domingo, 3 de junio de 2012

Dialogo con uno mismo

Patricia Cuadra cuelga en su Facebook, a raíz de un cuento de Ana María Matute que colgué, esta crónica de infancia de Guillermo Giacosa, hermosa crónica.

Paganini y el ojo del pescado



Nunca, de niño, asocié los nombres. Alguna vez quedé fascinado junto a mi padre escuchando La Campanella, de Paganini, pero jamás se me ocurrió pensar que la localidad llamada 'Paganini’ fuera el mismo nombre que el del músico. Íbamos más frecuentemente a Paganini de lo que escuchaba La Campanella. Por eso, cuando oigo el nombre viene a mi memoria el chalet de mi tía y, luego, Paganini, su violín, su melena y algún compás que mi memoria nunca logra reproducir. Paganini, el lugar, está en las barrancas del Paraná, frente a ese río leonado (adjetivo de Borges) y sorprendente. Tan sorprendente que una vez, debido a lluvias en Brasil, las aguas se desbordaron trayendo trozos enteros de aquella tierra. Tan grandes eran que un mediodía vimos pasar un islote con dos jaguares como involuntarios pasajeros rumbo al Río de la Plata. Paganini no era la soledad de la pampa que yo amaba hasta la devoción ni tenía los caballos que me acompañaban en mis solitarios galopes hacia el poniente a la hora del ocaso. Pero me gustaba especialmente un tajo en la barranca que permitía bajar al río y experimentar ese diálogo silencioso que mi interior entablaba con la naturaleza. Digo diálogo a lo que en realidad era un monólogo hecho de emociones incontrolables que se chocaban entre sí pero del que siempre, curiosa característica que aún no me ha abandonado del todo, emergía vitalizado y feliz, incomprensiblemente feliz. Inexplicablemente feliz. Para algunos, con seguridad, absurdamente feliz. No para mi madre que sabía, por ese fantástico hilo de plata que nos unía, que yo regresaba de un país en el que aparentemente nada había pasado pero que, vaya a saber por qué, había encendido luces que otros no veían. Al: “¿Cómo te fue, Guillermito?”, descubría la historia que yo mismo me había contado y que estaba hecha de las piedras encontradas, de la nube con forma de murciélago, del pescador ciego al que su hijo guiaba, del olor insoportable de un cangrejo podrido sobre la arena, historias tan reales como imaginarias porque eso son en realidad las historias, un insumo de la realidad y luego los fuegos artificiales que ese insumo dispara en nuestro cerebro. No siempre eran bellas, claro está. A veces la intervención humana ponía una sombra oscura que me costaba asumir. Una mañana asistí, sentado en una piedra, a la ceremonia diaria de los pescadores bajando a tierra su resplandeciente carga plateada de cada jornada. Pero no fue una mañana cualquiera. Un hecho normal descompuso mis juegos con la realidad. Un pescador, que solía saludarme, atravesó con un alambre el ojo de un pescado vivo, luego lo unió a otro y a otro, y me dijo: “Chau, pibito” y me dejó a solas con el ojo destrozado del pescado buscando cómo huir de mi imaginación. Han pasado 62 años y el ojo sigue ahí. Ese día tan pronto me vio mi madre me acarició la cabeza y me dijo: “No todos los días las cosas salen bien”, y me mostró el nido de una calandria cuyos pichones reclamaban el almuerzo.




No hay comentarios:

Publicar un comentario

Tu comentario es de gran utilidad para para Abraelazuldelcielo. Ce.