domingo, 3 de junio de 2012

Me aburro

Recuerdo que cuando me aburría de chica tenía que inventarme quehaceres y me convertía en jardinera, en podadora de árboles, recortaba revistas y hacía collage, imaginaba, tenía conversaciones imaginarias, jugaba a ser profesora de mis lápices de colores a los que pasaba lista y tomaba la lección. Mi abuela nos entretenía con juegos de mesa. Un tío nos contaba cuentos. Observaba, por ejemplo las partículas de polvo en la corriente de la luz, el vuelo de las polillas. Pretendía ayudar en la cocina (sólo me dejaban rallar queso parmesano y escoger el arroz), escuchaba las historias que contaban mis empleadas y jugaba con los animales de turno (como mi papi era ingeniero, los obreros le regalaban patos, pavos, gallinas y en una oportunidad hasta un ciervo). Los perros siempre estaban ahí dispuestos a acompañarte. Hacía excursiones por el barrio, amigos nuevos, observaciones que me sorprendían: los techos de las casas, los nuevos vecinos, las relaciones entre las personas, lo distinta que era cada casa y sus habitantes). Mantuve conversaciones con los obreros, con el policía que cuidaba la calle, con el jardinero del parque. Entonces aparecieron los libros. En mi casa había muchos y yo podía ir descubriendo uno por uno, la vida entera no alcanzaría para terminarlos. El aburrimiento sólo duraba unos instantes, la vida estaba llena de sorpresas y maravillas.

Elvira Lindo habla en su artículo de El País de la necesidad del aburrimiento para que los niños empiecen a leer. Y como no se permite que los niños se aburran ni un instante. ¡Viva el aburrimiento! Cariños Ce




ELVIRA LINDO
Me aburro
ELVIRA LINDO
EL PAÍS - Última - 07-12-2005

Esos maestros voluntariosos, que nunca se rinden, siguen creyendo que si se lleva al novelista a la escuela algo despertará en la mente de los chiquillos y descubrirán ese camino de la felicidad que es la lectura. Si fuera cierto, sería casi una obligación moral asistir a esas sesiones de animación a la lectura a la que uno es invitado; pero, desgraciadamente, después de que dediqué un año a visitar colegios, comencé a considerar que otros factores intervenían en esa falta de interés en los libros del que se quejan amargamente los profesores. Recuerdo que por aquel entonces es cuando se comenzó a hablar de la muerte de la novela. La afirmación se convirtió en titular de las secciones de Cultura. Resultaba cómico leer como verdad científica aquello que no era más que pura divagación. No, pensaba yo ante ese público juvenil, no es la novela lo que muere, no es eso, porque en este mismo instante, miles de cuentistas, guiados por el mismo impulso que sintieran otros siglos antes, han abandonado los oficios prácticos y se han puesto a la tarea absurda de inventar una historia. No es la novela lo que muere, sino el impulso de leerla, y la falta de interés de ese público no puede sólo achacarse a la vulgarización del mundo sino a algo más profundo en lo que intervienen razones psicológicas. La afición del lector infantil siempre estuvo relacionada con la soledad y el aburrimiento, con ese tiempo libre que los padres no se veían ansiosamente forzados a rellenar con actividades. Me aburro, decía el niño. Los mayores recibían esta afirmación como un insulto a la inteligencia. Pues no te aburras, decían. Los niños buscaban entonces perezosamente un rincón donde pasar melancólicamente las horas de aburrimiento, que solían coincidir con las de siesta. En una de estas, milagrosamente, caía en sus manos un libro, el primero de muchos. Pero hoy los niños necesitan ser alimentados con estímulos inmediatos para combatir el aburrimiento, y los padres por su parte luchan contra ese aburrimiento infantil como contra la fiebre. Hay un cambio sustancial en el temperamento infantil. No se puede leer cuando se es víctima de una permanente ansiedad. Lo que están perdiendo los niños, con nuestra inestimable colaboración, es la capacidad de concentrarse, la paciencia. Lo decía Philip Roth en una entrevista reciente. No puedo estar más de acuerdo.

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