domingo, 22 de noviembre de 2015

Siguiendo una vocación

  

 Siguiendo una vocación 





                                            (El origen de nuestro taller de lectura)

Cuando veo a un niño pequeño pienso que cuando crezca utilizará sus dones, que encontrará aquello que lo haga feliz, las personas que lo acompañen en su proyecto, que seguirá su vocación. Pues bien, alguien al verme de niña debió decir: tiene alma de maestra.
En una transversal de la calle Conquistadores en San Isidro había un callejón. Yo había escuchado la expresión criolla “Callejón de un solo caño”  y sí, había un solo caño en el que la gente se aseaba y lavaba su ropa. Íbamos ahí porque ahí tenía su taller un zapatero muy bueno, y también vivía Salinas, el viejo guardián de la laguna del Olivar a la que yo adoraba ir.  Eran cuartos muy precarios a los lados de un pasillo cubierto de ropa tendida, los techos eran hechos con trozos de madera de cajones de fruta, los cordones de luz cruzaban para encender un foco en cada cuarto. 


No sé con qué motivo durante un tiempo un par de veces  a la semana llevaba a los niños del callejón al bosque y ahí les contaba cuentos que iba inventando.
Las veces en las que visitaba a mis primas, les pedía que me dijeran que clase de cuento querían que les contara, no uno tradicional como la Cenicienta, sino por ejemplo, el de la niña que un día aprendió el idioma de las lombrices.
En el colegio permanecíamos en la iglesia por muchas horas, y yo cuando terminaba de observar los rincones, la luz que atravesaba los vitrales, las distintas imágenes y a mis compañeras que con la cabeza gacha, cubiertas con velo blanco, me daban la espalda, entonces, abría mi misal y escogía alguna de mis estampas y conversaba con el santo representado. -¿Qué le diría? ¿Le haría preguntas o le contaría lo que deseaba y sentía haciéndolo mi confidente?
En la clase ponía mis colores en orden de tamaño y les tomaba la lección. Me había convertido en maestra y ponía al color azul o al verde a recitar los nombres de los incas o a enumerara las partes de la flor.
Lastenia  que estaba a cargo de nosotros, se preocupaba de que nos vistiésemos, comiésemos, hiciésemos  nuestras tareas. Recuerdo que la sentaba al frente mío y le enseñaba la lección que yo tenía que aprender, le explicaba la leyenda de los hermanos Ayar o la hacía repetir los departamentos del Perú.  Mientras le enseñaba, también yo aprendía y al día siguiente podía dar una buena lección. Dócilmente Lastenia dejó que yo fuese su pequeña maestra.
La señora que vivía frente a mi casa me contrató para que ayudase a sus hijas con sus tareas, y luego fueron unas niñas colombianas, y después unas chicas que venían de España y debían saber historia del Perú.
Fui así aprendiendo a enseñar. A seguir una  vocación a la que he dedicado mucho tiempo de mi vida. Comunicar, buscar las palabras para aclarar ideas, imaginar frente a ellos, mostrar el gozo por aprender, por descubrir, la fascinación por las historias, por los cuentos.
Fui a ofrecerme al Centro para Audición y lenguaje para enseñar a los chicos a pintar. Sin tener método para enseñar a personas sordas ni saber dibujar  muy bien, me paré frente a la pizarra   y dibujé unos edificios altos y un pequeño perro. Con el apuro, olvidé ponerle ojos al perro y entonces una niña llamada Milagros se me acercó, me quitó la tiza y le puso dos grandes ojos a mi perro después de  darse un pequeño golpe en la cabeza con el puño y señalarme, diciéndome que cómo se me ocurría no ponerle ojos, golpeé imitándola mi cabeza, entendiendo perfectamente que para alguien que no oye, no tener ojos debe ser terrible.
Una amiga me llama y me ofrece dejarme su trabajo como maestra para niñas de primero y segundo de media en un colegio. Acepto de inmediato. Compensé el no haber estudiado  educación con la alegría de mi juventud, con el entusiasmo y la felicidad que me causaba haberme convertido en un abrir y cerrar de ojos en “maestra”. Imitando las estrategias de profesoras me desempeñé bastante bien, aunque tuviese que estudiar media hora antes la lección que tenía que dar. Mientras las demás profesoras se quejaban los lunes, yo  lucía radiante, llena de planes: las haría construir puentes colgantes y quipus y luego haríamos una exposición. Al cabo de unos años, en los jardines de la Universidad Católica me encontré con una de mis alumnas, ella me dijo: -Estudié historia por ti.- Orgullosa de haber sabido transmitir amor por nuestra historia, curiosidad por el pasado, la abracé. Ahora vive en Francia y es catedrática en la universidad.
Siempre me han interesado las noticias relacionadas con maneras diferentes de enseñar.  Creo que los maestros deben ser personas que contagien su pasión por el conocimiento, que compartan aquello que han aprendido, que muestren su humanidad, anécdotas de su propia vida y que muestren interés por la vida y las historias de sus alumnos. Que  sepan despertar preguntas, que den espacio para que puedan expresarse y crear.   Enseñar es intercambiar vidas, dar y recibir lo que nos sucede, lo que soñamos, aquello que nos hace sufrir o nos detiene en el cumplimiento de nuestras metas.
Con la Madre Mariana Cárrigan religiosa norteamericana de origen irlandés de la orden de Maryknoll colaboré en la construcción de un colegio para niños especiales en época del gobierno militar. Hicimos trámites,  nos adjudicaron  un terreno, obtuvimos donaciones de materiales, conseguimos maestros y se creó este Centro de Educación especial de Pamplona alta que sigue hasta hoy brindando atención a muchos niños. En ese tiempo a los niños de retardo y con problemas de audición, la madre Mariana añadió a niños lisiados que no podían transportarse a otros colegios y ella adquirió una camioneta que acondicionó para recogerlos, y pudiesen asistir al colegio. Muchas veces estuve con estos niños preguntándoles por lo que habían soñado la noche anterior, haciendo dibujos, preguntándoles de dónde eran sus padres, cómo se habían enamorado.
Desde chica tuve afición por recortar revistas, las imágenes que más me gustaban y artículos del periódico que hablaban de temas que me impresionaban. Conforme fui interesándome más por la literatura, los recortes fueron de escritores, entrevistas, cuentos que iba sacando de revistas y periódicos de otros países que me ingenié en conseguir. Sin saberlo, estaba formando mi archivo, el material de trabajo que sería de gran utilidad en el taller que tuve la suerte de iniciar.
Habiendo asistido a diferentes talleres de literatura acá en Lima pero también en Argentina, viendo que en Buenos Aires se realizaban talleres vecinales sin mayor pretensión, impulsada por un asalto que sufrí al salir de uno de mis talleres, comencé el mío. Alguien rompió con una bujía la luna de mi auto y me robó la cartera. Muy asustada, con vidrios en la boca, llorando, decidí que no regresaría más. ¿Qué haré sin mis clases?  -Hacer mi propio taller, me respondí. Puse avisos en el barrio y una amiga querida puso una nota en su revista. Las clases empezaron en el verano  de 1999 y yo temblaba imaginando que me harían preguntas que no sabría responder. -Les diré que no sé, -me dije, y en muy poco tiempo me sentí a mis anchas, feliz viendo lo contentas que estaban las participantes y la manera tan agradable que pasábamos esas dos horas cada martes.  Inventé mi propio método y con la complicidad de las alumnas logramos un espacio al que bautizamos como ABRA. Durante unos años fue un taller de lectura y escritura pero con el tiempo se ha convertido en taller de lectura aunque hacemos algunos ejercicios de imaginación y de creación. 
No sé quien disfruta más con el taller, si ellas o yo. Siento que es un regalo de la vida, algo fantástico que me ha sucedido. Nada es rígido, no tenemos un programa definido, cada sesión comienza y termina, vamos saltando por diferentes escritores, hombres y mujeres, latinoamericanos o europeos, orientales o norteamericanos.  Vamos directo a los textos, con alguna información sobre el autor y su ubicación histórica, buscamos  especialmente aprender las diferentes maneras en las que el hombre se comporta, enfrenta dificultades, ama, sufre, se relaciona, pelea, muere. Y luego de leer en voz alta el cuento, participando una a una en esta lectura, conversamos sobre lo que se nos ha mostrado y descubrimos cómo podemos tener puntos de vista tan distintos y cómo podemos sumar a nuestra opinión, la opinión de los demás. El nombre ABRA significa para mí  una grieta entre dos montañas por donde pasa la luz. Dejar de lado las inquietudes personales, la preocupación por el futuro, las incomodidades del tráfico y la delincuencia, para sumergirnos en otras vidas, saltar de la realidad a la ficción, alimentar nuestra realidad con la ficción, aprender, conocer cada vez un autor diferente, escucharlo responder entrevistas, explicar que es lo que lo hace escribir, hacer nuestra su originalísima manera de mirar el mundo y de vivir.




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