Cuento de Ricardo Piglia (Recientemente fallecido)
Hotel Almagro
Cuando me vine a vivir a Buenos Aires
alquilé una pieza en el Hotel Almagro, en Rivadavia y Castro Barros. Estaba
terminando de escribir los relatos de mi primer libro y Jorge Álvarez me
ofreció un contrato para publicarlo y me dio trabajo en la editorial. Le
preparé una antología de la prosa norteamericana que iba de Poe a Purdy y con
lo que me pagó y con lo que yo ganaba en la Universidad me alcanzó para
instalarme y vivir en Buenos Aires. En ese tiempo trabajaba en la cátedra de
Introducción a la Historia en la Facultad de Humanidades y viajaba todas las
semanas a La Plata. Había alquilado una pieza en una pensión cerca de la
terminal de ómnibus y me quedaba tres días por semana en La Plata dictando
clases. Tenía la vida dividida, vivía dos vidas en dos ciudades como si fueran
dos personas diferentes, con otros amigos y otras circulaciones en cada lugar.
Lo que era igual, sin embargo, era la
vida en la pieza de hotel. Los pasillos vacíos, los cuartos transitorios, el
clima anónimo de esos lugares donde se está siempre de paso. Vivir en un hotel
es el mejor modo de no caer en la ilusión de “tener” una vida personal, de no
tener quiero decir nada personal para contar, salvo los rastros que dejan los
otros. La pensión en La Plata era una casona interminable convertida en una
especie de hotel berreta manejado por un estudiante crónico que vivía de
subalquilar cuartos. La dueña de la casa estaba internada y el tipo le giraba
todos los meses un poco de plata a una casilla de correo en el hospicio de Las
Mercedes.
La pieza que yo alquilaba era cómoda,
con un balcón que se abría sobre la calle y un techo altísimo. También la pieza
del Hotel Almagro tenía un techo altísimo y un ventanal que daba sobre los
fondos de la Federación de Box. Las dos piezas tenían un ropero muy parecido,
con dos puertas y estantes forrados con papel de diario. Una tarde, en La
Plata, encontré en un rincón del ropero las cartas de una mujer. Siempre se
encuentran rastros de los que han estado antes cuando se vive en una pieza de
hotel. Las cartas estaban disimuladas en un hueco como si alguien hubiera
escondido un paquete con drogas. Estaban escritas con letra nerviosa y no se
entendía casi nada; como siempre sucede cuando se lee la carta de un
desconocido, las alusiones y sobreentendidos son tantos que se descifran las
palabras pero no el sentido o la emoción de lo que está pasando. La mujer se
llamaba Angelita y no estaba dispuesta a que la llevaran a vivir a
Trenque-Lauquen. Se había escapado de la casa y parecía desesperada y me dio la
sensación de que se estaba despidiendo. En la última página, con otra letra,
alguien había escrito un número de teléfono. Cuando llamé me atendieron en la
guardia del hospital de City Bell. Nadie conocía a ninguna Angelita.
Por supuesto me olvidé del asunto pero
un tiempo después, en Buenos Aires, tendido en la cama de la pieza del hotel se
me ocurrió levantarme a inspeccionar el ropero. Sobre un costado, en un hueco,
había dos cartas: eran la respuesta de un hombre a las cartas de la mujer de La
Plata.
Explicaciones no tengo. La única
explicación posible es pensar que yo estaba metido en un mundo escindido y que
había otros dos que también estaban metidos en un mundo escindido y pasaban de
un lado a otro igual que yo y, por esas extrañas combinaciones que produce el
azar, las cartas habían coincidido conmigo. No es raro encontrarse con un
desconocido dos veces en dos ciudades, parece más raro encontrar en dos lugares
distintos, dos cartas de dos personas que están conectadas y que uno no conoce.
La casa de la pensión en La Plata
todavía está, y todavía sigue ahí el estudiante crónico, que ahora es un viejo
tranquilo que sigue subalquilando las piezas a estudiantes y a viajantes de
comercio, que pasan por La Plata siguiendo la ruta del sur de la provincia de
Buenos Aires. También el Hotel Almagro sigue igual y cuando voy por Rivadavia
hacia la Facultad de Filosofía y Letras de la calle Puan paso siempre por la
puerta y me acuerdo de aquel tiempo. Enfrente está la confitería Las Violetas.
Por supuesto hay que tener un bar tranquilo y bien iluminado cerca si uno vive
en una pieza de hotel.
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