–¿Con quién vives tú?
–Con mi mamá, mi papá y mi abuelita –dije.
–Ve a llamar a tu mamá, ¿quieres? Dile que vino José Mazzini
de Lima.
Observé que la fórmula peruana para pedir una cosa era
diferente: él no quería decir si yo quería ir a llamar a mi mamá, era como si
dijera: «Quiero que llames a tu mamá con tu consentimiento», pero disentir era
imposible.
La voz era rica, plena, suave. No era una voz de argentino.
Era como si brotara de algún lugar profundo dentro de él y como si vibrara un
poquito en su cuerpo.
–¡Vino José Mazzini de Lima!
–Abrí la puerta del comedor –dijo mi mamá.
Ella se acomodó el pelo y acomodó una silla. Estaba nerviosa:
hacía 40 años había llegado el tío Pipotto de Lima justo el día en que se
escaparon los chanchos. Ahora este tío y el comedor estaba desordenado.
–¡Sacá esos trapos! ¡No servís para nada!
Habitualmente esa observación me irritaba, pero esa vez no
me afectó; venía un pariente de Lima y por eso mismo iba a esconder los trapos
en un lugar insólito: detrás de un jarrón de porcelana; ojalá que se asomaran
un poco.Finalmente mi mamá salió, ya con cara de recibir visita. La cara de
visita era para todos igual: afable, cortés, casi siempre desenvuelta, como si
de antemano descontara que iba a recibir un gran placer. Con esa misma cara
recibía a una amiga íntima y también a la señora de Bastión, que tenía un hijo
mongólico de 40 años y explicaba minuciosamente cómo le cortaba la carne en
pedacitos para que no se atragantara. Salió a la calle y dijo:
–¿Qué tal? –como si lo hubiera visto hace un año. Mi tío de
Lima, con la voz un poco emocionada, con un leve matiz de duda para que la
emoción fuera después más plena y el encuentro más histórico, le dijo:
–Tú eres Emilia, ¿ya?
–Y tú José –dijo mi mamá hablando de tú seguramente por
contagio. Nunca la había oído hablar de tú y pensé que a lo mejor lo haría en
otras oportunidades que yo desconocía.
Se abrazaron y José tenía los ojos brillosos. Entonces mi
mamá dijo:
–A ver. Vos sos hijo de Cayetano.
–No –dijo–, de Juanito. Cayetano tuvo dos hijos: uno volvió
a Italia y el segundo, Marcos…
–Pero es cierto –dijo mi mamá un poco fastidiada porque se
había equivocado–. ¡Qué tonta! Si sos hermano de…
Cuando se estableció bien la filiación, lo invitó al comedor
a sentarse en unas sillas duras, altas e incómodas. Mi tío de Lima se sentó sin
reparar en ellas como si una silla fuera un obstáculo útil para sentarse, y
siguió muy emocionado.
–¿Y la tía Teresa? –dijo.
No dijo «la tía», dijo algo así como «la zia». Claro,
resulta que era sobrino de mi abuela. Pero mi abuela estaba en su pieza,
sentada en su cama rezando, acomodando todas las estampitas como para un
solitario y no sabía que había venido un sobrino. Ella acomodaba todas las
estampitas sobre la cama, les rezaba y las cambiaba de lugar de acuerdo con
algún orden.
Ella rezaba para todos, pero quién sabe si se acordaba de
ese sobrino.
Mi mamá dijo:
–Un momentito, le voy a avisar. Quedate con el tío José.
El tío José me sonrió y me contó cómo había venido.
Mi mamá no fue alborozada a decirle a mi abuela que había
venido José; fue para ver si la abuela tenía las estampitas en orden sobre la
frazada y para peinarla. Con el apuro, el peinado y esa precipitación, mi
abuela no entendía de qué se trataba. Solo que era alguien de Lima. Mi abuela
hizo un gesto como diciendo: «Justo ahora». Estaba por la oración de San
Francisco. Estaba atrasada en el rezo y ya venía atrasada del día anterior.
Además quería estar con cierta majestad en la cama y sentía en ese momento que
no tenía ninguna majestad, se sentía un poco débil. Mi mamá le puso colonia y
mi abuela revivió. Le pidió a mi mamá que saliera y la dejara sola un minuto
para prepararse para la visita. Mi abuela era imperiosa; tenía la nariz larga y
afilada y la mandíbula sobresaliente; llevaba la boca siempre apretada y era
flaca. Ella decía siempre:
–Pónelo cua. Pónelo la. Torna cuesto. Porta vía. Mete cuesto
in la. Guarda cua. Tapa il sole. Ve in casa. Prego, levanta la stampa. Sta in
calma.
Después entró mi tío de Lima a la pieza de mi abuela, y otra
vez la filiación. Con mi abuela fue más largo el asunto; dijo que sí, que
comprendía, pero me parece que dijo que entendía porque ya iba para largo. La
verdad es que mi abuela, por tratarse de ella, hizo mucha alharaca. Ella
también tenía una voz para las visitas y una amabilidad distinta, pero siempre
como si el centro fuera ella. Ella sabía que era una anciana venerable que
había vivido y trabajado duramente: no esperaba más que laureles y siempre
cosechaba laureles y rosas de las visitas. Pero esta vez era diferente: le
pidió a mi mamá estar a solas con su sobrino de Lima y mi mamá vio la parte
práctica del asunto, que era hacer la comida, mandarme al almacén, etc. Todo
esto era normal. Lo que no era normal era lo que se oía desde la pieza de mi
abuela. Mi abuela lloraba con la voz quebrada, como si le hubiera salido una
voz finita, de viejita femenina, con agudos estridentes que nunca le había
escuchado.
Se estaba confidenciando. Era una voz de víctima y de prima
dona, a veces de pajarito. José le decía «tía» como si la hubiera visto toda la
vida y le preguntaba cosas en italiano con esa voz rica y peruana. Mi abuela se
había olvidado del italiano en la Argentina y siempre dijo que a ella Italia no
le iba ni le venía. El italiano que ella hablaba era un idioma propio, una
mezcla, y cuando tenía que hablar con unas amigas italianas, decía todo que sí
para abreviar, pero la mitad no entendía. Pero ahora con el sobrino ella quería
hacerse entender y él le hablaba un italiano perfecto y ella lo entendía. No se
oían órdenes ni aseveraciones como de costumbre. A veces parecían lamentos,
recuerdos. La voz de él era serena, un poco grave. Oí que mi abuela le
preguntó:
–¿Il tuo padre vive ancora?
Preguntó con una voz humilde y temerosa, pero ya más en
confianza, no con voz amable de visita, sino como si fuera un sobrino que ella
viera cada tanto.
–No –dijo él–, papá falleció en el 50. ¿A ver? Espera. Sí,
digo bien, en el 50…
Lo dijo en tono neutro, objetivo, como si recordara la fecha
de la muerte de un presidente.
–Ah –dijo medio desconcertada mi abuela–. ¿Y Caetán?
–Caetán falleció de joven, cuando la fiebre amarilla,
espera, a ver si me equivoco. Pero no, fue en el 18 –sorprendido–. ¿No lo
supiste, pues?
–¡Emilia, Emilia! –dijo mi abuela llamando a grandes voces a
mi mamá–. ¡Ha morto Caetán!
Se echó a llorar tapándose la cara con las manos. Yo nunca
la había visto llorar a mi abuela. Mi mamá estaba haciendo tallarines y la
salsa se estaba por quemar.
–Y claro, mamá –dijo mi mamá–. ¿No te acordás de que ya
avisaron? Yo tengo la idea de que avisaron.
Y le habló por lo bajo a José, diciéndole que a mi abuela le
fallaba un poco la memoria. Mi abuela agarró la estampa de San Cayetano; como
no veía casi nada hizo un esfuerzo para mirarlo bien a ver si era, y mientras,
lloraba, pero no ya con esos sollozos impactantes, sino que se le lloraba.
Después vino otra vez mi tío de Lima a comer a mi casa. Ese
día habían puesto un mantel de supergala que yo no había visto nunca puesto y
la mejor vajilla. Yo jamás había visto todo el despliegue junto. Mi abuela se
mostró amable, lo suficiente, y correctamente cariñosa.
Después que mi tío se fue, mi abuela, más imperiosa que de
costumbre empezó a decir:
–Mételo cua. Guarda cuesto la. Súbito el trapo, ve. Hebe Uhart
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