domingo, 14 de septiembre de 2014

La perla y el rey.

Entrevista: Claudio Magris habla de su esposa Marisa Madieri

La perla y el rey

Suplemento Cultura
El autor de Danubio , uno de los intelectuales más importantes de Europa, viajará a Buenos Aires para presentar en la próxima Feria del Libro los textos de su esposa, Marisa Madieri, muerta en 1996: un volumen de memorias, Verde agua , y la fábula El claro del bosque (Editorial minúscula). En esta conversación el escritor triestino se refiere a la vida diaria y las ideas que ambos compartieron, así como al amor por la Mitteleuropa , que fue la materia de sus obras
 

Más allá del talento, de los premios numerosos y de la fama, hay gestos, en apariencia pequeños, que bastan para revelar la calidad de una persona. También bastan para revelar la naturaleza de la relación que une a dos seres, más allá de la distancia o de la muerte. "Si me espera cinco minutos, voy al hotel -está aquí cerca- y le traigo una foto de Marisa. Así podrá ver cómo era ella." Casi sin esperar a que yo le dijera que sí, Claudio Magris, con un entusiasmo juvenil, se levantó de la mesa a la que estábamos sentados en el primer piso del Café de Flore, en París. Menos de diez minutos después, estaba de vuelta. Con un orgullo inocultable en la mirada me tendió una fotografía de Marisa Madieri, su esposa, también escritora, muerta en 1996. Había algo desgarrador y, al mismo tiempo, luminoso en la sencillez con que ese hombre, uno de los intelectuales europeos más importantes de las últimas décadas, me ofrecía la visión de ese rostro tan querido por él. De ese matrimonio, hubo frutos de la carne y del espíritu: dos hijos, Paolo y Francesco, y libros que fueron el resultado de la convivencia y del diálogo entre los dos autores.
Magris es un germanista eminente cuyos ensayos y novelas han rescatado la tradición del mundo de los Habsburgo y evocado la trama compleja de la vida en las fronteras siempre cambiantes de Italia, del imperio austrohúngaro y de los Balcanes: Conjeturas sobre un sable , Danubio , Microcosmos , Utopía y desencanto iluminan desde una perspectiva inesperada y fascinante los hechos y las ideas que alteraron la existencia y la identidad de millones de seres acosados por la historia y la violencia. Magris viajará a Buenos Aires en ocasión de la próxima Feria del Libro, en el mes de abril. Originariamente la visita tenía como finalidad presentar los libros de Madieri, pero a último momento también se agregó la presentación de La exposición , pieza de teatro del propio Magris, basada en la vida del pintor triestino Vito Timmel, muerto en un manicomio.
La obra de Marisa Madieri es breve, poco más de trescientas páginas: Verde agua (1987), El claro del bosque (1992) y La conchiglia e altri racconti (La conchilla y otros cuentos, 1998, publicada póstumamente). La traducción española de Verde agua , aparecida en 2000, recién ha llegado a la Argentina en estos días, junto con la de El claro del bosque , editada a fines de 2002. Las dos obras fueron publicadas por Editorial minúscula y en Buenos Aires sólo se consiguen por ahora en la librería Guadalquivir (Callao 1012).
La simplicidad con que vivió y con que escribió Madieri, muy poco preocupada por que la conocieran más allá del círculo de la gente que quería y le interesaba, parece haberse contagiado a la divulgación de sus libros, confiada a editores y traductores muy serios (Valeria Bergalli, en España), conmovidos por la prosa llana y directa de la autora. Se trata de una obra cuyo reconocimiento lento, pero continuo, ha quedado librado a la recomendación de lectores alertas, cada vez más numerosos.
El exilio y el mar
En Verde agua , Marisa Madieri narra su niñez y adolescencia. Las memorias de aquellos años se entrelazan con comentarios, retratos y descripciones del momento en que la autora escribe su libro. Cada entrada está marcada con la fecha de escritura del fragmento. La primera anotación es del 24 de noviembre de 1981; la última, del 27 de noviembre de 1984.
"Conocí a Marisa cuando cursábamos el bachillerato en el mismo liceo", recuerda Magris. "Ella estaba, como lo cuenta en su libro, en lo que los muchachos llamábamos la división de los bacalaos, porque no había en todo ese grupo de chicas adolescentes una sola que tuviera las formas de una mujer. Pero no fue entonces cuando nos enamoramos. Nos volvimos a encontrar en 1962, en una fiesta. Yo ya vivía en Turín. Teníamos amigos comunes. Marisa ya no era un bacalao. Me gustó su rostro de pómulos altos, marcados, una huella de su origen húngaro. Los ojos eran oscuros y profundos. Tenía algo de selvático, pero también de clásico en la manera de mirar, de moverse, en su comportamiento y en sus rasgos. Ella se describe con mucha dureza. Y, sin duda, uno podía pensar en un primer acercamiento que era una mujer dura. Cuando empecé a frecuentarla, era como una ostra, cerrada. Después cambió. Los dos nos influimos mutuamente. Sin ella, yo habría sido un neurótico patético. Entre sus brazos, me convertí en un hombre, en un rey. Los dos nos inspiramos seguridad. Ella conquistó a mi lado un sentimiento de libertad y de expansión. Era muy valiente, pero también tímida y, junto a mí, aprendió a vencer esa timidez para defender en presentaciones públicas las causas en las que creía. Economizaba las palabras, era muy precisa. Hablar de Marisa me resulta muy difícil. Temo caer en la hagiografía. En sus juicios, era muy sobria. Detrás de la cerrazón inicial de Marisa, de esa frágil coraza, había un temperamento apasionado y mucho sentido del humor. La dureza provenía precisamente de lo que había debido superar en la infancia."
La ostra, de la que habla Magris, se abrió bajo el influjo de la atmósfera italiana y del carácter expansivo de su esposo, y dentro de ella había, como en los cuentos, una perla inestimable.
Marisa Madieri nació en Fiume en 1938. Cuando terminó la Segunda Guerra, la ciudad fue ocupada por los yugoslavos. Entre 1947 y 1948, a los italianos que todavía vivían allí se les exigió que adoptaran la ciudadanía yugoslava o que abandonaran el país. Los Madieri optaron por emigrar a Italia. Hasta que la partida se concretó, la familia debió padecer un año de marginación y de hostigamiento. Fueron desalojados de la casa en la que hasta entonces habían vivido. El padre de Marisa perdió su trabajo y fue encarcelado por haber escondido dos valijas de un perseguido político que había tratado de escapar. Este había sido capturado y, al ser interrogado, había mencionado las valijas en poder de Madieri.
En el verano de 1949, Marisa y su hermana Lucina, llevadas por la madre y la abuela paterna (que estaba enferma de cáncer), dejaron Fiume. En la cárcel, quedaba el padre, que se reuniría con ellas un tiempo después.
Cuando llegaron a Trieste, Marisa se sintió deslumbrada por la belleza de la ciudad y del mar, por la abundancia de diarios, de revistas, por la comida y las ropas que veía en las vitrinas de los negocios. Pronto comprendió que tendría acceso a muy poco de todo eso. Las Madieri, en calidad de refugiadas, fueron enviadas al campamento de Silos, especie de enorme depósito en el que se amontonaban quienes escapaban del régimen de Tito. Afortunadamente habían sido precedidas en el exilio por los Quarantotto, abuelos maternos de Marisa, y sus dos hijos, el tío Alberto y el tío Vittorio. El tío Alberto, con su esposa Ada, vivía en Venecia, mientras que el tío Vittorio vivía en Como. Para que las dos chicas no sufrieran la atmósfera opresiva de Silos, el tío Alberto se llevó a Marisa a Venecia y el tío Vittorio se fue con Lucina a Como.
"Marisa amaba a la familia de su padre y de su madre", continúa Magris, "pero la descripción que hace de ella en Verde agua no es nada dulzona." El retrato de la abuela Quarantotto es admirable desde el punto de vista literario, pero muestra con un humor shakesperiano todo el egoísmo de esa anciana, capaz de sacrificar a los suyos con tal de tener un papel protagónico. La abuela no quería abandonar el campo de refugiados, a pesar de que tenía dinero para ello -cuidadosamente oculto- porque con su voluntad de liderazgo se había ganado el papel honorífico de "alcaldesa" de Silos y se hacía fotografiar como una estrella junto a los funcionarios que visitaban el depósito. Marisa tampoco oculta las miserias de uno de sus tíos, Domenico. La madre de Marisa había prevenido a ésta y a su hermana que nunca se quedaran a solas con él. Durante mucho tiempo, Domenico había tenido escondida a su mujer en un altillo adonde él subía para violarla y pegarle. Por si fuera poco, se decía, con bastante fundamento, que también abusaba de sus hijas. Marisa cuenta todo eso sin emitir juicios, sin condenar, casi al pasar, como un hecho más de la vida cotidiana.
En Verde agua , Madieri quiso rendir tributo a la memoria de su madre, que había vivido tironeada entre el hombre del que se había enamorado, y con quien se habían casado, y su propia madre, la despótica abuela Quarantotto. Gracias al empecinamiento de la madre, Marisa y su hermana lograron estudiar, a pesar de que el padre, Gigio, estaba decidido a que, una vez terminada la escuela primaria, las chicas fueran a trabajar. Marisa cursó estudios en un colegio religioso. Su profunda inteligencia impresionó a las monjas del Instituto Capostrini. Una media beca de una entidad estatal, "la Posbélica", y la reducción del pago de la pensión mensual por parte de las monjas, le permitieron a Marisa continuar su educación. Más tarde el catolicismo aprendido por Madieri en esas aulas se depuró hasta convertirse en una celebración de la vida, que no intentaba ocultar las sombras de la existencia.
La crueldad de la naturaleza
"Marisa se consideraba italiana-prosigue Magris- pero al escribir Verde agua descubrió sus orígenes eslavos. No tenía una mentalidad política y mucho menos políticamente correcta. Su vida personal fue afectada desde la niñez por la historia. Su catolicismo y su fe en Dios eran muy especiales. En El claro del bosque , especie de fábula negra, cuenta los días de una margarita, Dafne. La naturaleza aparece allí en todo su esplendor, pero también en toda su crueldad. No es una narración edificante. El final, abrupto, puede parecer un acto de sadismo infligido al lector. Marisa escribió ese libro antes de enfermarse. Para imaginar cómo podía vivir una margarita, adoptaba comportamientos que, al principio, me resultaban extraños. Yo no sabía que estaba trabajando en ese libro y me asombraba sorprenderla, de pronto, tendida en el suelo, observando lo que la rodeaba. Quería ver la realidad desde la perspectiva de una margarita. En su corta existencia, Dafne conoce casi todo lo que puede conocer un ser vivo: el cariño de los padres, los celos, el amor, la envidia de los otros, la frivolidad, la belleza, el misterio del universo representado por la noche infinita y las estrellas. A Marisa le interesaba lo que podríamos llamar la vida menor: la vida de las otras especies, de los objetos cotidianos, pero también la de los seres anónimos que pasan su existencia a la sombra de otros tocados por la gloria, la fama, o la tragedia."
Antes de morir, Madieri estaba escribiendo La conchilla , una novela en la que un anciano recuerda a la mujer que amó. Ese texto, de una prosa bellísima, quedó incompleto, pero se publicó junto con una serie de relatos. La autora sabía entonces que se iba a morir, pero eso no alteró en nada su método de trabajo. "Tenía una actitud de gran sabiduría respecto de la muerte", dice Magris. "No quería morirse, pero no ignoraba que estaba condenada. La angustia no la llevaba a apurarse para terminar lo que había empezado. Era consciente de que si aceleraba la escritura de las obras que había comenzado iba a perjudicar lo que escribía. Ella, que creía en Dios, veía la experiencia de la muerte como un combate en el que, por designio divino, debía hacer todo lo posible para contrariar otra decisión de esa misma voluntad superior. Dios concedió a cada criatura la voluntad y el instinto de vivir; sin embargo también ha marcado el momento en que cada uno de nosotros debe abandonar este mundo. Marisa iba a morir, pero era su obligación, como ser humano, hacer todo lo posible por continuar viviendo."
Madieri vivía esa contradicción entre la fe, la razón y Dios con la serenidad y la lucidez de una creyente. Sabía que, como tal, debía librar un combate con el Ser Supremo. Decía: "No le voy a hacer las cosas fáciles. El -Dios- sabe lo que hace, pero yo debo luchar por mi vida precisamente por eso".
Pocos días antes de la muerte de Marisa, un amigo de Magris, el cardenal Silvestrini, que estaba de vacaciones y se encontraba de paso por Trieste, lo llamó por teléfono. Había perdido un avión y se encontraba varado en la ciudad. Le dijo al escritor que quería ver a Marisa antes de que muriera, pero no quería incomodarla si ella no estaba en condiciones de recibirlo. Magris le respondió que fuera a visitarla. Cuando el cardenal apareció en la puerta de la habitación de Marisa, ella le dijo: "Estamos listos si los que gobiernan la Iglesia no saben organizar sus vacaciones". Silvestrini se sonrió. Le preguntó cómo estaba y ella le contestó: "Lucho contra Su voluntad".
"Marisa y Silvestrini se trataban de usted -comenta Magris-. A ella no le gustaba la costumbre actual del tuteo que borra las diferencias entre las relaciones y crea muchas veces el espejismo de una falsa intimidad. Además, le recordaba el `tú´ político del 68. El cardenal le pidió permiso para tutearla. Ella le dijo: `Llegados a esta altura de la vida, creo que podemos permitírnoslo´.
El amor y el Danubio
"Era una mujer muy precisa en el lenguaje", recuerda Magris. "Esa precisión no tenía que ver sólo con el uso de la lengua, sino también con la moral. Le gustaba emplear la palabra justa. La precisión para ella era una cuestión ética más que estética. Recuerdo una vez en que un filósofo italiano vino a casa a comer. El huésped elogió un plato y dijo algo así como : `¡Qué bueno este plato de mariscos!´ Marisa le aclaró: `Son cefalópodos´. Esa claridad me resultaba de gran ayuda en mi propio trabajo. El afán de rigor la llevaba a distinguir de inmediato qué sobraba en mis textos. Los cortaba con una sabiduría maravillosa. Ella era la primera en leer lo que yo escribía. Ademas, colaboraba en las investigaciones que yo debía hacer para mis obras. No sólo buscaba datos, corregía fechas o nombres; además, sabía ver mucho mejor que yo los colores y los detalles. En cierto sentido, me enseñó a mirar. A ella le debo la idea de mi libro Danubio . En 1982, hicimos un viaje por Eslovaquia. Un día hermosísimo, estábamos en una colina desde donde dominábamos el río. Marisa me dijo que sería hermoso contar el Danubio como un museo. Y comprendí que tenía razón. El Danubio es un museo en el que se encuentran reunidas, preservadas, las razas, las religiones, las obras de arte, las lenguas oficiales, los dialectos, las literaturas que atestiguan los triunfos, las miserias, la felicidad y el dolor de los seres que habitaron en sus márgenes. Sentí en ese momento, contemplando ese curso de agua, que éramos como dos enamorados sentados ante una exposición. Delante de nosotros, se desplegaban los siglos. En ese libro, intenté salvar del olvido pequeñas historias, mostrar la fragilidad de la identidad de todo lo que tiene que ver con lo humano. Millones de hombres y mujeres que vivieron a orillas del Danubio no saben a qué país pertenecen, no saben qué tradición reivindicar. O cuando lo saben, esa identidad o esa tradición no es la que se corresponde con la documentación que poseen, con lo que les indican sus pasaportes. La gran historia le ha jugado una mala pasada a la pequeña historia de cada uno de ellos."
Marisa Madieri fue uno de esos seres. La ciudad en que nació, Fiume, hoy se llama Rijeka. Las migraciones del siglo XX la llevaron a Trieste, donde encontró a un hombre cuyos libros no son sino un intento de comprender y de salvar los hechos memorables de quienes han poblado esas tierras a menudo castigadas por la sed de poder. Los dos, Marisa y Claudio, estuvieron unidos no sólo por el amor recíproco, sino también por el amor a esas trágicas fronteras y a la belleza del mar, de los bosques y las montañas que fueron el majestuoso escenario de la ambición humana. Sin embargo, no hay nostalgia ni en los libros de ella ni en los de él. Dice el escritor: "No tengo nostalgia del pasado porque siempre he sentido, y Marisa coincidía conmigo, que en el presente está el pasado. El pasado no existe. Las cosas son". Los libros entrelazados y complementarios de ambos son un testimonio de esa fe y de ese amor. .
Por Hugo Beccacece De la Redacción de LA NACION París, 2003

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