Arriba de la bola, por Zoé Valdés. Para mi magnífico cuento!
Juré que esa noche iba a bailar
hasta que me muriera. Juré olvidar y no estar triste. Es el juramento de
Navidad. Hice esas vanas promesas mientras cepillaba mis dientes, refrescaba
con agua helada mi rostro, y después depilaba mis cejas.
En el estudio al lado del mío, el
francés tan parecido a Sherlock Holmes, el que sale cada mañana con su gabán
gris y su pipa torcida por lo requemada que está, de seguro trataba de
emparejar sus patillas. Siempre del lado de la oreja izquierda le chorrea
sangre y falta más pelo que de la otra. No sé porqué no lograba borrar de mi
mente las patillas del vecino Holmes, o como se llame. O sí sé por qué,
necesitaba olvidar y quería bailar y que me dejaran tranquila, que nadie me
hablara de nada ni de nadie conocido. Emborracharme con el baile y después caer
redonda, como un lirón, era lo que anhelaba, despertarme al día siguiente con
la paz de espíritu de que ya había pasado Pascuas y de que los días volverían a
ser como antes, normalitos. Aunque tampoco me satisfacen los días comunes. Pero
para mí, un día distinto es ese que nadie se da cuenta de que es diferente. Es
un día mío. No regalado a los demás. Decidí llamar a Pachy, es el tipo ideal
para olvidar, él mismo es el olvido parado en dos patas. Nunca recuerda un
nombre, ni un rostro, ni una profesión, ni siquiera su cumpleaños ni su propio
teléfono, y cuando consigue recordar de que llamando al doce, a informaciones,
pueden confirmarle su número, entonces de paso pide la dirección, porque él
sabe llegar a su casa, pero no le pregunten por sus coordenadas, ni siquiera
por la calle que tiene un nombre enredadísimo, rue Beautreillis, ni la parada
de metro, ¿para qué si él va a pie a todas partes? Llamé por teléfono a Pachy,
aunque vive atravesando el patio, en mi mismo edificio, (por cierto, es un
hotel particular del siglo diecisiete, casi frente por frente al inmueble donde
murió Jim Morrison), pero lo hice no fuera a ser que no abriera la puerta
cuando al observar por el ojo de la cerradura no se acordara de mí, y creyera
que era una enviada de los Testigos de Jehová o del Reader's Digest para lo del
62 gran tiraje.
Perdió la memoria jugando
parchís, por eso se autobautizó el Pachy, es así como nunca olvida su nombre.
Porque él es de los que va por ahí haciendo mentalmente jugadas de parchís, y
tú puedes anunciarle que se ha ganado la lotería y él sigue en su historia de
que salió un doble seis y que podrá comerse a la ficha amarilla. Resultado,
descolgó y contestó después de interrogar un minuto a su misma voz en el
respondedor, y aseguró que sí, que me recordaba, pero estaba convencida de que
no, aunque la noche antes habíamos bajado una botella de vino viendo una
película de Alan Parker. En resumen que le pregunté, idiota yo, que si tenía
alguna fiesta esa noche, y volvió a inquirir disgustado casi que por qué
tendría él que tener un güiro, que se acordara no había ningún motivo de
celebración. Entonces comenté que esa noche sería nochebuena. Y tuve que
explicar mi idea de la nochebuena, creo que fui demasiado negativa, y se puso a
llorar. Entonces dijo que no importaba quién yo era, que de todas maneras se
trataba de un ser humano, y que me notaba tan a punto del suicidio que mejor
organizábamos los festejos en su casa. En su casa no, refusé, no quería correr
el riesgo de que lo olvidara. Entonces fue cuando ocurrió el milagro, en su
mente culminó felizmente el partido de parchís, y eso garantizaba por lo menos
dos o tres días de memoria intacta. Jubiloso gritó que acababa de ganarle a las
amarillas, y ya se puso a parlotear, de lo más curado de la amnesia, y hasta se
percató de que alguien había comprado un arbolito de navidad, cosa que ya sabía
yo porque había estado sentada junto a las guirnaldas intermitentes la noche
anterior. Colgamos los auriculares para no perder tiempo y poder invitar a
todos los solos de París, de preferencia franceses, con lo cual podíamos caer
en el peligro de que media ciudad se nos colara en la fiesta. Por si acaso me
vestí y atravesé el patio para visitar a Pachy, desde que entré comencé a pegar
papelitos adhesivos rosados, recordatorios de cena, no fuera a ser que se le
metiera en el discoduro otra vez el tablero de parchís y se nos aguara el
proyecto. Él se encargaría de comprar la bebida y yo de la comida, incluso de
cocinarla. Con lo de la música no había problemas, teníamos una colección de
discos hasta para hacer postre. Pero de postre brindaríamos casquitos de
guayaba, aunque sin queso, no olvidar de que estamos en Francia, donde es un
delito mezclar el dulce con el queso. Hicimos las llamadas pertinentes y, por
supuesto, tuvimos que poner coto a la bandada de parisinos que aceptaba venir a
festejar, aunque fingiendo desgano. Salí de la puerta A y crucé el patio en
dirección al ala D, es decir, a la escalera de mi estudio. El Pachy vive en un
ciento veinte metros cuadrados, por eso podíamos utilizar su espacio. En el
camino me tropecé con Sherlock, la patilla izquierda ya no existía, encima
había colocado una curita, la patilla derecha estaba llena de claros por los
desafortunados recortes, pero aún se podía afirmar que era una patilla. Ni
siquiera respondió a mi saludo nasal, por el contrario sopló su vieja pipa y mi
pelo se contagió de la peste a picadura ensalivada. Antes de armarme del abrigo
para ir a hacer las compras me tomé la temperatura, tengo esa manía, antes de
enfrentarme con el frío necesito saber cuántos grados tiene mi cuerpo, así
compruebo mi fortaleza o debilidad ante las agresiones físicas externas. Una
vez en el exterior gané Saint-Antoine hacia la calle François Mirón, en donde
existe un mercado llamado Israel en el cual se puede comprar frijoles negros,
arroz basmati del auténtico, plátanos machos, malanga, yuca, guayaba y mango en
todas sus variantes, ron y de todo lo humano y divino del Caribe y de todas las
partes que los franceses suponen exóticas del mundo entero, no vayan a ir muy
lejos, España ya es para ellos exótica, ¡con esos toros, y esas batas de
lunares!
En el trayecto, evoqué mi última
nochebuena en la Isla Aquella y se me erizaron los pelos y hasta los de mi
abuela en su tumba. Esa vez también nos habíamos propuesto bailar para olvidar.
Siempre habrá algo que olvidar, con lo mal que me cae imponerme olvidar. Lo
contrario de Pachy. Pero en días como esos no queda más remedio. Recordé que
inventamos celebrar con cualquier bobería, recolectamos bastante dinero,
pudimos resolver lo necesario y hacer una cena digna. Lo demás, la alegría, la
pondrían nuestros cuerpos. Había una razón especial para olvidar, a Roxana se
le había ido el marido, quedó sola con los niños. No la había abandonado por
otra, no, se había marchado a otro país. Igual que Jorge, otro amigo, el
cabecilla del grupo, el que siempre estaba levantándonos la moral. Ninguno
podía concebir un fin de año sin ellos. Esas ausencias nos destrozaban y
decidimos dar una respuesta por encima del nivel, sobrepasarnos y animarnos
diciéndonos que podríamos sobrevivir. En verdad, no comimos tanto, pero jodimos
cantidad. Bailamos y brincamos hasta poder exprimirnos litros de sudor. Porque,
claro, como de costumbre hacía calor. Los hijos de Roxana, de Loly y de Laura
retozaron hasta que se rindieron en los sofás y en los sillones. Ya sabemos que
en Aquella Isla no hay que invitar a nadie, la gente se invita sola, y de
buenas a primeras teníamos a varios barrios colados en el fetecún. ¡Ah, la
importancia de un barrio! ¡Ah, la categoría de pertenecer a un barrio! También
se fueron sumando extranjeros, entre ellos un catalán que gozó hasta que se
destripó, se llama Jordi, y es el director de un grupo de teatro famoso, hizo
tantas fotos que, una de dos, o la Kodac le ofreció un crédito de por vida a la
hora de revelar los rollos, o los rollos se los quitaron en el aeropuerto a la
hora de largarse, por sospechoso.
Además vinieron algunos
diplomáticos y periodistas de agencias a la captura de aventuras más que
información sobre el estado de ánimo de la población. Porque el estado de ánimo
de la población de Aquella Isla, para nadie es un secreto, nunca ha dejado de
ser el mismo, el de la máxima recholata. La canción del momento enardecía con
aquel estribillo: "No pares, sigue, sigue. No pares, sigue, sigue. No
pares, sigue, sigue..." Y no paramos hasta el amanecer del primero de
enero, es decir, estuvimos recholateando nueve días con sus noches. Y todo eso
para aturdirnos, para olvidar. El día treinta y uno de diciembre hicimos el
rito de la maleta, el cual consiste en que un grupo numeroso de personas se
aferra a una maleta vacía, y a la señal de partida se debe dar la vuelta a la
manzana, quiero decir recorrer las cuatro esquinas y volver al punto de salida.
La caminata hay que hacerla a una velocidad increíble y bailando una semiconga
al compás de una cancioncita que ya olvidé. Lógicamente, en el camino se va
perdiendo gente, y el juego es intentar quedarse uno solo con la valija, y el
que lo logre es el destinado a viajar en el próximo año. Es el que conseguirá
viajar. Esa vez me quedé yo con ella. No niego que costó un esfuerzo enorme, a
empujones limpios. Y mírenme aquí, paseándome por una calle del Marais, en
busca de frijoles negros bajo un invierno a lo película de Truffaut. Este año,
en la Isla Aquella, festejarán el deseo de olvidar mi ausencia, y a otro le
tocará la maleta. Y así. Tan así...
Pasé todo el santo día cocinando
recetas más retenidas en la memoria que en el paladar. Por fin con todos los
ingredientes a la mano, una verdadera delicia descubrir los sabores, los olores
y los colores de tantas lecturas antiguas. Pude ver a través del cristal de mi
ventana al Pachy, en su cocina, preparando mojitos, daiquiris, ron collis, y un
sinfín de bebidas y exquisiteces de picar. Cuando todos los platos estuvieron
listos, bajé en varios viajes las cazuelas hirvientes. Dejé los plátanos para
freírlos cinco minutos antes de la hora de comer. El Pachy estaba a un
milímetro de la depresión porque se había puesto sentimental escuchando las
canciones de las escuelas al campo, todo Silvio, todo Pablo, todo Serrat y todo
Nino Bravo. ¡Coño, cambia esto tú, le dije, pon el cassette que nos mandaron de
Aquella Isla, la canción del momento! No me acuerdo dónde lo puse, fue la
respuesta. Regresé a mi cuarto, ya casi era la hora, me duché en dos ladrillos,
todo el mundo conoce cómo son de mínimos los baños en París, te bañas como si
estuvieras bailando un danzón. Me vestí con mi mejor ropita, imitación
terciopelo, y mucho tul y adornos dorados, parecida a Campanilla, la de Peter
Pan. Total, para entripar los trapos, pensé. Porque intuí que iba a sudar cubos
con el bailoteo. A las nueve ya habían llegado los invitados, y se pegaron como
babosas a las jarras de mojitos, daiquiris, ron collis, cuba-jajajá (es el
nuevo nombre del cuba-libre), ponches y todo lo que pareciera bebida,
comestible, o cosa para llevarse al estómago. El champán estaba destinado al
brindis final, porque la tradición es la tradición. Y claro, muchos de los
invitados vinieron con sus champanes favoritos, y hasta con sus confit de
canard, muy con una etiqueta de fabricación artesanal, pero a mí nadie me jode,
en lata de conservas. Por el aquello de que lo de los frijoles negros será muy
extravagante, pero en nochebuena aquí se acostumbra a cenar esa cosa en lata
que tiene un nombre tan parecido a confeti de canario, y que en realidad es
muslo de pato. Tanto el Pachy como yo nos desvivíamos por ser atentos,
generosos, simpáticos. Y ellos lo encontraban tan natural. Se supone que los
del Trópico deben comportarse así. Yo no veía el divino minuto en que toda
aquella sacralización de los alimentos terminara, para poder despetolarme
bailando. Porque lo único que yo anhelaba era bailar, para olvidar. ¡Coño,
dense cuenta, hacía un año y medio que no bailaba! Y que no olvidaba. Sola
frente al espejo sí, pero eso de ripiarme con uno del sexo opuesto, nada de
nada. Y Pachy no acababa de acordarse dónde carajo había puesto el cassette que
nos habían enviado, grabado en directo del Palacio de la Salsa.
En eso llegó un amigo de Pachy,
que no es cualquier amigo, es el pintor más grande del Marais y del mundo,
Barceló, y después de descargar más comida, especialidad de su isla, nos
pusimos a hablar de Mallorca y de otro amigo común. Le pregunté si sabía bailar
y me respondió que a veces, pero que debía marcharse porque lo esperaban su
familia y unos amigos y también comprobé que había leído a cantidad de
escritores de mi isla. Eso me hizo un bien enorme, pero no me permitió que
olvidara, todo lo contrario, recordé más. Mucho más. Entonces rogué, con las
manos en posición de oración piadosa, sobre mis tules engrifados que por favor,
tú que, al parecer, eres el único que posee memoria en todo este molote de
gente, ayúdame a buscar un cassette de música bailable. Nos metimos por debajo
de las sillas, de la cama, y de los muebles. Por fin, gritó eufórico, aquí en
la oscuridad, junto al Eleguá, hay un cassette que brilla distinto, debe ser
ése. Y me lo entregó como si me entregara el mayor trofeo de mi vida. Enseguida
desapareció por la puerta al tenue resplandor de los faroles de la rue
Beautreillis hacia su familia y sus amigos, aseguró él, pero yo sabía que se
iba a sus pinceles. Como una loca busqué la grabadora, pero Pachy al borde del
abismo, y ya empatado con una francesa, recordó, ¡menos mal que recordó algo!
que la grabadora estaba rota. Pregunté si alguien sabía reparar ese artefacto,
y se hizo un silencio sepulcral. Adiviné por las miradas de estupefacción que
nadie conocía absolutamente nada sobre reparar grabadoras, ni ninguna cosa,
aquí no se repara nada, se bota y se compra otra y ya está. En ese mismo
instante de mi desolación sonó el timbre de la puerta y entró un muchacho y se
presentó como cubano, reparador de grabadoras. Y todos exclamaron ¡ah!, hasta
yo. Pero después supe que el asombro tenía más que ver con que llegara un
cubano. Y me pregunté que de dónde habían pensado que seríamos el Pachy y yo,
ya veía que no sólo el desmemoriado era él. Pero es que ese muchacho era cubano
cubano, tan cubano que sabía reparar grabadoras y todo lo que se le rompiera
por delante.
Al punto la grabadora estuvo
arreglada, y mi alegría con ella. Y pregunté que quién de los presentes sabía
bailar, a mala hora, porque todos respondieron que sí, que habían asistido a
cursos de chachachá en diversas zonas del planeta. Y de pronto el chachachá me
sonó a secta, o a psicoanalista, o a club de gym, o a consulta de vidente
africano de los metros. Nada, que no hice mucho caso, e invité a bailar al
Pachy, pero, tonta de mí, ¿cómo podía olvidar que él podría haber olvidado cómo
se baila? Si tú empiezas yo te sigo, y de seguro me acuerdo, y lo otro sale
solo, me alentó. Nada, que me embullé, y puse el cassette en el momento en que
un murmullo especial sentenció que darían las doce de la noche, todo parecía
indicar que debíamos entregarnos los regalos, besuquearnos cuatro veces en cada
mejilla, brindar por el nacimiento -una vez más- del niño Jesús, la aparición
del espíritu santo que no era tan santo porque preñó, aunque por obra y gracia
(nunca he sabido el verdadero sentido de esa frase) a la virgen María, y de los
reyes magos y la comitiva de santos, con la estrella de Belén y todo cuento.
Terminada la ceremonia de los
regalos por fin fui a poner el villancico del desparpajo. La canción se
titulaba La bola, y era lo que más se cantaba y bailaba en la Isla Aquella, el
autor era el médico, de la salsa. Esto lo informé rigurosamente, digo,
cartesianamente. Entonces se deshicieron en elogios a los progresos de la
medicina de Aquella Isla, ¡había médicos graduados en salsa! ¿Salsa de qué?
Hubo uno que preguntó. De tomate, respondió el Pachy a una neurona de su estado
normal, el olvido. Y nadie entendió ni jota, ni jacomino, pero se sintieron muy
solidarios, que es el estado anímico de nuestros invitados en fecha como el
catorce de julio, el veinticuatro y el treinta y uno de diciembre. La música
arremetió dentro de nuestros tímpanos con su letanía histérica de: "Hay
que estar arriba de la bola arriba de la bola arriba de la bola. Porque hay que
estar arriba de la bola arriba de la bola arriba de la bola...". Quise
descoyuntarme, ponerme pa la maldá y olvidar, destornillarme en mi bailoteo, de
hecho comencé a remenearme sola, sutilmente, tímida más bien. Ellos, los
visitantes, me observaban como si estuvieran en un palco de la Ópera de París y
yo fuera Maya Plisetskaya. Algunos, desenvueltos, para su opinión más bien
desvergonzados, iniciaron unos rígidos pasos de un, dos, tres, chachachá,
balbuceando el ritmo, triunfantes como niños que acaban de pronunciar la
primera palabra. Los que comprendían el castellano preguntaron qué significaba
esa metáfora tan sugestiva de hay que estarrrr arrrrriba de la bola, y esa
frase que dura sólo medio segundo en nuestras bocas, en las de ellos permanecía
una eternidad. Quise aclarar que la bola era algo inexplicable, sin sentido
común, únicamente traducible al compás del baile, una metáfora más del
sensualismo. Que la bola era todo y nada a la vez... Y que más bien era nada.
¡Ah, la nada, el vacío! Murmuraron. Uno señaló que podía referirse a la bola
del mundo. Acepté haciéndome la metódica, a punto de convertirme en un
Lévy-Strauss de la salsa. Entonces fue que sorprendí al reparador de
grabadoras, gozándome tan cubano él, con su mirada sabrosona, y hasta se
burlaba con ojos brillantes, risueños e irónicos, de mi intento por introducir
la bola en los medios navideños galos. ¡Las bolas del arbolito! Creyó adivinar
la francesa que había enganchado al Pachy, y recibió una turba de aplausos.
Pachy, medio desvanecido en el suelo repetía entre vómito y vómito dirigiéndose
a mí: No sabes cómo me acuerdo de todo, no sabes, me cago en ti y en tu música
de mierda que me ha devuelto la memoria. Por eso tiré el cassette debajo del
mueble, para no verlo ni oírlo nunca más. No sabía qué satanidad responderle y
encogiendo los hombres canté "Porque hay que estar arriba de la bola
arriba de la bola arriba de la bola...". El reparador de grabadoras vino
hacia mí y... se puso arriba de la bola a estrujarse conmigo. Entonces fue
escudriñado como a Nureyev. Pachy se incorporó y se unió a nosotros, le siguió
la francesa, y luego, poco a poco, los otros... Y en una hora estaba todo el
Marais revolcándose encima de la bola, Barceló con sus pinceles, artistas,
escritores, judíos y gays, el alcalde y el adjunto, hasta los policías habían
dejado la prefectura para desprestigiarse arriba de la bola. Y cuando todo el
mundo estaba remeneándose arriba de la bola fue que pude escuchar el resto de
la canción que dice: "Tú te fuiste, y si te fuiste perdiste. Yo no, yo me
quedé, y ahora soy el rey, si te gusta bien, y si no también... Hay que estar
arriba de la bola arriba de la bola...". No me dio gorrión la letra,
porque los amigos, en aras de no herirnos a Pachy y a mí, nos habían contado
por carta que esas palabras para nada tenían que ver con nosotros, mejor dicho
con los dos millones de aquellos-lugareños que andamos desperdigados por ahí,
sino que simplemente era la respuesta a otra orquesta de salsa que viajaba
mucho. Que esa canción formaba parte de una polémica entablada desde hacía
meses entre diversos grupos musicales. Obvié la anécdota, porque yo lo que
quería era olvidar. Mientras me despetroncaba bailando imaginé la recholata que
estarían sonando los amigos de Aquella Isla, con el objetivo, ellos a su vez,
de olvidar mi ausencia, y de seguro jugarían a la maleta, y alguno lucharía
como luché yo por quedarse con ella hasta el final, y tal vez nos veríamos muy
pronto en algún lugar de este mundo, arriba de la bola arriba de la bola...
©Zoé Valdés.
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