martes, 22 de noviembre de 2011

Desde la ventana más alta de mi casa

Esta semana en ABRA, nuestro taller, tuvimos como invitado a Fernando Pessoa, quizás el mejor poeta portugués. El escribe desde diferentes personajes o personas y este poema pertenece a Alberto Caeiro, un pastor que ama por encima de todo a la naturaleza. El crea heterónimos. Por heterónimo se entiende el autor ficticio o pseudoautor que es también personaje y del que se valen ciertos autores reales,  para crear una obra literaria paralela o distinta a la suya. Tuvimos la suerte de que una de las participantes del taller, Denisse, habla portugués y ella nos leyó algunos poemas en ese idioma tan delidado y dulce.



Desde la ventana más alta de mi casa,


con un pañuelo blanco digo adiós

a mis versos, que viajan hacia la humanidad.

Y no estoy alegre ni triste.

Ése es el destino de los versos.



Los escribí y debo enseñárselos a todos

porque no puedo hacer lo contrario,

como la flor no puede esconder el color,

ni el río ocultar que corre,

ni el árbol ocultar que da frutos.



He aquí que ya van lejos, como si fuesen en la diligencia,

y yo siento pena sin querer,

igual que un dolor en el cuerpo.



¿Quién sabe quién los leerá?

¿Quién sabe a qué manos irán?



Flor, me cogió el destino para los ojos.

Árbol, me arrancaron los frutos para las bocas.

Río, el destino de mi agua era no quedarse en mí.

Me resigno y me siento casi alegre,

casi tan alegre como quien se cansa de estar triste.



¡Idos, idos de mí!

Pasa el árbol y se queda disperso por la Naturaleza.

Se marchita la flor y su polvo dura siempre.

Corre el río y entra en el mar y su agua es siempre la

que fue suya.



Paso y me quedo, como el Universo.



(**) De heterónimo Alberto Caeiro

El paneta amarillo

Este cuento lo escribí hace muchos años, y formó parte de un libro que se llamó Garabatos. En estos días me he comunicado con una contadora de cuentos que me dice que ha contado mi cuento muchas veces, en sitios lejanos, en Francia. Me quedé sorprendida y halagada. Lo comparto con quienes no lo conocen, es un cuento muy sencillo. Le he puesto unos dibujos encontrados en Internet para adornarlo un poco.


EL PLANETA AMARILLO




Había una vez, nos contaba mi mamá, un planeta muy lejano a la tierra, que despedía una luz amarilla y triste. Uno, si lo buscaba un rato entre las estrellas, podía verlo, durante las noches de luna llena.


En ese planeta vivían unos hombrecitos tan pequeños que no alcanzaban ni el tamaño de un niño. Estos hombrecitos eran amarillos como su luz, como sus casas y plantas. Todo en el planeta era amarillo, salvo un árbol blanco, que crecía en medio de su mundo amarillo.

Amarillo era el silencio, amarillas las preciosas mariposas que volaban sobre el agua amarilla que corría suavemente por sus acequias y amarilla era su esperanza. Hasta el viento era amarillo y amarillos eran todos sus campos.


Más importante que el color del planeta, era saber que sus habitantes, jamás reían. No sabían hacerlo. Nadie les había enseñado a sonreír y menos a lanzar una sonora carcajada, llena de alegría. Los hombrecitos amarillos eran muy trabajadores y por supuesto que muy serios. Su vida estaba dedicada al trabajo, se levantaban muy temprano para ponerse a trabajar y trabajaban hasta que llegaba la noche. Cuando se metían a la cama, se dormían muy rápido, sin soñar, y al día siguiente, se levantaban apurados, para seguir trabajando.

-¿Se imaginan?, nos preguntaba mi mamá, ellos no sabían saludarse con una sonrisa, no conversaban ni jugaban; en ese lejano planeta, no existían bromas ni cantos, ni siquiera sueños.

Nosotros tratábamos de imaginar sus caras frías, sus bocas como arrugas, casi borradas, sus ojos desgraciados y afligidos y nos llenábamos de pena.


Pero, felizmente el cuento seguía y e n él sucedió que un día, mientras los hombrecitos amarillos construían puentes, casas y caminos y mientras las mujercitas amarillas lavaban, cocinaban y planchaban sin detenerse, sin mirarse, sin quererse, nació un nuevo hombrecito, en una casa que quedaba muy cerca del hermoso árbol blanco. Todos hubieran podido decir que se trataba de un niño común y corriente, porque era igual a cualquier otro niño del planeta, pero tenía algo muy especial, tenía una preciosa sonrisa en los labios.


El niño de la sonrisa cambiaría el planeta.

El día de su nacimiento, todos los hombrecitos y sus mujeres, corrieron a verlo maravillados y empezaron a cambiar la postura de sus labios, moviendo la boca de un lado al otro, para imitarlo, tratando de hacer una sonrisa como la del niño. Hicieron cientos de muecas, antes de conseguir algo que pareciera a una sonrisa. Entonces, se miraron extrañados y complacidos. ! Eran tan hermosos y diferentes con su nueva sonrisa!

Ya no se vieron mas caras serias, ni duras, en el planeta amarillo. Siguieron trabajando, pero, de rato en rato, se miraban y recordaban que podían sonreír y sonreían llenos de alegría. Ya era algo, ¿no?


El nuevo niño fue creciendo, hasta que una tarde, cuando todos terminaban de almorzar, el niño se rió, se rió fuerte, con ganas, cómo si hubiese escuchado algo muy divertido, y, entonces, otra vez se reunieron todos y lo rodearon para aprender a reír. Al cabo de un rato, contagiados por la risa del niño, los hombrecitos y sus mujeres, rieron sin parar y aplaudieron llenos de placer.

El planeta amarillo. fue convirtiéndose en un planeta mágicamente feliz. Alguien, un día cantó y el planeta entero lanzó una magnífica canción de júbilo al universo.

Con las risas y los cantos, con la felicidad de los hombrecitos amarillos, el planeta fue llenándose de colores.

El árbol blanco que crecía en medio del planeta, dejó de ser blanco, para transformarse en un árbol de todos los colores. Si uno lo miraba con atención, podía ver en él, el marrón, el rojo, el verde, el azul, el morado, el celeste y el naranja.

Con los distintos colores, todas las cosas fueron distintas.

En las noches de luna llena, recordando este cuento, busco un rato en el cielo, entre las estrellas, hasta que encuentro, ese planeta tan lejano a la tierra que ahora brilla y también canta.

Cat concerto

Mi amiga Elda di Malio me manda este interesante concierto y me dice:
Cuando íbamos a las matinales del Cine, no imaginamos el valor de las películas que veíamos. Lo encontrabamos divertido y eso era suficienteAl volver a ver una de estas películas, podemos darnos cuenta de que eran verdaderas obras de arte. hecho en 1946 vemos a om y Jerry tocando piano la “Hungarian Rhapsody No. 2” de Franz Liszt.

EL jazz de Fred Hersch




A comienzos de 2009, los amigos del pianista recibieron una carta remitida por el susodicho. Después de un año "extraordinario, desafiante y aterrador", Hersch anunciaba su regreso paulatino a la actividad: "Me ocurrió algo curioso y es que empecé a recordar una serie de sueños que había tenido mientras estaba en coma. Eran sueños muy específicos, olores, visiones... De repente, sentí la necesidad de escribir una música basada en esas alucinaciones". Resultado de aquella experiencia es My coma dreams, un espectáculo multimedia.

Tres años después de su annus horribilis, Fred Hersch afirma tajante: "Se supone que yo no debería estar vivo en estos momentos, y eso marca. Me siento más fuerte que nunca. A mi edad, y después de todo lo que he pasado, me importa un comino lo que los demás piensen de mí".

Esas palabras

Esas palabras.

Las palabras que anidan en nosotros,
nos convierten en cuevas,
en pantanos,
en cráteres:
yo soy el hombre oscuro,
soy la raíz del lobo;
tú eres la mujer ciega,
tumba de las palomas.

Las palabras que arden dentro del corazón.
Las palabras que son lo contrario del trigo.
Las palabras que dejan sus huevos en la herida,
dejan su hiel,
dejan su levadura.

Todas esas palabras.

Las palabras que entierran,
que talan,
que consumen.

Las palabras que borran los senderos.
Las palabras que brillan al fondo de los pozos.
Las palabras que son como una mordedura.

Todas
esas
palabras.
Todas esas palabras que hemos dicho,
que están alrededor,
que nos han atrapado.

(Benjamín Prado)


Palabras
(Cecilia De Roggero)

Hay palabras redondas,
como mundo,
como hueco,
como sol.

Hay palabras que acompañan,
como luz,
como perro,
como sombra.

Hay palabras que lloran,
como lluvia.

Hay palabras amargas,
como tónico,
y difíciles,
como lo siento.

Hay palabras grandotas,
como castigo,
o como grito.

Hay palabras que ríen,
como agua, como circo.
Y las hay tristes,
como fin.

Hay palabras y palabras.
Hay las que se dicen
y las que se callan.
Hay las que duelen
y las que alegran
y las que abren puertas
misteriosas.

Música

November by max richter

Un taxista encantador


Ayer conocí a un muchacho taxista encantador. Soltero, tendría unos 22 años, vive en Santa Anita y trabaja entre 13 y 15 horas diarias en su taxi. Es una de las ventajas del tráfico, te coloca en un recinto cerrado con una persona desconocida a la que hay que descubrir y con la que podemos compartir nuestra vida. Se llama Raúl Salas. Tiene una fórmula ideal de vida. Seis meses es taxita y seis meses se va a Chanchamayo a trabajar en las tierras de su padre cultivando café. Los siete hermanos ayudan en el tiempo de la cosecha. Me dice quede la provincia le gusta que ahí las comidas se hacen siempre a la misma hora, el desayuno a las seis, el almuerzo a las doce, la comida a las seis. Acá él almuerza lo hace en donde le permite el tiempo, en un lugar que no es su casa y allí, en cualquier parte descansa veinte minutos. Le pregunto si no estudia y hablamos de carreras cortas, ¿en qué eres mejor que los demás? Le pregunto y él me responde en la chacra, con las plantas. Entonces esas es tu vocación. Planeamos juntos que se compre su propia tierra que costará unos 4,000 soles a 1,000 la hectárea, otros mil para las plantas y ya está, podrá dedicarse a éso, encontrarse una mujer de su comunidad que no quiera como las limeñas plancharse el pelo, usar medias nylon, harto maquillaje y a la que normalmente no le guste cocinar o planchar o cuidar niños, y nos reímos juntos de lo pretenciosas que nos hemos vuelto las mujeres. ¿Usted de dónde es? Me pregunta, pensando tal vez que solo una extranjera podría interesarse tanto en su vida. De aquí le digo, y le cuento de Ayacucho hace años, cuando Abimael Guzman era profesor en la universidad y yo pensé porqué estudiaran sociología o antropología y no agricultura o ganadería en un lugar como Ayacucho, le cuento de la feria de Acuchimay en donde vendían un zorro en plena venta de caballos, ¿Para qué sirve un zorro y es tan caro, pregunté? Y me contestaron que traía suerte, que traía cuyes y conejos, estaban vendiendo un zorro ladrón. Raúl se reía mientras conversábamos reconociendo las imágenes de lo que estábamos hablando. Hablamos de Tarma, de la belleza de sus flores y de Oxapampa preciosa. Le enseñé dónde queda radio Marica y él la sintonizó ahí mismo y nuestra conversación estuvo animada por lindas canciones en inglés, bien seleccionada de las antiguas. El tráfico desapareció durante esa hora en la que conversamos sin parar. Me ofreció que vendría a visitarme que me traería un cafeto y que me enseñaría a cosechar y tostar el café de la planta que tengo y que me da unas hermosas pepitas rojas, oro negro. Me traería un platanal , hay muchas variedades y conocería mi huerta en la que ahora están creciendo zapallitos italianos y pimientos, apios y poros. Mi padre sí tiene mano para las verduras, me dice, hasta tomates cultiva que son tan difíciles. Le cuento que le debo la vida a un obrero, que cuando me caí en un barril negro de construcción buscando una piedrita brillante para mi colección de piedras, cuando todos los obreros descansaban en el parque, al viejo Calendario Flores, que ya debe estar muerto, porque esto fue cuando yo tendría seis años, vino a buscar algo y me encontró a mí zambullida en el barril ahogándome. Hemos llegado a casa de mi mamá. Que pena se acabó el camino y nuestra amable conversación. Si tenía dolor de cabeza se me había pasado. Gracias Raúl, espero tu visita, será un placer.

Mujeres hermosas


FRANZ XAVER WINTERHALTER

(Menzenschwand, 1805-Frankfurt del Main, 1873) Pintor alemán. Inició su actividad como litógrafo, y posteriormente se dedicó al retrato. En 1834 se estableció en París, donde se convirtió en el retratista de moda. También pintó escenas de género, no tan conocidas como sus retratos de príncipes y miembros de la alta sociedad europea.

domingo, 20 de noviembre de 2011

Una canción triste y hermosa

Mi querida amiga Carmen Rico Coira me manda desde Galicia esta preciosa canción que me llega al alma y comparto con ustedes. Mil gracias querida Carmen.

Invierno de Vivaldi en Venecia

El carnaval de Venecia debe ser algo tan hermoso, la nieve, las máscaras, Venecia en sí. Y si a eso le añadimos "El invierno" de las estaciones de Vivaldi, entonces tenemos algo soñado:

El camino al que nos invita Frost

El camino no elegido Robert Frost




Dos caminos se bifurcaban en un bosque amarillo,
Y apenado por no poder tomar los dos
Siendo un viajero solo, largo tiempo estuve de pie
Mirando uno de ellos tan lejos como pude,
Hasta donde se perdía en la espesura;

Entonces tomé el otro, imparcialmente,
Y habiendo tenido quizás la elección acertada,
Pues era tupido y requería uso;
Aunque en cuanto a lo que vi allí
Hubiera elegido cualquiera de los dos.

Y ambos esa mañana yacían igualmente,
¡Oh, había guardado aquel primero para otro día!
Aun sabiendo el modo en que las cosas siguen adelante,
Dudé si debía haber regresado sobre mis pasos.

Debo estar diciendo esto con un suspiro
De aquí a la eternidad:
Dos caminos se bifurcaban en un bosque y yo,
Yo tomé el menos transitado,
Y eso hizo toda la diferencia.

Versión de Agustí Bartra

Programa para compartir en esta Navidad

Me cuenta mi hija Sybila que el colegio de mi nieta Rafaela se ha unido a este programa de ayuda para esta Navidad. Excelente idea que podemos hacer tambien nosotros, en nuestra organización o personalmente. Todo lo que se necesita es juntar una caja de zapatos y el deseo de dar. En Youtube hay otros videos del mismo programa para quien quiera verlos.




Beethoven Himno a la alegría

Una forma de curarse de cualquier mal es dejando que la música nos invada. Hay un refrán que dice: En el teatro todo se arregla con música.

Capilla gótica: La Saint Chapelle

Un lugar que no puede dejarse de visitar si uno va a Paris. La Bella Saint Chapelle.

Ryuichi Sakamoto al piano



domingo, 13 de noviembre de 2011

Paris y Tango

Mi padre amaba Paris y eso me lo transmitió. Las visitas que he tenido la suerte de hacer a esta bella ciudad me han llenado siempre de felicidad. El sena, La Madeleine, el barrio latino, los campos Eliseos. Cada rincón y su música, el metro, los besos bajo los puentes, la isla San Luis. Todo me parece precioso. Quizás porque siempre escuché contar a mi padre sobre la bella Paris y con la imaginación la fui creando y la amé como él. A manera de anécdota cuando mis padres cantaban esta canción yo de muy niña pensaba que decían: "Ceci es buena."



También le gustaba el tango, lo bailaba con mi madre para nuestra felicidad y también lo cantaba con mucho gusto y entonación. El contaba que su madre tocaba el piano y su padre cantaba. Durante un tiempo tocó con mucho gusto el acordeón.

Sobre el abuelo

Chiara mi hija nos cuenta un poco cómo era para ella el abuelo Lucho, lo compartió con sus amigos y yo aquí lo agradezco y lo comparto.


Otro homenaje a mi abuelo que nos dejó para seguir viajando.
de Chiara Roggero, el Martes, 08 de noviembre de 2011 a las 15:16.
Mi abuelo era un hombre alto, en todo el sentido de la palabra alto; es decir siempre estuvo por encima de los demás. Lo curioso es que nunca se atrevió a dar señas de que lo estaba. Pero yo lo sabía. Era un hombre sabio y por más humilde que quiera ser, un hombre sabio no puede esconder su sabiduría. Mi abuelo tenía muy claro algunas cosas que muchos olvidamos o que directamente no sabemos. Para ser feliz hay que ser feliz, podría haber pensado mi abuelo. Quizás por eso le daba tanta importancia al sentido del humor. Mi abuelo era como un antesesor de Chespirito, pero con bigote y nariz grande. Siempre encontraba la manera de darle vuelta a las cosas, cada vez que era mi santo, me llamaba y me decía: ¿no me vas a saludar? Es mi santo! Era de esas personas que contaba los chistes con seriedad (no cualquiera puede) y no sé cómo hacía, pero la ironía que suele ser un poco burda, él la trasformaba en elegante. Elegante era mi abuelo. Siempre bien vestido, perfumado, con los zapatos limpios y digamos que bien peinado aunque desde que recuerdo, nunca fue un hombre de pelo. Mi abuelo era metódico. Tomaba desayuno a la misma hora todos los días, no puedo olvidar verlo comer sus galletas Field con mantequilla y mermelada y qué ricas se veían cuando se salía la mermelada roja por los huequitos de la galleta. En épocas en donde el lonche está en peligro de extinción, mi abuelo seguía tomando lonche y todas las tardes, se tomaba un cafecito en la Pastelería San Antonio de la Avenida Angamos.
Mi abuelo era un apasionado de su carrera. Era ingeniero civil y se volvía loco con las construcciones europeas, los puentes y las obras de magnitudes importantes. Nunca paró de estudiar, ni un solo día, y se encargó de escribir todo lo que sabía. De hecho fue un hombre que a pesar de su avanzada edad, se aventuró al Internet y lo dominó como un adolescente. Mi abuelo me enseñó que uno tiene que amar lo que hace, porque solo de la pasión salen las cosas importantes y solo con pasión se puede ser feliz. Quizás por eso amó tanto a mi abuela. Su amor era generoso por todos lados, desprejuiciado, entregado, sin límites. Unos días antes de morir, mi abuelo le dio a mi abuela un beso de quinceañeros. Qué ternura y qué alivio saber que se puede amar para toda la vida, esto para los que alguna vez pecamos de suspicaces con el amor.
Mi abuelo tuvo un derrame cerebral que al 99% de las personas que le da este tipo de derrame, los termina matando, pero a mi abuelo no lo mató. Será por tantas ideas, tanto conocimiento, tantos pensamientos que tenía, que no era fácil ganarle así no más. Estuvo en cuidado intensivos y no podía hablar. Mi mamá le acercó un papel y un lapicero para que escribiera lo que estaba sintiendo o lo que estaba pensando. Mi abuelo agarró el lapicero y empuñó su firma: Luis Bustamante Pérez-Rosas. Para mí ese gesto fue un gesto lleno de inteligencia y originalidad, como quien escribe una carta y termina con una firma, mi abuela firmó su vida, literalmente firmó el final de su vida.
Queda en mi corazón un hombre terco por lo correcto, un hombre que se aferró fielmente a su bigote, un hombre que amó a su mujer y a sus hijos con todo su amor, un abuelo interesante, culto y divertido. A dónde estés abuelo, te mando un beso enorme y espero que te hayas encontrado con todos Los Fantásticos (mi abuelo llamaba así a sus amigos, y se lamentaba de ser el último Fantástico que quedaba vivo). Sigue siendo feliz y de vez en cuando, sóplame un chiste para reírme y hacer reír, como tú siempre lo hiciste.

Te quiero mucho. Tu nieta de medio: Chiara.

Una crónica de mi padre


Mi hijo Alonso estaba en Londres el día en que murió su abuelo, mi padre. Con el deseo de rendirle tributo colgó en su Facebook esta crónica de mi padre que yo agradezco y aquí comparto.
Un pequeño tributo a mi abuelo Lucho quien hoy inicia un nuevo viaje.
de Alonso Roggero,
El Martes, 08 de noviembre de 2011 a las 14:08.A los 92 años, esta madrugada, mi abuelo Lucho pártió. Sabía mucho de todo, y todo lo explicaba de forma tan sencilla y divertida. Como un pequeño tributo a él, y a propósito del viaje que él hoy inicia, aqui comparto un lindo y especial texto suyo sobre sus vivencias viajeras.
Los primeros desplazamientos.
De haber nacido, dentro de la clase media, en algún departamento de la costa del país, mi primer viaje hubiera sido, con seguridad, en un barco para conocer Lima. Pero por haber sido limeño, y mi primera infancia barranquina, las primeras sensaciones del transporte se generaron en el viejo funicular que, partiendo del final de la calle Domeyer, llegaba a los baños de Barranco. Como nuestra casa era vecina a la estación del funicular, los chicos bajábamos y subíamos tantas veces como queríamos, sin pagar un centavo. Más tarde descubriríamos el gran tranvía de Lima a Chorrillos . La música acompasada de las ruedas en las juntas de los rieles y los diferentes paisajes que recorríamos al lado de las chacras, eran un gran entretenimiento para los pasajeros. La salida de Lima, desde la Plaza San Martín, pasaba por el Panóptico, la gran prisión de Lima, con su sobria fachada de piedra almohadillada y ladrillo y un enorme portón de bronce, y se detenía en el Paseo Colón, en donde había un paradero techado con una bóveda de vidrio, en el que los “conductores” recogían sus boletos, al costado del gran restaurante Zoológico, el más grande de la capital. Al llegar a Miraflores, un pequeño omnibus – para el que servía el mismo boleto del tranvía – “el urbanito”, te acercaba a tu destino. Después, los flamantes tranvías a La Punta nos llevaron en el verano a bañarnos en Cantolao, Punta-Punta o La Arenilla, para cuyo efecto comprábamos abonos semanales. Había también un tranvía a la Magdalena y dos líneas urbanas, una que partía de la Plaza Bolognesi y llegaba a la Plaza Cinco Esquinas, en los Barrios Altos, pasando por delante del palacio de gobierno y otra que llegaba a la Alameda de los Descalzos. El transporte en tranvía era relativamente lento por las numerosas paradas, pero los asientos eran cómodos y el pasadizo amplio. En las horas de congestión, había pasajeros parados o apiñados en la parte posterior y no faltaban los palomillas que gorreaban tranvía, ya sea en las gradas de subida o colgándose de la parte de afuera.
Más tarde, un paseo dominguero era para algunos chicos el tren al Callao –que tomábamos en la estación de La Palma, porque entonces vivíamos en La Colmena – y que nos llevaba al puerto, en donde, con otros amigos, alquilábamos un bote de remos, para pasear por la rada y, con buen tiempo, frente a las playas de Chucuito y La Punta. Alguna vez hacíamos también paseos en tren a Ancón, a Huacho, a Lurín, o en auto a Ica.
Pero todo esto eran más traslados que viajes. El primero “de verdad” sucedió cuando mi padre fue destinado como agregado militar a la Legación del Perú en el Brasil. Nos embarcamos en el Callao en el H.M.S. Orita, de la Pacific Steam Navigation Company, que en cuatro días nos llevó a Valparaíso, quizás el recuerdo de viaje más grato que conservo. Cada mañana, al despertar, a través de las claraboyas, se veía un mar distinto, otro cielo, una diferente línea de tierra en el fondo, distintos acompañantes marinos – bufeos, tiburones, grandes peces - que seguían al barco para recibir su ración de desperdicios. Yo tenía nueve años y una gran pasión por la geografía, quizás debida a las lecturas de Julio Verne. Sobre un mapamundi ubicaba la posición del barco con los datos que pedía a algún oficial sobre la latitud y la longitud. Y conste que no quiero hacer creer que yo era un genio precoz, porque esa tarea no era más difícil que la que hace cualquier chico de esa edad hoy día con las computadoras. Lo que también recuerdo con deleite era la cantidad de comida y golosinas que nos reglaban durante todo el día.
En Valparaíso estuvimos unas semanas, las necesarias para que mi hermana Aurora contrajera una tifoidea, que su novio italiano viajara del Callao a Valparaíso en otro barco y que Aurora contrajera también matrimonio con gran pompa en la iglesia matriz de ese puerto. Otras tantas semanas en Santiago, para después tomar el ferrocarril trasandino a Buenos Aires, que demoraba dos días y sus noches. Buenos Aires nos causó una gran impresión, con sus hoteles y palacetes, de pisos muy altos y grandes puertas iguales a las que veríamos años más tarde en Europa. Allí nos embarcamos en el General Osorio, un buque alemán, con destino a Río de Janeiro, con escalas en Montevideo, Florianópolis y Santos. En el Golfo de Santa Catarina nos cogió un tremendo temporal que convirtió la gran nave en una cajita de fósforos.
La llegada por mar a Río de Janeiro – la famosa “entrada da bahía” de entonces, un espectáculo merecedor del premio Nobel de la belleza, que hoy día – en plena época del transporte aéreo - sólo puede apreciar quien alquile una embarcación o sea invitado por algún gran empresario. Quien la disfrutó una vez, nunca la olvidará.
Encuentros con la historia
Nuestra estancia en Brasil fue de casi tres años. En ese largo período, además de asistir a un colegio en Río, fuimos testigos de algunos importantes acontecimientos mundiales de gran interés: el primero fue la llegada a Río de Janeiro de una escuadrilla de bombarderos italianos al mando del comandante Italo Balbo, entonces ministro de aeronáutica de Mussolini, en la época en que los aviones tenían todavía muy poca autonomía de vuelo, pues hay que recordar que Lindbergh había sido el primer piloto que atravesó el Atlántico sin escalas, sólo tres años antes. Otra novedad que llegó por el aire fue el dirigible alemán Graf Zeppelin, que conmovió a los brasileños. Nosotros, en el colegio, concursábamos dibujando al hermoso dirigible, que visitaba por primera vez América del Sur. También fuimos testigos de la inauguración de la estatua del Cristo Redentor en el Morro do Corcovado. Meses antes habíamos subido hasta el tope de la montaña por el funicular que llevaba hasta el más alto mirador de Río, y pudimos ver los trozos de la estatua, que se estaban transportando para después ensamblarlos, distinguiéndose una mano, abierta y parada, que medía unos 6 metros de largo. Terminada la obra poco después, esculpida en granito, la estatua se alza unos 30 metros sobre su pedestal. La ceremonia de inauguración, que se hizo de noche, comprendió su iluminación, que fue activada desde Roma por Guglielmo Marconi, el gran inventor de la trasmisión por radio, acto que en esa ocasión fue un gran logro de la tecnología.
El síndrome revolucionario
La caída de la bolsa de New York, en 1929 - el famoso “crac”, o también “la gran depresión”- repercutió de inmediato en todas las economías latinoamericanas. La quiebra de los grandes bancos norteamericanos se llevó los ahorros de los poderosos y limitó la capacidad de los gobiernos para enfrentar su desarrollo. Estas circunstancias aumentaron el descontento popular por las tiranías enquistadas en la región y se produjeron, una tras otra, las revoluciones sudamericanas, principalmente en el Perú, Chile, Argentina y Brasil, y en la mayoría de los casos, siguió una época de militarismo que duró varios años. En el Perú, el comandante Sánchez Cerro derroca a Leguía, en 1930, es asesinado tres años después y el mariscal Benavides ocupa el sillón de Pizarro. Recién en 1939 se restaura la democracia con la elección de Manuel Prado, aunque más tarde tendríamos las experiencias golpistas de Odría, Pérez Godoy y Velasco Alvarado. En Chile, el presidente General Carlos Ibáñez del Campo fue derrocado por un levantamiento militar en 1931, y en 1932 se elige a Arturo Alessandri. Tras varios gobiernos civiles, toma el poder el general Augusto Pinochet en 1973 iniciando una dictadura que duró hasta 1988. En la Argentina, el presidente Hipólito Yrigoyen – también en 1930 – fue despojado del poder por el general José Félix Uriburu, dando inicio a una larga serie de gobiernos civiles y militares, aunque estos últimos – incluyendo por cierto a Perón - no perdieron nunca el control del país hasta la vuelta a la democracia en 1983 bajo el gobierno de Alfonsín.
En Brasil terminaba su período como presidente de la república, en 1930, Washington Luis Pereyra de Souza. Las elecciones convocadas para sustituirlo dan como ganador al paulista Julio Prestes. Sin embargo, alegando fraude, se levanta el candidato perdedor, Getulio Vargas y, tras una cruenta guerra civil, se hace del poder. Con gran popularidad, y apoyado por las izquierdas, gobierna en varias ocasiones y finalmente decide dimitir en 1954, transfiere el gobierno a Joao Café Filho y se suicida pocos días después.
Fue, sin duda, la revolución brasileña la que nos tocó presenciar en todo su desarrollo. Como en el Perú el gobierno de Sánchez Cerro había suprimido las agregadurías militares, y con ellas los sueldos, tuvimos que dejar nuestra residencia de la Praia de Botafogo y mudarnos a una pensión ubicada en la esquina de la rúa Marquez de Abrantes y la Avenida Paysandú, en cuyo extremo estaba el palacio presidencial de Guanabara. Los primeros días, desde ese palco, veíamos pasar en uno u otro sentido, carros tanques del ejército y vehículos de toda clase llenos de revolucionarios armados, hombres y mujeres, con uniformes verdes y pañuelos rojos al cuello. Las balas zumbaban a toda hora y era peligroso asomarse a las ventanas, precaución que por lo general no cumplíamos. Por fin hubo de renunciar el “barbado” Washington Luiz, y unos días después Getulio hizo su entrada triunfal a Río, en un espectáculo precursor del carnaval. Días antes habíamos visto pasar por las calles de Río el entierro de Joao Pessoa, gobernador de Paraíba, que había sido asesinado. Los diarios decían que asistieron a ese acto unos dos millones de personas.
Por fin nos llegaron los pasajes de regreso: barco hasta Buenos Aires, ciudad que mostraba algunas cicatrices de su revolución en los edificios. El viaje en el trasandino hasta Santiago fue normal, solo que en los coches había unos carteles pidiendo a los pasajeros que observaran y comunicaran cualquier persona u objeto sospechosos, porque habían sucedido ya algunos atentados contra los trenes. Después de unos días en Santiago y Valparaíso, nos embarcamos en el Huasco, de la Compañía Sudamericana de Vapores (chilena) que demoró once días hasta el Callao. La razón para tomar este barco, que hacía paradas en todos los puertos, pequeños y grandes para dejar y recoger carga, fue que estando en Santiago, mi padre había recibido la orden de apurar el viaje, para hacerse cargo de la cartera de Guerra, justamente en la época en que prácticamente se cambiaba de presidente cada día –incluyendo entre ellos al arzobispo de Lima- y por cierto, cuando llegamos ya había otro panorama político.
Llegando a Lima, nos alojamos en una pensión en la Colmena, y la misma noche de nuestra llegada, se produjo el levantamiento del sargento Huapaya en el fuerte de Santa Catalina (ahora Avenida Abancay). Por la noche oíamos las balas por todas partes, y al día siguiente se habló de muchos soldados y civiles muertos.
Nuevos tiempos
Los años 30 a 50 cambiaron la fisonomía de los viajes. Por un lado, se completan la carretera Panamericana y la Central, y no fue ya indispensable transportarse por barco a lo largo del litoral peruano. Más aún, la Compañía de Aviación Faucett dentro del Perú, y la Panagra dentro y fuera del territorio nacional, permitían llegar a las principales ciudades peruanas y recorrer el continente de sur a norte. Mi primer viaje en avión fue para hacerme de un puesto de ingeniero de carreteras en Arequipa, ciudad a la que llegué en tres horas a bordo de uno de aquellos famosos monoplanos Stinson, color naranja, de Faucett, que se movían como cometas pero que, en los muchos años que volaron no tuvieron un solo accidente fatal. Se abordaba el avión, para un máximo de nueve pasajeros, en el campo de Santa Cruz, ubicado entre el cuartel San Martín, en Miraflores y el actual Colegio de Belén. El recorrido para tomar altura pasaba por el Country Club y Miraflores, hasta el mar, a unos trescientos o cuatrocientos metros de altura. La cabina tenía asientos individuales en los lados y uno largo en el fondo, mientras que el piloto y el copiloto (que no siempre había) quedaban adelante, a la vista, y uno podía seguir todas las maniobras.
Uno de los más claros índices del progreso es la velocidad a la que puede viajar el hombre de un punto a otro. En la época colonial, una persona podía trasladarse por mar a España en un plazo de unos seis meses, haciendo escalas en Panamá, La Habana, Puerto Rico y las Islas Canarias. En esa misma época,
De Lima a Buenos Aires, por Oruro y Rosario, se tardaba unos dos meses, cabalgando las expertas mulas tucumanas. Con la República llegó el ferrocarril, que acortó los tiempos para llegar de Lima a la Oroya y de Mollendo a Arequipa y Cusco en unas horas, pero los otros traslados siguieron siendo a lomo de mula o en barco por la costa. El automóvil llega a comienzos del siglo XX y la aviación comercial en los años 30. Entre mis viejos documentos, conservo un ejemplar de la revista “Panorama” de lo años 40, que tiene, en su contra carátula, un aviso de propaganda de Panagra, que indicaba, por ejemplo: Que de Lima a Santiago, el viaje duraba un día; dos días a Panamá, tres a México o Cuba; cuatro días a Miami y cinco a New York, mientras que a Buenos Aires se tomaban tres días. Debe aclararse que gran parte de la culpa de estos largos tiempos radicaba en que sólo se volaba de día y era necesario pernoctar en las escalas. Como dato curioso, merece la pena consignar que cuando se viajaba de Sudamérica a Norteamérica, a los pasajeros les obsequiaban un diploma, firmado por Neptuno, el rey de lo mares, por haber cruzado la línea ecuatorial, inspirados en el gran ceremonial del cruce del ecuador de los grandes transatlánticos. Y como corolario, recordamos que los viajes en barco hacia Europa o Estados Unidos hicieron populares los famosos baúles-ropero, con colgadores de vestidos en un lado y cajonería en el otro. Habría que añadir, por último, que existía el afán de coleccionar etiquetas (stickers los llamamos hoy) pegadas en baúles y maletas, con los logos de las líneas de navegación, los nombres de aviones y trenes, hoteles, etc. Mientras más etiquetas tenía el equipaje, más “viajado” se mostraba su dueño. “O témpora, o mores”, decían nostálgicamente los romanos: “qué tiempos, qué costumbres”.
Pero el jet achicaría la tierra de tal modo que los aviones Concorde llegaron a su destino más temprano que la hora de salida. Por apuro real o por extravagancia, algunos ejecutivos se daban el lujo de desayunar en Nueva York, viajar a París y regresar después de almuerzo. Afortunadamente, se han suprimido por ahora los vuelos supersónicos comerciales, que mataban el placer de viajar en tiempo racional. Ecos de guerra
Primero la Guerra Civil Española y después la Segunda Guerra Mundial, arrasaron Europa y gran parte de Asia, Africa y el Pacífico Oriental. Día a día – en nuestra época universitaria - era el principal tema de atención y de las disputas entre pro y contra de cada uno de los bandos. Pero, como todo en la vida, esas grandes tragedias se apagaron un buen día para dar paso, como un nuevo ídolo, al progreso, palabra ambivalente que en la mayor parte de los casos sigue sin funcionar.
Recién terminada la guerra, yo me acababa de casar, y uno de los más grandes y obsesivos ideales de la nueva pareja era viajar a Europa. Con grandes trámites, conseguí una beca para estudiar urbanismo en Turín, y Elsie contaba con conseguir allá un trabajo que nos ayudase a sobrevivir en un país arrasado por la guerra y pobre de solemnidad. Enterado de mi posible viaje, un ex profesor mío, el general José del Carmen Marín, cuya esposa era alemana, inmovilizada en Europa durante el conflicto, me consiguió pasajes en el BAP Rímac, que iba a Génova a recoger repatriados peruanos, pidiéndome que yo me ocupase personalmente de embarcar a su mujer en el viaje de regreso. Para complicar aun más las cosas, se adhirió al equipo Olguita Benavides Corbacho, muy amiga de Elsie. Pero el hombre propone y Dios dispone: a pocos días de embarcarnos, Elsie me trajo la noticia de que mi primer hijo estaba en camino, lo que echó por tierra la beca en Turín, el viaje en el Rímac y nuestros deseos de conocer Europa. Para Olguita Benavides la cosa no salió tan mal, porque ya conectada con los adecuados resortes, consiguió que para el siguiente viaje del Rímac – esta vez a California – se le reservase una plaza. Efectivamente, viajó un año después y formó en Estados Unidos una familia, echando nuevas raíces. Viuda dos veces y habiendo perdido a un hijo, vive hoy a la orilla de un lago, en el interior de San Francisco. De vez en cuando nos vemos con ella, aquí o allá, y revivimos gratos recuerdos comunes.
So this is the United States
Uno de mis primeros trabajos profesionales fue la Central Hidroeléctrica del Cañón del Pato. Mis jefes máximos eran dos ingenieros norteamericanos, del Bureau of Reclamation. Uno de ellos, Andrew Komora, tenía un buen amigo que estaba dirigiendo la construcción de una gran represa en el estado de Georgia, cerca de Augusta, sobre el río Savannah y ofreció conseguirme allá un puesto. Un par de cartas de ida y otras tantas de respuesta, y ya estábamos embarcándonos en un cuadrimotor a hélice, de la Braniff, Elsie, yo, Javier de un año y el proyecto de Cecilia, un diciembre de 1949. La salida de Lima se demoró porque se había malogrado el arrancador de un motor y tuvieron que sacarle a uno para arrancar el otro, mientras que los pasajeros veíamos con terror cómo ponían escaleras por fuera, sacaban las tapas de los motores y hacían su mecánica a medida que arrancaban uno a uno los motores. Lo mismo sucedió con la escala en Guayaquil, que por eso duró más de una hora. Como todos sabemos – o creemos saber – diciembre es el mes de invierno en Estados Unidos y por ello nos equipamos como para ir al polo, sin contar que podíamos perder la conexión en La Habana, lo que realmente sucedió. Al llegar a La Habana, subió al avión una cuadrilla de sanitarios, que fumigó al mismo tiempo avión y pasajeros y luego tuvimos que estar unas cuatro horas en la capital de la diversión, con un niño y medio a cuestas, maletas, bolsas y abrigos, y un calor de morirse. En tales condiciones, nuestra permanencia en La Habana se redujo a un traslado en taxi del aeropuerto a la plaza principal, den donde no nos quedó nada mejor que hacer que meternos a la catedral a esperar que pase el tiempo. La segunda etapa a Miami, otra larga espera para la conexión a Jacksonville y por fin el vuelo a Augusta en un avioncito muy poco más grande que los Stinson de Faucett. El invierno norteamericano que encontramos fue una real estafa, y nuestras ropas de lana sólo nos sirvieron cuando un año después viajamos por tierra a New York.
Yo había salido del Perú con el propósito de emigrar definitivamente, porque no soportaba el autoritarismo del gobierno de Odría. Sin embargo, en los dos años y medios que pasamos en USA pudimos apreciar en profundidad el “american way of life” y no dudamos en volver a casa al terminarse los trabajos. Entre otras causas, entre mis vecinos y yo se había armado un odio profundo desde el primer día que ocupé una hermosa casita, y la razón eran los veinte metros de jardín frontal del que se supone yo debía cortar el grass por lo menos dos veces por semana. Como yo tenía que levantarme diariamente a las 6 de la mañana, preparar el desayuno y mi lonchera, manejar una hora hasta la represa y llegar de regreso a las 7 de la noche, no tenía fuerzas para mover el cortador de pasto y, por el contrario, comenzó a gustarme el aspecto de mi jardín que parecía una selva tropical.
En Augusta nació mi hija Cecilia, en medio de un calor insoportable. Hace pocos años, Elsie y yo regresamos a esa pequeña ciudad, acompañados por nuestra hija, y visitamos, entre otras cosas, el hospital en donde se produjo el parto, las casas en donde habíamos vivido y la represa en cuya construcción trabajé. A pesar de los cambios naturales ocurridos en varios decenios, pudimos revivir in situ los recuerdos –buenos y malos- en un emotivo reencuentro con el pasado.
Paris bien vale una misa
De regreso al Perú, me costó mucho reanudar mi sistema de trabajo, sin embargo, llegaron algunos contratos y gané una licitación para canalizar una acequia que iba desde el río Rimac hasta la playa de Miraflores. Y además conseguí algunos clientes preferenciales como Cosmana y Hochschild, lo que me permitió construir mi primera casa propia, que vendí y construí dos, que finalmente vendí también y terminé en el caserón de Batallón Callao y la casita de Ancón. Sería ingrato no mencionar que todos estas éxitos - además de Jorge, que vino por entonces - fueron el fruto del trabajo conjunto de la sociedad conyugal . Mientras tanto, el sueño del viaje a Europa se mantenía firme y nos inscribimos Elsie y yo en la Alianza Francesa para estudiar esa lengua. De allí salió un premio de la embajada, la amistad con Michel Berveiller, agregado cultural, y una beca de seis meses en Francia.
En la primavera francesa de 1957, dejando a los niños al cuidado de su abuela materna, viajamos a París, en un avión Superconstellation de Air France, turbo-jet, vale decir, medio hélice, medio jet. El viaje se hacía en etapas: la primera a Nueva York, en donde se pernoctaba, con escala en México. Al día siguiente, de Nueva York al aeropuerto de Orly, en París, con escalas en Gander (Terranova, Canadá) y en Belfast (Irlanda). El primer encuentro con París, que ya conocía bastante por lo que había leído y visto en los numerosos libros que, como premios, nos había regalado la Alianza Francesa, fue algo así como el principio de una nueva etapa de nuestras vidas. Baste decir que la noche de mi llegada, luego de registrarme en un hotel en el “6º arrondissement”, salí a caminar y en una interminable noche gasté las suelas de un par de zapatos. En ese momento, estaba muy lejos de pensar que habría de regresar a la gran ciudad muchas veces después.
(continuará)
Así puso mi abuelo, “(continuará)”, y con seguridad que así será.

Principe Igor

Gena Dimitrova


Caspar David Friedrich - Gustav Mahler

sábado, 12 de noviembre de 2011

I feel Pretty

Para ir preparándonos para la Navidad una canción llena de alegría y recuerdos. Dedicada a toda una generación que gozó con West Side Story, la vimos en el cine Roma que tenía un jardín con cortina, esta canción interpretada por Kiri Te Kanawa. La música es de Leonard Bernstein.



domingo, 6 de noviembre de 2011

Van a pasar tantas cosas, un poema de Berna

¿Qué pasará de aquí a un año? Me gusta la pregunta que se hace esta escritora. Imaginar por un instante lo que hace con nosotros el tiempo, el suceder de cada día, el paso de las semanas, los meses. Cuántos acontecimientos, cuántos encuentros, cuantos sentimientos y pensamientos. ¿Quienes seremos dentro de un año? ¿Cuánto nos habremos transformado?

Van a pasar tantas cosas
De aquí a un año
pueden pasar tantas cosas:
Que encontremos el amor de nuestra vida,
que lo perdamos (acaso una vez más),
que descubramos que, con todo, no nos hacía tanta falta.




De aquí a un año
pasarán tantas cosas:
Que las pesadillas dejarán de serlo de pronto
que nos asustarán pesadillas nuevas,
que descubriremos que, con todo, es nuestro miedo (y no las pesadillas).
De aquí a un año es tanto tiempo.
para Mariana, Isa, Alice, Ampa
Berna Wang es una joven escritora y traductora española.

Milan Kundera habla sobre la amistad

Conversaba con una amiga sobre la amistad y la política. Veíamos cómo la política había destruído las relaciones de cierto escritor con muchos de sus amigos. Entonces la casualidad que es para mí mi asistenta personal, me hizo encontrar este artículo de Milan Kundera que trata a fondo el tema dando ejemplos y resoviendo que hay distintos tipos de amistad y que la verdadera no puede subordinarse a la política. De todos modos el tema es delicado porque se acerca a la moral.¿Podríamos ser amigos de alguien que está de acuerdo con la tortura? Es cierto que buscamos a nuestros amigos por afinidad, pero la vida nos sorprende y a veces a quienes creíamos personas de sentimientos delicados, los vemos convertidos por la pasión en seres enfurecidos y rabiosos.Me gusta mucho lo que piensa Kundera, sin embargo, el asunto es más complejo. Luego de leer el artículo, ustedes ¿Qué dicen?

Por Milan Kundera

Un día, al principio de los años setenta, durante la ocupación rusa de mi país, mi mujer y yo, los dos despedidos de nuestros trabajos, los dos con problemas de salud, fuimos a visitar en un hospital en las afueras de Praga a un gran médico, al que llamábamos el profesor Smahel, un viejo sabio judío, amigo de todos los disidentes. Nos encontramos allí con E., un periodista, también despedido de todas partes, también con problemas de salud, y los cuatro estuvimos conversando mucho tiempo, felices de la atmósfera de mutua simpatía.

A la vuelta, E. nos llevó de regreso en su coche y comenzó a hablar de Bohumil Hrabal, en aquel momento el escritor checo más importante; dotado de una fantasía sin límites, amante de experiencias plebeyas (sus novelas están pobladas de personajes muy ordinarios), era muy leído y muy querido (toda la oleada de la joven cinematografía checa lo adoraba como a su santo patrón). Era profundamente apolítico. Lo cual no era inocente en un régimen para el que "todo es política": su apoliticismo se burlaba de un mundo en el que arreciaban las ideologías. Por eso cayó durante mucho tiempo en una relativa desgracia (por ser, como era, inutilizable para cualquier compromiso oficial), pero gracias a ese apoliticismo (tampoco nunca se comprometió contra el régimen), durante la ocupación rusa lo dejaron en paz y pudo así, siempre en la cuerda floja, publicar algunos libros.

E. lo insultaba furioso: ¿cómo puede él aceptar publicar sus libros cuando sus colegas tienen prohibida la publicación de los suyos? ¿Cómo puede con ello respaldar al régimen? ¿Sin una sola palabra de protesta? Su comportamiento es detestable y Hrabal es un colaboracionista.

Reaccioné con la misma furia: ¡qué absurdo hablar de colaboracionismo si el espíritu de los libros de Hrabal, su humor, su imaginación están en el polo opuesto de la mentalidad que nos gobierna y que quiere asfixiarnos con camisas de fuerza! El mundo en el que se puede leer a Hrabal es totalmente distinto a aquel donde no se pudiera oír su voz. ¡Un único libro de Hrabal rinde un servicio mucho mayor a la gente, a su libertad de espíritu, que todos nosotros juntos con nuestros gestos y nuestras proclamas contestatarias! La discusión en el coche se convirtió rápidamente en una pelea llena de odio.

Cuando más tarde, extrañado por aquel odio (auténtico y perfectamente recíproco), volví a pensar en aquel episodio, me dije: la armonía en casa del médico fue pasajera debido a las circunstancias históricas particulares, que nos convertían en perseguidos; nuestro desacuerdo, por el contrario, era fundamental y ajeno a las circunstancias, era el desacuerdo entre aquellos para quienes la lucha política es superior a la vida concreta, al arte, al pensamiento, y aquellos para quienes el sentido de la política es estar al servicio de la vida concreta, del arte, del pensamiento. Tal vez las dos actitudes sean igualmente legítimas, pero son irreconciliables.

En otoño de 1968, cuando pude viajar dos semanas a París, tuve la suerte de hablar largamente en dos o tres ocasiones con Aragon en su apartamento de la Rue de Varennes. No, no le dije nada destacable, en cambio escuché. Como nunca he llevado un diario, mis recuerdos son vagos; de aquellos comentarios, recuerdo sólo dos asuntos recurrentes: me habló mucho de André Breton, quien al final de su vida se habría acercado a él; y me habló del arte de la novela. Incluso antes de escribir su prólogo a La broma (escrito un mes antes de nuestros encuentros), había elogiado la novela como tal: "La novela es indispensable al hombre, como el pan"; durante mis visitas me incitaba a defender siempre "ese arte" (ese arte "desprestigiado", como escribió en su prólogo; rescaté más tarde esta fórmula para el título de un capítulo en El arte de la novela ).

Conservé de nuestros encuentros la impresión de que la razón más profunda de su ruptura con los surrealistas no era política (su obediencia al Partido Comunista), sino estética (su fidelidad a la novela, el arte "desprestigiado" por los surrealistas) y me pareció haber entrevisto el doble drama de su vida: su pasión por el arte de la novela (tal vez el terreno principal de su genio) y su amistad por Breton (hoy en día, ya lo sé: en la era de los balances, la llaga más dolorosa es la que dejan las amistades rotas; y nada más idiota que sacrificar una amistad por la política. Me enorgullezco de no haberlo hecho nunca. Admiré a Mitterrand por la fidelidad que supo conservar hacia sus viejos amigos. Y por esta fidelidad fue violentamente atacado hacia el final de su vida. Esta fidelidad fue de hecho su nobleza).

Unos siete años después de mi encuentro con Aragon, conocí a Aimé Césaire, cuya poesía había descubierto poco después de la guerra, en la traducción checa de una revista de vanguardia (la misma que me había dado a conocer a Milosz). Fue en París, en el taller del pintor cubano Wilfredo Lam; Aimé Césaire, joven, vivaracho, encantador, me abrumó a preguntas. La primera: "Kundera, ¿conoció usted a Nezval?". "Por supuesto, y usted, ¿cómo lo conoció?" No, no lo había conocido, pero Breton le había hablado mucho de él. Según mis ideas preconcebidas, Breton, con su reputación de hombre intransigente, sólo podría haber hablado mal de Vitezslav Nezval, quien, unos años antes, se había separado del grupo de los surrealistas checos y había optado por obedecer (algo así como Aragon) la voz del partido. No obstante, Césaire me repitió que Breton, en 1940, durante su estancia en Martinica, le había hablado con aprecio de Nezval. Esto me conmovió. En particular porque Nezval, a su vez, lo recuerdo bien, hablaba siempre con aprecio de Breton.

Lo que más me llamó la atención en los grandes procesos de Stalin es la fría aprobación con la que los hombres de Estado comunistas aceptaban la condena a muerte de sus amigos. Porque eran todos amigos, me refiero a que se habían conocido íntimamente, habían vivido juntos momentos duros, emigración, persecución, larga lucha política. ¿Cómo pudieron sacrificar su amistad, y de esa manera tan macabramente definitiva?

Pero ¿era realmente amistad? Hay un tipo de relación humana para la que, en checo, se emplea la palabra sudruzstvi ( sudruh : camarada), o sea "la amistad entre camaradas", la simpatía que une a aquellos que comparten la misma lucha política. Cuando desaparece la entrega a la causa común, también desaparece la razón de la simpatía. Pero la amistad que está sometida a un interés superior a la amistad no tiene nada que ver con la amistad.

En nuestros tiempos aprendimos a someter la amistad a lo que suele llamarse las convicciones. Y lo hacíamos con el orgullo de actuar con rectitud moral. Es necesaria una gran madurez para comprender que la opinión que defendemos no es más que nuestra hipótesis favorita, a la fuerza imperfecta, probablemente pasajera, que sólo los muy cortos de entendederas pueden tomar por una certeza o una verdad. Contrariamente a la pueril fidelidad a una convicción, la fidelidad a un amigo es una virtud, tal vez la única, la última.

Miro la foto de René Char al lado de Heidegger. El primero, célebre resistente contra la ocupación alemana. El segundo, denigrado por las simpatías que, en determinado momento de su vida, sintió por el nazismo naciente. La foto está fechada en los años de posguerra. Se les ve de espaldas; una gorra en la cabeza, una grande, la otra pequeña, paseando en plena naturaleza. Me encanta esta foto.

© Milan Kundera, Une rencontre (2009)
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Musa dormida



Dorada o blanca la mujer que retrata Brancusi está dormida


Tal vez sueña pero no deja escapar señal de gozo o pena
Plácida reposa, ha sido arduo el día

Ha quedado sin cuerpo

Desaparecidas las manos, el tronco, la cintura

Las caderas, las piernas, el sexo,

Ni siquiera queda el cuello

Todo se ha perdido

No existen los pies que corren en la huida

Ni los hombros que se levantan en un gesto de quémeimporta

Solo la cabeza con pensamientos dormidos yace casi muerta

Añorando el cuerpo que la hará levantarse y andar.


Una escritora joven argentina contesta



(Parte 2 de la entrevista)
http://youtu.be/N-VGQLCiBP0

Como caminar en la cabeza del artista

¿Cómo es el taller de un artista? Siempre es fascinante ver el lugar en donde se producen las obras de arte.Y si se trata de Francis Bacon la curiosidad es mayor. Pues su taller ha sido convertido en museo. Y aca lo pueden ver, es como caminar en la cabeza del artista.

Wilco

Wilco es una banda de rock alternativo de Chicago, Illinois, Estados Unidos, formada en 1994 por los miembros restantes de la banda de country alternativo Uncle Tupelo poco después de la marcha del cantante Jay Farrar.