La
llave
Todas las tardes a las
cinco y media, al final de la última clase cuando ya no me daba el cuerpo y
todo lo que deseaba era llegar a mi casa a encontrarme con mis objetos
familiares, con las voces de quienes amaba, con los perros que me daban vueltas
y me lanzaban una lamida cariñosa sin pedirme nada a cambio, corría en busca de
mi amiga P. para encontrar juntas el automóvil y pedirle a Luis su chofer que
acelerase, que cruce de una vez las avenidas para alcanzar pronto el tiempo en
el que seríamos libres para soñar o estirarnos o contemplar alguna estrella. Ya
en el auto, intercambiábamos comentarios, hacíamos planes para la noche del
viernes, nos adelantábamos a la fiesta que se nos tenía prometida en la que
veríamos por fin a quien nos desvelaba y con quien pensábamos bailar durante
toda la noche.
Ese miércoles, Pilou no estaba, tampoco Luis el
chofer, mi clase había durado más de la cuenta y habían partido sin mí, o tal
vez P. se había sentido mal y había
llamado para que la viniesen a buscar. Recuerdo que no pensé mucho antes de
decidirme a caminar. No consideré que mi casa quedaba a unas cuarenta cuadras,
allá, lejos, solo me lancé a un ritmo acelerado tratando de cortar camino, usar
las avenidas que me llevarían pronto.
No tardó en oscurecer. Apuré el paso, justo cruzaba un
bosque y los árboles retorcidos y la soledad del lugar causaron en mí una
tristeza que no podía calmarse con lágrimas o suspiros, solo con velocidad. Ya estaba
perturbada y mi corazón latía ansioso y apretaba los dientes para contener un
grito de auxilio. Fue entonces cuando sentí que alguien me seguía. No voltee a
confirmar mi sospecha, no cabía en mí ningún pensamiento, solo el cansancio, el
impulso de seguir, el convencimiento de que en cualquier instante él me daría
alcance y me haría daño con sus manos toscas y su fuerza.
La oscuridad era casi total cuando tropecé y empecé a
correr, salí del bosque y me encontré en un terreno baldío, me crucé con un pequeño gato ¿o se trataría
de una rata? Ya me dolían las piernas y me reventaba la sien y atrás mío él
acortaba la distancia y en lo sombrío de la noche no hallaba quien me ayudase
hasta que di a parar en un estrecho callejón
en el que solo había una pequeña casa iluminada por un débil farol.
Sentí entonces el peso de la llave en el bolsillo,
en
un instante la tomé entre los dedos y la metí en el ojo de la cerradura. Intenté de nuevo sujetando con las dos manos
la
que me llevaría a la luz, al
día, a la ausencia de miedos, a la posibilidad de hallar una senda que me llevase hasta mis padres, al
abrazo.
Un remanso, una escapadita semanal a tu blog, hace más llevadera la vida en esta ciudad tan polvorienta, desordenada y caótica. Amo Lima pero es estresante.
ResponderEliminarGracias por este espacio maravilloso Ce querida. Rocío