domingo, 26 de febrero de 2017

Prisioneras eternas

Prisioneras eternas

La gran casa era nuestra. Así nos lo habían dicho. Los empleados tenían prohibido hablarnos, sólo se limitaban a preparar nuestros alimentos. No debían mirarnos a la cara. Sabían que si se atrevían él se enteraría y estarían automáticamente despedidos. Al comienzo intentamos hablarles pero ya nos habíamos convencido de que jamás los conmoveríamos. Limpiaban las habitaciones a la hora en la que nosotros dormíamos, no hacían ruido, parecían espectros. Tampoco conversaban entre ellos. Imagino que tenían un sistema de turnos, eran todos semejantes, de la misma estatura, el mismo aire ausente, la lentitud para hacer.
De alguna manera los hice invisibles. Estaban ahí pero era como si no estuviesen. Y si yo gritaba, si les tiraba algo, si me arrodillaba implorándoles, ellos se detenían un instante para luego continuar su trabajo.
—Las llaves sirven para abrir, —le dije, —y ella me contestó,— no, sirven para cerrar.
Eramos sin duda distintas yo necesitaba abrir puertas, ventanas, abrir alas, los brazos, los ojos, la mente, los oídos, abrirme toda entera ávida de luz y de los otros, dispuesta a fascinarme con el mundo, con las cosas, desde ese ejercito de hormigas en su marcha infinita, hasta con el sol que iluminaba mi paso.
Le di la llave para que se encerrase y esperase a que llegase yo para abrírsela.
—Abriré a las horas de las comidas, —le dije, —como tendrás hambre querrás acompañarme al comedor.
Ella aceptó, permanecería en penumbras y sólo a la hora de los alimentos saldría de su reino, ahí tenía todo lo que parecía necesitar. Su dormitorio era su tumba.
Yo había decidido encargarme del jardín, era un universo inagotable, siempre hojas y flores nuevas, la misma flor que ayer estaba perfecta hoy había perdido un poco de hermosura, pero más allá aparecía una nueva yema. Todo nacía y moría sin que se encogiese el corazón del jardín. Había equilibrio. Pero se me necesitaba para dar algunos toques, podar en el momento preciso, recoger los deshechos.
La llave que no tenía era la de la puerta que daba a la calle. Sin embargo desde la reja podía ver los autos que pasaban veloces sin detenerse. Mirando ese pequeño trozo de calle trataba de imaginar la ciudad.
Después del almuerzo me acercaba a la reja y me quedaba mirando los colores de esos autos que nunca se detenían.
—El muro es demasiado alto, —me había dicho ella hace ya mucho tiempo cuando le pedí ayuda para escapar. Yo sabía que el muro era alto pero ¿qué perdería intentándolo?
—Podríamos morir en el intento,— me dijo, —y yo no quiero morir. Prefiero quedarme acá mirando mis libros.
Ella inventaba historias a partir de las láminas. De tanto mirarlas había conseguido imaginar que en el mundo existían familias, madres, padres y niños como nosotros que no estaban prisioneros, que tenían acceso a bosques, a desiertos, a playas. Trataba de diferentes maneras de descifrar las letras pero no conseguía entender lo que ahí se decía.
—¿Me ayudas?— Me pedía señalándome una lámina más complicada que la normal. Pero yo no tenía paciencia, estaba ocupada buscando por dónde escapar.
Llegamos a pensar que ella y yo éramos un solo ser. Si bien podíamos separarnos, ocuparnos de diferentes cosas, siempre regresábamos para estar juntas. Era cuando más felices nos sentíamos, ya de noche, acostadas en la misma cama, yo le contaba del jardín y ella me contaba alguna historia de sus láminas.
Nadie nos había explicado nada.
De pequeños textos, CBdeR.





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