Desde Lima, un relámpago de azul-cielo o azul-mar en nuestra mente o en nuestro corazón que ansían la belleza. Cuentos, poesía, música, cine, reflexiones, teatro, viajes, fotografía, entrevistas, danza y más.
sábado, 23 de diciembre de 2017
Mujer con corona de flores
Mujer con corona de flores
Vino la guerra y en ella murieron sus padres. Ellos habían vendido flores durante toda su vida, pero ahora ya nadie tenía dinero, ni casas, ni floreros, ni deseo de poner flores para llenar de belleza el espacio. La niña que solo se había quedado con ese pequeño jardín en donde crecían rosas y dalias, claveles y azucenas, las veía marchitarse y se entristecía al ver que sus vidas carecían de sentido, entonces se las fue poniendo una a una sobre la cabeza y salió a la calle y se puso a caminar. Nadie se fijó en ella, nadie le dijo lo bella que se veía y ella siguió andando hasta que encontró un camino largo, largo, que la llevó hasta otro pueblo, en donde nunca nadie había ni siquiera escuchado la palabra "guerra". Al verla, todos se detuvieron y la estuvieron mirando y no se les ocurrió mejor idea que llevarla al palacio para que la viera el príncipe, que era el príncipe más bueno que alguna vez había existido. Enamorado el príncipe le dijo delicadas palabras que la niña de la corona de flores no entendió porque era otro el idioma, otras las costumbres, otra la vida. La reina la invitó a vivir con ella y le fue enseñando y ella fue aprendiendo y cuando pasó un año entero, volvió a ver al príncipe y ahora sí entendió sus promesas y susurros de amor. Las mujeres de ese pueblo en honor a su nueva reina se acostumbraron a ponerse flores en la cabeza y el pueblo fue conocido como el país de las flores bellas. Y la palabra flor y la palabra mujer fueron una sola.CB de R
domingo, 10 de diciembre de 2017
Los libros
“La escritura es la pintura de la voz". Voltaire.
“La lectura es para mí algo así como la barandilla en los balcones”. Nuria Espert
Oración, María Bethania
O Eu Profundo
Fernando Pessoa |
Antonio Colinas, poeta y poesía
"Dice Antonio Colinas: Si el hombre renuncia a la poesía, habrá renunciado a ser humano"
Poema inédito de Antonio Colinas
Una conversación a medianoche
Esta conversación que mantenemos
los dos en el jardín a medianoche
-mientras el pueblo duerme en el sueño de oro
de sus piedras-
es infinita.
Porque infinito es el firmamento
que nos respira
desde los álamos,
desde la soledad del peregrino
que pasa como un lobo
junto al heno de los establos,
hacia el aroma de los montes.
los dos en el jardín a medianoche
-mientras el pueblo duerme en el sueño de oro
de sus piedras-
es infinita.
Porque infinito es el firmamento
que nos respira
desde los álamos,
desde la soledad del peregrino
que pasa como un lobo
junto al heno de los establos,
hacia el aroma de los montes.
¿Y qué es la infinitud
en nosotros?
Acaso estas ansias que nos dicen
que, ya antes de nacer, pertenecimos
a una noche o a una luz eternas.
Pero ahora ¿qué va a ser
de nuestros cuerpos,
qué de las manos, qué
de los labios y los ojos,
pues desde que nacimos aprendieron
a amar la Belleza, a seguir,
las leves huellas
de lo infinito?
Tras ellas seguirán
nuestras ansias
hasta que un día cerremos los ojos.
en nosotros?
Acaso estas ansias que nos dicen
que, ya antes de nacer, pertenecimos
a una noche o a una luz eternas.
Pero ahora ¿qué va a ser
de nuestros cuerpos,
qué de las manos, qué
de los labios y los ojos,
pues desde que nacimos aprendieron
a amar la Belleza, a seguir,
las leves huellas
de lo infinito?
Tras ellas seguirán
nuestras ansias
hasta que un día cerremos los ojos.
Noche: aliéntanos, respíranos,
mantennos a la espera
de lo hondo sublime,
extravíanos
y que sólo seamos
música de la fuente que murmura
allá en los jardines
del firmamento:
música
de tu música.
mantennos a la espera
de lo hondo sublime,
extravíanos
y que sólo seamos
música de la fuente que murmura
allá en los jardines
del firmamento:
música
de tu música.
De Corazón de hojalata
Corazón hipotético de Margarita Saona de su libro Corazón de hojalata
Y si este corazón no diera para más
que el agitado aliento
de doblar la esquina…
Si diera solamente para una vida
de muchos límites y de modesto alcance…
¿No sería esa todavía
una vida?
¿O sería apenas una vida a medias?
¿Habría que decirle entonces a mi corazón
que desafortunadamente ha fallado?
¿Será que no ha amado lo suficiente?
¿O será que siempre quiso amar de más?
¿O que se trababa amando algo que estaba
siempre más allá de lo evidente?
Dicen
que su ventrículo izquierdo bombea
apenas
y que su miocardio
es menos músculo
que dura cicatriz.
Pero mi corazón siente,
se agita,
mueve la sangre que me anima.
Y yo,
la que este fallido corazón alienta,
camino, escribo, leo, cocino, juego y quiero.
No sé,
es cierto, si sería capaz
de escalar montañas
ni si podría
defenderme de los oscuros embates
del destino.
Pero este corazón marcha
y yo sigo.
Y si determinaran
que este corazón no es ya
un suficientemente bueno corazón,
dicen,
habría que ordenar otro corazón a la medida.
El problema es
que ese otro corazón
anima ahora otra vida,
una vida supuestamente plena,
la de alguien que tal vez podría
escalar montañas
y enfrentar cualquier cosa
que el destino deparara.
Pero para que ese corazón
reemplazara
a mi fallido corazón
esa vida,
supuestamente plena,
tendría que dejar de ser
para que su corazón pasara
a animar la mía.
Y sé
que no se trataría
de un sacrificio
fríamente calculado,
de algo planeado
por conciencia alguna,
que sería el corazón venido
de una vida
accidentalmente segada.
Y aún así resulta extraño
concebir la hipotética circunstancia
y me pregunto
cuán fallido
tendría que estar mi fallido corazón
para que yo pudiera desear
uno nuevo
a cambio de otra vida.
La envidia
Un cuento de Rubem Alves, escritor brasileño.
La envidia:
La envidia no mata, sólo destruye la felicidad... Examiné cuidadosamente las cuevas de mi memoria donde guardo mis recuerdos de infancia. No encontré ningún recuerdo infeliz. Encontré recuerdos de dolor, comenzando por el nombre de la ciudad donde nací, que en aquel tiempo se llamaba "Dolores de la Buena Esperanza". Parece que los habitantes tenían vergüenza de que los llamaran "dolientes" y trataron de librarse del dolor, dejando sólo "buena esperanza", olvidándose de que, a veces, la esperanza sólo se realiza a través del dolor, como es el caso del parto. Mi lista de dolores incluía dolores de dientes, dolor de quemaduras, dolor de caídas, de heridas, de barriga. Pero el dolor y la infelicidad son cosas diferentes. Hay dolores que son felices. ¿Las razones de mi felicidad? Parodiando a Drummond escribo: "Las Sin-Razones de la Felicidad". Razones para ser feliz no tenía. Mi papá había perdido todo. Vivíamos en una vieja hacienda que un cuñado le prestó. No tenía luz eléctrica: de noche encendíamos las lamparitas de queroseno con su llama roja, su mecha negra, y su olor inconfundible. No había agua en la casa: mi madre iba a buscarla a la mina con un bote de aceite vacío. No había regadera: nos bañábamos con una cubeta de agua que calentábamos en un fogón de leña. El techo no tenía cielo: de noche veíamos a los ratones corriendo en los vacíos de las tejas. Tampoco teníamos baño: lo que había era la clásica "casita" afuera. Yo no tenía juguetes. No recuerdo ni siquiera uno. Y, a pesar de todo, no puede encontrar ningún recuerdo infeliz. Era un niño libre por los campos, en medio de las vacas, caballos, pájaros y arroyos. Mejoramos de vida. Nos cambiamos de ciudad. La casa me pareció un palacio. Creo que alguien había arrojado un ladrillo dentro del excusado, y había dejado un enorme agujero en la losa. Hoy compraríamos luego otro nuevo. Para ese entonces mi papá no tenía dinero. Tuvo que buscar una solución inteligente compatible con la pobreza: coló una losa de cemento sobre el agujero. Por cinco años fue ese nuestro excusado, cuya tapa fue hecha de aglomerado de aserrín. Era, por tanto, cuadrada, en contraste con nuestra anatomía básica curva. La tapa de aglomerado dejaba siempre sus marcas en nuestro trasero. Cuando llovía era necesario usar todas las cazuelas, vasijas y jarras para atrapar el agua que caía por las goteras - tantas que no era posible controlar. El sótano era lleno de enormes y venenosos alacranes. A mi madre le picó uno de ellos. Cuando las hormigas se ponían a marchar los alacranes se ponían a correr, saliendo del sótano e invadían la casa. Hubo un día en que matamos once. Jamás escuché alguna queja de ninguno de nosotros. Aquella era nuestra casa. Muchas felicidades moraban dentro de ella. Ya podíamos darnos el lujo de una mesa de verdad, con cuatro pies sólidos. En la ciudad donde habíamos vivido antes la mesa era una puerta apoyada sobre un cajón: un sube-y-baja peligroso. Si alguien se apoyaba de un lado corría el riesgo de recibir una avalancha de frijoles en la cabeza. Aprendimos buenas maneras: ninguno apoyaba el codo sobre la mesa. Yo no sabía que éramos pobres. En medio de aquella pobreza éramos ricos. Mi papá compró un automóvil, un Plymouth de manivela. Compró también un radio, motivo de orgullo y felicidad: podíamos oír novelas y música como en México a Pedro Infante, Javier Solís, Chucho el Roto, etc. Juguetes que me compraron, creo que tuve cinco: una pelota, un camioncito de madera, un barquito de velas, un piano, una bolsa de canicas. Nosotros hacíamos los juguetes: papalotes, carritos, resorteras. Hacerlos era jugar. Yo continuaba siendo un niño libre y feliz. Luego mi papá mejoró de vida nuevamente. Nos cambiamos a Río de Janeiro. Fue cuando conocí la infelicidad. Mi papá, con la mejor de las intenciones, me inscribió en el Colegio Andrews, donde estudiaban los hijos de los embajadores extranjeros, de los médicos más famosos, las niñas más bonitas y consentidas de la ciudad. Fue inevitable: me comparé con ellos. La comparación en sí es una operación lógica indolora: B es menor que A. Pero cuando la comparación se hace entre personas, la B, parte menor, que tanto puede ser María como Juan, siente un profundo dolor. Ese dolor tiene el nombre de envidia. Me comparé y me descubrí pobre. Nada me quitaron. Continué teniendo las cosas que me habían hecho feliz. Sólo que, después de la comparación, se volvieron feas, maltratadas, motivo de tristeza y vergüenza. La envidia siempre hace eso: destruye las cosas buenas que tenemos. Me sentí pobre, feo, ridículo, humillado. Jamás invité a venir a mi casa a ningún compañero. No quería que vieran mi pobreza. Alberto Camus relata una experiencia parecida. Dice que su infelicidad comenzó cuando entró a la Preparatoria. Fue cuando él se comparó a los demás. Dicen que el pecado original fue el sexo. Yo digo que el pecado original fue la envidia. Ella fue la que hizo que Adán y Eva perdieran el Paraíso. Paraíso es lugar de delicias: ahí había todo para que cualquier ser humano fuera feliz. Ahí también estaba la serpiente, especialista en la envidia. Se rió de la felicidad de ellos. "- Ustedes piensan que son felices... Es que aún no han visto el mundo de los dioses, es mucho más bonito. ¿Lo quieren ver? Es fácil. Sólo coman este fruto mágico..." Y la malvada les dio a comer el fruto de la envidia. No les mintió. Ellos vieron realmente un mundo mucho más bonito - y en ese momento los frutos de los árboles del Paraíso se pudrieron, las hojas de los árboles cayeron, las plantas se marchitaron, las fuentes se secaron, y ellos se sentían feos: comenzaron a esconderse uno del otro. Eso no ocurrió nunca. Eso sucede todos los días. Mi casa es linda; yo la amo. Pero basta que yo visite a otra más rica, y la envidia aparece. Regreso y veo mi casa fea, pequeña, maltratada: ya no es posible amarla. Quiero otra. Eso está relatado en una antigua historia, "El pescador y su mujer" - cuya lectura aconsejo. La escuché una vez, y nunca se me olvidó. Esto que es verdad para la casa, también es verdad para la esposa, el marido, el trabajo, los hijos: la envidia los mete en un proceso de descomposición. Ya no es posible amarlos como antes. La envidia no mata, sólo destruye la felicidad. El envidioso es incapaz de ver con alegría las cosas buenas que posee. Sus ojos son malos. Basta que una cosa buena que se tiene, sea tocada por ellos, para que se pudra. Para esa enfermedad sólo hay dos remedios: uno dulce y uno amargo. El remedio dulce: usar el colirio de la gratitud para curar el mal de ojo. Ver las cosas buenas que se tienen y decir: "Qué bueno que están aquí. Estoy agradecido, agradecida a los dioses, porque ustedes me fueron dados." Entonces la casa, el marido, la mujer, los hijos, y todo lo demás que se tiene, vuelven de nuevo a su vida y a su belleza. Los que no hacen uso del remedio dulce, tarde o temprano se les aplicará el remedio amargo: cuando la desgracia toca a la puerta y se quiebra la taza de cristal, y se rompe el cuchillo de plata; lo que era recto queda torcido y lo que estaba vivo de repente muere. Cuando el dolor es mucho, las lágrimas no dejan que los ojos vean lo que tienen los demás. Y la envidia, de esta manera, muere. Pero entonces ya es demasiado tarde. Tradujo Jesús Ramírez Funes
La envidia:
La envidia no mata, sólo destruye la felicidad... Examiné cuidadosamente las cuevas de mi memoria donde guardo mis recuerdos de infancia. No encontré ningún recuerdo infeliz. Encontré recuerdos de dolor, comenzando por el nombre de la ciudad donde nací, que en aquel tiempo se llamaba "Dolores de la Buena Esperanza". Parece que los habitantes tenían vergüenza de que los llamaran "dolientes" y trataron de librarse del dolor, dejando sólo "buena esperanza", olvidándose de que, a veces, la esperanza sólo se realiza a través del dolor, como es el caso del parto. Mi lista de dolores incluía dolores de dientes, dolor de quemaduras, dolor de caídas, de heridas, de barriga. Pero el dolor y la infelicidad son cosas diferentes. Hay dolores que son felices. ¿Las razones de mi felicidad? Parodiando a Drummond escribo: "Las Sin-Razones de la Felicidad". Razones para ser feliz no tenía. Mi papá había perdido todo. Vivíamos en una vieja hacienda que un cuñado le prestó. No tenía luz eléctrica: de noche encendíamos las lamparitas de queroseno con su llama roja, su mecha negra, y su olor inconfundible. No había agua en la casa: mi madre iba a buscarla a la mina con un bote de aceite vacío. No había regadera: nos bañábamos con una cubeta de agua que calentábamos en un fogón de leña. El techo no tenía cielo: de noche veíamos a los ratones corriendo en los vacíos de las tejas. Tampoco teníamos baño: lo que había era la clásica "casita" afuera. Yo no tenía juguetes. No recuerdo ni siquiera uno. Y, a pesar de todo, no puede encontrar ningún recuerdo infeliz. Era un niño libre por los campos, en medio de las vacas, caballos, pájaros y arroyos. Mejoramos de vida. Nos cambiamos de ciudad. La casa me pareció un palacio. Creo que alguien había arrojado un ladrillo dentro del excusado, y había dejado un enorme agujero en la losa. Hoy compraríamos luego otro nuevo. Para ese entonces mi papá no tenía dinero. Tuvo que buscar una solución inteligente compatible con la pobreza: coló una losa de cemento sobre el agujero. Por cinco años fue ese nuestro excusado, cuya tapa fue hecha de aglomerado de aserrín. Era, por tanto, cuadrada, en contraste con nuestra anatomía básica curva. La tapa de aglomerado dejaba siempre sus marcas en nuestro trasero. Cuando llovía era necesario usar todas las cazuelas, vasijas y jarras para atrapar el agua que caía por las goteras - tantas que no era posible controlar. El sótano era lleno de enormes y venenosos alacranes. A mi madre le picó uno de ellos. Cuando las hormigas se ponían a marchar los alacranes se ponían a correr, saliendo del sótano e invadían la casa. Hubo un día en que matamos once. Jamás escuché alguna queja de ninguno de nosotros. Aquella era nuestra casa. Muchas felicidades moraban dentro de ella. Ya podíamos darnos el lujo de una mesa de verdad, con cuatro pies sólidos. En la ciudad donde habíamos vivido antes la mesa era una puerta apoyada sobre un cajón: un sube-y-baja peligroso. Si alguien se apoyaba de un lado corría el riesgo de recibir una avalancha de frijoles en la cabeza. Aprendimos buenas maneras: ninguno apoyaba el codo sobre la mesa. Yo no sabía que éramos pobres. En medio de aquella pobreza éramos ricos. Mi papá compró un automóvil, un Plymouth de manivela. Compró también un radio, motivo de orgullo y felicidad: podíamos oír novelas y música como en México a Pedro Infante, Javier Solís, Chucho el Roto, etc. Juguetes que me compraron, creo que tuve cinco: una pelota, un camioncito de madera, un barquito de velas, un piano, una bolsa de canicas. Nosotros hacíamos los juguetes: papalotes, carritos, resorteras. Hacerlos era jugar. Yo continuaba siendo un niño libre y feliz. Luego mi papá mejoró de vida nuevamente. Nos cambiamos a Río de Janeiro. Fue cuando conocí la infelicidad. Mi papá, con la mejor de las intenciones, me inscribió en el Colegio Andrews, donde estudiaban los hijos de los embajadores extranjeros, de los médicos más famosos, las niñas más bonitas y consentidas de la ciudad. Fue inevitable: me comparé con ellos. La comparación en sí es una operación lógica indolora: B es menor que A. Pero cuando la comparación se hace entre personas, la B, parte menor, que tanto puede ser María como Juan, siente un profundo dolor. Ese dolor tiene el nombre de envidia. Me comparé y me descubrí pobre. Nada me quitaron. Continué teniendo las cosas que me habían hecho feliz. Sólo que, después de la comparación, se volvieron feas, maltratadas, motivo de tristeza y vergüenza. La envidia siempre hace eso: destruye las cosas buenas que tenemos. Me sentí pobre, feo, ridículo, humillado. Jamás invité a venir a mi casa a ningún compañero. No quería que vieran mi pobreza. Alberto Camus relata una experiencia parecida. Dice que su infelicidad comenzó cuando entró a la Preparatoria. Fue cuando él se comparó a los demás. Dicen que el pecado original fue el sexo. Yo digo que el pecado original fue la envidia. Ella fue la que hizo que Adán y Eva perdieran el Paraíso. Paraíso es lugar de delicias: ahí había todo para que cualquier ser humano fuera feliz. Ahí también estaba la serpiente, especialista en la envidia. Se rió de la felicidad de ellos. "- Ustedes piensan que son felices... Es que aún no han visto el mundo de los dioses, es mucho más bonito. ¿Lo quieren ver? Es fácil. Sólo coman este fruto mágico..." Y la malvada les dio a comer el fruto de la envidia. No les mintió. Ellos vieron realmente un mundo mucho más bonito - y en ese momento los frutos de los árboles del Paraíso se pudrieron, las hojas de los árboles cayeron, las plantas se marchitaron, las fuentes se secaron, y ellos se sentían feos: comenzaron a esconderse uno del otro. Eso no ocurrió nunca. Eso sucede todos los días. Mi casa es linda; yo la amo. Pero basta que yo visite a otra más rica, y la envidia aparece. Regreso y veo mi casa fea, pequeña, maltratada: ya no es posible amarla. Quiero otra. Eso está relatado en una antigua historia, "El pescador y su mujer" - cuya lectura aconsejo. La escuché una vez, y nunca se me olvidó. Esto que es verdad para la casa, también es verdad para la esposa, el marido, el trabajo, los hijos: la envidia los mete en un proceso de descomposición. Ya no es posible amarlos como antes. La envidia no mata, sólo destruye la felicidad. El envidioso es incapaz de ver con alegría las cosas buenas que posee. Sus ojos son malos. Basta que una cosa buena que se tiene, sea tocada por ellos, para que se pudra. Para esa enfermedad sólo hay dos remedios: uno dulce y uno amargo. El remedio dulce: usar el colirio de la gratitud para curar el mal de ojo. Ver las cosas buenas que se tienen y decir: "Qué bueno que están aquí. Estoy agradecido, agradecida a los dioses, porque ustedes me fueron dados." Entonces la casa, el marido, la mujer, los hijos, y todo lo demás que se tiene, vuelven de nuevo a su vida y a su belleza. Los que no hacen uso del remedio dulce, tarde o temprano se les aplicará el remedio amargo: cuando la desgracia toca a la puerta y se quiebra la taza de cristal, y se rompe el cuchillo de plata; lo que era recto queda torcido y lo que estaba vivo de repente muere. Cuando el dolor es mucho, las lágrimas no dejan que los ojos vean lo que tienen los demás. Y la envidia, de esta manera, muere. Pero entonces ya es demasiado tarde. Tradujo Jesús Ramírez Funes
Un angel tiene mucho de femenino
Un ángel tiene mucho de femenino. Suavidad, dulzura, disposición, las manos listas para ayudar, sin embargo es masculino. Hubo un tiempo en el que el culto a los Ángeles se volvió importantísimo, tanto que lo prohibieron. Hasta ahora a veces alguien te dice que tiene un ángel que lo cuida. Yo misma, cuando busco un lugar para estacionar el auto, digo: Ángel de la guarde, dulce compañía, no me dejes en medio de la vía! Y aunque no crean, aparece un lugar para mí. Y ustedes ¿creen en su Angel?
Cucarachones de guantes blancos
Cucarachones de guantes blancos ( Este cuento salió de una expresión que le oí decir a Luciana Proaño: “Del tiempo en el que las cucarachas usaban guantes blancos.” ).
Hubo un tiempo en el que las cucarachas usaban guantes blancos y caminaban en puntas de pie, delicadas se daban cita en los diferentes bares que iniciaban su trajín de medianoche.
Las cucarachas hacían brillar sus carteras y sus zapatos, alisaban con delicada saliva sus antenas y salían apenas escuchaban los primeros sonidos de la retreta. Porque la música comenzaba en el parque, uniformados los guardias cucarachones brindaban cada sábado música animada para los que paseaban entre los árboles y flores.
En ese tiempo las cucarachonas andaban embracetadas entre ellas, es decir, cogidas del brazo, amables unas con otras, tal vez un tanto ingenuas pero siempre con ánimo alegre que invitaba a la risa y a la fiesta.
Las discotecas tenían fascinación por la música romántica y los disk jockeys escogían las canciones que despertaban el deseo de abrazarse, de poner la cabeza sobre el hombro del cucarachón que les correspondiese, esas canciones que tocan el alma y hacen vibrar de emoción y sentimiento.
Las discotecas estaban divididas en dos, una para el lado de las cucarachones y otro para las cucarachonas y la pista de baile estaba en el centro. Las cucarachonas se pintaban los labios, retocaban las cejas peinándolas con cuidado con sus peinecitos blancos y ponían la mirada en el vacío, los ojos bien abiertos como si estuviesen contemplando un océano de olas turbulentas o el desierto infinito, algunas enroscaban las patas en las sillas y otras apoyaban los codos cobre la mesa y las pequeñas manos sobre el rostro. Verdaderamente la música hacía pensar en el amor que no comienza ni termina, que es como un río de aguas mansas y todos estaban ya ansiosas esperando que se les acercase el pretendiente. No se sacaban los guantes aunque hiciese mucho calor porque los guantes eran la señal que advertía a los galanes que estaban dispuestas a encontrar alguien con quien rozar sus antenas, alguien a quien contarle sus historias que para cada quien era una bella historia.
Vamos a centrar la atención en esa cucarachona, la que ha escogido la mesa principal, la pegadita a la pista, que se ha sentado a escribir palabras sobre su cuaderno negro, que está escribiendo una carta a su posible galán practicando las bellas palabras que se dirán. Resplandor de la luna en un lago de aguas quietas, azul encendido sobre un corazón dormido, ramo de violetas, lluvia de alegría, mirada que me abre el cielo. Hablaremos en verso se decía, y se puso a practicar rimas. ¿Por qué te perdí por siempre En aquella tarde clara? Hoy mi pecho está reseco Como una estrella apagada. Le contaré que me gustan las rosas, las enredaderas que ofrecen racimos de olor y belleza.
Suena el violín, una música antigua que ella recuerda y su corazón late de prisa, Alguna vez hace muchos años en Madrid ella había bailado siguiendo las notas de esa canción, se le va la mente y aparece ahí una pareja de cucarachones bailando junto al río, enamorados se miran a los ojos, es un tango de Piazzola, el mundo se ha detenido para que ellos bailen y las campanas de todas las iglesias suenan como si el amor fuese posible.
Luego del paseo por el parque, después de haberse lanzado miradas cada cucarachona escogía la discoteca de su gusto y se iba a sentar en el lado que le correspondía. Una pareja se desliza sobre la pista de baile, ella apoyando todo su cuerpo sobre él, los zapatos taco aguja. Las manos acariciando el cuello de su futuro amado. CBde R
Hubo un tiempo en el que las cucarachas usaban guantes blancos y caminaban en puntas de pie, delicadas se daban cita en los diferentes bares que iniciaban su trajín de medianoche.
Las cucarachas hacían brillar sus carteras y sus zapatos, alisaban con delicada saliva sus antenas y salían apenas escuchaban los primeros sonidos de la retreta. Porque la música comenzaba en el parque, uniformados los guardias cucarachones brindaban cada sábado música animada para los que paseaban entre los árboles y flores.
En ese tiempo las cucarachonas andaban embracetadas entre ellas, es decir, cogidas del brazo, amables unas con otras, tal vez un tanto ingenuas pero siempre con ánimo alegre que invitaba a la risa y a la fiesta.
Las discotecas tenían fascinación por la música romántica y los disk jockeys escogían las canciones que despertaban el deseo de abrazarse, de poner la cabeza sobre el hombro del cucarachón que les correspondiese, esas canciones que tocan el alma y hacen vibrar de emoción y sentimiento.
Las discotecas estaban divididas en dos, una para el lado de las cucarachones y otro para las cucarachonas y la pista de baile estaba en el centro. Las cucarachonas se pintaban los labios, retocaban las cejas peinándolas con cuidado con sus peinecitos blancos y ponían la mirada en el vacío, los ojos bien abiertos como si estuviesen contemplando un océano de olas turbulentas o el desierto infinito, algunas enroscaban las patas en las sillas y otras apoyaban los codos cobre la mesa y las pequeñas manos sobre el rostro. Verdaderamente la música hacía pensar en el amor que no comienza ni termina, que es como un río de aguas mansas y todos estaban ya ansiosas esperando que se les acercase el pretendiente. No se sacaban los guantes aunque hiciese mucho calor porque los guantes eran la señal que advertía a los galanes que estaban dispuestas a encontrar alguien con quien rozar sus antenas, alguien a quien contarle sus historias que para cada quien era una bella historia.
Vamos a centrar la atención en esa cucarachona, la que ha escogido la mesa principal, la pegadita a la pista, que se ha sentado a escribir palabras sobre su cuaderno negro, que está escribiendo una carta a su posible galán practicando las bellas palabras que se dirán. Resplandor de la luna en un lago de aguas quietas, azul encendido sobre un corazón dormido, ramo de violetas, lluvia de alegría, mirada que me abre el cielo. Hablaremos en verso se decía, y se puso a practicar rimas. ¿Por qué te perdí por siempre En aquella tarde clara? Hoy mi pecho está reseco Como una estrella apagada. Le contaré que me gustan las rosas, las enredaderas que ofrecen racimos de olor y belleza.
Suena el violín, una música antigua que ella recuerda y su corazón late de prisa, Alguna vez hace muchos años en Madrid ella había bailado siguiendo las notas de esa canción, se le va la mente y aparece ahí una pareja de cucarachones bailando junto al río, enamorados se miran a los ojos, es un tango de Piazzola, el mundo se ha detenido para que ellos bailen y las campanas de todas las iglesias suenan como si el amor fuese posible.
Luego del paseo por el parque, después de haberse lanzado miradas cada cucarachona escogía la discoteca de su gusto y se iba a sentar en el lado que le correspondía. Una pareja se desliza sobre la pista de baile, ella apoyando todo su cuerpo sobre él, los zapatos taco aguja. Las manos acariciando el cuello de su futuro amado. CBde R
Leonard Cohen - Dance Me to the End of Love
La editorial Lumen reedita novelas y poesía de Leonard Cohen que antes de ser compositor y cantante, fue escritor. Ray Loriga los prologa. "Lo que consigue Cohen, lo mismo que Proust, es devolver a cada cosa, a cada instante, el brillo que tuvo en el pasado"
http://www.20minutos.es/noticia/3179709/0/leonard-cohen-aniversario-muerte-libros-lumen/
El afilador de cuchillos
La vida venía a nosotros por el oído, el afilardor de cuchillos tenía un sonido especial, subía y bajaba sus notas, como una escalera, se lo escuchaba desde lejos y otra vez a la calle para ver cómo movía con el pie la rueda, salían cuchillos y tijeras de la casa, se negociaba el precio, la piedra de esmeril va muy veloz y en contacto con el cuchillo va soltando pequeñas chispas de fuego. Mientras el cuchillo reluce y tú observas sin pestañear. Van llegando otros vecinos y tu ya debes entrar sin tener tiempo para decirle hasta luego al organillero viejo que quien sabe cuando regresará.
El organillero
Una de nuestras alegrías de la infancia, escuchar la llegada del organillero, salir a la calle corriendo, verlo dándole a la manizuela mientras el mono salta, va y vuelve, lleva un sombrerito de paja, a veces un chaleco, te enseña los dientes, se te queda mirando y tu mueres por hacerle una caricia, que te lo dejen cargar, se rasca una pulga, levanta la cola, la enreda, te da la espalda, mientras el organillero recibe tu moneda, abre el cajoncito y el monito saca un papelito rosado de niña, en donde la suerte te dice que serás feliz,muy feliz. Después de pedirle un rato, el organillero te deja que le des la mano, y esos deditos largos y nerviosos se dejan tocar por ti y tu sonríes de dicha.
Pregones de Lima
Recordamos algunas alegrías de nuestra infancia, entre ellas algunos pregoneros que alcanzamos a oír. venían a nuestro barrio humiteros, vendiendo tamalitos salados y dulces y acompañados por sus cajones cantaban con voz melodiosa sus deliciosos productos. Mario mi esposo y su hermana Martha se acuerdan de uno que vendía Pavos y que gritaba: Pavo, que rico pavo. Alfajores, Revolución caliente!!!
Acá los hermanos Santa Cruz, Abelardo y Victoria nos cantan los preciosos pregones. Música negra
domingo, 3 de diciembre de 2017
Amigo por Saint Exupery
Hoy en la mañana fui de visita donde una amiga muy querida, ahora mientras le ponía unas líneas de agradecimiento recordé este hermoso texto de Antoine de Saint-Exupéry. Se lo envío a ella y todos mis amigos que ocupan un lugar tan importante en mi vida.
¡Estoy tan cansado de polémicas, de exclusividades, de fanatismos! En tu casa puedo entrar sin vestirme con un uniforme, sin someterme a la recitación de un Corán, sin renunciar a nada de mi patria interior. Junto a ti no tengo ya que disculparme, no tengo que defenderme, no tengo que probar nada.. Más allá de mis palabras torpes, más allá de los razonamientos que me pueden engañar, tú consideras en mí simplemente al Hombre, tú honras en mí al embajador de creencias, de costumbre, de amores particulares. Si difiero de ti, lejos de menoscabarte, te engrandezco. Me interrogas como se interroga al viajero.
Yo, que como todos, experimento la necesidad de ser reconocido, me siento puro en ti y voy hacia ti. Tengo necesidad de ir allí donde soy puro. Jamás han sido mis fórmulas ni mis andanzas las que te informaron acerca de lo que soy, sino que la aceptación de quien soy te ha hecho, necesariamente, indulgente para con esas andanzas y esas fórmulas. Te estoy agradecido por que me recibes tal como soy. ¿Qué he de hacer con un amigo que me juzga? Si recibo a un amigo en mi mesa, le ruego que se siente, si renguea, pero no le pido que baile.
Amigo mío, tengo necesidad de ti como de una cumbre donde se puede respirar. Tengo necesidad de acodarme junto a ti, una vez más a orillas del Saona, sobre la mesa de una pequeña hostería de tablones desunidos, y de invitar allí a dos marineros en cuya compañía brindaremos en la paz de una sonrisa semejante al día. Si todavía combato, combatiré un poco por ti.
Yo, que como todos, experimento la necesidad de ser reconocido, me siento puro en ti y voy hacia ti. Tengo necesidad de ir allí donde soy puro. Jamás han sido mis fórmulas ni mis andanzas las que te informaron acerca de lo que soy, sino que la aceptación de quien soy te ha hecho, necesariamente, indulgente para con esas andanzas y esas fórmulas. Te estoy agradecido por que me recibes tal como soy. ¿Qué he de hacer con un amigo que me juzga? Si recibo a un amigo en mi mesa, le ruego que se siente, si renguea, pero no le pido que baile.
Amigo mío, tengo necesidad de ti como de una cumbre donde se puede respirar. Tengo necesidad de acodarme junto a ti, una vez más a orillas del Saona, sobre la mesa de una pequeña hostería de tablones desunidos, y de invitar allí a dos marineros en cuya compañía brindaremos en la paz de una sonrisa semejante al día. Si todavía combato, combatiré un poco por ti.
Corona de espinas
Solo está dormida, despertará como Blancanieves cuando la bese el amado y en lugar de esas ramas que han ido apareciendo sobre su cabeza como corona de espinas expresando cada uno de sus dolores, volverá a tener una abundante y hermosa cabellera, suave, delicada, enmarcando su belleza.
Pesadilla
Pertenece a mi colección de imágenes. Le puse por nombre pesadilla.
Todas estas mujeres haciendo cola con sombrero y cartera para ir ¿adónde? Tienen un aire como de despedida, parten para no volver.
Espanta esa masa de pinos que se deja atravesar:
Nadie las obliga, son voluntarias. ¿O no tienen alternativa?
A veces vamos sin saber donde nos llevará el camino , van los otros, yo también voy, sin rebeldía, sin mirar atrás, sin detenerse y lanzar una pregunta, un grito de desconcierto, para que el eco nos detenga y corramos al lugar que nos pertenece, que hicimos nuestro, que fundamos.
Que solo y vacío quedará el sitio al que no se vuelve ya. CBdeR.
Todas estas mujeres haciendo cola con sombrero y cartera para ir ¿adónde? Tienen un aire como de despedida, parten para no volver.
Espanta esa masa de pinos que se deja atravesar:
Nadie las obliga, son voluntarias. ¿O no tienen alternativa?
A veces vamos sin saber donde nos llevará el camino , van los otros, yo también voy, sin rebeldía, sin mirar atrás, sin detenerse y lanzar una pregunta, un grito de desconcierto, para que el eco nos detenga y corramos al lugar que nos pertenece, que hicimos nuestro, que fundamos.
Que solo y vacío quedará el sitio al que no se vuelve ya. CBdeR.
Nos dice Sábato
“El hombre no sólo está hecho de desesperanza sino, y fundamentalmente, de fe y esperanza; no sólo de muerte sino también de ansias de vida; tampoco únicamente de soledad, sino de comunión y amor (…) Y así como la desilusión nace de la ilusión, la desesperanza surge de la esperanza; pero una y otra, desilusión y desesperanza, son curiosamente, el signo de la profunda y generosa fe en el hombre”. Ernesto sábato, escritor argentino.
Concierto para piano No. 21. Andante. Mozart
La tristeza de la música provoca felicidad de una manera muy extraña. Adam Zagajewski.
Alexander Calder performs his "Circus" - Whitney Museum
Alexander Calder. (Filadelfia, EE UU, 1898-Nueva York, 1976) Escultor estadounidense. Nació en el seno de una familia de artistas, pero no se sintió inclinado inicialmente hacia el arte y cursó estudios de ingeniería mecánica, que más adelante le fueron de gran utilidad.
José Luis Sampedro, la muerte y la libertad
Soy admiradora de Jose Luis Sampedro. Me gusta su inteligencia tan clara.
La olvidada cuento de Juan José Saer
La Olvidada
a Jean-Luc Pidoux-Payot
No se asusten: esta vez la historia termina bien. En lo que
a mí respecta, fui testigo ocular únicamente a partir del clímax. Por una de
esas casualidades unas horas más tarde también presencié, en un bar a orillas
del mar, dichoso, el desenlace.
Yo había bajado del Talgo Montpellier-Valencia, a eso de las seis de una tarde caliente de verano, y estaba esperando en la vereda de la estación a unos amigos que tenían que pasarme a buscar en auto para ir a un pueblito de la Costa Brava, cuando unas voces rugosas de catalanes que discutían en español me hizo volver la cabeza. La violencia desesperada del tono me turbó, y la agitación del grupo que discutía, más parecida al pánico que a la amenaza, me indujo a acercarme con discreción para tratar de entender lo que pasaba. Tan concentrados estaban en el debate, que ni siquiera se enteraron de mi presencia. (Mi objetivo en la vida es pasar desapercibido en tanto que individuo, puesto que soy editor de obras clásicas de filosofía, que otros han escrito, o traducido, o anotado, y que yo me limito, en el más riguroso anonimato, a sacar a luz en la ciudad de Lausana.)
Yo había bajado del Talgo Montpellier-Valencia, a eso de las seis de una tarde caliente de verano, y estaba esperando en la vereda de la estación a unos amigos que tenían que pasarme a buscar en auto para ir a un pueblito de la Costa Brava, cuando unas voces rugosas de catalanes que discutían en español me hizo volver la cabeza. La violencia desesperada del tono me turbó, y la agitación del grupo que discutía, más parecida al pánico que a la amenaza, me indujo a acercarme con discreción para tratar de entender lo que pasaba. Tan concentrados estaban en el debate, que ni siquiera se enteraron de mi presencia. (Mi objetivo en la vida es pasar desapercibido en tanto que individuo, puesto que soy editor de obras clásicas de filosofía, que otros han escrito, o traducido, o anotado, y que yo me limito, en el más riguroso anonimato, a sacar a luz en la ciudad de Lausana.)
Eran cuatro personas: un adolescente, una pareja de
ancianos, y un señor de edad indefinida que parecía estar tratando de calmar
los ánimos, y que debía ser sin duda un empleado de la estación. La mujer se
limitaba a lloriquear y a retorcer entre sus dedos atormentados por la artrosis
un pañuelito blanco con el que de tanto en tanto se secaba las lágrimas.
Enseguida comprendí que los viejos eran los abuelos del adolescente.
Es imposible imaginar un contraste mayor en el aspecto del
abuelo y del nieto, que eran los que discutían con aspereza. El viejo limpio,
calvo y bronceado, llevaba una camisa impecable, gris perla y de mangas cortas
y unos pantalones de verano recién planchados, mostrando una vez más esa
sencillez en el vestir tan agradable que suelen practicar los españoles. El
adolescente, en cambio, tenía puesto encima o arrastraba consigo todo lo que la
moda mundial destinada a estimular el consumo en esa etapa de su vida lo
inducía a comprar, a causa de uno de esos imperativos universales que no se
sabe bien quién los dicta, y que reducen a los miembros de la especie humana al
papel de meros compradores ya desde cuando están en el vientre de sus madres:
no bien se han instalado en el óvulo que ya hay alguien que, descubriéndoles
una supuesta necesidad, tiene algo para venderles. A pesar del despojamiento
del anciano y de la abundancia barroca de su nieto (gorra americana con la
visera al revés, en plano inclinado sobre la nuca, remera blanca con leyendas
en inglés bajo una camisa abierta y demasiado amplia, color kaki,
pantalones que caían en acordeón sobre unas espesas zapatillas deportivas de
suela de goma, su walk-man cuyo casco pendía alrededor del cuello, sus
numerosas pulseras y collares y su cinturón ancho con compartimentos diferentes
para guardar dinero, llaves, documentos, pasajes, cigarrillos, etcétera) y a
pesar también del antagonismo obstinado que los oponía en la discusión que iba
haciéndose cada vez más exaltada y violenta, un innegable parecido físico, no
exento de comicidad, con las variantes propias de la edad de cada uno, delataba
su parentesco.
En pocas palabras, el problema era el siguiente: el chico,
que debía tener unos quince o dieciséis años, y que venía desde Francia a pasar
las vacaciones en lo de sus abuelos, se había olvidado a la hermanita dormida
en el tren. Así como suena: se había olvidado en el tren a una nena de cinco
años, la hermanita que, diez años después de su nacimiento y de su reinado
absoluto de hijo único, sus padres, por accidente o con premeditación, habían
decidido traer al mundo. La criatura gordinflona y rosada, de lindo pelo
cobrizo a causa de sus antepasados catalanes, atiborrada de masitas, gaseosas y
chocolate, se había dormido hecha como se dice un ovillo en el fondo de su
asiento y el chico, al darse cuenta de que el tren llegaba a Figueras, con la
cabeza perdida en un archipiélago imaginario de conciertos monstruo de salsa, y
en proyectos de aprendizaje acelerado de planche á voile, poco
habituado a viajar con otra compañía que la de sus padres o la de los
profesores del secundario, los cuales tomaban por él todas las decisiones,
había cargado su mochila y, atravesando el pasillo a toda velocidad, había
saltado a tierra encaminándose hacia la salida. Cuando el abuelo, después de
saludarlo, le había preguntado por la hermana, el Talgo Montpellier-Valencia,
que el chico se había dado vuelta para mirar un poco aterrado, ya había salido
de la estación y, con la previsibilidad estúpida de las cosas mecánicas
inventadas por los hombres, rodaba despreocupado hacia el sur. Y en medio de la
discusión recia y amarga que siguió, entré yo en escena.
Si los abuelos daban la impresión de estar muy preocupados, el muchachito, en cambio, parecía más bien apesadumbrado y perplejo, e incluso vagamente indignado. ¿Cómo diablos -parecía insinuar su actitud- podía haber cometido semejante dislate? La falta enorme era desproporcionada a su capacidad de culpa, y en su fuero interno una vocecita insistente que él trataba de no oír, le susurraba que era a la nena a quien le incumbía la responsabilidad de lo que había sucedido, que no debía de haberse quedado dormida, oronda y displicente, acostumbrada como estaba a que todo el mundo revoloteara a su alrededor para ocuparse de ella. Una rabia intensa comenzaba a cegarlo: quedándose dormida en el tren, la nena demolía sin delicadeza todos sus proyectos y sus ensoñaciones. Dejando vagar la mirada del otro lado de la calle, más allá de la parada de taxis, por la sombra espesa de los plátanos adensándose en el crepúsculo que parecía expandirse desde la plazoleta triangular, hubiese querido en ese momento que su hermanita fuese castigada como se lo merecía, para que aprendiese de una vez por todas las consecuencias que los otros debían sufrir a causa de su egoísmo monstruoso. Pero a pesar de sus sentimientos contradictorios (Siempre soy yo, yo, el que paga los platos rotos), únicamente un observador imparcial y exterior, un editor suizo de obras filosóficas por ejemplo, hubiese podido percibir algo más que pánico y real preocupación en su mirada. Como la discusión, cada vez más ardua y estéril, se prolongaba inútilmente, el empleado de los ferrocarriles, dispuesto a la acción, desabrochó el teléfono portátil que llevaba en la cintura y, elevándolo hasta la oreja derecha, salió corriendo hacia las oficinas de la estación, justo en el mismo momento en que el coche de mis amigos estacionaba a mi lado, sacándome de mi ensimismamiento con un bocinazo discreto.
Un relato -una vida- no se compone solamente de elementos
empíricos, así que, viéndolos esa noche, felices, en el bar de la costa,
revolotear otra vez alrededor de la nena que devoraba un sandwich y una
naranjada con la crueldad desdeñosa de una diosa que acepta, imbuida de su
propia importancia, sacrificios humanos, deduje de inmediato que al salir
corriendo con el teléfono contra la oreja, el empleado de la estación había
llamado directamente al tren para advertir al guarda de lo que pasaba y
sugerirle bajar a la nena en la estación siguiente, adonde algún miembro de la
familia fue a buscarla en auto. Así que ahí estaban: los abuelos, una pareja
mucho más joven (los tíos sin duda), la nena y el muchachito, comiendo
sándwiches y tapas de papas fritas y de calamares, tomando gaseosas o cervezas,
aliviados por el reencuentro y por el desenlace provisoriamente feliz de la
historia. La pequeña emperatriz rubia y regordeta, con los ojos entornados,
devoraba con aplicación su interminable sándwich, empujándolo de tanto en tanto
con un trago de naranjada, indiferente a la protección excesiva que los otros
le prodigaban, bajo la mirada neutra y furtiva de su hermano mayor, como si de
ella dependiese su supervivencia. Estaban todos inscriptos, nítidos y vivos, en
mi campo visual y yo, distrayéndome de la conversación cortés y un poco irónica
que reinaba en mi propia mesa, los contemplaba fascinado, moviéndose como
estaban en ese espacio ambiguo, al mismo tiempo inmediato y remoto, en el que
lo familiar se transfigura y empieza a parecerse a lo desconocido.
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