El camino de
Antonio Banderas ( de la Revista COSAS)
Agosto 05,
2014 11:51 AM
| por Antonio
Banderas
Hace tan solo unos meses tuve la suerte y el
privilegio de visitar el Perú por primera vez. Fue una visita
profesional, pues estaba enmarcada dentro de las actividades promocionales de
la empresa española de perfumería Puig, con la que vengo colaborando desde hace
dieciocho años.
Fueron muchas las personas que, enamoradas de su
país, despertaban en mí el impulso de acercarme más, para conocer en primera
persona los detalles y las complejidades de un Perú multicolor, energético,
lleno de una fuerza interna y toda la belleza que esta tierra ofrece.
Antonio Banderas llegó a Machu Picchu acompañado de su hija Stella del Carmen.
De entre todas esas personas, fue una la que más
me animó a tomar la decisión de adentrarme de una forma clara en el alma de
Perú: Armando Andrade. El entusiasmo y la pasión con que me describió
las bondades de su querida tierra terminó por despertar en mí el interés
necesario para preparar una visita, que al día de hoy, que transcribo estas
palabras desde mi ordenador luego de regresar, puedo asegurar que ha sido
una de las experiencias más potentes y mágicas de mi existencia.
También me hizo entender que el lugar que debía
visitar era Machu Picchu, la enigmática ciudad de pasado inca, y la
forma de hacerlo era caminando desde el Cusco, otro de los históricos enclaves
de esta civilización perdida en la noche de los tiempos.
Cuando tomé la decisión, le pedí ayuda para
realizar este viaje de la forma más discreta posible, ya que no iría
solo. Mi hija Stella formaría parte de la expedición, y quería vivir la
experiencia intensamente con ella, pues le debo tiempo que no hemos podido
pasar juntos por las salidas profesionales que debo hacer con frecuencia.
“El Camino Inca comenzó a hablarnos del respeto hacia los misterios de la existencia”, escribe.
El viaje comenzó el día 15 de julio en la ciudad
de Nueva York. Yo venía de Europa, y mi hija de Los Ángeles. Nos reunimos allí
y volamos a Cusco al día siguiente. El ambiente que encontramos era de una actividad
frenética. Turistas de todo el mundo cruzaban las calles que, por su
carácter colonial, me recordaban las formas y los estilos de mi tierra
española.
No relataré nuestro viaje a través del Camino
Inca con el detalle de lo cotidiano. Pero sí diré que los cuatro días y
tres noches que pasamos en la ruta hacia Machu Picchu se convirtieron, casi de
inmediato, en una experiencia que combinó lo físico con lo espiritual, lo
terrenal con lo telúrico, lo individual con lo colectivo.
No sé si los días se fueron comprimiendo o
expandiendo. La percepción que tengo es ahora difusa en cuanto al
tiempo transcurrido. Pero estos días fueron impregnándonos, como las gotas
de lluvia que golpeaban nuestras tiendas cada noche hasta que, de repente, como
si despertásemos de un sueño, nos encontramos frente a una escalera final que
habría de conducirnos hacia la famosa Puerta del Sol, donde todo termina
o comienza, una especie de prueba final, un guiño inca.
“Compartí lágrimas de emoción con mi hija Stella, mi compañera de viaje".
Pero al final de la escalera observamos un
brillo conocido por mí: la lente de una cámara de video que nos apuntaba
directamente. En este caso, una amenaza que podría interrumpir la pureza que
buscábamos y que creíamos haber ganado.
Yo podía superarlo, pues forma parte de mi
trabajo, de mi vida. Pero no quería que nadie le robase la intimidad al
observar la ciudad que estuvo oculta por siglos a mi hija Stella. Así que
rogué, supliqué, creo recordar que también grité que, por favor, nos regalasen
ese momento. Solo ese momento. Debió de ser tan contundente mi petición que el
individuo que manejaba la cámara accedió a dejarnos vivir ese instante de forma
privada. Siempre se lo agradeceré.
Cuando subimos las escaleras y atravesamos la
Puerta del Sol, iba tan atento a que no nos contaminara el momento, que no
percibí dónde nos hallábamos. Pero, cuando me volví a mirar a mi hija, vi
que dos lágrimas le rodaban por sus mejillas. Tenía la vista perdida en
algo a mis espaldas. Poco a poco me giré y allí estaba. Como las aristas del
tallado de una esmeralda, con una geometría irreal pero perfecta: Machu Picchu,
el final de nuestro viaje.
“Fue una experiencia que combinó lo físico con lo espiritual, lo terrenal con lo telúrico”.
También compartí lágrimas de emoción con mi
Stella, mi compañera de viaje, quien siempre recordará que la primera vez que
se asomó a este balcón peruano –por donde se ve parte del mundo y los
sueños de su gente– lo hizo de la mano de su padre.
Machu Picchu, la ciudad inacabada, como los
seres humanos a los que solo puede acabar Dios, cualquiera sea la idea de Él
que uno tenga.
Sí, por aquí han pasado Dios o los
dioses, de eso estoy seguro.
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