domingo, 28 de agosto de 2016

De pérdidas y encuentros

Este artículo de Antonio Muñoz Molina,escritor español sobre perderse en las ciudades y encontrarse en determinados sitios, una plazuela que no habíamos visto nunca, me hizo sentarme a escribir estas tres pequeñas historias en donde  algo o  alguien  se pierde. Tengo en la memoria otras historias de pérdidas sin encuentro que tienen otro tono o perdidas con encuentro pero más desgarradoras que decidí guardar para otro momento. Acá está pues primero el artículo de Antonio y luego os míos.


Encontrarse, perderse/ Antonio Muñoz Molina



No sé qué me gusta más de ir por las ciudades, si encontrar sin dificultad el sitio que voy buscando o perderme en la búsqueda y encontrar entonces algo que no había previsto, pero que puede gustarme más aún. Ya sé que con Google Maps y con el iPhone perderse se ha vuelto un anacronismo. Pero hay anacronismos que tienen no sólo su encanto, sino también su utilidad. Hasta hace muy poco parecía que caminar por las ciudades era un anacronismo, comparado con la modernidad de ir en coche por ellas. Los urbanistas se pusieron en contra de que en las ciudades hubiera distancia abarcables a pie. Eso me recuerda al arquitecto Saenz de Oiza, al que le escuché una vez decir en una conferencia que ya estaba bien de sentimentalismos, que el porvenir de las ciudades era Los Angeles, porque había habido un tiempo en el que las ciudades tenían el tamaño de ir a pie, y luego el de ir a caballo, y que ahora tenían que adaptarse a la velocidad del coche, y santas pascuas. Y como decía Gila, el que no aguante una broma que se vaya del pueblo. También dijo una cosa estupenda: dijo que ahora-entonces- la gente se entera de la realidad viendo la televisión, no mirando por la ventana, como en el pasado lamentable, así que en la arquitectura contemporánea las ventanas carecían de toda importancia.
Pero me he perdido. Me ha pasado como con las calles de Amsterdam. Que unas veces me parece que ya he estado en un sitio -un canal, un puente, una torre puntiaguda de iglesia al fondo- y resulta que no he estado, y otras veces pienso que no sé dónde estoy y un pequeño detalle -una escultura, el letrero de una tienda- me advierten que sí sé donde estoy, pero que he cambiado de esquina, así que lo familiar me ha parecido distinto.
El resultado es un disfrute permanente. Disfruto de llegar a donde iba, con mi mapa y sin iPhone, y disfruto también de perderme. Hoy, por ejemplo, gracias a que me había perdido, he encontrado por fin algo que echaba de menos en la ciudad, y que me parecía un defecto grave: una buena heladería. Y como era tan buena y llevaba tanto tiempo sin tomar helados y me he comprado uno de cucurucho con dos bolas y hacía tanto calor he tenido que tomármelo a toda velocidad para que no se derritiera. Y gracias también a ese extravío he descubierto el extraordinario Westerpark, y cerca de él una barriada de viviendas sociales con una arquitectura contemporánea de mucha calidad, con imaginación y solidez, afortunadamente anacrónicas: tienen ventanas estupendas, están conectadas con el corazón de la ciudad por calles transitables a pie y carriles de bicicleta.
Y cuando ya estaba resignado a haberme perdido, he doblado una esquina y he encontrado lo que buscaba: una plazoleta que se llama Watertorenplein. Cerca de ella pasa un canal inundado de bambúes. Hay un depósito futurista de agua -por la indicación de un vecino deduzco que es la Watertoren del nombre-, unos bloques de viviendas con muchos jardines, unos edificios de ladrillo industrial como de principios del siglo pasado. Por el barrio se ven emigrantes musulmanes, probablemente marroquíes. Y me siento en un banco a descansar de la caminata y a ver pasar ciclistas y tranvías.

De pérdidas y encuentros:

Era 1970 y estábamos en San Francisco en una tienda de varios pisos. Subimos y bajamos por las escaleras mecánicas, cada uno se distrajo con lo que le gustaba y en una de esas me sentí perdida. No sabía si subir o bajar o quedarme quieta para encontrarnos. Me imaginaba que al día siguiente los titulares de los periódicos darían cuenta de que una joven peruana recién casada había sido abandonada en el piso seis de la tienda más grande de San Francisco, un rato estuvo bien para jugar a imaginar pero a la media hora estaba a punto de llorar. Ni siquiera recordaba el nombre de nuestro hotel. ¿Cómo nos encontraríamos? Alguien compasivo se quedo mirando mi cara compungida y solo atine a decirle: 
—“I lost my husband.” Como quien pierde un niño o un cachorrito. Que gusto tuve cuando nos encontramos y después de contarle la angustia que había sentido, me colgué de su brazo y no lo solté en toda la tarde. 
Al cabo de unos meses, el día de mi santo, supe que su desaparición había tenido un motivo, me había comprado un precioso pañuelo de la india que yo había dicho que me gustaba. Y como se trataba de esconder y encontrar puso mi regalo debajo de la pequeña mesa y yo lo encontré tras buscarlo en todos los rincones. Abrazo encantada. A nuestro regreso a Lima, cuando recién había dado a luz a mi hijo mayor, fuimos al matrimonio de mi mejor amiga. Tenía en la cintura el famoso pañuelo amarillo y verde y varias personas comentaros lo lindo que les parecía. Era un pañuelo con historia que debí mantener durante toda mi vida, pero al poco tiempo lo deje olvidado quién sabe dónde y se lo encontró quién sabe quién y seguro que todavía estará por ahí dando vueltas sin que jamás lo vuelva a encontrar.
Una amiga muy querida y su esposo estaban en el metro de New York con sus cinco hijos, todos chicos, porque no creían en el control de natalidad y habían ido naciendo uno tras otro. Cuando estaban por bajar en la estación que debían, los contaron y vieron que faltaba el más chiquito. Bajaron de todos modos, espantados y el esposo tomo el tren que iba hacia atrás y fue bajando en una y en otra estación. En la segunda vio que un policía lo tenía de la mano. Sonreía como si no hubiese pasado nada. Al esposo se le cayó el pelo en los siguientes días, todo, hasta el vello de brazos y piernas. Era el niño perdido y hallado en el metro.
Mi hija me dejo a Sarita, una poodle blanca a la que adoran, a cuidar por un fin de semana. Tuvo la precaución de ponerle al cuello una llave con nuestro número de teléfono. Pero no me dijo eso.
Estuve jugando un rato con ella. Mi esposo salió. Y yo me puse a escribir en la computadora terminando un cuento que no encontraba final. Entonces sonó el teléfono. 
—Señora usted tiene un poodle blanco? 
—Si. ¿Qué pasa? 
—Acá la tenemos, la hemos perseguido, estaba sorteando los carros, uno casi la atropella, se notaba que no estaba acostumbrada a pasear sola. —Por favor, le rogué, ¿me la trae? En este momento, saldré a la puerta, los espero afuera, le haré señales con la mano. Le di mi dirección y le dije, que si no venía, moriría mi hija, morirían mis nietos y moriría yo. 
El corazón de Sarita latía aceleradísimo. Llene a sus salvadores de agradecimientos y hasta de bendiciones. Había salido tras el carro de mi esposo sin que él se diera cuenta. Mantuvimos el incidente en secreto varias semanas. El cuento que escribía, lo rompí, tantas emociones en el mundo real me habían sacado de aquel mundo fantástico.





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