Cambiar de piel, al correr de
la pluma:
Aprender otra vez a hablar. A
los cincuenta y siete años aprender no un idioma nuevo, sino aprender de nuevo
a hablar.
Tirar por la borda los
prejuicios, aunque al final no nos quede nada.
Leer otra vez los grandes
libros, no importa si los leímos o nunca los leímos.
Escuchar a la gente sin dar
consejos, sobre todo a la que nada tiene que enseñarnos.
No reconocer jamás a la
angustia como un medio para la realización.
Combatir a la muerte sin
proclamar el combate.
En una palabra: valor y
justicia. Elías Canetti.
Cambiar de piel. Es lo que nos
propone Canetti. Empezar a balbucear y encontrar ese nuevo lenguaje que incluya
unas palabras y descarte otras. Escoger las que no escogimos la primera vez,
ahora más sabios, luego de haber utilizado un lenguaje que nos fue útil pero
con el que no llegábamos a la satisfacción total, que no nos explicaba los
misterios, que no acariciaba nuestras heridas, ni ayudaba a conseguir el
equilibrio que deseábamos, el escapar del caos, la culpa por postergar, por
optar por caminos distintos a nuestros propósitos. ¿Qué palabras serán? ¿Existirá
en esta época de tantas máquinas una balanza que pese las palabras, que las
transforme en seres brillantes, con características que podamos reconocer,
algunas rojas, otras de un azul profundo, las que exhalen perfumes que sepan
entrar en nuestro cuerpo y nos llenen de gozo, las que sean suaves al tacto, o
erizadas, que sean tibias como lágrimas o que emanen luces como las de bengala
que duran instantes luego de iluminar lo oscuro? Me ha tomado un largo rato
hablar del nuevo lenguaje que tendríamos que traducir porque cada uno tendría
el propio, el que fue capaz de alcanzar, el que le fue dado tras esa primera
vida , entonces esa traducción sería poesía, de la pura.
Aunque al final no nos quede
nada, sin esos prejuicios que toman tanto de nuestro tiempo, que nos hacen
cavilar, asustarnos, temer a los otros, sus castigos, que nos ignoren, nos
invisibilicen, no existimos para ellos, estamos muertos, todo esto sucede en
nuestra mente cuando dejamos que los prejuicios la ocupen como cuando el agua
se desborda y empapa alfombras y muebles y tenemos que caminar descalzos sin
saber cómo expulsar el agua que sin importarle cubre lo que nos importa y
lo pudre, lo llena de sal, se introduce y enquista consiguiendo que las cosas
ya nunca sean lo que fueron, como las escogimos, como nos gustaban. Hemos
sobrevivido al naufragio. Aunque no quede nada, invitación a no dar
importancia, muy zen el pedido, despojarnos, lavar, barrer, quedarnos solo con
lo esencial.
Claro que tenemos que leer con
ese lenguaje nuevo aprendido los antiguos libros, con nuestra nueva mirada,
tras habernos despojado, más livianos, y la lectura llegará directamente a
nuestra estructura como si comulgáramos con esos escritores que recorrieron
como nosotros el camino que puede ser distinto pero se asemeja al nuestro,
coincide, nos toca.
Escuchar en vez de hablar.
Silenciar nuestra voz que aspira a imponerse. Que hable nuestra mirada, nuestro
tacto, la mano que aprieta confirmando la vida y la importancia de quien está
al frente.
Resultó ser un sexálogo el
texto de Elías.
Abandonar la angustia, qué
personaje, qué prima dona, quiere ser el centro, que la mimen, que la ovillen,
contar las cosas a su manera, desde el abandono, desde la lástima, desde
aquello que nos empequeñece, que nos convierte en insecto dormido, pobre ser.
¿Cómo podría salir arte de esa criatura que incendia el mundo con lamentos?
Combatir la muerte, qué tarea,
la muerte nuestra y la de los demás, la muerte de los afectos, de las
ilusiones, de nuestros deseos de juventud, íbamos a cambiar el mundo,
crecíamos, era importante que nos sintiésemos poderosos, capaces de transformar
el universo, pequeños dioses que haríamos de nuestras vidas algo que despertase
admiración, envidia, halagos, sonrisas. El tiempo nos queda corto y vamos achicando
nuestra ambición y viene la verdadera muerte, la enfermedad, el monstruo dueño
de todas las armas, a la que hay que someterse , la que nos invita a
refugiarnos en nosotros mismos para rebuscar, ser solo nosotros los que medimos
y valoramos lo que hicimos en ese tiempo que fue nuestro que aún nos queda.
Sin proclamar el combate me
habla de la intimidad de esta etapa, de la soledad de nuestro nuevo quehacer,
combatir contra la muerte, luchar con las mejores armas, decirle al oído que
todavía no ha llegado el tiempo del final, que aún nos faltan unas líneas en
nuestro poema, los más importantes.
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