La partida
del tren
Clarice
Lispector
La partida era en la Central con su reloj enorme, el más
grande del mundo. Marcaba las seis de la mañana. Ángela Pralini pagó el taxi y
cogió su pequeña valija. Doña María Rita Alvarenga Chagas Souza Melo descendió
del Opel de la hija y se encaminaron hacia las vías. La vieja iba bien vestida
y con joyas. De las arrugas que la ocultaban salía la forma pura de una nariz
perdida en la edad, y de una boca que en otros tiempos debía haber sido llena y
sensible. Pero qué importa. Se llega a un cierto punto y lo que fue no importa.
Comienza una nueva raza. Una vieja no puede comunicarse. Recibió el beso helado
que su hija le dio antes de que el tren partiera. Antes la ayudó a subir al
vagón. Aunque en éste no había un centro, ella se colocó de lado. Cuando la locomotora
se puso en movimiento, se sorprendió un poco: no esperaba que el tren siguiera
en esa dirección y se encontró sentada de espaldas al camino.
Ángela Pralini advirtió el movimiento y preguntó:
-¿Quiere cambiar de lugar conmigo?
Doña María lo rechazó con delicadeza, dijo que no, muchas
gracias, a ella le daba lo mismo. Pero parecía haberse perturbado. Se pasó la
mano sobre el camafeo afiligranado de oro, pinchado en el pecho, paseó la mano
por el broche, la quitó, la llevó hasta el sombrero de fieltro con una rosa de
paño, la retiró. Seca. ¿Ofendida? Al final, le preguntó a Ángela Pralini:
-¿Es por mí que desea cambiar de lugar?
Ángela Pralini dijo que no, se sorprendió, la vieja se
sorprendió por el mismo motivo: no se reciben atenciones de una viejita. Ella
sonrió un poco demasiado y los labios cubiertos de talco se partieron en surcos
secos: estaba encantada. Y un poco agitada:
-Qué amabilidad la suya -le dijo-, qué gentileza.
Hubo un movimiento de perturbación porque Ángela Pralini rió
también, y la vieja continuaba riendo, mostrando una dentadura bien arenada.
Dio discretamente un tirón al cinturón que la apretaba demasiado.
-Qué amable- repitió.
Se recompuso un tanto deprisa, cruzó las manos sobre el
bolso que contenía todo lo que se podía imaginar. Las arrugas, mientras reía,
habían tomado un sentido, pensó Ángela. Ahora eran otra vez incomprensibles,
superpuestas en un rostro otra vez inmodelable. Pero Ángela le quitaba la
tranquilidad. Ya conocía a muchas jóvenes nerviosas que se decían: si me río un
poco lo arruino todo, va a ser ridículo, tengo que parar, y era imposible, la
situación era muy triste. Con inmensa piedad, Ángela vio la cruel verruga en la
mandíbula, verruga de la cual salía un pelo negro y tieso. Pero Ángela le
quitaba la tranquilidad. Se daba cuenta de que sonreiría en cualquier momento:
Ángela la ponía en ascuas. Ahora era una de esas viejitas que parecen pensar
que están siempre atrasadas, que se pasaron de hora. No se contuvo un segundo
más, se irguió y espió por su ventana, como si fuera imposible mantenerse
sentada.
-¿Quiere levantar el cristal? -le dijo un chico que oía a
Haendel en una radio a pilas.
-¡Ah! -exclamó ella, aterrorizada.
¡Oh, no!, pensó Ángela, se estaba arruinando todo, el chico
no debía haber dicho eso, era demasiado, no había que tocarla otra vez. Porque
la vieja, casi a punto de perder la actitud de la que vivía, casi a punto de
perder cierta amargura, temblaba como música de clave entre la sonrisa y el
extremo encanto.
-No, no, no -dijo ella con falsa autoridad-, de ningún modo,
gracias, sólo quería mirar.
Se sentó inmediatamente como si la delicadeza del chico y de
la muchacha la vigilaran. La vieja, antes de subir al tren, se persignó con
tres cruces en el corazón, besando discretamente las puntas de los dedos.
Llevaba un vestido oscuro con cuello de encaje verdadero y un camafeo de oro
puro. En la oscura mano izquierda las dos alianzas gruesas de viuda, gruesas
como ya no se hacían. Del otro vagón se oía a un grupo de bandeirantes que
cantaban Brasil agudamente. Felizmente, era en el otro vagón. La música de la
radio del chico se entrecruzaba con la música de otro, que estaba escuchando a
Edith Piaf cantando J´attendrai.
Fue entonces cuando el tren de pronto dio una sacudida y las
ruedas se pusieron en movimiento. Comenzó la partida. La vieja murmuró bajo:
“¡Ay, Jesús!”. Ella se bañaba en la terma de Jesús. Amén. Por la radio a pilas
de una mujer se supo que eran las seis y treinta de la mañana, mañana fría, la
vieja pensó: Brasil mejora la señalización de sus calles. Un tal Kissinger
parecía mandar en el mundo.
Nadie sabe dónde estoy, pensó Ángela Pralini, y eso la
asustaba un poco, ella era una fugitiva.
-Mi nombre es María Rita Alvarenga Chagas Souza Melo,
Alvarenga Chagas era el apellido de mi padre -dijo, agregando una petición de
disculpas por tener que decir tantas palabras sólo para pronunciar su nombre-.
Chagas -añadió con modestia- eran las llagas de Cristo. Pero me puede llamar
doña María Rita. ¿Y su nombre? Su gracia, ¿cuál es?
-Mi nombre es Ángela Pralini. Voy a pasar seis meses en la
hacienda de mis tías. ¿Y usted?
-¡Ah! Yo voy a la hacienda de mi hijo, me voy a quedar allí
el resto de mi vida, mi hija me trajo hasta el tren y mi hijo me espera con el
auto en la estación. Soy como un paquete que se entrega de mano en mano.
Los tíos de Ángela no tenían hijos y la trataban como a una
hija. Ángela se acordó de la nota que dejó para Eduardo: “No me busques. Voy a
desaparecer de tu vida para siempre. Te amo como nunca. Tu Ángela no fue más
tuya porque tú no quisiste”.
Quedaron en silencio. Ángela Pralini se entregó al ruido
cadencioso del tren. Doña María Rita miró de nuevo su anillo de brillantes y
perla en su dedo, alisó el camafeo de oro: “Soy vieja pero soy rica, más rica
que todos aquí en el vagón. Soy rica, soy rica”. Espió el reloj, más para ver
la gruesa placa de oro que para ver la hora. “Soy muy rica, no soy una vieja
cualquiera.” Pero sabía, ah, sabía bien que era una viejita cualquiera, una
viejita asustada por las menores cosas. Se acordó de sí misma, el día entero
sola en su mecedora, sola con los criados, mientras la hija, relacionista
pública, pasaba el día afuera, no llegaba hasta las ocho de la noche, y ni
siquiera le daba un beso. Se acordó ese día a las cinco de la mañana, todavía
oscuro y hacía frío.
Después de la delicadeza del chico estaba
extraordinariamente agitada y sonriente. Parecía más delgada. Cuando se reía,
se revelaba como una de esas viejas llenas de dientes. La crueldad dislocada de
los dientes. El chico ya se había alejado. Ella abría y cerraba los párpados.
De pronto golpeó con los dedos la pierna de Ángela, con extrema rapidez y
suavidad:
-Hoy todos están verdaderamente, pero verdaderamente
amables, qué gentileza, qué gentileza.
Ángela sonrió. La vieja permaneció sonriendo sin quitar los
ojos profundos y vacíos de los ojos de la muchacha. Vamos, vamos, la fustigaban
de todos lados, y ella espiaba para acá y para allá como si fuera a escoger.
¡Vamos, vamos!, la empujaban riendo de todos lados y ella se sacudía,
sonriente, delicada.
-Qué amables son todos en este tren -dijo.
Súbitamente intentó recomponerse, carraspeó falsamente, se
contuvo. Debía ser difícil. Temía haber llegado a un punto donde no podía
interrumpirse. Se mantuvo en severidad y temor, cerró los labios sobre los
innumerables dientes. Pero no podía engañar a nadie. Su rostro tenía tal
esperanza que perturbaba los ojos de quienes la veían. Ella ya no dependía de
nadie: una vez que la habían tocado, podían irse, ahora ella sola se irradiaba,
magra, alta. Pero todavía quería decir algo y ya preparaba un gesto social de
cabeza, llena de gracia previa. Ángela se preguntaba si ella sabría expresarse.
Ella pareció pensar, pensar y encontrar con ternura un pensamiento ya todo
hecho donde mal y mal podía acoger su sentimiento. Dijo con cuidado y sabiduría
de anciana, como si precisara tomar ese aire para hablar como vieja:
-La juventud. La juventud amable.
Rió un poco fingidamente. ¿Iba a tener una crisis de
nervios?, pensó Ángela Pralini. Porque estaba tan maravillosa. Pero carraspeó
otra vez con austeridad, dio unos golpecitos con las puntas de los dedos como
si ordenara con urgencia a la orquesta una nueva partitura. Abrió el bolso, lo
revisó hasta encontrar un diario grande y normal, fechado tres días atrás,
observó Ángela. Se puso a leer.
Ángela había perdido siete kilos. En la hacienda iba a comer
lo que nunca en la vida: guiso de habas y repollo de Minas Gerais, para
recuperar los preciosos kilos perdidos.
Estaba tan delgada por intentar acompañar el raciocinio
brillante e interrumpido de Eduardo: bebía café sin azúcar sin parar para
mantenerse despierta. Ángela Pralini tenía los senos muy bonitos, eran su punto
fuerte. Tenía los ojos con ojeras profundas. Ella aprovechaba el silbido
aullante del tren para que fuese su propio grito. Era un berrido agudo, el
suyo, sólo que vuelto hacia adentro. Era la mujer que bebía más whisky en el
grupo de Eduardo. Aguantaba de seis a siete de una vez, manteniendo una lucidez
de terror. En la hacienda iba a beber leche grasa de vaca. Una cosa unía a la
vieja y a Ángela: ambas iban a ser recibidas con los brazos abiertos, pero una
no sabía eso de la otra. Ángela se estremeció súbitamente: quién daría el
último día de vermicida al cachorro. Ah, Ulises, pensó ella del perro, no te
abandoné porque quisiera, lo que necesitaba era huir de Eduardo, antes que él
me arruinase totalmente con su lucidez: lucidez que iluminaba demasiado y lo
quemaba todo. Ángela sabía que los tíos tenían remedio contra la picadura de
cobra: pretendía entrar de lleno en la floresta espesa y verde, con botas altas
y untada con remedio contra la picadura de mosquito. Como si saliera de la
carretera Transamazónica, la exploradora. ¿Qué bichos encontraría? Era mejor
llevar una espingarda, comida y agua. Y una brújula. Desde que descubrió -pero
lo descubrió realmente con espanto- que iba a morir un día, desde entonces no
tuvo más miedo a la vida, y a causa de la muerte, tenía derechos totales: lo
arriesgaba todo. Después de haber tenido dos uniones que habían terminado en
nada, esta tercera que terminaba en amor-adoración, cortada por la fatalidad
del deseo de sobrevivir. Eduardo la había transformado: la hizo volver los ojos
hacia adentro. Pero ahora miraba hacia afuera. Veía a través de la ventana los
senos de la tierra, en las montañas. ¡Existen pajaritos, Eduardo! ¡Existen
nubes, Eduardo!, y cuando yo era una niña cabalgaba a la carrera en un caballo
desnudo, sin silla. Y estoy huyendo de mi suicidio, Eduardo. Disculpa, Eduardo,
pero no quiero morir. Quiero ser fresca y rara como una granada.
Y la vieja fingía que leía el periódico. Pero pensaba: su
mundo era un suspiro. No quería que los otros la consideraran abandonada. Dios
me dio salud para viajar, sólo. Ttambién soy buena de cabeza, no hablo sola y
yo misma me baño todos los días. Olía a agua de rosas mustias y maceradas, era
su perfume añejo y enmohecido. Tener un ritmo respiratorio, pensó Ángela de la
vieja, era la cosa más bella que quedó desde que doña María Rita naciera. Era
la vida.
Doña María Rita pensaba: cuando se hizo vieja comenzó a
desaparecer para los otros, sólo la veían por casualidad. Ella ya era el
futuro.
Ángela pensó: creo que si encontrara la verdad, no podría
pensarla. Sería impronunciable mentalmente.
La vieja siempre fue un poco vacía; bien, un poquito.
¿Muerte? Era raro, no formaba parte de los días. Y aun “no existir” ni existía,
era imposible no existir. No existir no cabía en nuestra vida diaria. La hija
no era cariñosa. En compensación, el hijo era tan cariñoso, bonachón, medio
gordo. La hija era seca, con sus besos rápidos, la relacionista pública. La
vieja tenía cierta holganza de vivir. La monotonía, sin embargo, era lo que la
sostenía.
Eduardo escuchaba música con el pensamiento. Y entendía la
disonancia de la música moderna, sólo sabía entender. Su inteligencia la
ahogaba. “Tú eres una temperamental, Ángela”, le dijo una vez. ¿Y qué? ¿Qué mal
había en eso? Soy lo que soy y no lo que piensas que soy. La prueba de quien
soy es esta partida del tren. Mi prueba también es doña María Rita, ahí
enfrente. ¿Prueba de qué? Sí. Ella ya tuvo plenitud. Cuando ella y Eduardo
estaban tan apasionados uno por el otro que estando juntos en una cama, con las
manos unidas, ella sentía la vida completa. Poca gente conocía la plenitud. Y,
porque la plenitud es también una explosión, ella y Eduardo cobardemente
pasaron a vivir “normalmente”. Porque no se puede prolongar el éxtasis sin
morir. Se separaron por un motivo fútil casi inventado: no querían morir de
pasión. La plenitud es una de las verdades encontradas. Pero el rompimiento
necesario fue para ella una ablación, como ocurre a las mujeres a quienes les
extraen el útero y los ovarios: vacía por dentro.
Doña María Rita era tan antigua que en la casa de la hija
estaban habituados a ella como a un mueble viejo. Ella no era novedad para
nadie. Pero nunca le pasó por la cabeza que era una solitaria. Sólo que no
tenía nada que hacer. Era un ocio forzado que en ciertos momentos se tornaba
doloroso: no tenía nada que hacer en el mundo. Salvo vivir como un gato, como
un cachorro. Su ideal era ser dama de compañía de alguna señora, pero eso ya no
se usaba y además nadie la creería fuerte a los setenta y siete años, pensarían
que era floja. No hacía nada, sólo eso: ser vieja. A veces se deprimía: pensaba
que no servía para nada, no servía siquiera a Dios: doña María Rita no tenía
infierno dentro de ella. ¿Por qué los viejos, aun los que no tiemblan, sugieren
algo delicadamente trémulo? Doña María Rita tenía un temblor quebradizo de
música de acordeón.
Pero cuando se trata de la vida, ¿quién nos ampara? Pues
cada uno es uno. Y cada vida tiene que ser amparada por esa propia vida de cada
uno. Cada uno de nosotros: es con lo que contamos. Como doña María Rita siempre
fue una persona común, le parecía que morir no era cosa normal. Morir era
sorprendente. Era como si ella no estuviera a la altura del acto de la muerte,
pues nunca le había ocurrido hasta ahora nada de extraordinario en la vida que
justificara de pronto otro hecho extraordinario. Hablaba y hasta pensaba en la muerte,
pero en el fondo era escéptica e incrédula. Pensaba que se moría cuando ocurría
un accidente o alguien mataba a alguien. La vieja tenía poca experiencia. A
veces tenía taquicardia: bacanal del corazón. Pero sólo eso, y le sucedía desde
joven. En su primer beso, por ejemplo, el corazón se desgobernó. Y fue una cosa
buena, en el límite con lo malo. Algo que recordaba su pasado, no como hechos
sino como vida: una sensación de vegetación en sombra, hierbas, samambayas,
culandrillos, frescor verde. Cuando sentía eso otra vez, sonreía. Una de las
palabras más eruditas que usaba era “pintoresco”. Era bueno. Era como oír el
murmullo de una fuente y no saber dónde nacía.
Un diálogo que sostenía consigo misma:
-¿Estás haciendo algo?
-Sí, estoy: estoy siendo triste.
-¿No te molesta estar sola?
-No; pienso
A veces no pensaba. A veces se quedaba sólo siendo. No
necesitaba hacer. Ser era ya un hacer. Podía ser lentamente o un poco de prisa.
En el asiento de atrás, dos mujeres hablaban y hablaban sin
parar. Sus voces constantes se fundían con el ruido de las ruedas del tren y de
las vías.
Doña María Rita había esperado que la hija permaneciera en
la plataforma del tren para decirle adiós, pero esto no sucedió. El tren
inmóvil. Hasta que arrancó.
-Ángela -dijo-, una mujer nunca dice la edad, por eso sólo
puedo decirte que es mucha. Pero a ti (¿puedo tutearte, verdad?) voy a hacerte
una confidencia: tengo setenta y siete años.
-Yo tengo treinta y siete -dijo Ángela Pralini.
Eran las siete de la mañana.
-Cuando era joven era muy mentirosa. Mentía muchísimo.
Después, como si se hubiera desencantado de la magia de la
mentira, dejó de mentir.
Ángela, mirando a la vieja doña María Rita, tuvo miedo de
envejecer y de morir.
Sostén mi mano, Eduardo, para no tener miedo de morir. Pero
él no sostenía nada. Lo único que hacía era: pensar, pensar y pensar. Ah,
Eduardo, ¡quiero la dulzura de Schumann! Su vida era una vida deshecha,
evanescente. Le faltaba un hueso duro, áspero y fuerte, contra el cual nadie
pudiera nada. ¿Quién sería ese hueso esencial? Para alejar esa sensación de
enorme carencia, pensó: ¿cómo se las arreglaban en la Edad Media sin teléfono y
sin avión? Misterio. Edad Media, yo te adoro y tus nubes oscuras y cargadas que
desembocaron en el Renacimiento luminoso y fresco.
En cuanto a la vieja, estaba ida. Miraba hacia la nada.
Ángela se miró en el pequeño espejo del bolso. Me parezco a
un desmayo. Cuidado con el abismo, le digo a aquella que se parece a un
desmayo. Cuando me muera, voy a sentir tanta nostalgia de ti, Eduardo. La frase
no resistía la lógica, sin embargo tenía en sí misma un imponderable sentido.
Era como si ella quisiera expresar una cosa y expresara otra.
La vieja ya era el futuro. Parecía tener vergüenza.
¿Vergüenza de ser vieja? En algún punto de su vida debería con certeza haber
habido un error, y el resultado era ese extraño estado de vida. Que sin embargo
no la llevaba a la muerte. La muerte era siempre una sorpresa para quien moría.
Tenía, a pesar de todo, el orgullo de no babear ni hacer pipí en la cama, como
si esa forma de salud bravía hubiera sido meritoriamente el resultado de un
acto de su voluntad. Sólo no era una dama, una señora de edad, por no tener
arrogancia: era una viejita digna que de repente tomaba un aire asustadizo.
Ella, bueno, ella se elogiaba a sí misma, considerábase una vieja llena de
precocidad como una niña precoz. Pero la verdadera intención de su vida, no la
sabía.
Ángela soñaba con la hacienda: allí se escuchaban gritos,
latidos y aullidos, de noche. “Eduardo -pensó ella para él-, yo estaba cansada
de intentar ser lo que tú creías que soy. Tengo un lado malo (el más fuerte y
el que predominaba ahora, el que había intentado esconder por ti), y en ese
lado fuerte yo soy una vaca, soy una yegua libre que patea en el suelo, soy una
mujer de la calle, soy vagabunda, y no una “letrada”. Sé que soy inteligente y
que a veces escondo eso para no ofender a los otros con mi inteligencia, y que
soy una inconsciente. Huí de ti, Eduardo, porque tú me estabas matando con tu
cabeza de genio que me obligaba casi a taparme los oídos con las manos y casi a
gritar de horror y de cansancio. Y ahora me voy a quedar seis meses en la
hacienda, tú no sabes dónde estaré, y todos los días tomaré un baño en el río
mezclando con el barro mi propio barro. Soy vulgar, Eduardo, y tienes que saber
que me gusta leer historias de folletín, mi amor, oh, mi amor, cómo te amo y
cómo amo tus terribles maleficios, ah, cómo te adoro, soy tu esclava. Pero yo
soy física, mi amor, yo soy física y tuve que esconder de ti la gloria de ser
física. Y tú, que eres el mismo fulgor del raciocinio, entonces no sabía, eras
alimentado por mí. Tú, superintelectual y brillante y dejando a todos admirados
y boquiabiertos.”
-Me parece -se dijo en voz baja la vieja-, me parece que esa
joven bonita no tiene interés en conversar conmigo. No sé por qué, pero nadie
conversa más conmigo. Aun cuando estoy junto a la gente, nadie parece pensar en
mí. A fin de cuentas, no tengo la culpa de ser vieja. Pero no hago daño, y me
hago compañía. Y también tengo a Nandino, mi hijo querido que me adora.
“¡El placer sufrido de rascarse!”, pensó Ángela. Yo, yo que
no voy en esa dirección ni en la otra, ¡soy libre! Estoy quedando más
saludable, tengo deseos de decir un desafuero en voz alta para asustar a todos.
¿La vieja no entendería? No sé, ella debe haber parido varias veces. Yo no
estoy de acuerdo en eso de que lo cierto es ser infeliz, Eduardo. Quiero gozar
de todo y después morir y que me dañe, que me dañe, que me dañe. Sé bien que la
vieja es capaz de ser infeliz sin saberlo. Pasividad. Y no entro en eso
tampoco, nada de pasividad, quiero tomar un baño desnuda en el río barroso que
se parece a mí, ¡desnuda y libre! ¡Viva! ¡Tres vivas! ¡Lo abandono todo! ¡Todo!
Y así no soy abandonada, no quiero depender sino de unas tres personas, y el
resto es: Buenos días, ¿todo bien? Todo bien. Edu, ¿sabes? Te abandono. Tú, en
el fondo de tu intelectualismo, no vales la vida de un perro. Te abandono,
entonces. Y abandono el grupo falsamente intelectual que exigía de mí un vano y
nervioso ejercicio continuo de inteligencia falsa y apresurada. Fue preciso que
Dios me abandonara para que yo sintiera su presencia. Necesito matar a alguien
dentro de mí. Tú arruinaste mi inteligencia con la tuya que es de genio. Y me
obligaste a saber, a saber, a saber. Ah, Eduardo, no te preocupes, llevo
conmigo los libros que tú me diste para “seguir un curso en casa”, como
querías. Estudiaré filosofía cerca del río, por el amor que te tengo.
Ángela Pralini tenía pensamientos tan hondos que no había
palabras para expresarlos. Era mentira decir que sólo se podía tener un
pensamiento a la vez: tenía muchos pensamientos que se entrecruzaban y eran
diferentes. Sin hablar del “subconsciente” que explota en mí, quiera o no
quiera. Soy una fuente, pensó Ángela, pensando al mismo tiempo dónde habría
puesto el pañuelo de cabeza, pensando si el cachorro habría tomado la leche que
le había dejado, en las camisas de Eduardo, y su extremado agotamiento físico y
mental. Y en la vieja doña María Rita. “Nunca voy a olvidar tu rostro,
Eduardo.” Era un rostro un poco asustado, asustado de su propia inteligencia.
Él era un ingenuo. Y amaba sin saber que estaba amando. Iba a quedarse tonto
cuando descubriera que ella se había ido, dejando al cachorro y a él. Abandono
por falta de nutrición, pensó. Al mismo tiempo pensaba en la vieja sentada
enfrente. No era verdad que sólo se pensaba en una sola cosa. Era, por ejemplo,
capaz de escribir un talón perfecto, sin un error, pensando en su vida. Que no
era buena, pero, en definitiva, era suya. Suya otra vez. La coherencia, no la
quiero más. La coherencia es mutilación. Quiero el desorden. Sólo adivino a
través de una vehemente incoherencia. Para meditar saqué demasiadas cosas de mí
y siento el vacío. Es en el vacío donde se pasa el tiempo. Ella que adoraba una
buena playa, con sol, arena y sol. Él está abandonado, perdió el contacto con
la tierra, con el cielo. Él ya no vive, existe. El aire entre ella y Eduardo
Gomes era de emergencia. Ella se había transformado en una mujer urgente. Es
que, para mantener despierta la urgencia, tomaba drogas excitantes que la
adelgazaban cada vez más y le quitaban el hambre. Quiero comer, Eduardo, tengo
hambre, Eduardo, hambre de mucha comida. ¡Soy orgánica!
“Conozca hoy el supertrén de mañana.” Selecciones del
Reader´s Digest que ella a veces leía a escondidas de Eduardo. Era como las
Selecciones que decían: conozca hoy el supertrén de mañana. Positivamente no
estaba conociendo hoy. Pero Eduardo era el supertrén. Súper todo. Ella conocía
hoy el súper de mañana. Y no lo soportaba. No soportaba el movimiento perpetuo.
Tú eres el desierto, y yo voy a Oceanía, a los mares del Sur, a la isla de
Tahití. Aunque estén estragadas por los turistas. Tú no eres más que un
turista, Eduardo. Voy hacia mi propia vida, Edu. Y digo como Fellini: en la
oscuridad y en la ignorancia creo más. La vida que llevaba con Eduardo tenía
olor a farmacia nueva recién pintada. Ella prefería el olor vivo del estiércol
por más repugnante que fuera. Él era correcto como una pista de tenis. Además,
practicaba el tenis para mantener la forma. En fin, él era un trasto que ella
amaba y casi no amaba más. Estaba recobrando en el tren mismo su salud mental.
Continuaba apasionada por Eduardo. Y él, sin saber, también lo estaba por ella.
Yo que no consigo hacer nada bien, excepto las tortillas. Con una sola mano
rompía huevos con una rapidez increíble, y los volcaba en la vasija sin
derramar ni una gota. Eduardo moría de envidia de tanta elegancia y eficiencia.
Él a veces daba charlas en las universidades y lo adoraban. Ella también
asistía, ella también lo adoraba. ¿Cómo empezaba? “No me siento a gusto cuando
veo algunas personas que se levantan cuando oyen anunciar que voy a hablar.”
Ángela siempre tenía miedo que la gente se retirara y lo dejaran solo.
La vieja, como si hubiera recibido una transmisión de
pensamiento, pensaba: que no me dejen sola. ¿Qué edad tengo? Ya ni lo sé.
Después, enseguida, vació su pensamiento. Y era
tranquilamente nada. Mal existía. Era bueno así, muy bueno. Inmersiones en la
nada.
Ángela Pralini, para calmarse, se contó una historia muy
calmante, muy tranquila: era una vez un hombre a quien le gustaban mucho las
frutas del jabuticabas. Entonces fue hacia un bosque donde había árboles
cargados de protuberancias negras, lisas y lustrosas, que le caían en las manos
blandamente y que de las manos le caían a los pies. Era tal la abundancia de
jabuticabas que se daba el lujo de pisarlas. Y ellas hacían un ruidito muy
gracioso. Hacían así: cloc-cloc-cloc, etc. Ángela se calmó con el hombre de las
jabuticabas.
En la hacienda había jabuticabas y ella iba a hacer con los
pies desnudos el cloc-cloc, suave y húmedo. Nunca sabía si debía o no tragar
los carozos. ¿Quién le iba a contestar esa pregunta? Nadie. Sólo tal vez un
hombre que, como Ulises, el perro, y contra Eduardo, respondiera: “Mangia,
bella, que ti fa bene”. Sabía un poquito de italiano pero nunca estaba segura
de su sentido. Y después de lo que ese hombre dijera, ella tragaría los
carozos. Otro árbol que le gustaba era uno cuyo nombre científico había
olvidado pero que en la infancia todos habían conocido directamente, sin
ciencia, era uno que en el Jardín Botánico de Río hacía un cloc-cloc sequito.
¿Ves? ¿Ves cómo estás renaciendo? Siete vidas de gato. El número siete la
acompañaba, era su secreto, su fuerza. Se sentía linda. No lo era. Pero se
sentía. Se sentía también bondadosa. Con ternura hacia la vieja María Rita que
se había puesto las gafas para leer el diario. Todo era vagaroso en la vieja
María Rita. ¿Cerca del fin? Ay, cómo duele morir. En la vida se sufre más si se
tiene algo en la mano: la inefable vida. Pero, ¿y la pregunta sobre la muerte?
Era preciso no tener miedo: ir hacia el frente, siempre.
Siempre.
Como el tren.
Y en algún lugar existe una cosa escrita en el muro. Y es
para mí, pensó Ángela. De las llamas del Infierno llegará un telegrama fresco
para mí. Y nunca más mi esperanza será decepcionada. Nunca. Nunca más.
La vieja era anónima como una gallina, como había dicho una
tal Clarice hablando de una vieja desvergonzada, enamorada de Roberto Carlos.
Esa Clarice incomodaba. Hacía gritar a la vieja: ¡tiene! ¡que! ¡haber! ¡una!
¡puerta! ¡de saliiiiida! y la había. Por ejemplo, la puerta de salida de esa
vieja era el marido que volvería al día siguiente, eran personas conocidas, era
su empleada, era la plegaria intensa y fructífera frente a la desesperación.
Ángela se dijo como si se mordiera rabiosamente: tiene que haber una puerta de
salida. Tanto para mí como para doña María Rita.
Yo no puedo detener el tiempo, pensó María Rita Alvarenga
Chagas Souza Melo. Fracasé. Estoy vieja. Y fingió leer el diario sólo para
recuperar la compostura.
Quiero sombra, gimió Ángela, quiero sombra y anonimato.
La vieja pensó: su hijo era tan bondadoso, tan cálido de
corazón, tan cariñoso. La llamaba “madrecita”. Sí, tal vez pase el resto de mi
vida en la hacienda, lejos de la relacionista pública que no me necesita. Y mi
vida será muy larga, a juzgar por mis padres y abuelos. Podía alcanzar, fácil,
fácil, los cien años, pensó confortablemente. Y morir de repente para no tener
tiempo de sentir miedo. Se persignó discretamente y pidió a Dios una buena
muerte.
Ulises, si tu cara fuera vista bajo el punto de vista
humano, serías monstruoso y feo. Era lindo desde el punto de vista perro. Era
vigoroso como un caballo blanco y libre, sólo que era castaño suave,
anaranjado, color whisky. Pero su pelo es lindo como el de un enérgico y
empinado caballo. Los músculos del pescuezo eran vigorosos y se podían tocar
con manos de dedos sabios. Ulises era un hombre. Sin dejar de ser un perro. Era
delicado como un hombre. Una mujer debe tratar bien al hombre.
El tren entrando en el campo: los grillos gritaban agudos y
ásperos.
Eduardo, una vez, sin gracia, como quien se ve forzado a cumplir
una función, le dio de regalo un gélido diamante. Ella hubiera preferido
brillantes. En fin, suspiró ella, las cosas son como son. A veces, cuando
miraba desde lo alto de su apartamento, tenía deseos de suicidarse. Ah, no por
Eduardo, sino por una especie de fatal curiosidad. No se lo contaba a nadie,
por miedo de influir en un suicida latente. Ella quería la vida, la vida plana
y plena, bonita, leyendo los artículos de Selecciones. Quería morir sólo a los
noventa años, en medio de un acto de vida, sin sentir. El fantasma de la locura
nos ronda. ¿Qué es lo que haces? Estoy esperando el futuro.
Cuando finalmente el tren se puso en movimiento, Ángela
Pralini encendió el cigarrillo en aleluya: tenía miedo de que cuando el tren
partiera, no tuviera el coraje de irse y terminara por bajar del vagón. Pero ya
estaban sujetos los amortiguadores y las ruedas daban repentinos sobresaltos.
El tren marchaba. Y la vieja María Rita suspiraba: estaba más cerca del hijo
amado. Con él podría ser madre, ella que era castrada por su hija.
Una vez que Ángela tuvo dolores menstruales, Eduardo
intentó, sin mucha gracia, ser cariñoso. Y le dijo una cosa horrorosa: estás
enferma, ¿no? Se ruborizaba de vergüenza.
El tren corría cuanto podía. El maquinista feliz: así era
bueno, y pitaba a cada curva del camino. Era un largo y grueso silbido de tren
en marcha, ganando terreno. La mañana era fresca y llena de hierbas altas y
verdes. Así, sí, vamos hacia adelante, dijo el maquinista a la máquina. La
máquina respondió con alegría.
La vieja era nada. Y miraba hacia el aire como se mira a
Dios. Estaba hecha de Dios. Es decir: todo o nada. La vieja, pensó Ángela, era
vulnerable. Vulnerable al amor, al amor de su hijo. La madre era franciscana,
la hija polución.
Dios, pensó Ángela, si existes, ¡muéstrate! Porque llegó la
hora. Es esta hora, este minuto y este segundo.
Y el resultado fue que tuvo que ocultar las lágrimas que le
vinieron a los ojos. Dios de algún modo le respondía. Ella estaba satisfecha y
se tragó un sollozo ahogado. Vivir dolía. Vivir era una herida abierta. Vivir
es ser como mi cachorro. Ulises no tenía nada que ver con el Ulises de Joyce.
Intenté leer a Joyce pero no seguí porque era pesado, disculpa, Eduardo. Sé que
es un pesado genial. Ángela estaba amando a la vieja que era nada, la madre que
le faltaba. Madre dulce, ingenua y sufriente. Su madre que murió cuando ella
tenía nueve años; aun enferma, pero viva, servía. Aun paralítica, servía.
Entre ella y Eduardo el aire tenía gusto de sábado. Y de
pronto los dos eran raros, la rareza en el aire. Ellos se sentían raros, no
formando parte de las mil personas que iban por la calle. Los dos a veces eran
cómplices, tenían una vida secreta porque nadie los comprendía. Y también
porque los raros son perseguidos por la gente que no toleran la insultante
ofensa de los que se diferencian. Escondían su amor para no herir a los otros
con la envidia. Para no herirlos con una estrella demasiado luminosa para los
ojos.
Au, au, au, ladrará mi cachorro. Mi gran cachorro.
La vieja pensó: soy una persona involuntaria. tanto que,
cuando reía -lo que no ocurría a menudo-, nadie sabía si reía o lloraba. Sí.
Ella era involuntaria.
Mientras tanto, Ángela Pralini se sentía efervescente como
las gotitas de agua mineral Cachambú: de repente. Así: de repente. ¿De repente
qué? Sólo de repente. Cero. Nada. Tenía treinta y siete años y pretendía a cada
instante comenzar la vida. Como las gotitas efervescentes del agua Cachambú.
Las siete letras de Pralini le daban fuerza. Las seis letras de Ángela la volvían
anónima.
Con un largo silbido aullante se llegaba a la pequeña
estación donde Ángela Pralini descendería. Cogió su valija. En el espacio entre
la gorra del empleado y la nariz de una joven, estaba la vieja durmiendo
inflexible, con la cabeza tiesa bajo el sombrero de fieltro, una mano cerrada
sobre el diario.
Ángela bajó del vagón.
Naturalmente, eso no tenía la menor importancia: hay
personas que siempre se arrepienten, es un rasgo de ciertas naturalezas
culpables. Pero la dejó perturbada la imagen de la vieja cuando despertara, la
visión de su rostro espantado frente al banco vacío de Ángela. Al fin, nadie
sabía si se había adormecido por confianza en ella.
Confianza en el mundo.
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