domingo, 28 de agosto de 2016

Je me souviens , yo me acuerdo





Anoche estuve leyendo algunos cuentos y artículos de Juan Bonilla. Estuve tan entretenida que decidí que este sería el autor escogido para el próximo martes de taller. 
Acá un artículo suyo sobre un tema que me gusta mucho, el tema de los recuerdos y en especial el de los Yo me acuerdos. 


«Je me souviens» (Yo me acuerdo) 
JUAN BONILLA




Hace años que colecciono ejemplares de ‘Je me souviens’, libro que Georges Perec publicó en 1978 y que se ha reeditado en muchas ocasiones desde entonces. Lo componen 480 anotaciones, que comienzan todas con las tres palabras del título (Yo me acuerdo). Las anotaciones no alcanzan nunca las 10 líneas, a la mayoría de ellas les basta un par de líneas. Pondré unos ejemplos: «Me acuerdo de que mi tío tenía un CV 11 con matrícula 7070 RL», «Me acuerdo de Zatopek», «Me acuerdo de Xavier Cugat». Es evidente que Je me souviens es un libro donde abundan los nombres propios, y en este sentido tengo una malsana curiosidad -que se quedará insatisfecha con toda seguridad- por ver una futura edición crítica de este título preparada por un minucioso especialista que se proponga anotarla y contar a sus lectores que Zatopek era un atleta o que Xavier Cugat era un músico. Casi se podría utilizar el libro de Perec para hacer un austero recorrido por lo que fue el siglo XX.

Perec se propone sólo enunciar el esqueleto de una serie de recuerdos: el resultado es una larga lista que literariamente es puro hueso, un esquema que solicita del lector que sea él el que ponga la carne si quiere hacerlo o, sencillamente, se conforme con el inventario que ha reducido la memoria del autor. Porque el lector de ‘Je me souviens’ es tratado por Perec como un distinguido colaborador, casi el coautor imprescindible para que el libro, tan aparentemente debido a la mera ocurrencia, cobre su sentido final. De hecho, en todas las ediciones que he visto de ‘Je me souviens’ el editor, a petición de Perec, agrega unas páginas en blanco invitando a los lectores a que contribuyan al experimento del autor, escribiendo sus propios «me acuerdo».

Hay que decir que, si decidimos que ‘Je me souviens’ no es más que una ocurrencia afortunada sin demasiada vitalidad literaria, tendremos que saber que la ocurrencia ni siquiera es de Georges Perec, sino de Joe Brainard, un pintor norteamericano que en 1970 publicó un cuaderno de 32 páginas titulado ‘I remember’, en 1972 publicó otro cuaderno de 70 páginas titulado ’More I remember’, y en 1975 recopiló todos sus «me acuerdo» en un volumen de 128 páginas. Brainard también se limitaba a enunciar recuerdos sin contarnos nunca qué era lo que recordaba de aquellas personas o cosas a las que recordaba.

Como en la mayoría de los casos de coleccionismo, he de decir que mi colección de ejemplares del libro de Perec no comenzó con el primer ejemplar que tuve, sino con el segundo o quizá con el tercero. Recuerdo que, después de leer el libro por vez primera, me dediqué a manchar una libreta con mis «me acuerdo»: cuando dispuse de más de 100, me acuerdo, elegí los 30 mejores para copiarlos en las páginas en blanco que se añadían al final en el libro de Perec. Es un ejercicio que recomiendo a todo escritor que presienta atravesar por una etapa de bloqueo. Pero mi colección de ‘Je me souviens’, como digo, habría de iniciarse meses más tarde, cuando encontré en el Mercat de Sant Antoni de Barcelona un ejemplar de una edición publicada en 1986.

Por supuesto, las páginas añadidas por el editor invitando al lector a sumar sus «me acuerdo» a los de Perec ya no estaban en blanco, sino ocupadas por una caligrafía microscópica con la que el anterior propietario del libro había escrito su batería de «me acuerdos». Estaban escritos en catalán, y compré el libro sólo para leer tranquilamente aquellos recuerdos de un lector anónimo que había querido contribuir al excelente proyecto de Perec. «Me acuerdo del primer perro que tuve, era ciego y diabético», «Me acuerdo del sonido del mar por la noche», «Me acuerdo de los muslos de un portero brasileño llamado Leao».

Yo no había tenido un perro ciego, pero conozco la música nocturna del mar y, de crío, el primer partido de fútbol al que mi padre me llevó fue un Barcelona-Palmeiras en el que Leao defendía la meta del equipo carioca. De aquella batería de «me acuerdos» de aquel lector anónimo, yo podía haber escrito casi la mitad y pensé que me bastaría con adquirir las experiencias enunciadas en los otros «me acuerdos» para ser él. Podía empeñar unas semanas en ese proyecto para convertirme en otro o, mejor dicho, para convertir a ese lector en mí, para añadir la memoria de otro a la mía: ¿no es al fin y al cabo eso la literatura? También pensé que lo que había pretendido Perec al invitar a los lectores a sumar sus listas de recuerdos a los suyos, era crear un país distinto, un lugar imaginario hecho con recuerdos reales, una cofradía de seres que alzan con sus líneas una ciudad invisible hecha de esqueletos de memoria. Confirmé estas intuiciones al hacerme con el tercer, con el cuarto, con el quinto ejemplar de ‘Je me souviens’, todos ellos heridos en sus últimas páginas por los recuerdos de sus lectores.

«Me acuerdo de que en los días de lluvia encendían las luces de las clases en el colegio, y eso me producía extrañeza», anotaba uno. Ese recuerdo también es mío, ese recuerdo lo tengo, no tendría que agregar ninguna experiencia a la mía para, en ese punto, ser ese lector anónimo que fue propietario del quinto ejemplar que adquirí del libro ‘Je me souviens’.

«Me acuerdo de que una noche me sentí morir, y sólo me preocupaba que mis padres no se llevaran la mala impresión del hedor de mi cadáver cuando me descubrieran por la mañana, así que me arrastré hasta el armario y apilé todas las pastillas de jabón que mi madre guardaba en los cajones para aromar la roma, y me cubrí con todas esas pastillas y me dispuse a morir tranquilo a sabiendas de que a la impresión terrible que sacudiría a mis padres cuando descubrieran mi cadáver no se agregaría la mala impresión del hedor que mi cuerpo desprendía».

Esa experiencia no la tengo aún, pero la próxima vez que me sintiera morir la adquiriría, de hecho llené los cajones del armario con pastillas de jabón. «Me acuerdo de las manos de mi madre», decía otro lector de Je me souviens, y ese lector podía ser yo. «Me acuerdo de las palabras del replicante de Blade Runner». Yo también. «Me acuerdo de ’La esfera y la cruz’, de Chesterton». Yo no, tengo que leerlo. Coleccionando ejemplares de ‘Je me souviens’, lo que hago es coleccionar experiencias que me faltan.

Georges Perec nos dio una lección con su libro tan aparentemente banal, tan poca cosa, tan abierto a colaboraciones de otros, tan interminable. Reduciendo su memoria a una pila de frases sin atractivo literario, nos enseñó que la literatura en esencia es eso: ofrecer memoria, invitar a hacer memoria, compartir recuerdos, añadir recuerdos a la bolsa donde guardamos todos los «me acuerdo» que son nuestra vibrante necrológica, que nos hacen ser quienes somos, criaturas que se diferencian apenas en el hecho de que uno se acuerda de los muslos de Leao y otro de las piernas veloces de Zatopek.

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