domingo, 16 de septiembre de 2012

Angel de Ocongate

Esta mañana tuvimos en ABRA al escritor Peruano Edgardo Rivera Martínez como autor invitado. No es que viniera personalmente pero al leer sus cuentos nos entregó su mundo, su sensibilidad y sus inquietudes.


Nacido en Jauja en 1933, autor de la novela País de Jauja. Conversamos también de la expresión Del país de Jauja", como símbolo de lugar paradisíaco originado en una quimera medieval. "Sin crímenes ni policía, ni guerras civiles, ni abogados, no notarios, no se pagan contribuciones porque como no hay dinero, no se conoce nunca la miseria. (Antonio Bori y Fonesta) . Un lugar ideal para los glotones, no hay jerarquías sociales; pagan por descansar y castigan por trabajar.(Historia y leyenda de la tierra de Jauja.
Acá el hermoso cuento el Angel de Ocongate, que saliera ganador en el primer concurso de cuentos de las 1000 palabras de la revista Caretas.

Ángel de Ocongate
Quién soy sino apagada sombra en el atrio de una capilla
en ruinas, en medio de una puna inmensa. Por instantes silba
el viento, pero después todo regresa a la quietud. Hora incierta,
gris, al pie de ese agrietado imafronte. En ella resulta más
ansioso y febril mi soliloquio. Y aún más extraña mi figura
—ave, ave negra, que inmóvil habla y reflexiona. Esclavina de
paño y seda sobre los hombros, tan gastada y, sin embargo, espléndida.
Sombrero de raído plumaje y jubón, camisa de lienzo
y blondas. Exornado tahalí. Todo en harapos y tan absurdo.
¿Cómo no habían de asombrarse los que por primera vez me
veían? ¿Cómo no iban a pensar en un danzante extraviado en
la meseta? Decían, en la lengua de sus ayllus: «¿Quién será?
¿De qué baile será esa ropa? ¿Dónde habrá danzado?». Y los
que se topaban conmigo me preguntaban: «¿Cómo te llamas?
¿Cuál es tu pueblo?». Y como yo callaba y notaban el raro
fulgor de mis pupilas, y mi abstraimiento, mi melancolía, acabaron
por considerar que había perdido el juicio a la vez que
la memoria, quizás por el frenesí mismo de la danza en que
había participado. Y comentaban: «Pobre, no recuerda ya a
su padre ni a su madre, ni la tierra donde vino al mundo. Y
nadie, tal vez, lo busca...». Las ancianas se santiguaban al verme.
Y las muchachas se lamentaban: «Joven y hermoso es, y
tan triste...». Y así, por obra de esa supuesta insania, y de mi
apariencia y mi gravedad, aumentó la sensación de extrañeza
que mi presencia provocaba. Una sensación tan intensa que
por fuerza excluía toda posibilidad de burla. Hubo incluso
pastores que, movidos por un respeto mágico, ponían a mi al-
cance bolsitas de coca en calidad de ofrenda. Y como nadie me
escuchó hablar nunca, ni siquiera un monosílabo, se concluyó
que también había perdido el uso de la palabra. Pensamiento
comprensible, pues solo a mí mismo me dirijo, en un discurso
que no se traduce en el más leve movimiento de los labios. Solo
a mí, en una fluencia silenciosa, pues una tenaz resistencia
interna me impide toda forma de comunicación con los demás
y, con mayor razón, todo diálogo. Y así es mejor, sin duda. Sea
como fuere, esa imagen de forastero enajenado y mudo, que
se difundió con rapidez, redundó en beneficio de mi libertad,
porque no ha habido gobernadores ni varayocs que me detuvieran
por deambular como lo hago. Compartían más bien esa
mezcla de sorpresa, temor y compasión que experimentaban
frente a mí sus paisanos. En unos y otros pesaban, además,
creencias ancestrales, por cuya causa mi «locura» adquiría un
rango casi sobrenatural. ¡Mi demencia! No me ha incomodado,
en ningún momento, el rumor que al respecto se expandió,
pero de cuando en cuando me asaltaba la duda. ¿Y si era
verdad aquello? ¿Si realmente fui alguna vez un danzante y lo
olvidé todo? ¿Si tuve en otro tiempo un nombre, una casa, una
familia? Inquieto, me acercaba a las fuentes y me contemplaba.
Tan cetrino mi rostro y velado siempre por un halo fúnebre.
Idéntico siempre a sí mismo, en su adustez, en su hermetismo.
Me observaba y se afirmaba en mí la seguridad de que jamás
había desvariado, y de que jamás tampoco fui bailante. Certeza
intuitiva, solamente, pero no por ello menos vigorosa. Pero
entonces, si nunca se extravió mi espíritu, ¿cómo entender la
taciturna corriente que me absorbe y me aísla? ¿Cómo explicar
este atavío y la obstinación con que a él me aferro? ¿Por
qué mi desazón a la vista del lago? No, no podía responder
a estas preguntas, y era en vano asimismo buscar una justificación
para unas manos tan blancas y un hablar que no es de
misti ni de campesino. Y más inútil aún tratar de contestar a la
interrogación fundamental: ¿quién soy, entonces? Era como
si en un punto indeterminable del pasado hubiese surgido yo
de la nada, vestido ya como estoy, y balbuceando, angustiándome.
Errante ya y ajeno a juventud, amor, familia. Encerrado
en mí mismo y sin acordarme de un principio ni avizorar una
meta. Iba, pues, por los caminos y los páramos, sin dormir ni
un momento ni hacer alto por más de un día. Absorto siempre
en mi callado monólogo, aunque me acercase a ayudar
a un anciano bajo la lluvia, a una mujer con sus pequeños, a
un pongo moribundo en una pampa desolada. Concurría a
los pueblos en fiesta, y escuchaba con temerosa esperanza las
música de las quenas y los sicuris, y miraba una tras de otra las
cuadrillas, sobre todo las que venían de muy lejos, y en especial
las de Copacabana, de Oruro, de Zepita, de Combapata.
Me conmovían sus interpretaciones, mas no reconocí jamás
una melodía ni hallé una vestimenta que se asemejara a la mía.
Transcurrieron así los años y todo habría continuado de esa
manera si el azar —¿el azar, en verdad?— no me hubiera llevado,
al cabo de ese andar sin rumbo, al tambo de Raurac. No
había nadie sino un hombre viejo que descansaba y me miró
con atención. Me habló de pronto y dijo en un quechua que
me pareció muy antiguo: «Eres el bailante sin memoria. Eres
él, y hace mucho tiempo que caminas. Anda a la capilla de la
Santa Cruz, en la pampa de Ocongate. ¡Anda y mira!». Tomé
nota de su consejo y de su insistencia, y a la mañana siguiente,
muy temprano, me puse en marcha. Y así, después de tres
jornadas, llegué a este santuario abandonado, del que apenas si
quedan la fachada y los pilares. Subí al atrio y a poco mis ojos
se posaron en el friso, bajo esos arcos adosados. Y allí, en la losa
quebrada otrora por un rayo, hay cuatro figuras en relieve.
Cuatro figuras de danzantes. Visten esclavina, jubón, sombrero
de plumas, tahalí. Imágenes no de santos sino de ángeles,
como los que aparecen en los cuadros de Pomata y del Cuzco.
Son cuatro, mas el último fue donde golpeó la centella, y solo
quedan su silueta e impresas unas líneas de las alas y el plumaje.
Cuatro ángeles, sobre una floración de hojas, frutos y arabescos
de piedra. ¿Qué baile es el que danzan? ¿Qué música
la que siguen? ¿Es el suyo un acto de celebración y de alegría?
Los contemplo en el silencio glacial y terrible de este sitio, y
me detengo en el contorno vacío del ausente. Cierro luego los
ojos. Sí, solo una sombra soy, una apagada sombra. Y ave, ave
negra sin memoria, que no sabrá nunca la razón de su caída.
En silencio, siempre, y sin término la soledad, el crepúsculo,
el exilio...
(1982)

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