La niña parlante
No se lo había dicho a nadie. Si
lo contase podría ser muy peligroso.
Ella la había pedido para
Navidad. Quiero una muñeca que hable.
Sus amigas habían pedido varios
regalos. Si es que la muñeca conseguía
hablar, uno sería suficiente.
En su infancia todavía no habían
inventado las muñecas que se parecen a cada niña, y si bien se habían hecho
intentos para que pudiesen hablar, eran solo unas cuantas palabras que repetía
como un loro.
La muñeca parlante hablaba de
corrido. Tenía la memoria de alguien que hubiese vivido muchísimos años. Sabía
contar las historias más increíbles y crueles de todos los tiempos.
La niña la escuchaba embobada y las
historias de brujas o fantasmas, de seres endemoniados, de animales de mil patas,
ogros de un solo ojo en la frente o niños extraños con una lengua partida en
dos, con pies sin dedos o con alas de murciélago, la inquietaban y hacían que
sus noches estuviesen pobladas de seres horribles y amenazantes.
La madre no se daba cuenta de
nada. Era una mujer melancólica y romántica que pasaba sus días con la puerta
cerrada de su cuarto meditando sobre la belleza y la verdad.
La niña decidió que no debía
separarse de la muñeca parlante. Que debía saber siempre donde la dejaba, lo
que menos podía hacer era dejarla en el bosque cercano a su castillo, porque
ahí siempre había alguna niña inocente perdida y entonces si la muñeca podía
hablar, también podría caminar, y si tenía dentro de sí todas esas historias
terribles, podría pensar en hacer ella también alguna maldad y atacar a la niña
inocente haciéndole un daño que no se podría arreglar. Le costaba mucho esfuerzo mantenerse atenta,
especialmente porque dormía muy mal en las noches, tratando de protegerse de
los ruidos de barcos hundidos con esqueletos en movimiento, o de las sombras
que crecían y se deformaban.
Su padre había partido de viaje
hacía muchos años, a la guerra y todavía no había vuelto.
Durante varios días trató de
convencer a la muñeca parlante de que no contase ya esas historias, que
escuchase las que ella tenía para contar la del viaje hasta el arcoíris en
busca del tesoro, la de la coneja y la reina de corazones de Alicia en
el país de las maravillas, o la del fabuloso Peter Pan que vencía al capitán
Garfio el pirata. Era asunto imposible.
La interrumpía de inmediato, decía que ya conocía esas tontas historias y que
más bien le iba a contar aquella historia terrible de la niña robada y
descuartizada.
Lloraba sin que la viesen, y
controlaba su cuerpo que temblaba de puro susto, y disimulaba las ideas que le
iban apareciendo de querer deshacerse de la muñeca parlante, aventarla al río,
tirarla desde la ventana más alta del castillo, hipnotizarla y obligarla a
marcharse, darle algún veneno encontrado en algún recodo del bosque. Fue entonces cuando decidió no atender sus
historias, no mirarla a la cara mientras hablaba, hacerse la que no le
impactaban sus palabras, inventarse una fuerza que desconocía que tenía y
permanecer en silencio, como si algo se hubiese roto en su interior. Como la muñeca parlante era inteligente, se
dio cuenta de que la niña tramaba algo y entonces dejó de contar esos cuentos
terribles y se volvió una muñeca dulce que cantaba canciones de cuna y sonreía
como si la maldad no existiese en el mundo. Fue tan buena actriz que la niña
estuvo tentada de rodearla con sus brazos para acunarla, de cantar ella también
las bellas canciones que había escuchado cantarle hace muchos años a su madre.
Esa tarde la niña hizo un
esfuerzo grande para pensar profundamente, todas las posibilidades. ¿Quién
podría ayudarla? Se puso roja de tanto
pensar. Cerraba los ojos y dejaba que su mente corriese y se asentase como una
pequeña ardilla, hasta que decidió subir a la parte más alta del castillo y
contarle a su mamá lo que estaba sucediendo.
¿Quién es? Dijo la madre que se
alegró muchísimo de ver a su niña que había crecido tanto desde la última vez
que la había visto. ¿Eres tu mi niña? Pasa, pasa. La niña vio los cientos de
libros que su madre había estado leyendo desparramados por todos lados,
abiertos como si ella hubiese estado buscando ahí el remedio que cura todos los
males, que termina con la pobreza, con la envidia, con la injusticia. Sí, ella podría ayudarla.
Una vez que estuvo enterada, la
mamá la tomó de la mano y bajaron apresuradas las escaleras circulares y
llegaron al jardín, al lugar en donde la niña había dejado hacía unos instantes
a su muñeca parlante que ahora tenía los ojos cerrados, como si estuviese
dormida, la boca sonriente, como si el
suyo fuese un sueño muy feliz, y cuando la despertaron dijo solo una palabra
partida en dos: ma-má y repitió: ma-má.
La mamá y la niña se abrazaron
sabiendo que cualquier peligro ya había pasado. La muñeca quedó en el cuarto,
sola, y la niña se dio cuenta de que ya no le gustaban las muñecas, que tenía
razón su mamá, había crecido, y entonces la acompañó hasta su cuarto y le pidió algún libro que no
fuese de miedo sino más bien de aventuras, y tal vez de amor.
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