sábado, 12 de abril de 2014

Juan Carlos Onetti, discurso

Me gustan mucho los discursos, creo que quien los escribe piensa mucho con finura y delicadeza en lo que dirá en una ceremonia tan especial como en este caso al recibir el Premio Cervantes.
Esta semana en nuestro taller ABRA tuvimos a Juan Carlos Onetti de invitado. ( Es una forma de decir entre otras cosas porque Onetti, falleció en 1994).

El discurso ( Extracto)


Majestades, excelentísimos señores académicos, dignísimas autoridades, señoras y señores:
Yo nunca he sabido hablar ni bien ni regular. La elocuencia, atributo muy hispánico, me ha sido vedada. Hablo mal en privado, por eso hablo poco en las pequeñas reuniones de amigos, y hablo peor en público, por lo cual sería mejor para ustedes que no les dijera nada. Me resistí siempre a ofrecimientos, insistencias e incredulidades, sin saber que una fatalidad inexorable me obligaría a hablar públicamente, por primera vez, en España.Para desilusión de mis oyentes, muchos de ellos magistrales conversadores, mi torpeza oratoria se vio penosamente confirmada.
Hoy, sin embargo, me presento ante ustedes con temerosa alegría porque, por una única vez, estoy dispuesto a hablar, no sólo porque debo, sino porque quiero hacerlo. Porque quiero manifestar de viva voz -o con una voz más o menos viva- la profundidad de mi gratitud a España.
El viejo Heráclito el Oscuro dejó escritas estas sibilinas palabras: "Si no esperas, no te sobrevendrá lo inesperado". He descubierto que, sin darme cuenta, hubo algo que esperé a lo largo de mi vida, y que, inesperadamente, me ha sobrevenido en España. No me refiero al Premio Cervantes en sí, ni a eso que llaman fama o gloria, sino a una forma de humanidad, de amistad, de cordialidad, de entendimiento que he encontrado aquí, y que dudo se prodigue en otra región de la tierra con tanta generosidad como en ésta. Digo estas palabras no sólo pensando en mí, sino en miles de hijos de América que han hallado su nueva patria en la patria de Cervantes.
Que un hombre, a mi edad, se vea rodeado de pronto, sin merecerlas, por tantas formas de amor y de la comprensión, ya es, en sí mismo, uno de los mejores dones que el destino puede depararle, un regalo de los dioses, algo que, por desgracia, sucede muy pocas veces. En mi caso particular tengo más motivos que la mayoría por estar agradecido: llegué a España con la convicción de que lo había perdido todo, de que sólo había cosas que dejaba atrás y nada que me pudiera aguardar en el futuro. De hecho, ya no me interesaba mi vida como escritor. Sin embargo, aquí estoy, unos cuantos años después, sobrevivido. Esta sobrevida es lo primero que debo a los españoles. Estos años de regalo, en los cuales he vuelto a escribir con ganas, después de mucho tiempo de no hacerlo. He creído, gracias a esta tierra generosa, que todavía tenía algo que decir, un penúltimo grano de arena.
Ya que hablamos de primicias españolas, con relación siempre a mi persona, es conveniente que se sepa que el jurado del Premio Cervantes ha tenido en esta ocasión la quijotesca ocurrencia de otorgar esa gran distinción a alguien que desde su juventud estaba acostumbrado a ser un perdedor sistemático, a un permanente segundón que hasta entonces sólo había pagado a "placé" -o a colocado, como se dice en España- y que no tenía ninguna victoria en su palmarés. No dejo de pensar, a veces, en la irónica y compasiva justicia -o injusticia- de este, para mí, sorprendente fallo con que me han beneficiado. Cervantinos siempre, quijotescos, los miembros del jurado transformaron el pasado molino de viento de mis novelas en un soberbio gigante Briareo de cien brazos.
He leído a Cervantes, y en particular al Quijote, incontables veces. Era un niño cuando lo descubrí, y espero volver a leerlo una vez más, por lo menos, antes de morirme. Lo que nunca pude imaginar, ni siquiera en los momentos más delirantes de mi existencia, es que mi nombre llegara a estar unido al suyo. Hoy, por méritos que otros me han exagerado, lo está. Les agradezco su delirio, superior al mío. Para mí, de todos modos, no puede haber mayor motivo de emoción y de orgullo. Para mí y para todo novelista auténtico.

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