QUÉ HABRÁ SIDO DE MOYA
Por Flavia COMPANY
Yo estaba exenta. Él no. Moya tenía que rezar, ir a
clase de religión, ponerse de rodillas con los brazos en
cruz. Moya recibía golpes en las manos y en la espalda con
una regla larga de madera a la que se le habían borrado los
números. Porque no se sabía las respuestas. Y si salía a la
pizarra, don Jesús le pegaba con la mano abierta en la
cabeza,
que rebotaba en la pared como un moscardón contra
un cristal, varias veces, mientras Moya sonreía mirándose
las puntas de los zapatos, o los calcetines azul marino de
uniforme, caídos alrededor de los tobillos.
Habíamos llegado aquel curso, desde el otro lado del
océano, y era impensable que yo me adaptara a las costumbres
del lugar. Mis padres estaban en contra de la violencia
y en contra de la religión, que según cómo se mire vienen
a ser lo mismo. Cuando supieron que don Jesús pegaba a
los alumnos y que los obligaba a rezar, mi padre se su-
bió al coche –la escuela estaba a solo tres manzanas, pero
él detesta caminar–, condujo hasta el edificio gris de tres
plantas, aparcó en la puerta, tocó el timbre, peguntó por el
maestro, se encerraron en el despacho de dirección y allí
solucionaron sus diferencias. Nunca supe cómo, pero el
resultado
fue que me convertí en exenta y, por consiguiente,
en la alumna más odiada el colegio. No hay mejor diana
que las diferencias. Es fácil apuntar, es fácil dar.
Moya estaba en los antípodas de mi suerte. A él le tocaba
todo. Llegué a pensar que, por una peculiar ley de
compensaciones,
le caía también lo mío. A lo mejor esa fue la
razón para que nos hiciéramos amigos.
Teníamos once años. Moya era el tonto de la clase. Cabeza
de rizos oscuros pegados al cráneo. Y el más alto.
Don Jesús le decía, lo que tienes de alto lo tienes de
tonto.
Y yo era la lista. Y la más pequeña. Enfundada en mi pichi
azul minúsculo, con el pelo rubio hasta la cintura, liso y
bien peinado. Don Jesús decía que, para mí, no se habían
inventado notas que bastaran. Pero me hacía leer en voz
alta para reírse de mi acento con los de la clase.
La amistad entre Moya y yo parecía rara, por lo desigual.
Destacaba como el caracol que muchos años después vivió
aislado en los azulejos amarillos de la cocina de mi abuela.
Era rara y consistía en cosas como compartir el bocadillo
a la hora del patio, sentarnos juntos en las excursiones,
regalarnos canicas, esperarnos a la salida para comer pipas
que, una vez peladas y para que no nos riñeran, Moya se
guardaba en los bolsillos de la americana azul marino, que
quedaban abultados y húmedos.
El curso siguiente dejé el centro. Como es natural, mis
padres buscaron algo más acorde a sus ideas y principios,
un lugar en que no hubiera rezos ni castigos corporales.
Luego pasaron treinta años y las cosas que pasan en
treinta años.
Y llegó un día del libro y estaba yo firmando ejemplares
de mi novela El corrector cuando, de
pronto, se acercó
un tipo envuelto en un traje azul claro y camisa blanca,
abierta hasta el tercer botón, un hombre de ceño fruncido,
ajado por el tiempo, que depositó con cierta brusquedad un
ejemplar sobre la mesa ante la que estaba sentada y dijo,
anda, échale una firma al primer maestro que tuviste en
España. Lo miré a los ojos, lo reconocí y lo vi el último
día de clase, junto a Moya, de nuevo incapaz de resolver
el análisis gramatical propuesto, Moya con la tiza entre
los dedos, como si fuera a escribir algo, con la cabeza
agachada muy cerca de la pizarra, esperando no se sabe
qué, y recordé a don Jesús acercarse a grandes zancadas y
propinarle un bofetón rabioso, como si se estuviera
descargando
de alguna furia secreta, y a Moya dar contra la pared
y caer al suelo con un hilillo de sangre desde el oído hasta
la barbilla, y a Moya sonriéndome antes de cerrar sus ojos
achinados de pestañas cortas, sonriéndome a mí que me
sentaba por supuesto en primera fila y era la única que
podía
comprenderlo, comprender lo que suponía ser la otra cara
de la moneda, a mí como si se despidiera. Cogí el ejemplar
que me presentaba el que a sí mismo se llamaba maestro,
lo abrí por la primera página y escribí: Qué habrá sido de
Moya. Firmé y se lo devolví.
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