domingo, 8 de febrero de 2015

Poemas de Lauren Mendinueta


Poetisa, ensayista y traductora de Colombia, nacida en Barranquilla el 14 de abril de 1977


Deseo de nada

 

Todavía es temprano.

Mil noches han caído sobre la tierra,

y otras mil cayeron antes,

pero aún no es tarde.

El viento arropa con tanta fuerza la casa

que se diría una madre enloquecida de amor.

Pero el viento no puede amar.

Tengo miedo.

El mar no está lejos de aquí,

y yo soy esa misma arena sobre la que caen

furiosas, incontenibles y enajenadas las olas.

Más allá, en el centro mismo de la tormenta,

mi ojo busca las razones de tanta rabia.

Tengo ganas de azotar a la noche

hasta verla sangrar.

Deseo hasta el infinito

poseer algo que jamás se entregue.

 

 

El jardín como destino

 

En los umbrales del jardín te espera la más hermosa nada.

No encontrarás al gran ángel negro de alas encendidas

ni saldrá a recibirte el viejo barbón que custodia la casa.

Ahí has de encontrarte con el gran desconocido que fuiste,

con aquel obscuro murmullo que aterrorizó tu niñez,

el mismo canto de sordos que cargaste la vida entera.

No encontrarás girasoles que se inclinen a occidente,

ni azaleas encarnadas que escapen al alba.

Atrás habrán quedado los árboles del Paraíso

con sus ramas desfloradas

erguidas al cielo con orgullosa inocencia

y conocerás la vergüenza de haberte avergonzado un día de tu desnudez.

Si alguna vez llegas a los confines del jardín,

ahí donde todo lo ha quemado el cielo,

donde la materia cumple su único destino,

sabrás que tu vida ha sido como un poema atravesado de tormentos

pero insensible a sus propias palabras.

Y te preguntarás cómo has podido no entender

que tu anhelo de vivir eternamente,

tu miedo animal a la soledad,

no tenía el poder de construir otros mundos.

El jardín es uno solo y a él vas y vuelves sin percatarte.

Y como el alma no siente, sólo sabe,

te sorprenderás al saber que la nada posee tu propio rostro.

 

 

El Regreso

 

Mi madre a los treinta

era una joven de ojos grandes,

agobiados,

cargados de urgencias que yo no comprendía.

Entonces nada me asustaba tanto

como la posible tiniebla de su abandono.

Por eso iba tras ella a todos lados

como un bicho perseguía su luz.

El pueblo,

su campanario y las solteronas arcaicas,

danzarinas de las hogueras de San Juan,

nos parecían tan tristes

que ansiábamos irnos a otra parte.

Claro que todo estaba dispuesto

para obligarnos a permanecer allí.

Por eso mamá

leía para mí historias de otros mundos,

de ciudades lejanas pobladas de héroes y villanos

o de animales que hablaban en nombre de la virtud y el vicio.

Pero cuando llegaba la hora de la cena

ella volvía resignada a la cocina para preparar la mesa,

dejándome casi siempre con el libro en las manos.

Cómo podía saber ella,

pobrecita mamá,

que regresar de aquellos mundos

a mí me llevaría una vida

 

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