sábado, 16 de marzo de 2013

A veces me da una risa



A veces me da una risa recordar aquél rey al que nada le daba risa y que tras piruetas, muecas o malabares respondía: No me da risa, no me da risa, no me da risa. Al darse cuenta de que no se reía hacía mucho había convocado a todos los miembros de su corte para que lo hiciesen reír. Los deseos de un rey debían ser cumplidos. Sólo cuando le trajeron una rana de la que dijeron se había tomado toda el agua de la tierra y vio que de su boca, de sus ojos, de sus oídos y demás orificios le iba saliendo toda el agua como si estuviese a punto de reventar, se rió, se rió fuerte con ganas, cayendo al suelo se retorcía como si alguien o algo, el viento o las hojas de ese sauce llorón le hiciesen cosquillas, como si estuviese desnudo y le pasasen una pluma por encima de la barriga. La rana, sus ojos desorbitados del que salía un chorro de agua le había parecido graciosísima y no podía parar de reírse, ya le dolía el estómago, le faltaba el aliento, los ojos los tenía llenos de lágrimas, tenía la cara roja y empezó a toser, atorándose, buscando con avidez el aire, ya no reía, no le interesaba ver a la rana que se había ido con toda el agua que tenía a otra parte, solo deseaba respirar, necesitaba una gran bocanada de aire para estar vivo y en su afán de conseguirlo aspiraba con tanta ansiedad que no conseguía que le entrase ni un poco, algo de ese aire que lo hubiese mantenido con vida. A veces me da risa recordar esta historia, imaginar el entierro del rey, toda la corte vestida de luto, la procesión que seguía su cuerpo al que habían lavado con las mejores esencias traídas desde el otro lado del mundo. Los vendedoras de esencias habían ofrecido el incienso contenido en un frasco de oro que estaba además compuesto de aceite de rosas, sándalo, lima y una pizca de esencia de lirios, era lo mejor a lo que podía aspirar un rey para ser embalsamado. A veces me da una risa saber que la gente pensaba que el incienso eran las gotas del sudor de los dioses que lo dejaban caer sobre la tierra y que las ramas del árbol en la que crecía eran las mismas con las que el ave Fénix había algún día construido su nido. Luego de bañar su cuerpo con estas fragancias lo habían colocado sobre una cama de rosas, todas las caras compungidas, marcadas por el dolor de perder a quien se suponía debían amar pero a quien realmente odiaban porque había sido caprichoso, egoísta y cruel. Ese único día pudieron mirar la cara de su antiguo rey, acercarse a la urna que lo contenía y observar con detenimiento sus rasgos, ese gesto que aún mantenía de encolerizado y rabioso. A veces me da risa poder leer en los corazones de esa multitud que lo seguía el desprecio que sentían por quien los había gobernado durante tantos años, a quien le habían pagado puntualmente todos sus caprichosos impuestos, por quien jamás se había interesado por la felicidad de su reino.
A veces me da risa recordar que luego del entierro del rey alguien prendió una fogata y todos los habitantes del reino estuvieron danzando frenéticos como si con su danza ayudasen a que el alma del rey se marchase pronto hacia el otro mundo que no necesariamente es el cielo o el infierno sino tal vez un mundo parecido a éste en el que él ya no sería el rey sino el lacayo más lacayo de todos los lacayos. Servil y rastrero.


A veces me da una risa recordar que fui escogido para gobernar. Me parece ayer cuando me negué ante el requerimiento, cuando insistí y demostré que había hombres más inteligentes, más generosos, más preparados para gobernar que yo que era un simple labriego. ¿Saben ustedes lo que es un labriego? Un rústico labrador que había pasado la vida con la frente sobre la tierra tratando de arrancarle frutos. ¿Cómo iba a ser un rey? No hicieron caso a mis súplicas y de la misma manera en que los elefantes escogen a quien deberá servir de guía para la manada entristecida porque ha perdido a su antiguo líder, me escogieron a mí, me sujetaron por los brazos y me elevaron a la categoría de rey. Tenía que ser yo, me dijeron, quien llevaría a mi gente en busca de agua, quien los protegería de los extraños, quien fuese a estar atento a todos los sonidos, a todos los peligros, a los crujidos de las ramas. Igual que el elefante. Me obligaron a sentarme en el trono y me enseñaron todas las costumbres de los reyes, me hicieron firmar todos los edictos, había edictos que ordenaban que saliese el sol y que se ocultase, que las aguas de los ríos no detuviesen su marcha, que los loros no parasen sus cantos, que los árboles siguiesen acogiendo a cuanto pájaro decidiese posarse ahí a descansar. A mí me daban risa esos edictos porque yo sabía que no dependía de mí esas cosas, pero me explicaron que mi poder venía de Dios, que yo era un poco Dios, que mis deseos eran órdenes y todos se postraron ante mi paso y yo era el único que podía tener la cabeza erguida y mirar de frente al sol, todos los demás debían caminar agachados, encogidos, sin importar que al final del día tuviesen un terrible dolor de espaldas, que cayesen a su cama extenuados porque si ustedes piensan que a todo se acostumbra el hombre, déjenme decirle que nunca, nunca se acostumbra a tener la cabeza gacha y a perderse el fabuloso espectáculo del cielo. Quise dar un edicto que permitiese a mi edecán mirar el cielo junto conmigo para poder descifran en las estrellas lo que sucedería aquí en la tierra, pero me dijeron que no, que eso contradecía la tradición, es decir lo que los antiguos reyes habían hecho, y yo reí, y les dije que no me importaba lo que hubiesen hecho los anteriores reyes que yo deseaba que todos mis súbditos levantasen la cabeza porque estaba convencido que las ideas no podían crearse en una cabeza inclinada, que solo con la frente alta puede el hombre imaginar y crear. No tardé en descubrir que como ya me habían coronado en ceremonia fastuosa que había demandado gran esfuerzo y en donde se habían consumido todas las reservas del reino, no podían pedirme que mejor no fuese el rey porque no estaban de acuerdo con esos pensamientos míos que pretendían cambiar las costumbres que venían realizando desde hacía tantos años, desde que el mundo era mundo y las cosas eran como son.
Intenté, déjenme decirles, intenté mil maneras de acercarme a mi pueblo del que me llegaban noticias de su hambre, del frío que pasaban en las noches de invierno, de su descontento y sus ilusiones, yo quería gobernar sabiamente, instaurar la justicia, tenía muchas ideas, quería que todos estuviesen felices, que se trabajase lo necesario, que hubiese un tiempo para descansar, para soñar, para pensar y para divertirse, que se ayudase a los más pobres, a las viudas, a los huérfanos. Nadie quiso oír mi discurso, y si bien se hacían los que me oían continuaban en su propio mundo, haciendo a su modo las cosas, teniendo pleitos y acuerdos, inventando guerras con los reinos vecinos, discutiendo por leyes que nunca llegaban a proclamarse. Ninguno de mis consejeros me dio jamás un consejo ni siguió los míos, yo era un rey payaso, un oso al que sacaban a pasear, un bufón, no era de ningún modo un rey.
A veces me da risa recordar cómo me fui entristeciendo, como mi cuerpo, sin tener nada que hacer, no se me permitía realizar ninguna tarea, sin sentir entre los dedos el suave contacto con la tierra húmeda, se fue deteriorando, me fui adelgazando, consumiendo, mi mente vagaba en busca de sentido, me sentía mareado y descartaba todos los placeres que se me ofrecían, ofuscado me sentaba en el rincón más alejado del reino y ahí en el silencio de ese espacio vacío pedía a las fuerzas de la naturaleza, a los dioses mar, río, piedra, sol, monte que me protegiesen, al viento, a las flores, a la tierra, sobre todo a la tierra que retrocediesen el tiempo y me devolviesen a cuando era un simple y feliz labriego.
A veces me da risa verme entre mis recuerdos a mí mismo durante las celebraciones de mi casamiento. La belleza de la novia contrastaba con mi cuerpo envejecido, las alargadas ojeras, el pelo encanecido, las ropas me quedaban sueltas y me arrastraba por ese camino construido para mi paso y mi encuentro con ella, hija de algún otro rey de alguna corte vecina. Ella pretendió consolarme, me susurró palabras de aliento, me sonreía y en el fondo de sus ojos vi cómo me temía, cómo ansiaba tanto como yo la libertad, el ir saltando por el campo como una cierva inundada de alegría, vi su corazón herido por no entender mi tristeza, por estar unida a quien siendo rey hundía la cabeza vencido.
Entonces a veces me da risa recordar mi huída, cómo me fui alejando empujado por el espanto de no poder ser como soñaba ser, crucé los bosques, estuve perdido en las montañas, por las noches me resguardaba del frío en alguna cueva, dormía entre animales, permanecí vagando, buscando, orientándome, tratando de no pensar ni recordar, empezando a gozar de mi rescatada libertad. Es curioso como extrañaba a mi esposa, la reina. Hubiese querido que me acompañase, que me siguiese, que estuviese conmigo para iniciar una nueva vida, ser los dos mendigos, vagar de reino en reino contando a quien quisiese escuchar que alguna vez había sido un rey pero que había huido porque que me parecía un indigno oficio, odiaba ser un fantoche, un ser movido a distancia por hilos que no podía romper.
Déjenme contarles que fui tomado prisionero. Traidor, gritaban enfebrecidos, no se abandona a su pueblo, deberás pagar, traidor. Tres hurras por el rey muerto. Un rey traidor nunca será perdonado. Fue fácil atraparme, pasarme lazos, llevarme a rastras encadenado. Una multitud coreaba a mi paso pidiendo mi muerte y yo solo pude guardar silencio y bajar los ojos dolido.
Estos son mis recuerdos. Supe que alguien, tal vez la reina que sería quien ahora gobernase, pidió clemencia por mí y en vez de apedrearme, de colgarme en la horca o quemarme vivo, me encerraron en la torre, aquí tan alto que no llego a escuchar palabra alguna, el canto de algún pájaro, me está vedado ver la luz del sol, el titilar de las estrellas, el rostro de alguna mujer, una flor que se abre en la mañana, el verde intenso de una hoja que recién nace, la blancura de la espuma del mar que se estira sobre la playa.
A veces me da risa cuando entiendo el triste destino de los reyes, condenados a lucir sonrisas, arrastrar vestiduras, marchar por la vida siendo nadie, morir en un ataque de risa o condenado a la soledad en una torre vacía.

2 comentarios:

  1. QUERIDA CECILIA:

    UN SALUDO MUY AFECTUOSO.
    HAN SIDO PRECIOSOS LOS ÚLTIMOS BLOGS. NOS DELEITAS EL ESPÍRITU.
    TE CONTARÉ QUE ESTUVE EN ESPAÑA Y AL SUR DE FRANCIA, 31 DÍAS. LA PUCP ME ENVIÓ A EXPONER SOBRE EL SISTEMA EDUCATIVO PERUANO.
    ESTUVE DOS DÍAS EN CASA DE ANA ROSA CARRILLO EN BURDEOS. TE RECORDAMOS CON GRAN CARIÑO Y LA GRAN HUELLA QUE DEJASTE EN NOSOTRAS.


    TIENE UNA LINDA FAMILIA, CON SU ESPOSO FRANCÉS Y SUS TRES HIJOS. ES UNA GRAN PROFESIONAL, TRABAJA PARA LA UNIVERSIDAD MONTESQUIEU.
    EN SU FACEBOOK VIMOS FOTOS DE TUS NIETECITAS Y JUSTO UNA FOTO EN QUE ESTAMOS LAS DOS EN UNA DESPEDIDA A TI.
    UN ABRAZO
    RENATA

    ResponderEliminar
  2. Gracias querida Renata, Felicitaciones por tu trabajo por el Perú en el tema tan importante de la educación. Qu e orgullo tengo de ustedes, esas niñas preciosas que me tocó enseñar, resultaron estupendas. Abrazo grande, Ce

    ResponderEliminar

Tu comentario es de gran utilidad para para Abraelazuldelcielo. Ce.