domingo, 7 de mayo de 2017

Muerte deseada

La hora de la muerte

Cerca de mi casa vivía un señor ya muy viejecito al que ya le empezaba a fallar la cabeza. Había sido lo que mi abuela hubiera dicho: una lumbrera. Una tarde cuando conversábamos me dijo que detestaba el radio, que a él le gustaba cuando tocaba música pero que la mayor parte del tiempo, hablaba y hablaba sin parar, incomodándolo, dándole dolor de cabeza. El vivía con su esposa bastante más joven que él, y con la hermana de su esposa.
El cruzaba una avenida muy transitada protegido con su bastón que lo elevaba por encima de su cabeza haciéndome acordar a Don Quijote que enfrentaba con su lanza molinos de viento confundiéndolos con gigantes. Los carros frenaban a su paso y él pasaba triunfador sorteando peligros y desgracias. Su esposa, entre dientes le decía a su hermana:
—¿Cuándo se lo recogerá el Señor? ¿Cuándo pasará a mejor vida?
Una mañana sentimos gran alboroto al frente de su casa, primero la ambulancia, luego la carroza fúnebre. ¿Había al fin descansado nuestro viejecito amigo? Mi madre se acercó a preguntar. Pero no, quien había fallecido era su cuñada, una holandesa de hermosos cachetes rosados y cuerpo amplio.
A los pocos meses, otra vez el alboroto, la ambulancia, la carroza. Ahora sí, dijimos todos en mi casa, bajando la cabeza tristes porque le teníamos aprecio. Mi madre nuevamente salió a buscar la noticia para regresar sonriendo, era la esposa la que había fallecido, un infarto, algo súbito. Ahí fue cuando escuché esa sabia expresión: “Muerte deseada, muerte postergada”. Y aprendí que no importa los años que se tengan o el estado en el que uno se encuentre para que un día la muerte nos toque el hombro para decirnos:
— ¿Partimos? (CBdeR, de pequeños textos).

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