El jardín del unicornio Triunfo Arciniegas , escritor colombiano
Sin lugar a dudas, mi mujer
es un animal peligroso. Los amigos me festejan la frase: la toman en broma.
Todos mis años haciendo lo que me venía en gana y ahora, desde hace tres, lo
que le viene en gana a ella. Aunque en casa se hace su soberana voluntad, sé
qué no vive contenta. Terminará por largarse, cerrando nuestro dulce calvario.
No importa qué haga para conservarla porque de todos modos terminará
amontonando las muñecas en la vieja maleta de su madre y una tarde de éstas
encontraré la carta de tibios garabatos debajo de la almohada. Temo su
ausencia, temo que la casa vacía me aplaste, y cada vez que abro la puerta y la
veo, sorprendido, experimento cierta felicidad. Aplacar su deseo es la única
manera de arrancarle un poco de ternura; gime, llora, grita como una loca y me
deja la espalda en carne viva. Por eso digo que es un animal peligroso. Grita
barbaridades de camionero, se dice que es mi perra y me persigue la oreja con
furia vangoghiana. Definitivamente es un animal peligroso. No soporta los retrasos,
para empezar, aunque nunca aparezca cuando la espero en un parque, sin paraguas
y muerto de hambre; siempre perdemos el comienzo de las películas y siempre
llegamos cuando ya no nos esperan. Me descuida pero no suelta la cuerda.
Reclama con minuciosidad el itinerario de mis días y sus preguntas tramposas
pretenden hacerme caer. No voy muy lejos, no me da tiempo de nada. Conoce todos
los teléfonos para cerciorarse de mi paradero. Si chasquea los dedos aparezco
batiendo la cola y lamo su mano. Le soy fiel por comodidad o, como dicen los
amigos, por instinto de conservación. Por otra parte, debo admitirlo, no caen
muchas con esta cara de burro y el arte de la seducción es el arte de la
palabra, el sosiego y la magia, del acecho y el zarpazo, de detalles, de
calculadas esperas, del cielo no cae ninguna, amores fáciles sólo en las
películas. Ojalá las mujeres me persiguieran como lo hacen en su imaginación:
como mosca vuelo de orgía en orgía. Ni raja ni presta el hacha, quiero decir,
ni me mantiene ni deja que encuentre quien me mantenga, ni hacha ni presta la
raja, dirían mis amigos. De todos modos, venía diciendo que no soporta que
llegue tarde y debo inventar disculpas cada vez más ingeniosas o verdades a
medias o verdades enteras que generalmente no acepta. Cuanto más grande es la
mentira más difícil de sustentar, y sostener, claro, aunque es ésta
precisamente la que deja los mejores resultados por el momento. Habla poco pero
siempre me asombra su terquedad para desmigajar mis argumentos. Esta vez,
debido al cansancio, prefiero la verdad: me entretuve negociando un unicornio.
Ofrecí hasta ciento cincuenta pesos pero no bajaron de doscientos cincuenta. No
me pareció caro pero tampoco andaba muy deseoso de un unicornio, sólo quería
darle la sorpresa al ángel de mis tormentos. De pronto una sorpresa funciona.
La otra noche, para disculpar la borrachera, aparecí con un precioso gatito
negro de diez pesos en el bolsillo: fue maravilloso mientras el gato nos
acompañó. Porque luego, mientras le explicaba que el día menos pensado lo
veríamos otra vez junto al plato de leche, que estos animales son unos
vagabundos desagradecidos por naturaleza, me estrellé contra el muro de
silencio y tedio: una fuerza ciega y peligrosa que me envuelve y me acorrala
como un huracán. Cuando se pone así le molesta hasta mi manera de caminar, de
masticar, de peinarme, no puedo cantar en el baño o arrastrar la silla al
sentarme. Entro a otra estación en el infierno, la mujer se cierra día y noche,
en cuerpo y alma. En pocas palabras, se vuelve insoportable. Después del gato,
fracasé con el canario, también con el par de loritos y la ardilla que arruinó
los muebles: a todos encontró defectos y a todos descuidó hasta tal punto que
me vi en la necesidad de remitírselos a distintos vecinos antes de que su
propia mano los pasara por la silla eléctrica. El cine, el restaurante y el
vino sólo me dan una noche de tregua, y el bolsillo no alcanza para tantas
treguas. Quiere una cosa, quiere otra, al rato no la quiere, la detesta; como
el vestido verde que vimos a las tres de la mañana, un poco borrachos y
felices. Me suplicó, me prometió esto y lo otro, me juró y al amanecer la
sabiduría de su lengua me convenció. La desnudez es un arma invencible.
Amorosa, ansiosa y entregada, la mujer es el remedio de toda desgracia. Por la
tarde la desperté con el paquete en la mano, balanceando el dolor del precio
con la intensidad del gozo: ya no se acordaba. Aunque las piernas se le veían
muy bonitas y el trasero se le redondeaba con delicia, no usó más de dos veces
ese vestido verde. Así es. Me exige que le traiga el unicornio para creerme, y
cuando exige, por Dios que sí, exige en serio: un índice erguido señala la
puerta. Encuentro la tienda cerrada. Por fortuna, el dueño vive cerca y se
compadece al verme mojado de lluvia y muerto de hastío: doscientos pesos.
Hablamos de caprichos bajo su paraguas, nos estrechamos la mano como viejos
amigos, que vuelva cuando quiera, los conejos son más baratos. Es un hermoso
unicornio de quinientos pesos que no le teme a la lluvia, delicado, tan manso
que dan ganas de soltarle la cuerda. Entramos al bar de Osiris mientras pasa la
lluvia. Un borracho melancólico se queda mirándonos: “Sólo le falta un clavel
en la oreja”, dice. Al fondo, junto al viejo que lee el periódico con la pipa
en la boca y el hilo de saliva en la quijada, un hombre maduro murmura cosas al
oído de una muchacha que se muerde los labios y dirige con el dedo una
autopista de cerveza sobre el vidrio, del vaso rebosante de espuma al pocillo
humeante; el dedo se confabula con otro para tomar uno a uno los cubitos de
azúcar y soltarlos en el humo; su otra mano envuelve la quijada y acaricia el
rostro con lentitud. “O una corbata amarilla”, dice el borracho. Los cabellos
de la muchacha se desgajan al rostro y el cuerpo del hombre se retuerce en el
territorio de los cuchillos. Osiris dibuja una cabeza de caballo, tomo el lápiz
y le agrego un cuerno largo y fino, retorcido como un tornillo, casi entre las
cejas, para regocijo de Osiris, quien me sonríe y pestañea como una vaca,
imaginándolo entre las piernas. Pronto rechazo una oferta de cuatrocientos
pesos, ni por quinientos lo daría, el aguardiente me abriga el cuerpo, el mundo
gira. Una negra de teticas de golondrina se vuelve loca por el unicornio pero
debo negárselo. Me gustan esos pantalones ajedrezados, qué daría por un jaque
mate, el trasero, una obra maestra que bambolea con gracia, me gusta toda: la
imagino de alambre dulce para los retorcimientos. Esa mano, envolviendo como
una seda el cuerno pulimentado, me alborota la lujuria y es preciso volver a
casa antes de caer en la tentación. Las uñas pintadas destrozan las gotas de
lluvia que no resbalan del pelaje. Para colmo, ten piedad de mí, Señor, la
negra me invita a conocer las fotografías de unicornios que adornan su alcoba.
Le digo que a ningún hombre le gustan las fotografías de unicornios en la
alcoba y se retuerce, se recoge y se lame, feliz e insinuante, casi se arranca
los botones: me pregunto qué cosa me unté esta mañana. El hombre maduro se
levanta y se abotona el saco, deja un billete nuevo junto a la cerveza sin
terminar. Su tierna amiga sacude la cabeza para acomodar los cabellos y se
levanta mientras el hombre retira la silla. Los imagino retorcidos y anudados,
no tengo remedio. “Bonito animal”, comenta el hombre, casi tocándolo, y desde
la puerta corre cubriéndose la cabeza con un brazo. Una araña desparramada
sobre el hombre, un hombre corre bajo la araña. La muchacha se recoge los
cabellos en un ligero moño. Toca al animal, para darse suerte tal vez, y se
decide. De prisa alcanza la puerta, se detiene para volver a mirarnos y nos
dice adiós con la mano. Atraviesa la calle y encuentra al hombre en la esquina.
Se muerden la boca bajo la lluvia, el hombre la abraza y desaparecen. Conservo
la imagen de la muchacha: suéter gris sobre la blusa blanca, falda negra sin
abertura a lo largo de los muslos, zapatos de tacón bajo y medias gruesas casi
hasta las rodillas, como si todavía fuese a la escuela. Sentada a la orilla de
una cama limpia, cerca de aquí, se sacará las medias salpicadas y surgirán los
pies rosados. Después de secarle la cabeza, el hombre llevará sus besos
desordenados hasta los peces tibios, contará los dedos, beberá una y otra vez
la luz de las piernas en el altar de la adoración. Ella, en agonía, lo llamará
y lo devorará. Osiris recoge el billete, el vaso y el pocillo y pasea en
círculos el trapo rojo por el vidrio de la mesa. El viejo no despega los ojos
del periódico ni la pipa de la boca, el borracho melancólico cabecea y se
recorre con dedos torpes los labios gruesos y babosos. Ay, dos tetas tiran más
que dos carretas, golondrina de mis veranos, desamparada en este mundo
necesitado de sus maromas: alambre dulce que se retuerce en la magia del sudor.
Ay, negra, riega sal en la herida. Mis imaginaciones son limitadas pero
básicas: la saliva del delirio, la sabiduría de la lengua que abre las puertas
del cielo, la miel y el sudor, soy un hombre débil. Le cambiaría el animal por
unas caricias, pero quién podrá con mi mujer. La negra habla del horóscopo en
mi hombro, como un viento suave, no puedo concentrarme, no entiendo, es Virgo y
soy Cáncer, males que van juntos. La chica del afiche que me fascina y alguna
vez negociaré con Osiris, tendida en la playa, una pierna estirada y otra en
ángulo, el índice en la boca como un helado o como otra cosa que quiere probar,
parece burlarse, reprocharme la estupidez. Porque mi mujer es un animal
peligroso y sobre todo porque tengo que regresar. Y cuanto más tarde, peor,
pienso, ante la persistencia de la lluvia, y el unicornio y yo nos echamos a la
calle: se nos hace noche. Brinca de gozo, como un perrito, pero la cuerda es
fuerte. Luce tan manso y sagrado como una oveja. Un clavel, dijo el borracho. Y
una cinta alrededor del cuello. De pronto, cuando las cosas suceden más de
prisa que en el pensamiento, pasa la lluvia y los niños ensayan barcos de papel
en los riachuelos de la calle, mi mujer abre la puerta y corre a secar el
unicornio con nuestra toalla y al instante le ofrece café. Los unicornios no toman
café. Le sugiero que lo amarremos en el jardín porque, al fin y al cabo, para
eso son los unicornios, para amarrarlos en el jardín, y me replica que el
pobrecito se ensopará. No, qué tontería, les fascina la lluvia, todo el mundo
lo sabe. No es más que un unicornio de jardín, no me explico el alboroto: todo
lo demás es puro cuento. Al fin y al cabo, rezongando, acepta. Pero durante la
noche, sin atarse la bata, a cada rato y sin permitirme ahondar en el sueño, va
a la ventana y desde el éxtasis contempla al animal. Me habla de sus ojos de
luna, se despierta con sus ojos de luna a las nueve de la mañana de este
domingo inútil. El vecindario se alborota con el rumor del unicornio, qué
bello, qué rosado, já, porque todo el mundo estaba harto de unicornios negros y
deshilachados. Todo el mundo comenta cuánta falta le hacía el unicornio al
jardín, hasta la señora del canario y el viejo de los loritos se acercan y,
tonto y trasnochado, pienso que sí, cómo no, cuánta falta, señores. Se me
quitan las ganas de pintar la cocina, de hojear el periódico, de escribirle a
Vanessa. Qué despelote, loca se vuelve mi mujer con el unicornio, quién lo
creyera, que una foto así, que otra así, no seas malo mijito, lindo domingo de
fotógrafo. Tan loca que hasta se olvida de insistir que vuelva temprano, hasta
no le importa que pierda unos minutos en el bar de Osiris, donde los amigos
comentan que mi mujer no es un animal tan peligroso y piden raspadura de cuerno
de unicornio para sus juegos eróticos y baba azul en un frasquito para la
impotencia de un amigo que tengo y no conoces, y que no se te olvide, insisten
hasta el aburrimiento, en ayunas, insisten felices, como si no supieran que
durante el celo a los unicornios la baba se les oscurece a un morado de
entrepierna, y el cuerno, amigos míos, se endurece como ya lo quisieran algunos
a cierta hora, nadie raspa una cosa así, les discuto pero no aceptan, se ríen,
me festejan las frases. Paso más tiempo con ellos, mis disparatados amigos,
porque a la loca que tengo en casa ya no le importa que me emborrache y
entremos a la casa cantando y me acueste con los zapatos puestos. Siempre está
descalza ahora, sin brasier por toda la casa, una vieja camisa mía le sirve de
vestido. Será dulce y sumisa conmigo si permito el unicornio dentro de la casa,
en la alcoba luego, se ve tan desamparado el pobre en el jardín, fíjate que no
le quedan hojas ni mucho menos flores, se nos va a morir. Con el tiempo, tan
mansa ella, con tanta delicadeza sugiere que me quede en la sala, en el blando
y delicioso sofá, y me parece bien porque no soporto la presencia del
unicornio, los mansos ojos fijos en la carne. Pero dejémonos de pendejadas, las
caricias terminaron con la traída del maldito animal. De pronto no le importa
que venga a dormir, que no venga, que nadie saque la basura los martes y que
las prendas se desparramen por todos los sitios imaginables de la casa. Los
cuadros sin horizontalidad, la llave siempre abierta, la luz del baño
encendida. Los trastos sin lavar, las pantuflas en ninguna parte, sin pañuelos
ni medias limpios. La cama destendida, la sábana sucia y regada en el piso,
entre flores mordisqueadas que nunca traje, colillas. Antes no fumaba. Antes
sólo fumaba cuando bebíamos y a veces después del amor. Permanece tan distraída
y distante que ya no existo para ella, a toda hora me manda de paseo. La negra
muestra más interés por mí que por el tema de los unicornios y descubro las
maravillas del ajedrez alrededor de su ombligo mientras, soñolienta y plena,
colmada de vida en el abandono de la casa, la mujer del unicornio sigue
preparándome el desayuno. Se estira y bosteza en una confusión de pelos. “Me
siento deliciosamente cansada”, sonríe, huele y lame la yema de sus dedos. Sin
pensarlo le digo que puedo desayunar en cualquier parte y acepta, soy un tesoro
y recibo la lluvia de besos. El almuerzo no es muy bueno. Todavía está
soñolienta, en bata o desnuda, oliendo a unicornio a esa hora y con los labios
morados. Sólo en las noches se ve despierta y deseosa de charlar. Habla mucho
mientras se baña. La escucho en las pausas del agua. Botellas vacías en el
rincón de la cocina, migajas de pan en el mantel, ceniceros repletos sin
comentarios de parte mía. Soy una visita agradable y discreta que retira una
carta de Vanessa y los recibos por cancelar: evito la visión de su cuerpo
enjabonado, que aún me hiere, le recuerdo la toalla cuando aparece mojada y sin
bata, le cubro los hombros, soy una persona respetuosa. Enciende el cigarro y
en su boca de pajarito sin pintar el humo es una perfección. El otro día soñé
que en un potrero de tréboles mi mujer vomitaba nubes que luego la cubrían, en
forma de caballo, para su escandaloso regocijo: Mujer preñada de nube, bonito
título para una pintura. Oh, sí, me siento cansada, sonríe feliz y lejana,
desbaratada. Hasta conseguí a alguien para enviar el mercado cada semana, hasta
le ofrecí para el aseo una muchacha que rechaza porque mañana echará una
limpiadita y dejé de comer del todo en esta casa, alguna vez café, nada más,
gracias, un poco de azúcar, gracias. Y además, siete o nueve días atrás, saqué
los libros, las fotografías y la cámara, las pinturas y los lápices, las cartas
de Vanessa. Casi no la veo. La imagino en la ventana, lavada por la luz de la
luna del jardín arrasado por el animal, tocándose el rostro, la mirada perdida
y la maliciosa sonrisa que no se le desprende, como una Gioconda de plaza, la
plenitud y el éxtasis conjugados, la imagino y me basta. O abrazándose mientras
contempla la lluvia en el jardín. Casi nunca veo al unicornio. Su lengua es
larga y morada y por debajo de la mesa lame los muslos de la mujer que,
sonriente y dichosa, lo envía al dormitorio. Entonces me despido. Otra noche
vuelvo y nadie abre la puerta, entro, sólo risas en la alcoba, me retiro con
pasos de ladrón. En el jardín, mientras orino, contemplo la desolación: tallos
quebrados, flores desmigajadas, tierra revuelta y excremento de unicornio.
Antes tapaba como los gatos. Me resulta difícil creer en la omnipresencia de
Dios, al menos en este jardín inundado por el olor del unicornio. En toda la
casa se respira este olor agrio y dulce que embriaga y adormece. Sacudo del
miembro las últimas gotas. Estoy vacío, hasta del rencor y la vergüenza. Cierro
la bragueta y recuerdo que antes, cuando ella era mi novia, iba a la esquina de
su casa y orinaba, como un perro, borracho y coronado de polillas, alrededor
del poste del alumbrado público. La espuma me hacía reír. Aún soy un perro, un
perro triste que marca un territorio perdido, un perro en el jardín del
unicornio. Podría decir que como este jardín desolado es mi vida pero no lo
siento así. Orino un territorio ajeno y nada más. Dejo que el mundo pase con
tal que me dejen vivir. Casi nadie ve al unicornio ahora pero todo el mundo
opina que luce más bello. Por mi parte, cada vez que observo a la mujer
mientras toma el café, los ojos cerrados con toda dulzura, un pie desnudo
balanceándose, y el muslo que, apoyado en el otro, abre mi antigua bata hasta
la herida, o cada vez que la recuerdo tomando el café con los ojos cerrados,
extasiada por las caricias de una lengua morada, reconozco que está mucho más
bella, más rosada, mansa como una oveja.
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