El sol que reinó sobre mi infancia
Por: Juan Cruz | 18 de marzo de 2012
Solía viajar con dos libros, Las pequeñas virtudes, de Natalia Ginzburg (Acantilado), sobre todo por el texto que le dedica a Cesare Pavese, que acababa de suicidarse cuando ella lo escribió, y El revés y el derecho, de Albert Camus (Alianza Editorial), sobre todo por una frase que me ha dado vueltas en la cabeza en los últimos veinte años, desde que descubrí el librito.
Ahora que ha aparecido ese texto periodístico inédito de Camus, quise leer de nuevo El revés y el derecho, buscar esa frase, escribir sobre ella, sentir próxima esa voz cálida del autor de El extranjero, o tan próxima como siempre estuvo entre mis obsesiones de lector de sus pensamientos. El libro, una vieja edición que se había roto entre tanto viaje, se ha extraviado, así que he tenido que volver a la librería a comprar un nuevo ejemplar. Ahí he estado buscando esa frase, que tantas implicaciones tiene en la historia de Camus, en el origen de su escritura y en su propio origen.
En la edición que yo tuve este era el texto que yo recuerdo. "El sol que reinó sobre mi infancia me privó de todo resentimiento". Sin embargo, en esta que he conseguido ahora hay algunos cambios ligeros que no sé si afectan al fondo de lo que yo recuerdo. Dice: "En cualquier caso, aquel calor hermoso que imperó en mi infancia me vedó cualquier resentimiento".
Escribió Camus esa confesión en el prólogo a sus ensayos primerizos (lo primero que escribió en su vida, cuando tenía 22 años, está en este libro) en 1958, un año después de la concesión del Nobel de Literatura que alcanzó por el conjunto de su obra, y dos años antes de morir en accidente de tráfico. Eran tiempos en que recibió ataques de todo tipo, literarios, políticos, era la época en que se discutía sobre si era Sartre o era Camus el faro de la intelectualidad europea, y él vivía, por lo que se lee en ese prefacio, momentos de desdén hacia el mundo del arte y la cultura literaria en aquel París que él sentía esquivo a pesar de sus éxitos.
Así que esos textos incluyen con mucha frecuencia, como en esa frase que me da vueltas, referencias al resentimiento o a la envidia. Como aquí: "(...) Tras haberme sondeado, puedo asegurar que entre mis numerosas debilidades nunca estuvo el defecto más extendido entre nosotros, me estoy refiriendo a la envidia, auténtico cáncer de las sociedades y las doctrinas".
Afectado sin duda por un mundo en el que hallaba reticencias, se inventó una máxima para seguir andando: "Los principios debemos colocarlos en las cosas grandes; para las pequeñas basta con la misericordia". La raíz de sus reflexiones está en el clima de pobreza en que transcurrió su vida durante los mejores años de su juventud. Esa pobreza "no implica forzosamente envidia"; y la enfermedad, que le afectó gravemente también en ese periodo, tampoco le llevó al temor y al desánimo, nunca lo sumió "en la amargura". "Aquella enfermedad añadía trabas sin duda, y durísimas, a las que ya me aquejaban. Pero a fin de cuentas favorecía esa libertad del corazón, ese leve distanciamiento de los intereses humanos que siempre me protegió del resentimiento".
Es un texto extraño, repleto de una enorme melancolía, quizá la atmósfera moral (de recolección de sus desánimos) en la que habitó en los tiempos en que se le podría imaginar más feliz, más identificado consigo mismo. Fue, sin embargo, el tiempo en que subrayó esta creencia: "A veces veo al hombre como una injusticia en marcha: estoy pensando en mí".
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