Siguiendo una vocación
(El
origen de nuestro taller de lectura)
Cuando veo
a un niño pequeño pienso que cuando crezca utilizará sus dones, que encontrará
aquello que lo haga feliz, las personas que lo acompañen en su proyecto, que seguirá
su vocación. Pues bien, alguien al verme de niña debió decir: tiene alma de
maestra.
En una transversal de la calle
Conquistadores en San Isidro había un callejón. Yo había escuchado la expresión
criolla “Callejón de un solo caño” y sí,
había un solo caño en el que la gente se aseaba y lavaba su ropa. Íbamos ahí
porque ahí tenía su taller un zapatero muy bueno, y también vivía Salinas, el
viejo guardián de la laguna del Olivar a la que yo adoraba ir. Eran cuartos muy precarios a los lados de un
pasillo cubierto de ropa tendida, los techos eran hechos con trozos de madera
de cajones de fruta, los cordones de luz cruzaban para encender un foco en cada
cuarto.
No sé con qué motivo durante un
tiempo un par de veces a la semana
llevaba a los niños del callejón al bosque y ahí les contaba cuentos que iba
inventando.
Las veces en las que visitaba a
mis primas, les pedía que me dijeran que clase de cuento querían que les
contara, no uno tradicional como la Cenicienta, sino por ejemplo, el de la niña
que un día aprendió el idioma de las lombrices.
En el colegio permanecíamos en la
iglesia por muchas horas, y yo cuando terminaba de observar los rincones, la
luz que atravesaba los vitrales, las distintas imágenes y a mis compañeras que con
la cabeza gacha, cubiertas con velo blanco, me daban la espalda, entonces,
abría mi misal y escogía alguna de mis estampas y conversaba con el santo
representado. -¿Qué le diría? ¿Le haría preguntas o le contaría lo que deseaba
y sentía haciéndolo mi confidente?
En la clase ponía mis colores en
orden de tamaño y les tomaba la lección. Me había convertido en maestra y ponía
al color azul o al verde a recitar los nombres de los incas o a enumerara las
partes de la flor.
Lastenia que estaba a cargo de nosotros, se preocupaba
de que nos vistiésemos, comiésemos, hiciésemos nuestras tareas. Recuerdo que la sentaba al
frente mío y le enseñaba la lección que yo tenía que aprender, le explicaba la
leyenda de los hermanos Ayar o la hacía repetir los departamentos del Perú. Mientras le enseñaba, también yo aprendía y al
día siguiente podía dar una buena lección. Dócilmente Lastenia dejó que yo
fuese su pequeña maestra.
La señora que vivía frente a mi
casa me contrató para que ayudase a sus hijas con sus tareas, y luego fueron
unas niñas colombianas, y después unas chicas que venían de España y debían
saber historia del Perú.
Fui así aprendiendo a enseñar. A
seguir una vocación a la que he dedicado
mucho tiempo de mi vida. Comunicar, buscar las palabras para aclarar ideas, imaginar
frente a ellos, mostrar el gozo por aprender, por descubrir, la fascinación por
las historias, por los cuentos.
Fui a ofrecerme al Centro para Audición
y lenguaje para enseñar a los chicos a pintar. Sin tener método para enseñar a
personas sordas ni saber dibujar muy bien,
me paré frente a la pizarra y dibujé unos edificios altos y un pequeño
perro. Con el apuro, olvidé ponerle ojos al perro y entonces una niña llamada
Milagros se me acercó, me quitó la tiza y le puso dos grandes ojos a mi perro
después de darse un pequeño golpe en la
cabeza con el puño y señalarme, diciéndome que cómo se me ocurría no ponerle
ojos, golpeé imitándola mi cabeza, entendiendo perfectamente que para alguien
que no oye, no tener ojos debe ser terrible.
Una amiga me llama y me ofrece
dejarme su trabajo como maestra para niñas de primero y segundo de media en un
colegio. Acepto de inmediato. Compensé el no haber estudiado educación con la alegría de mi juventud, con
el entusiasmo y la felicidad que me causaba haberme convertido en un abrir y
cerrar de ojos en “maestra”. Imitando las estrategias de profesoras me
desempeñé bastante bien, aunque tuviese que estudiar media hora antes la
lección que tenía que dar. Mientras las demás profesoras se quejaban los lunes,
yo lucía radiante, llena de planes: las haría construir puentes colgantes y
quipus y luego haríamos una exposición. Al cabo de unos años, en los
jardines de la Universidad Católica me encontré con una de mis alumnas, ella me
dijo: -Estudié historia por ti.- Orgullosa de haber sabido transmitir amor por
nuestra historia, curiosidad por el pasado, la abracé. Ahora vive en Francia y
es catedrática en la universidad.
Siempre me han interesado las
noticias relacionadas con maneras diferentes de enseñar. Creo que los maestros deben ser personas que
contagien su pasión por el conocimiento, que compartan aquello que han
aprendido, que muestren su humanidad, anécdotas de su propia vida y que
muestren interés por la vida y las historias de sus alumnos. Que sepan despertar preguntas, que den espacio
para que puedan expresarse y crear. Enseñar es intercambiar vidas, dar y recibir
lo que nos sucede, lo que soñamos, aquello que nos hace sufrir o nos detiene en
el cumplimiento de nuestras metas.
Con la Madre Mariana Cárrigan
religiosa norteamericana de origen irlandés de la orden de Maryknoll colaboré
en la construcción de un colegio para niños especiales en época del gobierno
militar. Hicimos trámites, nos
adjudicaron un terreno, obtuvimos
donaciones de materiales, conseguimos maestros y se creó este Centro de
Educación especial de Pamplona alta que sigue hasta hoy brindando atención a
muchos niños. En ese tiempo a los niños de retardo y con problemas de audición,
la madre Mariana añadió a niños lisiados que no podían transportarse a otros
colegios y ella adquirió una camioneta que acondicionó para recogerlos, y pudiesen
asistir al colegio. Muchas veces estuve con estos niños preguntándoles por lo
que habían soñado la noche anterior, haciendo dibujos, preguntándoles de dónde
eran sus padres, cómo se habían enamorado.
Desde chica tuve afición por
recortar revistas, las imágenes que más me gustaban y artículos del periódico
que hablaban de temas que me impresionaban. Conforme fui interesándome más por
la literatura, los recortes fueron de escritores, entrevistas, cuentos que iba
sacando de revistas y periódicos de otros países que me ingenié en conseguir. Sin
saberlo, estaba formando mi archivo, el material de trabajo que sería de gran
utilidad en el taller que tuve la suerte de iniciar.
Habiendo asistido a diferentes
talleres de literatura acá en Lima pero también en Argentina, viendo que en
Buenos Aires se realizaban talleres vecinales sin mayor pretensión, impulsada
por un asalto que sufrí al salir de uno de mis talleres, comencé el mío. Alguien
rompió con una bujía la luna de mi auto y me robó la cartera. Muy asustada, con
vidrios en la boca, llorando, decidí que no regresaría más. ¿Qué haré sin mis clases? -Hacer mi propio taller, me respondí. Puse
avisos en el barrio y una amiga querida puso una nota en su revista. Las clases
empezaron en el verano de 1999 y yo
temblaba imaginando que me harían preguntas que no sabría responder. -Les diré
que no sé, -me dije, y en muy poco tiempo me sentí a mis anchas, feliz viendo
lo contentas que estaban las participantes y la manera tan agradable que
pasábamos esas dos horas cada martes.
Inventé mi propio método y con la complicidad de las alumnas logramos un
espacio al que bautizamos como ABRA. Durante unos años fue un taller de lectura
y escritura pero con el tiempo se ha convertido en taller de lectura aunque
hacemos algunos ejercicios de imaginación y de creación.
No sé quien disfruta más con el
taller, si ellas o yo. Siento que es un regalo de la vida, algo fantástico que
me ha sucedido. Nada es rígido, no tenemos un programa definido, cada sesión
comienza y termina, vamos saltando por diferentes escritores, hombres y
mujeres, latinoamericanos o europeos, orientales o norteamericanos. Vamos directo a los textos, con alguna
información sobre el autor y su ubicación histórica, buscamos especialmente aprender las diferentes maneras
en las que el hombre se comporta, enfrenta dificultades, ama, sufre, se
relaciona, pelea, muere. Y luego de leer en voz alta el cuento, participando una
a una en esta lectura, conversamos sobre lo que se nos ha mostrado y
descubrimos cómo podemos tener puntos de vista tan distintos y cómo podemos
sumar a nuestra opinión, la opinión de los demás. El nombre ABRA significa para
mí una grieta entre dos montañas por
donde pasa la luz. Dejar de lado las inquietudes personales, la preocupación
por el futuro, las incomodidades del tráfico y la delincuencia, para
sumergirnos en otras vidas, saltar de la realidad a la ficción, alimentar
nuestra realidad con la ficción, aprender, conocer cada vez un autor diferente,
escucharlo responder entrevistas, explicar que es lo que lo hace escribir,
hacer nuestra su originalísima manera de mirar el mundo y de vivir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Tu comentario es de gran utilidad para para Abraelazuldelcielo. Ce.