domingo, 17 de abril de 2016

El cielo es el límite

El cielo es el límite
La cola daba varias vueltas a la manzana. Se veían señoras con bebes cargados, hombres aburridos leyendo sus periódicos y niños que se tiraba al suelo, hartos de esperar. Todos deseaban, como yo, entrar a la televisión, salir en el programa.
Yo quería conocer personalmente a ese animador que hacía juegos y concursos, que regalaba premios y contaba chistes, que hacía con gran pasión, propaganda a jabones, camisas y bronceadores.
Quería ganarme un premio.
Todo sucedió en un momento, abrieron la puerta, corrimos empujándonos por los pasillos, nos acomodaron en las butacas y nos explicaron que debíamos aplaudir con la luz amarilla, reírnos con la verde y, sobretodo, callarnos con la roja.
El lugar era pequeño para todo ese movimiento de cámaras, cordones, maquilladoras, camarógrafos y directores. Desilusionaba un poco comprobar que todo era falso, los árboles de cartón, las flores de papel y las nubes de plástico.
Cuando el animador hizo su ingreso, pude verlo de cerca. Estaba maquillado como una mujer y transpiraba luciendo su mejor sonrisa. Lo primero que hizo, fue escoger de entre el público, a una señora morena. La hizo cantar y bailar. Cuando rieron, prendieron la luz verde, y todos reímos; luego la amarilla, y todos aplaudimos. Le regalo una cama portátil y lapiceros de distintos colores. Aplaudimos. Luego pusieron la luz roja: silencio.
El programa siguió, yo no me perdía ningún detalle de ese mundo que sucede tras las cámaras de televisión.
De repente, vi al animador señalándome con el dedo, escogiéndome para participar. Sentí que era el destino o el mismo Dios el que me llamaba. Con su reluciente sonrisa me dijo:
-¡Ven aquí, tú serás el ganador absoluto! ¿Cómo te llamas?
Todos me miraron con curiosidad y cierta envidia. Los reflectores me iluminaron mientras yo preguntaba entre dientes:
-¿ A mí, me llaman a mí? y baje lo más rápido que pude tropezándome para llegar hasta el escenario y poder presentarme.
- Armando Araujo Dávila, señor.
- A ver ¿cuántos años tienes?
- Catorce, soy estudiante.
- Y despeinado, me dijo, soltando una carcajada. La luz verde se prendió y todos rieron. El animador no dejaba de pasarme la mano por la cabeza tratando de arreglarme el pelo mientras yo sentía cólera y vergüenza.
- A ver dime, qué es lo que quieres cholito que yo te lo daré. Eres la estrella de la tarde, pide no más con confianza, el cielo es el límite.
Mirando las cámaras que enviaban mi imagen a todas las casas de toda la gente, empecé a decir:
- Quisiera conseguir un buen trabajo, tener tiempo para poder acabar el colegio, aunque sea de noche, para llegar a ser ingeniero. Quisiera poder construirle un techo
a nuestra casa, porque el que tenemos se moja con la lluvia. Quisiera viajar al Cuzco, a conocer la tierra de mi padre...
Hubo un silencio, y la cara del animador se puso roja de cólera, me dijo, que no había entendido la pregunta, recién ahí, me di cuenta de que debía haber pedido una pelota o una cocina a gas. La luz roja, la verde y la amarilla, se prendieron a la vez, mientras el animador contaba un chiste de alguien que pedía demasiado. El que pide al cielo y pide poco, es un loco, gritó mirándome enfurecido. Luego, se rio solo y su ayudante me trajo un pantalón y un detergente para lavar platos. Me sacaron de las cámaras casi jalándome, con fastidio.
¡Qué tal idea, la mía!, pensé avergonzado, le había pedido lo que realmente deseaba. Había pensado que él podía cumplir mis verdaderos deseos, que era Dios o el destino y sólo se trataba de un animador gordo, lleno de palabras y carcajadas.
Salí del canal con mi pantalón negro, tenía un mal sabor en la boca, hacía frío y caminé apurado para confundirme entre la gente.
Cecilia Bustamante de Roggero

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