domingo, 14 de julio de 2013

Ana Rossetti

«Somos todos de plástico. Nos encontramos metidos en un gran self-service que ha perdido el sentido del rito, del contacto con las personas, del contacto a través de la piel con lo que nos envuelve. Pero yo tuve la suerte de vivir cuando era pequeña en el jardín de mis abuelos en Cádiz. Cuando Franco era el revulsivo de mi generación yo ya estaba cubierta con mi túnica en este jardín y hacía ágapes griegos con mis hermanos, que eran mis discípulos. En casa de mi abuela recibí todas las enseñanzas de la naturaleza».

«No teníamos juguetes, jugábamos con flores. Sabía su código, las comíamos y nos revolcábamos en ellas. Las reconocíamos por los perfumes con los ojos cerrados. Este mundo tan de los sentidos lo he vivido junto al Mediterráneo, de manera directa, sin intelectualismos. Y, sin embargo, en mis poemas no aparece el mar, sólo imágenes sobre cualidades de las flores. En realidad es que no me gusta bañarme en el mar».

«La cultura clásica fue mi forma de vida. Me llenaba por ese sentimiento de apego vital a la naturaleza y al mismo tiempo saber morir. A veces veo las cosas y pienso que va a ser la última vez que las voy a ver. Mi sentimiento vital está muy ligado a la muerte, a la pérdida, al sentido de lo irrepetible. Por eso me agarro al instante fugaz».

Ana Rossetti llegó a Madrid en 1968, se vinculó a grupos teatrales independientes para, tras esta experiencia, iniciar un largo viaje por Austria y luego Marruecos. De nuevo en Madrid, quiso estudiar Filosofía y trabajó como decoradora. Ahora se preocupa por su irrupción en el panorama de la poética española con un libro que refleja la sorpresa de descubrir un retrato en el diario del escritor Javier Marías, como los escarceos de Lou Andreas Salomé a espaldas de Nietzsche o los consejos prematrimoniales de cierta secta feminista.

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