LA TERCERA ORILLA DEL RIO
(Cuento) Guimarães Rosa
Nuestro padre era un hombre cumplidor, ordenado, positivo y
fue así desde jovencito y niño, por lo que testimoniaron las diversas personas
sensatas, cuando indagué la información. De lo que yo mismo recuerdo, él no
parecía más extravagante ni más triste que los otros, conocidos nuestros.
Solamente quieto. Era nuestra madre la que mandaba y quien a diario regañaba a
mi hermana, a mi hermano y a mí. Pero ocurrió que, cierto día, nuestro padre
mandó que se le hiciera una canoa.
Era en serio. Encargó la canoa, una especial, de cedro rojo,
pequeña, sólo con la tablilla de popa, para que cupiera justo el remero. Tuvo
que ser fabricada toda ella, elegida fuerte y arqueada en rígido, apropiada
para durar en el agua unos veinte o treinta años. Nuestra madre mucho renegó
contra la idea. ¿Sería posible que él, que no se ocupaba de esas artes, se iba
a proponer ahora pesquerías y cacerías? Nuestro padre nada decía. Nuestra casa,
en ese tiempo, estaba aún más cercana al río, cosa de menos de cuarto de legua:
el río por ahí se extendía grande, hondo, callado siempre. Ancho, de no poder
verse la otra orilla. Y no puedo olvidarme del día en que la canoa quedó lista.
Sin alegría, sin inquietud, nuestro padre se caló el sombrero
y decidió un adios. No dijo otras palabras, ni se llevó provisiones y ropas, ni
nos hizo ninguna recomendación. Nuestra madre, pensé que iba a gritar, pero
persistió, solamente alba de tan pálida, mordió el labio y bramó: -"¡Vete,
puedes quedarte, no vuelvas más!" Nuestro padre contuvo la respuesta. Me
miró, manso, haciendo ademán de que lo acompañara, sólo algunos pasos. Temí la
ira de nuestra madre, pero, de golpe, mañoso, obedecí. El rumbo de aquello me
animaba, me asaltaba una idea y pregunté: -"Padre, ¿puedo ir con usted en
esa canoa?" Volvió a mirarme y me dio la bendición, con un gesto me mandó
de regreso. Hice como que vine, pero di la vuelta en la gruta del monte para
saber. Nuestro padre entró en la canoa, la desamarró para remar. Y la canoa
salió alejándose, lo mismo su sombra, como un yacaré, extendida larga.
Nuestro padre no regresó. No iba a ninguna parte. Sólo
ejercitaba la invención de permanecer en aquellos espacios del río, de medio a
medio, siempre en la canoa, para no salir de ella nunca más. Lo extraño de esa
verdad espantó a la gente. Aquello que no había, acontecía. Los parientes,
vecinos y conocidos nuestros, se reunieron, y juntos se aconsejaron. Nuestra
madre, avergonzada, se portó con mucha cordura; por eso todos atribuyeron a
nuestro padre el motivo del que no querían hablar: locura. Unos consideraban
que podría tratarse del cumplimiento de alguna promesa o que, nuestro padre,
tal vez, por escrúpulo de alguna enfermedad, como ser lepra, despertaba para
otra suerte de vida, cerca y lejos de su familia.
Las voces de las noticias eran dadas por ciertas personas
-pasantes, moradores de las riberas, incluso en la lejanía del otro lado-
diciendo que nuestro padre nunca surgía a buscar tierra, en ningún punto o
rincón, ni de día, ni de noche, del modo como cursaba el río, libre, solitario.
Entonces, nuestra madre y los parientes nuestros concluyeron: que las
provisiones que estuvieran escondidas en la canoa se gastarían; y, él, o
desembarcaba y se alejaba yéndose para siempre, lo que por lo menos se
correspondía con lo correcto, o se arrepentía, de una vez, y volvía a casa.
Eso era un engaño. Yo mismo cumplía con llevarle, cada día,
un tanto de comida hurtada: idea que tuve, ya en la primera noche, cuando
nuestra gente probó con prender fogatas a la orilla del río, mientras que a su
claridad, se rezaba y se llamaba. Después, seguido, aparecí con pilocillo, pan
de maíz, penca de plátanos. Avisté a nuestro padre, al fin de una hora, muy
tardada de transcurrir: así solo, él allá a lo lejos, sentado en el fondo de la
canoa, detenida en el liso del río. Me vio, no remó hacia acá, no hizo señas.
Le enseñé la comida, la deposité en una cueva de piedras en la barranca, a
salvo de alimañas, de lluvia y rocío. Eso, hice y rehice siempre, mucho tiempo.
Sorpresa que más tarde tuve: nuestra madre sabía de esa agencia, disimulaba no
saberla; ella misma dejaba, facilitadas, sobras de cosas, para que yo las
consiguiese. Nuestra madre no se manifestaba mucho.
Hizo venir a nuestro tío, su hermano, para ayudar en la
hacienda y en los negocios. Hizo venir al maestro para nosotros, los niños.
Encomendó al cura que un día se paramentase, en la orilla, para conjurar y
rogar a nuestro padre que desistiera de la entristecedora porfía. Otra vez, por
disposición de ella, para amedrentar, vinieron los dos soldados. Todo lo cual
no valió de nada. Nuestro padre pasaba a lo largo, entrevisto o desleído,
cruzando en la canoa, sin dejar que se acercase nadie a la mano o a la voz.
Incluso cuando estuvieron, no hace mucho, dos hombres del periódico, que
trajeron lancha y pretendían retratarlo, no vencieron: nuestro padre
desaparecía por el otro lado, aproaba la canoa en el brezal, de leguas, que
hay, por entre juncos y matorrales, y él solo conocía, a palmos, su oscuridad.
Tuvimos que acostumbrarnos a aquello. A las penas, que
aquello trajo, uno nunca se acostumbró, es verdad. Lo sé por mí, que lo quería,
y lo que no quería, sólo con nuestro padre lo hallaba; esto tironeaba mis
pensamientos para atrás. Lo duro era no entender, de ninguna manera, cómo él
aguantaba. De día y de noche, con sol o aguaceros, calor, escarcha, y en los
terribles fríos de la mitad del año, sin protección, sólo con el sombrero viejo
en la cabeza, por todas las semanas, y meses, y los años -sin tener en cuenta
su irse del vivir. No bajaba en ninguna de las orillas, ni en las islas y los
bajíos del río, nunca más pisó suelo o pasto. Claro, que al menos, para dormir,
su poco, él debería amarrar la canoa en alguna punta de la isla, en lo
escondido. Pero ni prendía fueguito en la playa, ni disponía de luz fabricada,
nunca más raspó un cerillo. Lo que comía era casi; aun de lo que uno depositaba
entre las raíces de la ceiba o en la gruta de la barranca, él recogía poco, ni
lo suficiente. ¿No se enfermaba? Y la constante fuerza de los brazos, para
mantener derecha a la canoa, resistente, aún en la demasía de las arroyadas, en
el subir de las aguas, ahí cuando, en la embestida de la enorme corriente del
río, todo arrolla el peligroso, aquellos cuerpos de animales muertos y troncos
de árboles bajando -en espanto, en encuentro. Y jamás habló palabra con persona
alguna. Nosotros, tampoco, hablamos más de él. Sólo pensábamos. No, nuestro
padre no podía borrársenos, y si, por un rato, uno hacía como que olvidaba, era
apenas para despertarse de nuevo, de repente, con la memoria, al provocarse
otros sobresaltos.
Se casó mi hermana;
nuestra madre no quiso fiesta. Pensábamos en él, cuando se comía una comida más
sabrosa; también, abrigados de noche, en el desamparo de esas noches de mucha
lluvia, fría, fuerte, y nuestro padre, sólo con la mano y un guaje para ir
vaciando la canoa del agua del temporal. A veces, algún conocido nuestro
encontraba que me iba pareciendo más a nuestro padre. Pero yo sabía que él
ahora se había vuelto greñudo, barbón, con uñas grandes, enfermo y flaco, negro
por el sol y por los pelos, con aspecto de bicho, casi desnudo, aunque disponía
de piezas de ropa que de cuando en cuando se le proporcionaban.
Y no quería saber de nosotros: ¿no nos tenía afecto?
Justamente por afecto, por respeto, las veces que me alababan a causa de alguna
buena acción mía, yo siempre decía: -"Fue papá el que un día me enseñó a
hacerlo así...", lo que no era cierto, exacto, era mentira, por verdad.
¿Si él no se acordaba, ni quería saber más de nosotros, por qué, entonces, no
subía o bajaba el río, hacia otros parajes, lejos, en lo no encontrable? Sólo
él sabía. Pero mi hermana tuvo un niño, ella porfió en que quería mostrarle el
nieto. Fuimos todos al barranco, fue un lindo día, mi hermana con vestido
blanco, el del casamiento; levantaba en los brazos a la criaturita, el marido
sostuvo, para protegerlos, la sombrilla. Nosotros llamamos, esperamos. Nuestro
padre no apareció. Mi hermana lloró, todos lloramos, allí, abrazados. Mi hermana
se mudó, con el marido, lejos. Mi hermana se decidió y se fue, para una ciudad.
Los tiempos cambiaban en la lenta prisa del tiempo. Nuestra madre acabó yéndose
también, para siempre a residir con mi hermana. Había envejecido. Yo me quedé
aquí, el único. Nunca podría casarme. Yo permanecí, con los bagajes de la vida.
Nuestro padre me necesitaba, lo sé -en su vagar por el río por el yermo- sin
dar razón de su actitud. Cuando yo quise saber, y, resuelto, indagué, me
dijeron lo que se decía: nuestro padre, alguna vez, había revelado la
explicación al hombre que le preparó la canoa. Pero, ahora, ese hombre ya había
muerto, nadie que supiese, que hiciese memoria de nada. Sólo las falsas
habladurías, sin sentido, como ocurrió, en el comienzo, con las primeras
crecientes del río, con lluvias que no escampaban, todos temieron el fin del
mundo, decían: que nuestro padre había sido elegido como Noé, y que, por lo
tanto, con la canoa se había anticipado; pues ahora medio lo recuerdo, mi
padre, no podía condenarlo. Y apuntaban ya en mí las primeras canas.
Soy hombre de tristes palabras. ¿De qué tenía yo tanta,
tanta culpa? Si mi padre siempre ponía ausencia: y el río -río- río, el río
-ponía perpetuidad. Yo sufría ya el comienzo de la vejez -esta vida era sólo
demorarse. Yo mismo tenía achaques, ansias, cansancios, torpezas del
reumatismo. ¿Y él? ¿Por qué? Debía padecer demasiado. Por más aventejado, no
iba día más, día menos, a flaquear en su vigor, a dejar que la canoa se volcase
o que flotase sin pulso, en el andar del río, para despeñarse, horas abajo en
el estruendo y en la caída de la cascada brava con hervor y muerte. Apretaba el
corazón. Él estaba allá, sin mi tranquilidad. Soy el culpable de lo que no sé,
el dolor abierto, en mi fuero. Sabría, si las cosas fuesen distintas. Y fui
madurando una idea.
Sin vísperas. ¿Soy loco? No. En nuestra casa la palabra loco
no se usaba, nunca más se usó, todos esos años, nunca a nadie se acusó de loco.
Nadie es loco. O, entonces, todos. Lo fui, porque fui allá. Con un pañuelo,
para hacer más visible la señal. Estaba en mis cabales. Esperé. Por fin él
apareció, ahí y allá, el bulto. Estaba ahí, sentado en la popa, estaba allí, al
grito. Llamé, unas cuantas veces. Y hablé, lo que me urgía, jurando y
declarando, tuve que reforzar la voz: -"Padre, usted está viejo, ya
cumplió lo suyo... Ahora, regrese, no debería... regrese y yo, ahora mismo,
cuando quiera, los dos de acuerdo, ¡yo tomo su lugar, el de usted, en la
canoa...!" Y, así diciendo, mi corazón latió en firme compás.
Él me escuchó. Se
levantó. Manejó el remo, en el agua, con la proa hacia acá, conforme. Y yo
temblé, hondo, de repente: porque antes, él había erguido el brazo y hecho un
saludo -el primero, después de tantos años transcurridos. Yo no podía... Con
pavor, erizados los cabellos, corrí, hui, me arranqué de ahí en un proceder
desatinado. Porque me pareció que él venía: de la parte del más allá. Y estoy
pidiendo, pidiendo, pidiendo un perdón.
Sufrí el severo frío de los miedos, enfermé. Sé que nadie
supo más de él. ¿Soy hombre, después de este perjurio? Soy el que no fue, el
que va a callar. Sé que ahora es tarde, y temo concluir mi vida en la
mezquindad del mundo. Pero entonces, al menos, que, en el capítulo de la
muerte, me agarren y me depositen también en una simple canoa, en el agua, que
no cesa, de extendidas orillas: y, yo, río abajo, río afuera, río adentro -el
río.
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