cada uno de sus dolores, volverá a tener una abundante y hermosa cabellera, suave, delicada, enmarcando su belleza.

Pesadilla

Pertenece a mi colección de imágenes. Le puse por nombre pesadilla.
Todas estas mujeres haciendo cola con sombrero y cartera para ir ¿adónde? Tienen un aire como de despedida, parten para no volver.
Espanta esa masa de pinos que se deja atravesar:
Nadie las obliga, son voluntarias. ¿O no tienen alternativa?
A veces vamos sin saber donde nos llevará el camino , van los otros, yo también voy, sin rebeldía, sin mirar atrás, sin detenerse y lanzar una pregunta, un grito de desconcierto, para que el eco nos detenga y corramos al lugar que nos pertenece, que hicimos nuestro, que fundamos.
Que solo y vacío quedará el sitio al que no se vuelve ya. CBdeR.

Nos dice Sábato

“El hombre no sólo está hecho de desesperanza sino, y fundamentalmente, de fe y esperanza; no sólo de muerte sino también de ansias de vida; tampoco únicamente de soledad, sino de comunión y amor (…) Y así como la desilusión nace de la ilusión, la desesperanza surge de la esperanza; pero una y otra, desilusión y desesperanza, son curiosamente, el signo de la profunda y generosa fe en el hombre”. Ernesto sábato, escritor argentino.

Lang Lang - Schubert Standchen (Serenade)

Clown Mime Mask Habbe


GENERACIÓN 27: LA LUZ Y LA PALABRA (Tráiler) from PROMICO IMAGEN, S.L. on Vimeo.

Jelly Roll Morton - New Orleans Blues

Concierto para piano No. 21. Andante. Mozart



La tristeza de la música provoca felicidad de una manera muy extraña. Adam Zagajewski.

Alexander Calder performs his "Circus" - Whitney Museum

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Alexander Calder. (Filadelfia, EE UU, 1898-Nueva York, 1976) Escultor estadounidense. Nació en el seno de una familia de artistas, pero no se sintió inclinado inicialmente hacia el arte y cursó estudios de ingeniería mecánica, que más adelante le fueron de gran utilidad.

Humor siniestro por Pilar Adón, Jon Bilbao & Sara Mesa: Humor siniestro

SARA MESA, escritora española

José Luis Sampedro, la muerte y la libertad



Soy admiradora de Jose Luis Sampedro. Me gusta su inteligencia tan clara.

Ludovico Einaudi - "Divenire" - Live @ Royal Albert Hall London

La olvidada cuento de Juan José Saer


 La Olvidada 

a Jean-Luc Pidoux-Payot

No se asusten: esta vez la historia termina bien. En lo que a mí respecta, fui testigo ocular únicamente a partir del clímax. Por una de esas casualidades unas horas más tarde también presencié, en un bar a orillas del mar, dichoso, el desenlace.

Yo había bajado del Talgo Montpellier-Valencia, a eso de las seis de una tarde caliente de verano, y estaba esperando en la vereda de la estación a unos amigos que tenían que pasarme a buscar en auto para ir a un pueblito de la Costa Brava, cuando unas voces rugosas de catalanes que discutían en español me hizo volver la cabeza. La violencia desesperada del tono me turbó, y la agitación del grupo que discutía, más parecida al pánico que a la amenaza, me indujo a acercarme con discreción para tratar de entender lo que pasaba. Tan concentrados estaban en el debate, que ni siquiera se enteraron de mi presencia. (Mi objetivo en la vida es pasar desapercibido en tanto que individuo, puesto que soy editor de obras clásicas de filosofía, que otros han escrito, o traducido, o anotado, y que yo me limito, en el más riguroso anonimato, a sacar a luz en la ciudad de Lausana.)
Eran cuatro personas: un adolescente, una pareja de ancianos, y un señor de edad indefinida que parecía estar tratando de calmar los ánimos, y que debía ser sin duda un empleado de la estación. La mujer se limitaba a lloriquear y a retorcer entre sus dedos atormentados por la artrosis un pañuelito blanco con el que de tanto en tanto se secaba las lágrimas. Enseguida comprendí que los viejos eran los abuelos del adolescente.
Es imposible imaginar un contraste mayor en el aspecto del abuelo y del nieto, que eran los que discutían con aspereza. El viejo limpio, calvo y bronceado, llevaba una camisa impecable, gris perla y de mangas cortas y unos pantalones de verano recién planchados, mostrando una vez más esa sencillez en el vestir tan agradable que suelen practicar los españoles. El adolescente, en cambio, tenía puesto encima o arrastraba consigo todo lo que la moda mundial destinada a estimular el consumo en esa etapa de su vida lo inducía a comprar, a causa de uno de esos imperativos universales que no se sabe bien quién los dicta, y que reducen a los miembros de la especie humana al papel de meros compradores ya desde cuando están en el vientre de sus madres: no bien se han instalado en el óvulo que ya hay alguien que, descubriéndoles una supuesta necesidad, tiene algo para venderles. A pesar del despojamiento del anciano y de la abundancia barroca de su nieto (gorra americana con la visera al revés, en plano inclinado sobre la nuca, remera blanca con leyendas en inglés bajo una camisa abierta y demasiado amplia, color kaki, pantalones que caían en acordeón sobre unas espesas zapatillas deportivas de suela de goma, su walk-man cuyo casco pendía alrededor del cuello, sus numerosas pulseras y collares y su cinturón ancho con compartimentos diferentes para guardar dinero, llaves, documentos, pasajes, cigarrillos, etcétera) y a pesar también del antagonismo obstinado que los oponía en la discusión que iba haciéndose cada vez más exaltada y violenta, un innegable parecido físico, no exento de comicidad, con las variantes propias de la edad de cada uno, delataba su parentesco.
En pocas palabras, el problema era el siguiente: el chico, que debía tener unos quince o dieciséis años, y que venía desde Francia a pasar las vacaciones en lo de sus abuelos, se había olvidado a la hermanita dormida en el tren. Así como suena: se había olvidado en el tren a una nena de cinco años, la hermanita que, diez años después de su nacimiento y de su reinado absoluto de hijo único, sus padres, por accidente o con premeditación, habían decidido traer al mundo. La criatura gordinflona y rosada, de lindo pelo cobrizo a causa de sus antepasados catalanes, atiborrada de masitas, gaseosas y chocolate, se había dormido hecha como se dice un ovillo en el fondo de su asiento y el chico, al darse cuenta de que el tren llegaba a Figueras, con la cabeza perdida en un archipiélago imaginario de conciertos monstruo de salsa, y en proyectos de aprendizaje acelerado de planche á voile, poco habituado a viajar con otra compañía que la de sus padres o la de los profesores del secundario, los cuales tomaban por él todas las decisiones, había cargado su mochila y, atravesando el pasillo a toda velocidad, había saltado a tierra encaminándose hacia la salida. Cuando el abuelo, después de saludarlo, le había preguntado por la hermana, el Talgo Montpellier-Valencia, que el chico se había dado vuelta para mirar un poco aterrado, ya había salido de la estación y, con la previsibilidad estúpida de las cosas mecánicas inventadas por los hombres, rodaba despreocupado hacia el sur. Y en medio de la discusión recia y amarga que siguió, entré yo en escena.

Si los abuelos daban la impresión de estar muy preocupados, el muchachito, en cambio, parecía más bien apesadumbrado y perplejo, e incluso vagamente indignado. ¿Cómo diablos -parecía insinuar su actitud- podía haber cometido semejante dislate? La falta enorme era desproporcionada a su capacidad de culpa, y en su fuero interno una vocecita insistente que él trataba de no oír, le susurraba que era a la nena a quien le incumbía la responsabilidad de lo que había sucedido, que no debía de haberse quedado dormida, oronda y displicente, acostumbrada como estaba a que todo el mundo revoloteara a su alrededor para ocuparse de ella. Una rabia intensa comenzaba a cegarlo: quedándose dormida en el tren, la nena demolía sin delicadeza todos sus proyectos y sus ensoñaciones. Dejando vagar la mirada del otro lado de la calle, más allá de la parada de taxis, por la sombra espesa de los plátanos adensándose en el crepúsculo que parecía expandirse desde la plazoleta triangular, hubiese querido en ese momento que su hermanita fuese castigada como se lo merecía, para que aprendiese de una vez por todas las consecuencias que los otros debían sufrir a causa de su egoísmo monstruoso. Pero a pesar de sus sentimientos contradictorios (Siempre soy yo, yo, el que paga los platos rotos), únicamente un observador imparcial y exterior, un editor suizo de obras filosóficas por ejemplo, hubiese podido percibir algo más que pánico y real preocupación en su mirada. Como la discusión, cada vez más ardua y estéril, se prolongaba inútilmente, el empleado de los ferrocarriles, dispuesto a la acción, desabrochó el teléfono portátil que llevaba en la cintura y, elevándolo hasta la oreja derecha, salió corriendo hacia las oficinas de la estación, justo en el mismo momento en que el coche de mis amigos estacionaba a mi lado, sacándome de mi ensimismamiento con un bocinazo discreto.
Un relato -una vida- no se compone solamente de elementos empíricos, así que, viéndolos esa noche, felices, en el bar de la costa, revolotear otra vez alrededor de la nena que devoraba un sandwich y una naranjada con la crueldad desdeñosa de una diosa que acepta, imbuida de su propia importancia, sacrificios humanos, deduje de inmediato que al salir corriendo con el teléfono contra la oreja, el empleado de la estación había llamado directamente al tren para advertir al guarda de lo que pasaba y sugerirle bajar a la nena en la estación siguiente, adonde algún miembro de la familia fue a buscarla en auto. Así que ahí estaban: los abuelos, una pareja mucho más joven (los tíos sin duda), la nena y el muchachito, comiendo sándwiches y tapas de papas fritas y de calamares, tomando gaseosas o cervezas, aliviados por el reencuentro y por el desenlace provisoriamente feliz de la historia. La pequeña emperatriz rubia y regordeta, con los ojos entornados, devoraba con aplicación su interminable sándwich, empujándolo de tanto en tanto con un trago de naranjada, indiferente a la protección excesiva que los otros le prodigaban, bajo la mirada neutra y furtiva de su hermano mayor, como si de ella dependiese su supervivencia. Estaban todos inscriptos, nítidos y vivos, en mi campo visual y yo, distrayéndome de la conversación cortés y un poco irónica que reinaba en mi propia mesa, los contemplaba fascinado, moviéndose como estaban en ese espacio ambiguo, al mismo tiempo inmediato y remoto, en el que lo familiar se transfigura y empieza a parecerse a lo desconocido.


La partida del tren

La partida del tren
Clarice Lispector

La partida era en la Central con su reloj enorme, el más grande del mundo. Marcaba las seis de la mañana. Ángela Pralini pagó el taxi y cogió su pequeña valija. Doña María Rita Alvarenga Chagas Souza Melo descendió del Opel de la hija y se encaminaron hacia las vías. La vieja iba bien vestida y con joyas. De las arrugas que la ocultaban salía la forma pura de una nariz perdida en la edad, y de una boca que en otros tiempos debía haber sido llena y sensible. Pero qué importa. Se llega a un cierto punto y lo que fue no importa. Comienza una nueva raza. Una vieja no puede comunicarse. Recibió el beso helado que su hija le dio antes de que el tren partiera. Antes la ayudó a subir al vagón. Aunque en éste no había un centro, ella se colocó de lado. Cuando la locomotora se puso en movimiento, se sorprendió un poco: no esperaba que el tren siguiera en esa dirección y se encontró sentada de espaldas al camino.
Ángela Pralini advirtió el movimiento y preguntó:
-¿Quiere cambiar de lugar conmigo?
Doña María lo rechazó con delicadeza, dijo que no, muchas gracias, a ella le daba lo mismo. Pero parecía haberse perturbado. Se pasó la mano sobre el camafeo afiligranado de oro, pinchado en el pecho, paseó la mano por el broche, la quitó, la llevó hasta el sombrero de fieltro con una rosa de paño, la retiró. Seca. ¿Ofendida? Al final, le preguntó a Ángela Pralini:
-¿Es por mí que desea cambiar de lugar?
Ángela Pralini dijo que no, se sorprendió, la vieja se sorprendió por el mismo motivo: no se reciben atenciones de una viejita. Ella sonrió un poco demasiado y los labios cubiertos de talco se partieron en surcos secos: estaba encantada. Y un poco agitada:
-Qué amabilidad la suya -le dijo-, qué gentileza.
Hubo un movimiento de perturbación porque Ángela Pralini rió también, y la vieja continuaba riendo, mostrando una dentadura bien arenada. Dio discretamente un tirón al cinturón que la apretaba demasiado.
-Qué amable- repitió.
Se recompuso un tanto deprisa, cruzó las manos sobre el bolso que contenía todo lo que se podía imaginar. Las arrugas, mientras reía, habían tomado un sentido, pensó Ángela. Ahora eran otra vez incomprensibles, superpuestas en un rostro otra vez inmodelable. Pero Ángela le quitaba la tranquilidad. Ya conocía a muchas jóvenes nerviosas que se decían: si me río un poco lo arruino todo, va a ser ridículo, tengo que parar, y era imposible, la situación era muy triste. Con inmensa piedad, Ángela vio la cruel verruga en la mandíbula, verruga de la cual salía un pelo negro y tieso. Pero Ángela le quitaba la tranquilidad. Se daba cuenta de que sonreiría en cualquier momento: Ángela la ponía en ascuas. Ahora era una de esas viejitas que parecen pensar que están siempre atrasadas, que se pasaron de hora. No se contuvo un segundo más, se irguió y espió por su ventana, como si fuera imposible mantenerse sentada.
-¿Quiere levantar el cristal? -le dijo un chico que oía a Haendel en una radio a pilas.
-¡Ah! -exclamó ella, aterrorizada.
¡Oh, no!, pensó Ángela, se estaba arruinando todo, el chico no debía haber dicho eso, era demasiado, no había que tocarla otra vez. Porque la vieja, casi a punto de perder la actitud de la que vivía, casi a punto de perder cierta amargura, temblaba como música de clave entre la sonrisa y el extremo encanto.
-No, no, no -dijo ella con falsa autoridad-, de ningún modo, gracias, sólo quería mirar.
Se sentó inmediatamente como si la delicadeza del chico y de la muchacha la vigilaran. La vieja, antes de subir al tren, se persignó con tres cruces en el corazón, besando discretamente las puntas de los dedos. Llevaba un vestido oscuro con cuello de encaje verdadero y un camafeo de oro puro. En la oscura mano izquierda las dos alianzas gruesas de viuda, gruesas como ya no se hacían. Del otro vagón se oía a un grupo de bandeirantes que cantaban Brasil agudamente. Felizmente, era en el otro vagón. La música de la radio del chico se entrecruzaba con la música de otro, que estaba escuchando a Edith Piaf cantando J´attendrai.
Fue entonces cuando el tren de pronto dio una sacudida y las ruedas se pusieron en movimiento. Comenzó la partida. La vieja murmuró bajo: “¡Ay, Jesús!”. Ella se bañaba en la terma de Jesús. Amén. Por la radio a pilas de una mujer se supo que eran las seis y treinta de la mañana, mañana fría, la vieja pensó: Brasil mejora la señalización de sus calles. Un tal Kissinger parecía mandar en el mundo.
Nadie sabe dónde estoy, pensó Ángela Pralini, y eso la asustaba un poco, ella era una fugitiva.
-Mi nombre es María Rita Alvarenga Chagas Souza Melo, Alvarenga Chagas era el apellido de mi padre -dijo, agregando una petición de disculpas por tener que decir tantas palabras sólo para pronunciar su nombre-. Chagas -añadió con modestia- eran las llagas de Cristo. Pero me puede llamar doña María Rita. ¿Y su nombre? Su gracia, ¿cuál es?
-Mi nombre es Ángela Pralini. Voy a pasar seis meses en la hacienda de mis tías. ¿Y usted?
-¡Ah! Yo voy a la hacienda de mi hijo, me voy a quedar allí el resto de mi vida, mi hija me trajo hasta el tren y mi hijo me espera con el auto en la estación. Soy como un paquete que se entrega de mano en mano.
Los tíos de Ángela no tenían hijos y la trataban como a una hija. Ángela se acordó de la nota que dejó para Eduardo: “No me busques. Voy a desaparecer de tu vida para siempre. Te amo como nunca. Tu Ángela no fue más tuya porque tú no quisiste”.
Quedaron en silencio. Ángela Pralini se entregó al ruido cadencioso del tren. Doña María Rita miró de nuevo su anillo de brillantes y perla en su dedo, alisó el camafeo de oro: “Soy vieja pero soy rica, más rica que todos aquí en el vagón. Soy rica, soy rica”. Espió el reloj, más para ver la gruesa placa de oro que para ver la hora. “Soy muy rica, no soy una vieja cualquiera.” Pero sabía, ah, sabía bien que era una viejita cualquiera, una viejita asustada por las menores cosas. Se acordó de sí misma, el día entero sola en su mecedora, sola con los criados, mientras la hija, relacionista pública, pasaba el día afuera, no llegaba hasta las ocho de la noche, y ni siquiera le daba un beso. Se acordó ese día a las cinco de la mañana, todavía oscuro y hacía frío.
Después de la delicadeza del chico estaba extraordinariamente agitada y sonriente. Parecía más delgada. Cuando se reía, se revelaba como una de esas viejas llenas de dientes. La crueldad dislocada de los dientes. El chico ya se había alejado. Ella abría y cerraba los párpados. De pronto golpeó con los dedos la pierna de Ángela, con extrema rapidez y suavidad:
-Hoy todos están verdaderamente, pero verdaderamente amables, qué gentileza, qué gentileza.
Ángela sonrió. La vieja permaneció sonriendo sin quitar los ojos profundos y vacíos de los ojos de la muchacha. Vamos, vamos, la fustigaban de todos lados, y ella espiaba para acá y para allá como si fuera a escoger. ¡Vamos, vamos!, la empujaban riendo de todos lados y ella se sacudía, sonriente, delicada.
-Qué amables son todos en este tren -dijo.
Súbitamente intentó recomponerse, carraspeó falsamente, se contuvo. Debía ser difícil. Temía haber llegado a un punto donde no podía interrumpirse. Se mantuvo en severidad y temor, cerró los labios sobre los innumerables dientes. Pero no podía engañar a nadie. Su rostro tenía tal esperanza que perturbaba los ojos de quienes la veían. Ella ya no dependía de nadie: una vez que la habían tocado, podían irse, ahora ella sola se irradiaba, magra, alta. Pero todavía quería decir algo y ya preparaba un gesto social de cabeza, llena de gracia previa. Ángela se preguntaba si ella sabría expresarse. Ella pareció pensar, pensar y encontrar con ternura un pensamiento ya todo hecho donde mal y mal podía acoger su sentimiento. Dijo con cuidado y sabiduría de anciana, como si precisara tomar ese aire para hablar como vieja:
-La juventud. La juventud amable.
Rió un poco fingidamente. ¿Iba a tener una crisis de nervios?, pensó Ángela Pralini. Porque estaba tan maravillosa. Pero carraspeó otra vez con austeridad, dio unos golpecitos con las puntas de los dedos como si ordenara con urgencia a la orquesta una nueva partitura. Abrió el bolso, lo revisó hasta encontrar un diario grande y normal, fechado tres días atrás, observó Ángela. Se puso a leer.
Ángela había perdido siete kilos. En la hacienda iba a comer lo que nunca en la vida: guiso de habas y repollo de Minas Gerais, para recuperar los preciosos kilos perdidos.
Estaba tan delgada por intentar acompañar el raciocinio brillante e interrumpido de Eduardo: bebía café sin azúcar sin parar para mantenerse despierta. Ángela Pralini tenía los senos muy bonitos, eran su punto fuerte. Tenía los ojos con ojeras profundas. Ella aprovechaba el silbido aullante del tren para que fuese su propio grito. Era un berrido agudo, el suyo, sólo que vuelto hacia adentro. Era la mujer que bebía más whisky en el grupo de Eduardo. Aguantaba de seis a siete de una vez, manteniendo una lucidez de terror. En la hacienda iba a beber leche grasa de vaca. Una cosa unía a la vieja y a Ángela: ambas iban a ser recibidas con los brazos abiertos, pero una no sabía eso de la otra. Ángela se estremeció súbitamente: quién daría el último día de vermicida al cachorro. Ah, Ulises, pensó ella del perro, no te abandoné porque quisiera, lo que necesitaba era huir de Eduardo, antes que él me arruinase totalmente con su lucidez: lucidez que iluminaba demasiado y lo quemaba todo. Ángela sabía que los tíos tenían remedio contra la picadura de cobra: pretendía entrar de lleno en la floresta espesa y verde, con botas altas y untada con remedio contra la picadura de mosquito. Como si saliera de la carretera Transamazónica, la exploradora. ¿Qué bichos encontraría? Era mejor llevar una espingarda, comida y agua. Y una brújula. Desde que descubrió -pero lo descubrió realmente con espanto- que iba a morir un día, desde entonces no tuvo más miedo a la vida, y a causa de la muerte, tenía derechos totales: lo arriesgaba todo. Después de haber tenido dos uniones que habían terminado en nada, esta tercera que terminaba en amor-adoración, cortada por la fatalidad del deseo de sobrevivir. Eduardo la había transformado: la hizo volver los ojos hacia adentro. Pero ahora miraba hacia afuera. Veía a través de la ventana los senos de la tierra, en las montañas. ¡Existen pajaritos, Eduardo! ¡Existen nubes, Eduardo!, y cuando yo era una niña cabalgaba a la carrera en un caballo desnudo, sin silla. Y estoy huyendo de mi suicidio, Eduardo. Disculpa, Eduardo, pero no quiero morir. Quiero ser fresca y rara como una granada.
Y la vieja fingía que leía el periódico. Pero pensaba: su mundo era un suspiro. No quería que los otros la consideraran abandonada. Dios me dio salud para viajar, sólo. Ttambién soy buena de cabeza, no hablo sola y yo misma me baño todos los días. Olía a agua de rosas mustias y maceradas, era su perfume añejo y enmohecido. Tener un ritmo respiratorio, pensó Ángela de la vieja, era la cosa más bella que quedó desde que doña María Rita naciera. Era la vida.
Doña María Rita pensaba: cuando se hizo vieja comenzó a desaparecer para los otros, sólo la veían por casualidad. Ella ya era el futuro.
Ángela pensó: creo que si encontrara la verdad, no podría pensarla. Sería impronunciable mentalmente.
La vieja siempre fue un poco vacía; bien, un poquito. ¿Muerte? Era raro, no formaba parte de los días. Y aun “no existir” ni existía, era imposible no existir. No existir no cabía en nuestra vida diaria. La hija no era cariñosa. En compensación, el hijo era tan cariñoso, bonachón, medio gordo. La hija era seca, con sus besos rápidos, la relacionista pública. La vieja tenía cierta holganza de vivir. La monotonía, sin embargo, era lo que la sostenía.
Eduardo escuchaba música con el pensamiento. Y entendía la disonancia de la música moderna, sólo sabía entender. Su inteligencia la ahogaba. “Tú eres una temperamental, Ángela”, le dijo una vez. ¿Y qué? ¿Qué mal había en eso? Soy lo que soy y no lo que piensas que soy. La prueba de quien soy es esta partida del tren. Mi prueba también es doña María Rita, ahí enfrente. ¿Prueba de qué? Sí. Ella ya tuvo plenitud. Cuando ella y Eduardo estaban tan apasionados uno por el otro que estando juntos en una cama, con las manos unidas, ella sentía la vida completa. Poca gente conocía la plenitud. Y, porque la plenitud es también una explosión, ella y Eduardo cobardemente pasaron a vivir “normalmente”. Porque no se puede prolongar el éxtasis sin morir. Se separaron por un motivo fútil casi inventado: no querían morir de pasión. La plenitud es una de las verdades encontradas. Pero el rompimiento necesario fue para ella una ablación, como ocurre a las mujeres a quienes les extraen el útero y los ovarios: vacía por dentro.
Doña María Rita era tan antigua que en la casa de la hija estaban habituados a ella como a un mueble viejo. Ella no era novedad para nadie. Pero nunca le pasó por la cabeza que era una solitaria. Sólo que no tenía nada que hacer. Era un ocio forzado que en ciertos momentos se tornaba doloroso: no tenía nada que hacer en el mundo. Salvo vivir como un gato, como un cachorro. Su ideal era ser dama de compañía de alguna señora, pero eso ya no se usaba y además nadie la creería fuerte a los setenta y siete años, pensarían que era floja. No hacía nada, sólo eso: ser vieja. A veces se deprimía: pensaba que no servía para nada, no servía siquiera a Dios: doña María Rita no tenía infierno dentro de ella. ¿Por qué los viejos, aun los que no tiemblan, sugieren algo delicadamente trémulo? Doña María Rita tenía un temblor quebradizo de música de acordeón.
Pero cuando se trata de la vida, ¿quién nos ampara? Pues cada uno es uno. Y cada vida tiene que ser amparada por esa propia vida de cada uno. Cada uno de nosotros: es con lo que contamos. Como doña María Rita siempre fue una persona común, le parecía que morir no era cosa normal. Morir era sorprendente. Era como si ella no estuviera a la altura del acto de la muerte, pues nunca le había ocurrido hasta ahora nada de extraordinario en la vida que justificara de pronto otro hecho extraordinario. Hablaba y hasta pensaba en la muerte, pero en el fondo era escéptica e incrédula. Pensaba que se moría cuando ocurría un accidente o alguien mataba a alguien. La vieja tenía poca experiencia. A veces tenía taquicardia: bacanal del corazón. Pero sólo eso, y le sucedía desde joven. En su primer beso, por ejemplo, el corazón se desgobernó. Y fue una cosa buena, en el límite con lo malo. Algo que recordaba su pasado, no como hechos sino como vida: una sensación de vegetación en sombra, hierbas, samambayas, culandrillos, frescor verde. Cuando sentía eso otra vez, sonreía. Una de las palabras más eruditas que usaba era “pintoresco”. Era bueno. Era como oír el murmullo de una fuente y no saber dónde nacía.
Un diálogo que sostenía consigo misma:
-¿Estás haciendo algo?
-Sí, estoy: estoy siendo triste.
-¿No te molesta estar sola?
-No; pienso
A veces no pensaba. A veces se quedaba sólo siendo. No necesitaba hacer. Ser era ya un hacer. Podía ser lentamente o un poco de prisa.
En el asiento de atrás, dos mujeres hablaban y hablaban sin parar. Sus voces constantes se fundían con el ruido de las ruedas del tren y de las vías.
Doña María Rita había esperado que la hija permaneciera en la plataforma del tren para decirle adiós, pero esto no sucedió. El tren inmóvil. Hasta que arrancó.
-Ángela -dijo-, una mujer nunca dice la edad, por eso sólo puedo decirte que es mucha. Pero a ti (¿puedo tutearte, verdad?) voy a hacerte una confidencia: tengo setenta y siete años.
-Yo tengo treinta y siete -dijo Ángela Pralini.
Eran las siete de la mañana.
-Cuando era joven era muy mentirosa. Mentía muchísimo.
Después, como si se hubiera desencantado de la magia de la mentira, dejó de mentir.
Ángela, mirando a la vieja doña María Rita, tuvo miedo de envejecer y de morir.
Sostén mi mano, Eduardo, para no tener miedo de morir. Pero él no sostenía nada. Lo único que hacía era: pensar, pensar y pensar. Ah, Eduardo, ¡quiero la dulzura de Schumann! Su vida era una vida deshecha, evanescente. Le faltaba un hueso duro, áspero y fuerte, contra el cual nadie pudiera nada. ¿Quién sería ese hueso esencial? Para alejar esa sensación de enorme carencia, pensó: ¿cómo se las arreglaban en la Edad Media sin teléfono y sin avión? Misterio. Edad Media, yo te adoro y tus nubes oscuras y cargadas que desembocaron en el Renacimiento luminoso y fresco.
En cuanto a la vieja, estaba ida. Miraba hacia la nada.
Ángela se miró en el pequeño espejo del bolso. Me parezco a un desmayo. Cuidado con el abismo, le digo a aquella que se parece a un desmayo. Cuando me muera, voy a sentir tanta nostalgia de ti, Eduardo. La frase no resistía la lógica, sin embargo tenía en sí misma un imponderable sentido. Era como si ella quisiera expresar una cosa y expresara otra.
La vieja ya era el futuro. Parecía tener vergüenza. ¿Vergüenza de ser vieja? En algún punto de su vida debería con certeza haber habido un error, y el resultado era ese extraño estado de vida. Que sin embargo no la llevaba a la muerte. La muerte era siempre una sorpresa para quien moría. Tenía, a pesar de todo, el orgullo de no babear ni hacer pipí en la cama, como si esa forma de salud bravía hubiera sido meritoriamente el resultado de un acto de su voluntad. Sólo no era una dama, una señora de edad, por no tener arrogancia: era una viejita digna que de repente tomaba un aire asustadizo. Ella, bueno, ella se elogiaba a sí misma, considerábase una vieja llena de precocidad como una niña precoz. Pero la verdadera intención de su vida, no la sabía.
Ángela soñaba con la hacienda: allí se escuchaban gritos, latidos y aullidos, de noche. “Eduardo -pensó ella para él-, yo estaba cansada de intentar ser lo que tú creías que soy. Tengo un lado malo (el más fuerte y el que predominaba ahora, el que había intentado esconder por ti), y en ese lado fuerte yo soy una vaca, soy una yegua libre que patea en el suelo, soy una mujer de la calle, soy vagabunda, y no una “letrada”. Sé que soy inteligente y que a veces escondo eso para no ofender a los otros con mi inteligencia, y que soy una inconsciente. Huí de ti, Eduardo, porque tú me estabas matando con tu cabeza de genio que me obligaba casi a taparme los oídos con las manos y casi a gritar de horror y de cansancio. Y ahora me voy a quedar seis meses en la hacienda, tú no sabes dónde estaré, y todos los días tomaré un baño en el río mezclando con el barro mi propio barro. Soy vulgar, Eduardo, y tienes que saber que me gusta leer historias de folletín, mi amor, oh, mi amor, cómo te amo y cómo amo tus terribles maleficios, ah, cómo te adoro, soy tu esclava. Pero yo soy física, mi amor, yo soy física y tuve que esconder de ti la gloria de ser física. Y tú, que eres el mismo fulgor del raciocinio, entonces no sabía, eras alimentado por mí. Tú, superintelectual y brillante y dejando a todos admirados y boquiabiertos.”
-Me parece -se dijo en voz baja la vieja-, me parece que esa joven bonita no tiene interés en conversar conmigo. No sé por qué, pero nadie conversa más conmigo. Aun cuando estoy junto a la gente, nadie parece pensar en mí. A fin de cuentas, no tengo la culpa de ser vieja. Pero no hago daño, y me hago compañía. Y también tengo a Nandino, mi hijo querido que me adora.
“¡El placer sufrido de rascarse!”, pensó Ángela. Yo, yo que no voy en esa dirección ni en la otra, ¡soy libre! Estoy quedando más saludable, tengo deseos de decir un desafuero en voz alta para asustar a todos. ¿La vieja no entendería? No sé, ella debe haber parido varias veces. Yo no estoy de acuerdo en eso de que lo cierto es ser infeliz, Eduardo. Quiero gozar de todo y después morir y que me dañe, que me dañe, que me dañe. Sé bien que la vieja es capaz de ser infeliz sin saberlo. Pasividad. Y no entro en eso tampoco, nada de pasividad, quiero tomar un baño desnuda en el río barroso que se parece a mí, ¡desnuda y libre! ¡Viva! ¡Tres vivas! ¡Lo abandono todo! ¡Todo! Y así no soy abandonada, no quiero depender sino de unas tres personas, y el resto es: Buenos días, ¿todo bien? Todo bien. Edu, ¿sabes? Te abandono. Tú, en el fondo de tu intelectualismo, no vales la vida de un perro. Te abandono, entonces. Y abandono el grupo falsamente intelectual que exigía de mí un vano y nervioso ejercicio continuo de inteligencia falsa y apresurada. Fue preciso que Dios me abandonara para que yo sintiera su presencia. Necesito matar a alguien dentro de mí. Tú arruinaste mi inteligencia con la tuya que es de genio. Y me obligaste a saber, a saber, a saber. Ah, Eduardo, no te preocupes, llevo conmigo los libros que tú me diste para “seguir un curso en casa”, como querías. Estudiaré filosofía cerca del río, por el amor que te tengo.
Ángela Pralini tenía pensamientos tan hondos que no había palabras para expresarlos. Era mentira decir que sólo se podía tener un pensamiento a la vez: tenía muchos pensamientos que se entrecruzaban y eran diferentes. Sin hablar del “subconsciente” que explota en mí, quiera o no quiera. Soy una fuente, pensó Ángela, pensando al mismo tiempo dónde habría puesto el pañuelo de cabeza, pensando si el cachorro habría tomado la leche que le había dejado, en las camisas de Eduardo, y su extremado agotamiento físico y mental. Y en la vieja doña María Rita. “Nunca voy a olvidar tu rostro, Eduardo.” Era un rostro un poco asustado, asustado de su propia inteligencia. Él era un ingenuo. Y amaba sin saber que estaba amando. Iba a quedarse tonto cuando descubriera que ella se había ido, dejando al cachorro y a él. Abandono por falta de nutrición, pensó. Al mismo tiempo pensaba en la vieja sentada enfrente. No era verdad que sólo se pensaba en una sola cosa. Era, por ejemplo, capaz de escribir un talón perfecto, sin un error, pensando en su vida. Que no era buena, pero, en definitiva, era suya. Suya otra vez. La coherencia, no la quiero más. La coherencia es mutilación. Quiero el desorden. Sólo adivino a través de una vehemente incoherencia. Para meditar saqué demasiadas cosas de mí y siento el vacío. Es en el vacío donde se pasa el tiempo. Ella que adoraba una buena playa, con sol, arena y sol. Él está abandonado, perdió el contacto con la tierra, con el cielo. Él ya no vive, existe. El aire entre ella y Eduardo Gomes era de emergencia. Ella se había transformado en una mujer urgente. Es que, para mantener despierta la urgencia, tomaba drogas excitantes que la adelgazaban cada vez más y le quitaban el hambre. Quiero comer, Eduardo, tengo hambre, Eduardo, hambre de mucha comida. ¡Soy orgánica!
“Conozca hoy el supertrén de mañana.” Selecciones del Reader´s Digest que ella a veces leía a escondidas de Eduardo. Era como las Selecciones que decían: conozca hoy el supertrén de mañana. Positivamente no estaba conociendo hoy. Pero Eduardo era el supertrén. Súper todo. Ella conocía hoy el súper de mañana. Y no lo soportaba. No soportaba el movimiento perpetuo. Tú eres el desierto, y yo voy a Oceanía, a los mares del Sur, a la isla de Tahití. Aunque estén estragadas por los turistas. Tú no eres más que un turista, Eduardo. Voy hacia mi propia vida, Edu. Y digo como Fellini: en la oscuridad y en la ignorancia creo más. La vida que llevaba con Eduardo tenía olor a farmacia nueva recién pintada. Ella prefería el olor vivo del estiércol por más repugnante que fuera. Él era correcto como una pista de tenis. Además, practicaba el tenis para mantener la forma. En fin, él era un trasto que ella amaba y casi no amaba más. Estaba recobrando en el tren mismo su salud mental. Continuaba apasionada por Eduardo. Y él, sin saber, también lo estaba por ella. Yo que no consigo hacer nada bien, excepto las tortillas. Con una sola mano rompía huevos con una rapidez increíble, y los volcaba en la vasija sin derramar ni una gota. Eduardo moría de envidia de tanta elegancia y eficiencia. Él a veces daba charlas en las universidades y lo adoraban. Ella también asistía, ella también lo adoraba. ¿Cómo empezaba? “No me siento a gusto cuando veo algunas personas que se levantan cuando oyen anunciar que voy a hablar.” Ángela siempre tenía miedo que la gente se retirara y lo dejaran solo.
La vieja, como si hubiera recibido una transmisión de pensamiento, pensaba: que no me dejen sola. ¿Qué edad tengo? Ya ni lo sé.
Después, enseguida, vació su pensamiento. Y era tranquilamente nada. Mal existía. Era bueno así, muy bueno. Inmersiones en la nada.
Ángela Pralini, para calmarse, se contó una historia muy calmante, muy tranquila: era una vez un hombre a quien le gustaban mucho las frutas del jabuticabas. Entonces fue hacia un bosque donde había árboles cargados de protuberancias negras, lisas y lustrosas, que le caían en las manos blandamente y que de las manos le caían a los pies. Era tal la abundancia de jabuticabas que se daba el lujo de pisarlas. Y ellas hacían un ruidito muy gracioso. Hacían así: cloc-cloc-cloc, etc. Ángela se calmó con el hombre de las jabuticabas.
En la hacienda había jabuticabas y ella iba a hacer con los pies desnudos el cloc-cloc, suave y húmedo. Nunca sabía si debía o no tragar los carozos. ¿Quién le iba a contestar esa pregunta? Nadie. Sólo tal vez un hombre que, como Ulises, el perro, y contra Eduardo, respondiera: “Mangia, bella, que ti fa bene”. Sabía un poquito de italiano pero nunca estaba segura de su sentido. Y después de lo que ese hombre dijera, ella tragaría los carozos. Otro árbol que le gustaba era uno cuyo nombre científico había olvidado pero que en la infancia todos habían conocido directamente, sin ciencia, era uno que en el Jardín Botánico de Río hacía un cloc-cloc sequito. ¿Ves? ¿Ves cómo estás renaciendo? Siete vidas de gato. El número siete la acompañaba, era su secreto, su fuerza. Se sentía linda. No lo era. Pero se sentía. Se sentía también bondadosa. Con ternura hacia la vieja María Rita que se había puesto las gafas para leer el diario. Todo era vagaroso en la vieja María Rita. ¿Cerca del fin? Ay, cómo duele morir. En la vida se sufre más si se tiene algo en la mano: la inefable vida. Pero, ¿y la pregunta sobre la muerte? Era preciso no tener miedo: ir hacia el frente, siempre.
Siempre.
Como el tren.
Y en algún lugar existe una cosa escrita en el muro. Y es para mí, pensó Ángela. De las llamas del Infierno llegará un telegrama fresco para mí. Y nunca más mi esperanza será decepcionada. Nunca. Nunca más.
La vieja era anónima como una gallina, como había dicho una tal Clarice hablando de una vieja desvergonzada, enamorada de Roberto Carlos. Esa Clarice incomodaba. Hacía gritar a la vieja: ¡tiene! ¡que! ¡haber! ¡una! ¡puerta! ¡de saliiiiida! y la había. Por ejemplo, la puerta de salida de esa vieja era el marido que volvería al día siguiente, eran personas conocidas, era su empleada, era la plegaria intensa y fructífera frente a la desesperación. Ángela se dijo como si se mordiera rabiosamente: tiene que haber una puerta de salida. Tanto para mí como para doña María Rita.
Yo no puedo detener el tiempo, pensó María Rita Alvarenga Chagas Souza Melo. Fracasé. Estoy vieja. Y fingió leer el diario sólo para recuperar la compostura.
Quiero sombra, gimió Ángela, quiero sombra y anonimato.
La vieja pensó: su hijo era tan bondadoso, tan cálido de corazón, tan cariñoso. La llamaba “madrecita”. Sí, tal vez pase el resto de mi vida en la hacienda, lejos de la relacionista pública que no me necesita. Y mi vida será muy larga, a juzgar por mis padres y abuelos. Podía alcanzar, fácil, fácil, los cien años, pensó confortablemente. Y morir de repente para no tener tiempo de sentir miedo. Se persignó discretamente y pidió a Dios una buena muerte.
Ulises, si tu cara fuera vista bajo el punto de vista humano, serías monstruoso y feo. Era lindo desde el punto de vista perro. Era vigoroso como un caballo blanco y libre, sólo que era castaño suave, anaranjado, color whisky. Pero su pelo es lindo como el de un enérgico y empinado caballo. Los músculos del pescuezo eran vigorosos y se podían tocar con manos de dedos sabios. Ulises era un hombre. Sin dejar de ser un perro. Era delicado como un hombre. Una mujer debe tratar bien al hombre.
El tren entrando en el campo: los grillos gritaban agudos y ásperos.
Eduardo, una vez, sin gracia, como quien se ve forzado a cumplir una función, le dio de regalo un gélido diamante. Ella hubiera preferido brillantes. En fin, suspiró ella, las cosas son como son. A veces, cuando miraba desde lo alto de su apartamento, tenía deseos de suicidarse. Ah, no por Eduardo, sino por una especie de fatal curiosidad. No se lo contaba a nadie, por miedo de influir en un suicida latente. Ella quería la vida, la vida plana y plena, bonita, leyendo los artículos de Selecciones. Quería morir sólo a los noventa años, en medio de un acto de vida, sin sentir. El fantasma de la locura nos ronda. ¿Qué es lo que haces? Estoy esperando el futuro.
Cuando finalmente el tren se puso en movimiento, Ángela Pralini encendió el cigarrillo en aleluya: tenía miedo de que cuando el tren partiera, no tuviera el coraje de irse y terminara por bajar del vagón. Pero ya estaban sujetos los amortiguadores y las ruedas daban repentinos sobresaltos. El tren marchaba. Y la vieja María Rita suspiraba: estaba más cerca del hijo amado. Con él podría ser madre, ella que era castrada por su hija.
Una vez que Ángela tuvo dolores menstruales, Eduardo intentó, sin mucha gracia, ser cariñoso. Y le dijo una cosa horrorosa: estás enferma, ¿no? Se ruborizaba de vergüenza.
El tren corría cuanto podía. El maquinista feliz: así era bueno, y pitaba a cada curva del camino. Era un largo y grueso silbido de tren en marcha, ganando terreno. La mañana era fresca y llena de hierbas altas y verdes. Así, sí, vamos hacia adelante, dijo el maquinista a la máquina. La máquina respondió con alegría.
La vieja era nada. Y miraba hacia el aire como se mira a Dios. Estaba hecha de Dios. Es decir: todo o nada. La vieja, pensó Ángela, era vulnerable. Vulnerable al amor, al amor de su hijo. La madre era franciscana, la hija polución.
Dios, pensó Ángela, si existes, ¡muéstrate! Porque llegó la hora. Es esta hora, este minuto y este segundo.
Y el resultado fue que tuvo que ocultar las lágrimas que le vinieron a los ojos. Dios de algún modo le respondía. Ella estaba satisfecha y se tragó un sollozo ahogado. Vivir dolía. Vivir era una herida abierta. Vivir es ser como mi cachorro. Ulises no tenía nada que ver con el Ulises de Joyce. Intenté leer a Joyce pero no seguí porque era pesado, disculpa, Eduardo. Sé que es un pesado genial. Ángela estaba amando a la vieja que era nada, la madre que le faltaba. Madre dulce, ingenua y sufriente. Su madre que murió cuando ella tenía nueve años; aun enferma, pero viva, servía. Aun paralítica, servía.
Entre ella y Eduardo el aire tenía gusto de sábado. Y de pronto los dos eran raros, la rareza en el aire. Ellos se sentían raros, no formando parte de las mil personas que iban por la calle. Los dos a veces eran cómplices, tenían una vida secreta porque nadie los comprendía. Y también porque los raros son perseguidos por la gente que no toleran la insultante ofensa de los que se diferencian. Escondían su amor para no herir a los otros con la envidia. Para no herirlos con una estrella demasiado luminosa para los ojos.
Au, au, au, ladrará mi cachorro. Mi gran cachorro.
La vieja pensó: soy una persona involuntaria. tanto que, cuando reía -lo que no ocurría a menudo-, nadie sabía si reía o lloraba. Sí. Ella era involuntaria.
Mientras tanto, Ángela Pralini se sentía efervescente como las gotitas de agua mineral Cachambú: de repente. Así: de repente. ¿De repente qué? Sólo de repente. Cero. Nada. Tenía treinta y siete años y pretendía a cada instante comenzar la vida. Como las gotitas efervescentes del agua Cachambú. Las siete letras de Pralini le daban fuerza. Las seis letras de Ángela la volvían anónima.
Con un largo silbido aullante se llegaba a la pequeña estación donde Ángela Pralini descendería. Cogió su valija. En el espacio entre la gorra del empleado y la nariz de una joven, estaba la vieja durmiendo inflexible, con la cabeza tiesa bajo el sombrero de fieltro, una mano cerrada sobre el diario.
Ángela bajó del vagón.
Naturalmente, eso no tenía la menor importancia: hay personas que siempre se arrepienten, es un rasgo de ciertas naturalezas culpables. Pero la dejó perturbada la imagen de la vieja cuando despertara, la visión de su rostro espantado frente al banco vacío de Ángela. Al fin, nadie sabía si se había adormecido por confianza en ella.
Confianza en el mundo.