domingo, 13 de noviembre de 2011

Una crónica de mi padre


Mi hijo Alonso estaba en Londres el día en que murió su abuelo, mi padre. Con el deseo de rendirle tributo colgó en su Facebook esta crónica de mi padre que yo agradezco y aquí comparto.
Un pequeño tributo a mi abuelo Lucho quien hoy inicia un nuevo viaje.
de Alonso Roggero,
El Martes, 08 de noviembre de 2011 a las 14:08.A los 92 años, esta madrugada, mi abuelo Lucho pártió. Sabía mucho de todo, y todo lo explicaba de forma tan sencilla y divertida. Como un pequeño tributo a él, y a propósito del viaje que él hoy inicia, aqui comparto un lindo y especial texto suyo sobre sus vivencias viajeras.
Los primeros desplazamientos.
De haber nacido, dentro de la clase media, en algún departamento de la costa del país, mi primer viaje hubiera sido, con seguridad, en un barco para conocer Lima. Pero por haber sido limeño, y mi primera infancia barranquina, las primeras sensaciones del transporte se generaron en el viejo funicular que, partiendo del final de la calle Domeyer, llegaba a los baños de Barranco. Como nuestra casa era vecina a la estación del funicular, los chicos bajábamos y subíamos tantas veces como queríamos, sin pagar un centavo. Más tarde descubriríamos el gran tranvía de Lima a Chorrillos . La música acompasada de las ruedas en las juntas de los rieles y los diferentes paisajes que recorríamos al lado de las chacras, eran un gran entretenimiento para los pasajeros. La salida de Lima, desde la Plaza San Martín, pasaba por el Panóptico, la gran prisión de Lima, con su sobria fachada de piedra almohadillada y ladrillo y un enorme portón de bronce, y se detenía en el Paseo Colón, en donde había un paradero techado con una bóveda de vidrio, en el que los “conductores” recogían sus boletos, al costado del gran restaurante Zoológico, el más grande de la capital. Al llegar a Miraflores, un pequeño omnibus – para el que servía el mismo boleto del tranvía – “el urbanito”, te acercaba a tu destino. Después, los flamantes tranvías a La Punta nos llevaron en el verano a bañarnos en Cantolao, Punta-Punta o La Arenilla, para cuyo efecto comprábamos abonos semanales. Había también un tranvía a la Magdalena y dos líneas urbanas, una que partía de la Plaza Bolognesi y llegaba a la Plaza Cinco Esquinas, en los Barrios Altos, pasando por delante del palacio de gobierno y otra que llegaba a la Alameda de los Descalzos. El transporte en tranvía era relativamente lento por las numerosas paradas, pero los asientos eran cómodos y el pasadizo amplio. En las horas de congestión, había pasajeros parados o apiñados en la parte posterior y no faltaban los palomillas que gorreaban tranvía, ya sea en las gradas de subida o colgándose de la parte de afuera.
Más tarde, un paseo dominguero era para algunos chicos el tren al Callao –que tomábamos en la estación de La Palma, porque entonces vivíamos en La Colmena – y que nos llevaba al puerto, en donde, con otros amigos, alquilábamos un bote de remos, para pasear por la rada y, con buen tiempo, frente a las playas de Chucuito y La Punta. Alguna vez hacíamos también paseos en tren a Ancón, a Huacho, a Lurín, o en auto a Ica.
Pero todo esto eran más traslados que viajes. El primero “de verdad” sucedió cuando mi padre fue destinado como agregado militar a la Legación del Perú en el Brasil. Nos embarcamos en el Callao en el H.M.S. Orita, de la Pacific Steam Navigation Company, que en cuatro días nos llevó a Valparaíso, quizás el recuerdo de viaje más grato que conservo. Cada mañana, al despertar, a través de las claraboyas, se veía un mar distinto, otro cielo, una diferente línea de tierra en el fondo, distintos acompañantes marinos – bufeos, tiburones, grandes peces - que seguían al barco para recibir su ración de desperdicios. Yo tenía nueve años y una gran pasión por la geografía, quizás debida a las lecturas de Julio Verne. Sobre un mapamundi ubicaba la posición del barco con los datos que pedía a algún oficial sobre la latitud y la longitud. Y conste que no quiero hacer creer que yo era un genio precoz, porque esa tarea no era más difícil que la que hace cualquier chico de esa edad hoy día con las computadoras. Lo que también recuerdo con deleite era la cantidad de comida y golosinas que nos reglaban durante todo el día.
En Valparaíso estuvimos unas semanas, las necesarias para que mi hermana Aurora contrajera una tifoidea, que su novio italiano viajara del Callao a Valparaíso en otro barco y que Aurora contrajera también matrimonio con gran pompa en la iglesia matriz de ese puerto. Otras tantas semanas en Santiago, para después tomar el ferrocarril trasandino a Buenos Aires, que demoraba dos días y sus noches. Buenos Aires nos causó una gran impresión, con sus hoteles y palacetes, de pisos muy altos y grandes puertas iguales a las que veríamos años más tarde en Europa. Allí nos embarcamos en el General Osorio, un buque alemán, con destino a Río de Janeiro, con escalas en Montevideo, Florianópolis y Santos. En el Golfo de Santa Catarina nos cogió un tremendo temporal que convirtió la gran nave en una cajita de fósforos.
La llegada por mar a Río de Janeiro – la famosa “entrada da bahía” de entonces, un espectáculo merecedor del premio Nobel de la belleza, que hoy día – en plena época del transporte aéreo - sólo puede apreciar quien alquile una embarcación o sea invitado por algún gran empresario. Quien la disfrutó una vez, nunca la olvidará.
Encuentros con la historia
Nuestra estancia en Brasil fue de casi tres años. En ese largo período, además de asistir a un colegio en Río, fuimos testigos de algunos importantes acontecimientos mundiales de gran interés: el primero fue la llegada a Río de Janeiro de una escuadrilla de bombarderos italianos al mando del comandante Italo Balbo, entonces ministro de aeronáutica de Mussolini, en la época en que los aviones tenían todavía muy poca autonomía de vuelo, pues hay que recordar que Lindbergh había sido el primer piloto que atravesó el Atlántico sin escalas, sólo tres años antes. Otra novedad que llegó por el aire fue el dirigible alemán Graf Zeppelin, que conmovió a los brasileños. Nosotros, en el colegio, concursábamos dibujando al hermoso dirigible, que visitaba por primera vez América del Sur. También fuimos testigos de la inauguración de la estatua del Cristo Redentor en el Morro do Corcovado. Meses antes habíamos subido hasta el tope de la montaña por el funicular que llevaba hasta el más alto mirador de Río, y pudimos ver los trozos de la estatua, que se estaban transportando para después ensamblarlos, distinguiéndose una mano, abierta y parada, que medía unos 6 metros de largo. Terminada la obra poco después, esculpida en granito, la estatua se alza unos 30 metros sobre su pedestal. La ceremonia de inauguración, que se hizo de noche, comprendió su iluminación, que fue activada desde Roma por Guglielmo Marconi, el gran inventor de la trasmisión por radio, acto que en esa ocasión fue un gran logro de la tecnología.
El síndrome revolucionario
La caída de la bolsa de New York, en 1929 - el famoso “crac”, o también “la gran depresión”- repercutió de inmediato en todas las economías latinoamericanas. La quiebra de los grandes bancos norteamericanos se llevó los ahorros de los poderosos y limitó la capacidad de los gobiernos para enfrentar su desarrollo. Estas circunstancias aumentaron el descontento popular por las tiranías enquistadas en la región y se produjeron, una tras otra, las revoluciones sudamericanas, principalmente en el Perú, Chile, Argentina y Brasil, y en la mayoría de los casos, siguió una época de militarismo que duró varios años. En el Perú, el comandante Sánchez Cerro derroca a Leguía, en 1930, es asesinado tres años después y el mariscal Benavides ocupa el sillón de Pizarro. Recién en 1939 se restaura la democracia con la elección de Manuel Prado, aunque más tarde tendríamos las experiencias golpistas de Odría, Pérez Godoy y Velasco Alvarado. En Chile, el presidente General Carlos Ibáñez del Campo fue derrocado por un levantamiento militar en 1931, y en 1932 se elige a Arturo Alessandri. Tras varios gobiernos civiles, toma el poder el general Augusto Pinochet en 1973 iniciando una dictadura que duró hasta 1988. En la Argentina, el presidente Hipólito Yrigoyen – también en 1930 – fue despojado del poder por el general José Félix Uriburu, dando inicio a una larga serie de gobiernos civiles y militares, aunque estos últimos – incluyendo por cierto a Perón - no perdieron nunca el control del país hasta la vuelta a la democracia en 1983 bajo el gobierno de Alfonsín.
En Brasil terminaba su período como presidente de la república, en 1930, Washington Luis Pereyra de Souza. Las elecciones convocadas para sustituirlo dan como ganador al paulista Julio Prestes. Sin embargo, alegando fraude, se levanta el candidato perdedor, Getulio Vargas y, tras una cruenta guerra civil, se hace del poder. Con gran popularidad, y apoyado por las izquierdas, gobierna en varias ocasiones y finalmente decide dimitir en 1954, transfiere el gobierno a Joao Café Filho y se suicida pocos días después.
Fue, sin duda, la revolución brasileña la que nos tocó presenciar en todo su desarrollo. Como en el Perú el gobierno de Sánchez Cerro había suprimido las agregadurías militares, y con ellas los sueldos, tuvimos que dejar nuestra residencia de la Praia de Botafogo y mudarnos a una pensión ubicada en la esquina de la rúa Marquez de Abrantes y la Avenida Paysandú, en cuyo extremo estaba el palacio presidencial de Guanabara. Los primeros días, desde ese palco, veíamos pasar en uno u otro sentido, carros tanques del ejército y vehículos de toda clase llenos de revolucionarios armados, hombres y mujeres, con uniformes verdes y pañuelos rojos al cuello. Las balas zumbaban a toda hora y era peligroso asomarse a las ventanas, precaución que por lo general no cumplíamos. Por fin hubo de renunciar el “barbado” Washington Luiz, y unos días después Getulio hizo su entrada triunfal a Río, en un espectáculo precursor del carnaval. Días antes habíamos visto pasar por las calles de Río el entierro de Joao Pessoa, gobernador de Paraíba, que había sido asesinado. Los diarios decían que asistieron a ese acto unos dos millones de personas.
Por fin nos llegaron los pasajes de regreso: barco hasta Buenos Aires, ciudad que mostraba algunas cicatrices de su revolución en los edificios. El viaje en el trasandino hasta Santiago fue normal, solo que en los coches había unos carteles pidiendo a los pasajeros que observaran y comunicaran cualquier persona u objeto sospechosos, porque habían sucedido ya algunos atentados contra los trenes. Después de unos días en Santiago y Valparaíso, nos embarcamos en el Huasco, de la Compañía Sudamericana de Vapores (chilena) que demoró once días hasta el Callao. La razón para tomar este barco, que hacía paradas en todos los puertos, pequeños y grandes para dejar y recoger carga, fue que estando en Santiago, mi padre había recibido la orden de apurar el viaje, para hacerse cargo de la cartera de Guerra, justamente en la época en que prácticamente se cambiaba de presidente cada día –incluyendo entre ellos al arzobispo de Lima- y por cierto, cuando llegamos ya había otro panorama político.
Llegando a Lima, nos alojamos en una pensión en la Colmena, y la misma noche de nuestra llegada, se produjo el levantamiento del sargento Huapaya en el fuerte de Santa Catalina (ahora Avenida Abancay). Por la noche oíamos las balas por todas partes, y al día siguiente se habló de muchos soldados y civiles muertos.
Nuevos tiempos
Los años 30 a 50 cambiaron la fisonomía de los viajes. Por un lado, se completan la carretera Panamericana y la Central, y no fue ya indispensable transportarse por barco a lo largo del litoral peruano. Más aún, la Compañía de Aviación Faucett dentro del Perú, y la Panagra dentro y fuera del territorio nacional, permitían llegar a las principales ciudades peruanas y recorrer el continente de sur a norte. Mi primer viaje en avión fue para hacerme de un puesto de ingeniero de carreteras en Arequipa, ciudad a la que llegué en tres horas a bordo de uno de aquellos famosos monoplanos Stinson, color naranja, de Faucett, que se movían como cometas pero que, en los muchos años que volaron no tuvieron un solo accidente fatal. Se abordaba el avión, para un máximo de nueve pasajeros, en el campo de Santa Cruz, ubicado entre el cuartel San Martín, en Miraflores y el actual Colegio de Belén. El recorrido para tomar altura pasaba por el Country Club y Miraflores, hasta el mar, a unos trescientos o cuatrocientos metros de altura. La cabina tenía asientos individuales en los lados y uno largo en el fondo, mientras que el piloto y el copiloto (que no siempre había) quedaban adelante, a la vista, y uno podía seguir todas las maniobras.
Uno de los más claros índices del progreso es la velocidad a la que puede viajar el hombre de un punto a otro. En la época colonial, una persona podía trasladarse por mar a España en un plazo de unos seis meses, haciendo escalas en Panamá, La Habana, Puerto Rico y las Islas Canarias. En esa misma época,
De Lima a Buenos Aires, por Oruro y Rosario, se tardaba unos dos meses, cabalgando las expertas mulas tucumanas. Con la República llegó el ferrocarril, que acortó los tiempos para llegar de Lima a la Oroya y de Mollendo a Arequipa y Cusco en unas horas, pero los otros traslados siguieron siendo a lomo de mula o en barco por la costa. El automóvil llega a comienzos del siglo XX y la aviación comercial en los años 30. Entre mis viejos documentos, conservo un ejemplar de la revista “Panorama” de lo años 40, que tiene, en su contra carátula, un aviso de propaganda de Panagra, que indicaba, por ejemplo: Que de Lima a Santiago, el viaje duraba un día; dos días a Panamá, tres a México o Cuba; cuatro días a Miami y cinco a New York, mientras que a Buenos Aires se tomaban tres días. Debe aclararse que gran parte de la culpa de estos largos tiempos radicaba en que sólo se volaba de día y era necesario pernoctar en las escalas. Como dato curioso, merece la pena consignar que cuando se viajaba de Sudamérica a Norteamérica, a los pasajeros les obsequiaban un diploma, firmado por Neptuno, el rey de lo mares, por haber cruzado la línea ecuatorial, inspirados en el gran ceremonial del cruce del ecuador de los grandes transatlánticos. Y como corolario, recordamos que los viajes en barco hacia Europa o Estados Unidos hicieron populares los famosos baúles-ropero, con colgadores de vestidos en un lado y cajonería en el otro. Habría que añadir, por último, que existía el afán de coleccionar etiquetas (stickers los llamamos hoy) pegadas en baúles y maletas, con los logos de las líneas de navegación, los nombres de aviones y trenes, hoteles, etc. Mientras más etiquetas tenía el equipaje, más “viajado” se mostraba su dueño. “O témpora, o mores”, decían nostálgicamente los romanos: “qué tiempos, qué costumbres”.
Pero el jet achicaría la tierra de tal modo que los aviones Concorde llegaron a su destino más temprano que la hora de salida. Por apuro real o por extravagancia, algunos ejecutivos se daban el lujo de desayunar en Nueva York, viajar a París y regresar después de almuerzo. Afortunadamente, se han suprimido por ahora los vuelos supersónicos comerciales, que mataban el placer de viajar en tiempo racional. Ecos de guerra
Primero la Guerra Civil Española y después la Segunda Guerra Mundial, arrasaron Europa y gran parte de Asia, Africa y el Pacífico Oriental. Día a día – en nuestra época universitaria - era el principal tema de atención y de las disputas entre pro y contra de cada uno de los bandos. Pero, como todo en la vida, esas grandes tragedias se apagaron un buen día para dar paso, como un nuevo ídolo, al progreso, palabra ambivalente que en la mayor parte de los casos sigue sin funcionar.
Recién terminada la guerra, yo me acababa de casar, y uno de los más grandes y obsesivos ideales de la nueva pareja era viajar a Europa. Con grandes trámites, conseguí una beca para estudiar urbanismo en Turín, y Elsie contaba con conseguir allá un trabajo que nos ayudase a sobrevivir en un país arrasado por la guerra y pobre de solemnidad. Enterado de mi posible viaje, un ex profesor mío, el general José del Carmen Marín, cuya esposa era alemana, inmovilizada en Europa durante el conflicto, me consiguió pasajes en el BAP Rímac, que iba a Génova a recoger repatriados peruanos, pidiéndome que yo me ocupase personalmente de embarcar a su mujer en el viaje de regreso. Para complicar aun más las cosas, se adhirió al equipo Olguita Benavides Corbacho, muy amiga de Elsie. Pero el hombre propone y Dios dispone: a pocos días de embarcarnos, Elsie me trajo la noticia de que mi primer hijo estaba en camino, lo que echó por tierra la beca en Turín, el viaje en el Rímac y nuestros deseos de conocer Europa. Para Olguita Benavides la cosa no salió tan mal, porque ya conectada con los adecuados resortes, consiguió que para el siguiente viaje del Rímac – esta vez a California – se le reservase una plaza. Efectivamente, viajó un año después y formó en Estados Unidos una familia, echando nuevas raíces. Viuda dos veces y habiendo perdido a un hijo, vive hoy a la orilla de un lago, en el interior de San Francisco. De vez en cuando nos vemos con ella, aquí o allá, y revivimos gratos recuerdos comunes.
So this is the United States
Uno de mis primeros trabajos profesionales fue la Central Hidroeléctrica del Cañón del Pato. Mis jefes máximos eran dos ingenieros norteamericanos, del Bureau of Reclamation. Uno de ellos, Andrew Komora, tenía un buen amigo que estaba dirigiendo la construcción de una gran represa en el estado de Georgia, cerca de Augusta, sobre el río Savannah y ofreció conseguirme allá un puesto. Un par de cartas de ida y otras tantas de respuesta, y ya estábamos embarcándonos en un cuadrimotor a hélice, de la Braniff, Elsie, yo, Javier de un año y el proyecto de Cecilia, un diciembre de 1949. La salida de Lima se demoró porque se había malogrado el arrancador de un motor y tuvieron que sacarle a uno para arrancar el otro, mientras que los pasajeros veíamos con terror cómo ponían escaleras por fuera, sacaban las tapas de los motores y hacían su mecánica a medida que arrancaban uno a uno los motores. Lo mismo sucedió con la escala en Guayaquil, que por eso duró más de una hora. Como todos sabemos – o creemos saber – diciembre es el mes de invierno en Estados Unidos y por ello nos equipamos como para ir al polo, sin contar que podíamos perder la conexión en La Habana, lo que realmente sucedió. Al llegar a La Habana, subió al avión una cuadrilla de sanitarios, que fumigó al mismo tiempo avión y pasajeros y luego tuvimos que estar unas cuatro horas en la capital de la diversión, con un niño y medio a cuestas, maletas, bolsas y abrigos, y un calor de morirse. En tales condiciones, nuestra permanencia en La Habana se redujo a un traslado en taxi del aeropuerto a la plaza principal, den donde no nos quedó nada mejor que hacer que meternos a la catedral a esperar que pase el tiempo. La segunda etapa a Miami, otra larga espera para la conexión a Jacksonville y por fin el vuelo a Augusta en un avioncito muy poco más grande que los Stinson de Faucett. El invierno norteamericano que encontramos fue una real estafa, y nuestras ropas de lana sólo nos sirvieron cuando un año después viajamos por tierra a New York.
Yo había salido del Perú con el propósito de emigrar definitivamente, porque no soportaba el autoritarismo del gobierno de Odría. Sin embargo, en los dos años y medios que pasamos en USA pudimos apreciar en profundidad el “american way of life” y no dudamos en volver a casa al terminarse los trabajos. Entre otras causas, entre mis vecinos y yo se había armado un odio profundo desde el primer día que ocupé una hermosa casita, y la razón eran los veinte metros de jardín frontal del que se supone yo debía cortar el grass por lo menos dos veces por semana. Como yo tenía que levantarme diariamente a las 6 de la mañana, preparar el desayuno y mi lonchera, manejar una hora hasta la represa y llegar de regreso a las 7 de la noche, no tenía fuerzas para mover el cortador de pasto y, por el contrario, comenzó a gustarme el aspecto de mi jardín que parecía una selva tropical.
En Augusta nació mi hija Cecilia, en medio de un calor insoportable. Hace pocos años, Elsie y yo regresamos a esa pequeña ciudad, acompañados por nuestra hija, y visitamos, entre otras cosas, el hospital en donde se produjo el parto, las casas en donde habíamos vivido y la represa en cuya construcción trabajé. A pesar de los cambios naturales ocurridos en varios decenios, pudimos revivir in situ los recuerdos –buenos y malos- en un emotivo reencuentro con el pasado.
Paris bien vale una misa
De regreso al Perú, me costó mucho reanudar mi sistema de trabajo, sin embargo, llegaron algunos contratos y gané una licitación para canalizar una acequia que iba desde el río Rimac hasta la playa de Miraflores. Y además conseguí algunos clientes preferenciales como Cosmana y Hochschild, lo que me permitió construir mi primera casa propia, que vendí y construí dos, que finalmente vendí también y terminé en el caserón de Batallón Callao y la casita de Ancón. Sería ingrato no mencionar que todos estas éxitos - además de Jorge, que vino por entonces - fueron el fruto del trabajo conjunto de la sociedad conyugal . Mientras tanto, el sueño del viaje a Europa se mantenía firme y nos inscribimos Elsie y yo en la Alianza Francesa para estudiar esa lengua. De allí salió un premio de la embajada, la amistad con Michel Berveiller, agregado cultural, y una beca de seis meses en Francia.
En la primavera francesa de 1957, dejando a los niños al cuidado de su abuela materna, viajamos a París, en un avión Superconstellation de Air France, turbo-jet, vale decir, medio hélice, medio jet. El viaje se hacía en etapas: la primera a Nueva York, en donde se pernoctaba, con escala en México. Al día siguiente, de Nueva York al aeropuerto de Orly, en París, con escalas en Gander (Terranova, Canadá) y en Belfast (Irlanda). El primer encuentro con París, que ya conocía bastante por lo que había leído y visto en los numerosos libros que, como premios, nos había regalado la Alianza Francesa, fue algo así como el principio de una nueva etapa de nuestras vidas. Baste decir que la noche de mi llegada, luego de registrarme en un hotel en el “6º arrondissement”, salí a caminar y en una interminable noche gasté las suelas de un par de zapatos. En ese momento, estaba muy lejos de pensar que habría de regresar a la gran ciudad muchas veces después.
(continuará)
Así puso mi abuelo, “(continuará)”, y con seguridad que así será.

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