Pequeñas epifanías (Caio Fernando Abreu)
HACE ALGUNOS DÍAS, Dios -o eso que llamamos así, tan descuidadamente, Dios- me envió cierto regalo ambiguo: una posibilidad de amor. O de eso que llamamos, también con descuido y alguna prisa, amor. Y sabes a qué me refiero.
Antes de que pudiera asustarme y, después del susto, dudar entre ir o no ir, querer o no querer -ya estaba yo ahí dentro. Y estar dentro era bueno. No me malentiendas- no hubo ninguna intimidad de las que seguramente imaginas. En realidad, no hubo casi nada. Dos o tres almuerzos, unos silencios. Fragmentos de eso que llamamos, con aquel mismo descuido, "mi vida". Otros fragmentos, de aquella "otra vida". De repente cruzadas allí, por puro misterio, sobre los manteles blancos y los vasos de vino o de agua, entre miguitas de pan y ceniceros llenos que los mozos rápidamente vaciaban para que nos sintiéramos limpios. Y nos sentíamos.
Por detrás de lo que sucedía, yo redescubría magias sin ningún susto. Y de repente me sentía protegido, ya sabes cómo: la vida entera, esos pedacitos inconexos, se armaban de otro modo, con sentido. Nada de malo me sucedería, estaba seguro, mientras estuviera dentro del campo magnético de esa otra persona. Los ojos de la otra persona me miraban y me reconocían como otra persona, y suavemente hacían preguntas, investigaban terrenos: ah, no comes azúcar, ah no tomas whisky, ah eres del signo Libra. Trazando esbozos, los dos. Tanteando trazos difusos, vagas promesas.
Nunca más salir del centro de ese espacio hacia las duras calles anónimas. Nunca más salir de aquel regazo tibio que es tener un rostro para otra persona que también tiene un rostro para uno, en medio de la maraña sin importancia y sin rostro de cada día que estorba al corazón. Pero al cuarto, quinto día, un fragmento obsesivo del cuento de Clarice Lispector -Tentación- en la cabeza atontada de encanto: "Pero ambos estaban comprometidos. Él, con su naturaleza aprisionada. Ella, con su infancia imposible". Lo cito de memoria, no sé si es correcto. Habla del encuentro de una niña pelirroja, sentada en un escalón a las tres de la tarde, con un perro basset también pelirrojo, que va sujeto de una correa. Él se detiene. Los dos se miran. Resplandecen, prometidos. La dueña lo atrae hacia ella. Él se va. Nada sucede.
Además, yo no quería. Sería necesario crear climas, insinuar invitaciones, servir vinos, encender velas, hacer caras. Para tal vez oír no. A no ser que soplara tanto viento que navegara por sí solo. No navegó. Además de eso, sin darme cuenta, yo estaba dentro del aprendizaje solitario del no-pedir. Recién lo entendí días después, cuando un amigo me habló -como al descuido, también- de pequeñas epifanías. Menuditas, casi mezquinas revelaciones de Dios como joyas enclavadas en lo cotidiano.
Era eso -aquella otra vida, inesperadamente mezclada a la mía, que miraba mi opaca vida con los mismos ojos atentos con que yo la miraba: una pequeña epifanía. En seguida vinieron el tiempo, la distancia, el polvo. Pero traje desde allá la memoria de algo suave que ha sido mi alimento en los días que siguieron de ausencia y hambre. Sobre todo a la noche, sobre todo los domingos. Recuperé una forma de fumar mirando tras las ventanas, viendo lo que nadie vería.
Detrás de las ventanas, retomo ese momento de miel y sangre que Dios puso tan breve, y con tanta delicadeza, frente a mis ojos incapaces de ver hace tanto tiempo: una posibilidad de amor. Inclino la cabeza, agradecido. Y si extiendo la mano, en medio del polvo que hay dentro de mí, puedo tocar también otra cosa. Esa pequeña epifanía. Con cuerpo y rostro. Que repongo lentamente, trazo a trazo, cuando estoy solo y tengo miedo. Sonrío, entonces. Y casi dejo de sentir hambre.
Antes de que pudiera asustarme y, después del susto, dudar entre ir o no ir, querer o no querer -ya estaba yo ahí dentro. Y estar dentro era bueno. No me malentiendas- no hubo ninguna intimidad de las que seguramente imaginas. En realidad, no hubo casi nada. Dos o tres almuerzos, unos silencios. Fragmentos de eso que llamamos, con aquel mismo descuido, "mi vida". Otros fragmentos, de aquella "otra vida". De repente cruzadas allí, por puro misterio, sobre los manteles blancos y los vasos de vino o de agua, entre miguitas de pan y ceniceros llenos que los mozos rápidamente vaciaban para que nos sintiéramos limpios. Y nos sentíamos.
Por detrás de lo que sucedía, yo redescubría magias sin ningún susto. Y de repente me sentía protegido, ya sabes cómo: la vida entera, esos pedacitos inconexos, se armaban de otro modo, con sentido. Nada de malo me sucedería, estaba seguro, mientras estuviera dentro del campo magnético de esa otra persona. Los ojos de la otra persona me miraban y me reconocían como otra persona, y suavemente hacían preguntas, investigaban terrenos: ah, no comes azúcar, ah no tomas whisky, ah eres del signo Libra. Trazando esbozos, los dos. Tanteando trazos difusos, vagas promesas.
Nunca más salir del centro de ese espacio hacia las duras calles anónimas. Nunca más salir de aquel regazo tibio que es tener un rostro para otra persona que también tiene un rostro para uno, en medio de la maraña sin importancia y sin rostro de cada día que estorba al corazón. Pero al cuarto, quinto día, un fragmento obsesivo del cuento de Clarice Lispector -Tentación- en la cabeza atontada de encanto: "Pero ambos estaban comprometidos. Él, con su naturaleza aprisionada. Ella, con su infancia imposible". Lo cito de memoria, no sé si es correcto. Habla del encuentro de una niña pelirroja, sentada en un escalón a las tres de la tarde, con un perro basset también pelirrojo, que va sujeto de una correa. Él se detiene. Los dos se miran. Resplandecen, prometidos. La dueña lo atrae hacia ella. Él se va. Nada sucede.
Además, yo no quería. Sería necesario crear climas, insinuar invitaciones, servir vinos, encender velas, hacer caras. Para tal vez oír no. A no ser que soplara tanto viento que navegara por sí solo. No navegó. Además de eso, sin darme cuenta, yo estaba dentro del aprendizaje solitario del no-pedir. Recién lo entendí días después, cuando un amigo me habló -como al descuido, también- de pequeñas epifanías. Menuditas, casi mezquinas revelaciones de Dios como joyas enclavadas en lo cotidiano.
Era eso -aquella otra vida, inesperadamente mezclada a la mía, que miraba mi opaca vida con los mismos ojos atentos con que yo la miraba: una pequeña epifanía. En seguida vinieron el tiempo, la distancia, el polvo. Pero traje desde allá la memoria de algo suave que ha sido mi alimento en los días que siguieron de ausencia y hambre. Sobre todo a la noche, sobre todo los domingos. Recuperé una forma de fumar mirando tras las ventanas, viendo lo que nadie vería.
Detrás de las ventanas, retomo ese momento de miel y sangre que Dios puso tan breve, y con tanta delicadeza, frente a mis ojos incapaces de ver hace tanto tiempo: una posibilidad de amor. Inclino la cabeza, agradecido. Y si extiendo la mano, en medio del polvo que hay dentro de mí, puedo tocar también otra cosa. Esa pequeña epifanía. Con cuerpo y rostro. Que repongo lentamente, trazo a trazo, cuando estoy solo y tengo miedo. Sonrío, entonces. Y casi dejo de sentir hambre.
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