La semana pasada hicimos en ABRA, nuestro talle,r a Gustavo Martín Garzo escritor español de alta sensibilidad. El es también filósofo y escribe en los principales diarios de España. Este artículo comienza hablando de María Zambrano, filósofa y escritora que me gusta muchísimo y a partir de una declaración suya va a la relación entre la madre y el hijo, el nacimiento del lenguaje en cada niño, el encantamiento que realiza cada madre con el canto de sus palabras.
LA CAJA DE MÚSICA
(El País · 04/02/2007)
Poco antes de morir, en una entrevista para televisión, una periodista le preguntó a María Zambrano por las cosas que le hubiera gustado ser de pequeña. María Zambrano apenas necesitó pensar su respuesta: una cajita de música, un centinela y un caballero templario. El centinela y el caballero tenían que ver con su gusto por la filosofía, que era desvelo, estado de alerta, anhelo de conocer; la caja de música, con su amor a la poesía, que era misterio, atrevimiento, vocación nupcial. María Zambrano hablaba como el que se inclina sobre un arroyo de aguas claras que no dejan de renovarse y espera recibir de ellas algo desconocido. Por eso quería que, más allá de sus significados concretos, las palabras fueran canto, misterio, lo que tiene el poder de hechizar, como lo hace una pequeña caja que al abrirse nos entrega su música.
No estoy pensando en ese canto con que druidas, chamanes o hechiceros, en los claros del bosque, trataban de conjurar los males del mundo, sino en simples mujeres hablando. Mujeres que se inclinan sobre las cunas de sus recién nacidos y, locas de felicidad, hablan para ellos. Eso es el lenguaje, un don de la madre. Es así como los niños aprenden a hablar, escuchando a sus madres. Lo hacen desde antes de poder entenderlas, cuando siendo todavía muy pequeños escucharlas no debe de ser muy distinto para ellos a lo que es para nosotros sorprender el canto de los pájaros. Paseamos junto una arboleda y al escuchar el tamborileo del picapinos, la melodiosa cháchara de las currucas o el canto aflautado del mirlo, nos detenemos a escuchar. Y así es como los niños recién nacidos se comportan ante el parloteo de sus madres. Las sienten entrar en la habitación y antes de ver el milagro de su rostro flotando sobre la cuna se disponen a escuchar lo que vienen a decir-les. Eso es para ellos la palabra humana, el lugar donde el rostro de su madre va a aparecer. Pero hay una diferencia entre el niño y el paseante distraído del que antes hablé. El paseante sorprende el canto del pájaro como intruso, alguien que viniendo de fuera se detiene un momento en un mundo que no siendo el suyo enseguida tendrá que abandonar; mientras que el niño sabe desde muy temprano que las palabras que escucha le están destinadas. Sería como un pájaro que cantara solo para él, que se colara por la ventana y al verle esperando en su cuna empezara con sus trinos. Así es la madre para su niño, un pájaro que está loco de amor. “Canto, porque tú estás a mi lado”, le dice. Ese es el milagro de la palabra, que sólo nos busca a nosotros. Y eso es lo que siente el niño, que ese sonido mágico sólo se produce porque él está allí, que es un elemento más de esa relación misteriosa que tiene con su madre. Y es en el seno de esa relación como el niño va descubriendo que las palabras también dicen cosas, tienen un sentido. Entonces escucha a su madre decirle: “Si quieres que seamos felices, tienes que hacer lo que te pida”. El lenguaje que antes fue canto, es ahora petición, responsabilidad, búsqueda de un espacio que compartir con los otros. Tener una casa en la noche. Y si el niño acepta gustoso este cambio es porque, como en los grandes musicales del cine americano, todo esto su madre se lo pide cantando.
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