El post más visitado de mi blog, es el de un niño italiano muy inteligente y maduro que cuenta en una entrevista entre otras cosas muy interesante su amor físico con una niña. El video lo hizo Silvano Agosti y acá aparece en un TED realizado en Bologna pensando en el hombre y en la vida.
TEDxBologna
Desde Lima, un relámpago de azul-cielo o azul-mar en nuestra mente o en nuestro corazón que ansían la belleza. Cuentos, poesía, música, cine, reflexiones, teatro, viajes, fotografía, entrevistas, danza y más.
jueves, 31 de enero de 2013
La santa rodilla, títeres maravillosos
Los vi en Lima, creo que ya no trabajan juntos, bellísimo trabajo, tan fino.
miércoles, 30 de enero de 2013
martes, 29 de enero de 2013
viernes, 25 de enero de 2013
jueves, 24 de enero de 2013
La dispersión
Tomado del blog de mi amigo el escritor venezolano Carlos Yusti Escaner culturalhttp://revista.escaner.cl sobre un mal ahora muy común el de la dispersión.
AL BORDE DE LA DISPERSIÓN
Carlos Yusti
Como mi norte en la vida era no terminar nada, y tener muchas ocupaciones extrañas para desenredar el gran ovillo de la existencia, de joven comenzaba varios proyectos en simultáneo (participaba en un grupo de teatro juvenil, elaboraba caricaturas para una exposición, editaba con otro grupo de amigos una revista, etc.) con la firme intención de no concluirlos o dejarlos a madias. No lo hacía con premeditación y alevosía, sino que ya otros nuevos proyectos sobrevolaban en mi cabeza y debía acometerlos antes que se espantaran.
Un día decidí mandar al diablo todos los proyectos y conseguí trabajo con un turco que vendía electrodomésticos. Durante 4 años me aparté de todo en plan de convertirme en un espectador omnisciente. En esta etapa descubrí a George Lichtenberg, personaje curioso de la filosofía que al morir dejó una serie de cuadernos con anotaciones breves y de una brillantez como de fogonazo. Lichtenberg tuvo la facultad de asumir varios proyectos a la vez sin terminar ninguno. Construía pararrayos, hacia cálculos de probabilidades lanzando por horas una moneda al aire, con su telescopio veía cada noche las estrellas y a su vecina que se prepara para dormir, llevaba un cuadro clínico de sus padecimientos reales e inventados y escribía de moda, ciencia y de cualquier tema que llamara su atención. Su interés por las cuestiones del mundo fue variado y disperso lo cual lo convirtió en una mente prodigiosa en su tiempo y aunque nunca se movió de Gotinga los pensadores y autores más ilustres de su época viajaban a esa ciudad de la baja Sajonia en Alemania con la sola intención de conocerlo.
También por casualidad descubrí a otro personaje tan lleno de aristas curiosas como el filósofo de Gotinga. Joe Gould era una especie de vagabundo y bohemio imprescindible en la zona cultural del Greenwich Village. De profesión periodista un día lo dejó todo y se lanzó a la calle a vivir en vagabundo y escribir un monumental libro que recopilaría la historia oral de Norteamérica. Lo cierto es que Gould se convirtió en un personaje artístico y mediático, le hacían entrevista para revistas o periódicos, además artistas y poetas buscaban su compañía ya que era la suma de la libertad creadora en estado puro, (el gran poeta e.e Cummings dibujó su retrato). La gente lo veía en los bares y cafés del Village escribiendo en cuadernos escolares. Durante años esa fue vida: artista sin obra. Era un celebridad artística que se codeó con los mejores poetas, pintores y escritores de su momento.
Al morir Joe Gould un periodista, que había escrito dos sendos reportajes sobre tan curioso personaje, descubrió una veintena de cuadernos con los textos de Gould. En cada cuaderno repetía siempre la misma historia que relataba la muerte de su padre. De un cuaderno a otro, con pequeñas alteraciones, escribía las circunstancias que rodearon la muerte de su padre, en el fondo era la misma historia escrita y reescrita hasta la saciedad. El periodista consiguió otro lote de cuadernos y contenían el mismo relato una y otra vez. Quizá Gould estuvo consciente de su farsa, sin duda deseaba escribir su gran libro, pero no tuvo el talento ni el aplomo necesario para acometerlo y se dejó ganar por su mentira y por ese personaje pintoresco que había creado.
Lo que hizo Gould fue inventarse una historia para andar por la vida libre sin ningún tipo de presión. El gran libro de la historia oral sólo estuvo en su cabeza, acaso al principio lo que resultaba una idea interesante pasó a segundo plano ya que la gran historia era esa: vivir como un mendigo. El acierto absurdo de Gould fue la de convertirse en personaje de una farsa que sostuvo hasta su muerte, de una mentira que le proporcionó la oportunidad de vivir en una fantasía confeccionada con esa misma metáfora que el Don Quijote literario elaboró la suya, sólo que Gould era un personaje real que desquició e iluminó la realidad con su fantasía del mendigo escritor, del mendigo que escribe esa historia menuda que se escucha a cada tramo de la vida, de esa historia imperceptible que se pierde en el voceo de la gente que va y viene al declinar el día.
Con el espíritu menos disperso retomé la pintura y la escritura. Desde entonces mi trabajo tiende a diluirse en el retraso, en el equivoco de los horarios y en todos esos imponderables que demora todos los relojes y cualquier proyecto. Pero me ido adaptando a la dispersión con naturalidad.
Otro escritor atenazado por el aire de la dispersión fue Santiago Key-Ayala, cuyos textos estuvieron perdidos y dispersos en distintitas publicaciones menores hasta que se publicó un libro que compiló gran parte de su obra.
El poeta José Vizcaya (Cheo) también es bastante disperso y sus poemas viven rueda libre en periódicos, revistas y en una que otra antología. Cheo escribe sus poemas en cualquier parte y sin esquemas preestablecidos o con miras a comprimirlos en un libro.
La dispersión es lo contrario a lo que se acuña (a regañadientes) con método y cosa. Lo disperso se opone a los horarios y a esas camisas de fuerza de la escritura por encargo.
Otro gran espíritu de la dispersión podría ser Marcel Duchamp. Pintor, fotógrafo cuyo alter ego femenino era una mujer exótica llamada Rrose Selavy, que no era otro que el artista disfrazado. Esto podría considerarse como un antecedente en bruto del Performance. Duchamp exploraba al detalle su parte femenina y se esmeraba: collares, alhajas, vestido, abrigos etc. El explica un poco esta metamorfosis: “En efecto quise cambiar de identidad (…) y, de repente, tuve una idea: ¿por qué no cambiarde sexo? ¡Era mucho más fácil! De esa idea surgió el nombre de Rrose Selavy. (…) La doble r proviene de un cuadro de Fracis Picabia, el Oeil cacodylate,…”
Ser otro puede ser un síntoma inequívoco de dispersión y cuyo ejemplo más patético lo vivió el poeta Rimbaud que proclamó con todo su desgarro su “yo es otro”. Un buen día Duchamp dejó de pintar y aseguró en una entrevista famosa que él no tomó semejante decisión, sino que vino sola y ya se había alejado mucho de la idea del pintor tradicional con su pincel, su paleta, su esencia de trementina; una idea que había desaparecido de su vida.
Duchamp fue haciendo sus obras artísticas con grandes huecos, con enormes paréntesis más que la obra estaba interesado en vivir: “Me hubiera gustado trabajar, pero había en mí un fondo enorme de pereza. Me gusta más vivir y respirar que trabajar(…) mi arte consistiría en vivir; cada segundo, cada respiración es una obra que no está inscrita en ninguna parte…” Duchamp se movió en el arte entre la pereza y la dispersión, pero su obra dice más de un proceso mental de concebir el arte que de una obra determinada ocupando un espacio en algún museo. Es un manera de expresar su goteo calmado por la vida, el arte como un depósito de algunas puntuales ideas estéticas o como él lo dijo: “Tampoco he conocido el esfuerzo de producir, puesto que la pintura no ha sido para mí más que un vertedero, una necesidad imperiosa de expresarme”.
En el abismo de lo disperso la vida tiene el sabor nítido de la tranquilidad inquieta, de ese nerviosismo relajado que apunta en diferentes direcciones. Uno por su parte va salvándose como puede, siempre juntando los pedazos aquí y allá con la satisfacción de que algo sucederá para retrasarlo todo, para que uno siga goteando en la vida con pereza infinita y siempre al borde de ese abismo de lo disperso.
AL BORDE DE LA DISPERSIÓN
Carlos Yusti
Como mi norte en la vida era no terminar nada, y tener muchas ocupaciones extrañas para desenredar el gran ovillo de la existencia, de joven comenzaba varios proyectos en simultáneo (participaba en un grupo de teatro juvenil, elaboraba caricaturas para una exposición, editaba con otro grupo de amigos una revista, etc.) con la firme intención de no concluirlos o dejarlos a madias. No lo hacía con premeditación y alevosía, sino que ya otros nuevos proyectos sobrevolaban en mi cabeza y debía acometerlos antes que se espantaran.
Un día decidí mandar al diablo todos los proyectos y conseguí trabajo con un turco que vendía electrodomésticos. Durante 4 años me aparté de todo en plan de convertirme en un espectador omnisciente. En esta etapa descubrí a George Lichtenberg, personaje curioso de la filosofía que al morir dejó una serie de cuadernos con anotaciones breves y de una brillantez como de fogonazo. Lichtenberg tuvo la facultad de asumir varios proyectos a la vez sin terminar ninguno. Construía pararrayos, hacia cálculos de probabilidades lanzando por horas una moneda al aire, con su telescopio veía cada noche las estrellas y a su vecina que se prepara para dormir, llevaba un cuadro clínico de sus padecimientos reales e inventados y escribía de moda, ciencia y de cualquier tema que llamara su atención. Su interés por las cuestiones del mundo fue variado y disperso lo cual lo convirtió en una mente prodigiosa en su tiempo y aunque nunca se movió de Gotinga los pensadores y autores más ilustres de su época viajaban a esa ciudad de la baja Sajonia en Alemania con la sola intención de conocerlo.
También por casualidad descubrí a otro personaje tan lleno de aristas curiosas como el filósofo de Gotinga. Joe Gould era una especie de vagabundo y bohemio imprescindible en la zona cultural del Greenwich Village. De profesión periodista un día lo dejó todo y se lanzó a la calle a vivir en vagabundo y escribir un monumental libro que recopilaría la historia oral de Norteamérica. Lo cierto es que Gould se convirtió en un personaje artístico y mediático, le hacían entrevista para revistas o periódicos, además artistas y poetas buscaban su compañía ya que era la suma de la libertad creadora en estado puro, (el gran poeta e.e Cummings dibujó su retrato). La gente lo veía en los bares y cafés del Village escribiendo en cuadernos escolares. Durante años esa fue vida: artista sin obra. Era un celebridad artística que se codeó con los mejores poetas, pintores y escritores de su momento.
Al morir Joe Gould un periodista, que había escrito dos sendos reportajes sobre tan curioso personaje, descubrió una veintena de cuadernos con los textos de Gould. En cada cuaderno repetía siempre la misma historia que relataba la muerte de su padre. De un cuaderno a otro, con pequeñas alteraciones, escribía las circunstancias que rodearon la muerte de su padre, en el fondo era la misma historia escrita y reescrita hasta la saciedad. El periodista consiguió otro lote de cuadernos y contenían el mismo relato una y otra vez. Quizá Gould estuvo consciente de su farsa, sin duda deseaba escribir su gran libro, pero no tuvo el talento ni el aplomo necesario para acometerlo y se dejó ganar por su mentira y por ese personaje pintoresco que había creado.
Lo que hizo Gould fue inventarse una historia para andar por la vida libre sin ningún tipo de presión. El gran libro de la historia oral sólo estuvo en su cabeza, acaso al principio lo que resultaba una idea interesante pasó a segundo plano ya que la gran historia era esa: vivir como un mendigo. El acierto absurdo de Gould fue la de convertirse en personaje de una farsa que sostuvo hasta su muerte, de una mentira que le proporcionó la oportunidad de vivir en una fantasía confeccionada con esa misma metáfora que el Don Quijote literario elaboró la suya, sólo que Gould era un personaje real que desquició e iluminó la realidad con su fantasía del mendigo escritor, del mendigo que escribe esa historia menuda que se escucha a cada tramo de la vida, de esa historia imperceptible que se pierde en el voceo de la gente que va y viene al declinar el día.
Con el espíritu menos disperso retomé la pintura y la escritura. Desde entonces mi trabajo tiende a diluirse en el retraso, en el equivoco de los horarios y en todos esos imponderables que demora todos los relojes y cualquier proyecto. Pero me ido adaptando a la dispersión con naturalidad.
Otro escritor atenazado por el aire de la dispersión fue Santiago Key-Ayala, cuyos textos estuvieron perdidos y dispersos en distintitas publicaciones menores hasta que se publicó un libro que compiló gran parte de su obra.
El poeta José Vizcaya (Cheo) también es bastante disperso y sus poemas viven rueda libre en periódicos, revistas y en una que otra antología. Cheo escribe sus poemas en cualquier parte y sin esquemas preestablecidos o con miras a comprimirlos en un libro.
La dispersión es lo contrario a lo que se acuña (a regañadientes) con método y cosa. Lo disperso se opone a los horarios y a esas camisas de fuerza de la escritura por encargo.
Otro gran espíritu de la dispersión podría ser Marcel Duchamp. Pintor, fotógrafo cuyo alter ego femenino era una mujer exótica llamada Rrose Selavy, que no era otro que el artista disfrazado. Esto podría considerarse como un antecedente en bruto del Performance. Duchamp exploraba al detalle su parte femenina y se esmeraba: collares, alhajas, vestido, abrigos etc. El explica un poco esta metamorfosis: “En efecto quise cambiar de identidad (…) y, de repente, tuve una idea: ¿por qué no cambiarde sexo? ¡Era mucho más fácil! De esa idea surgió el nombre de Rrose Selavy. (…) La doble r proviene de un cuadro de Fracis Picabia, el Oeil cacodylate,…”
Ser otro puede ser un síntoma inequívoco de dispersión y cuyo ejemplo más patético lo vivió el poeta Rimbaud que proclamó con todo su desgarro su “yo es otro”. Un buen día Duchamp dejó de pintar y aseguró en una entrevista famosa que él no tomó semejante decisión, sino que vino sola y ya se había alejado mucho de la idea del pintor tradicional con su pincel, su paleta, su esencia de trementina; una idea que había desaparecido de su vida.
Duchamp fue haciendo sus obras artísticas con grandes huecos, con enormes paréntesis más que la obra estaba interesado en vivir: “Me hubiera gustado trabajar, pero había en mí un fondo enorme de pereza. Me gusta más vivir y respirar que trabajar(…) mi arte consistiría en vivir; cada segundo, cada respiración es una obra que no está inscrita en ninguna parte…” Duchamp se movió en el arte entre la pereza y la dispersión, pero su obra dice más de un proceso mental de concebir el arte que de una obra determinada ocupando un espacio en algún museo. Es un manera de expresar su goteo calmado por la vida, el arte como un depósito de algunas puntuales ideas estéticas o como él lo dijo: “Tampoco he conocido el esfuerzo de producir, puesto que la pintura no ha sido para mí más que un vertedero, una necesidad imperiosa de expresarme”.
En el abismo de lo disperso la vida tiene el sabor nítido de la tranquilidad inquieta, de ese nerviosismo relajado que apunta en diferentes direcciones. Uno por su parte va salvándose como puede, siempre juntando los pedazos aquí y allá con la satisfacción de que algo sucederá para retrasarlo todo, para que uno siga goteando en la vida con pereza infinita y siempre al borde de ese abismo de lo disperso.
Poemas de Hugo Mujica
HACE APENAS DÍAS
Hace apenas días murió mi padre,
hace apenas tanto.
Cayó sin peso,
como los párpados al llegar
la noche o una hoja
cuando el viento no arranca, acuna.
Hoy no es como otras lluvias
hoy llueve por vez primera
sobre el mármol de su tumba.
Bajo cada lluvia
podría ser yo quien yace, ahora lo sé,
ahora que he muerto en otro.
INFANCIA
Llueve
y al árbol le pesan sus hojas,
a los rosales sus rosas.
Llueve
y el jardín huele a infancia,
a cercanía de todos los milagros,
a ausencia de todas las memorias.
INSTANTE
Unas hojas,
unas pocas hojas sacudidas
por el viento.
Un temblor en oscuro bosque,
un destello de vida,
un instante de niño.
El cisne
Carnaval de animales, el cisne Chelo por Misha Maisky Recita Roger Moore, la música es de Camille Saint-Saëns Pueden ver la obra completa en You tube.
"Mi visión del mundo" Einstein
Es buen saber lo que piensan las personas admirables, ellos nos interrogan sobre nuestros propios pensamientos.
"Mi visión del mundo"
por Albert Einstein.
Curiosa es nuestra situación de hijos de la Tierra. Estamos por una breve visita y no sabemos con qué fin, aunque a veces creemos presentirlo. Ante la vida cotidiana no es necesario reflexionar demasiado: estamos para los demás. Ante todo para aquellos de cuya sonrisa y bienestar depende nuestra felicidad; pero también para tantos desconocidos a cuyo destino nos vincula una simpatía.
Pienso mil veces al día que mi vida externa e interna se basa en el trabajo de otros hombres, vivos o muertos. Siento que debo esforzarme por dar en la misma medida en que he recibido y sigo recibiendo. Me siento inclinado a la sobriedad, oprimido muchas veces por la impresión de necesitar del trabajo de los otros. Pues no me parece que las diferencias de clase puedan justificarse: en última instancia reposan en la fuerza. Y creo que una vida exterior modesta y sin pretensiones es buena para todos en cuerpo y alma.
No creo en absoluto en la libertad del hombre en un sentido filosófico. Actuamos bajo presiones externas y por necesidades internas. La frase de Schopenhauer: “Un hombre puede hacer lo que quiere, pero no puede querer lo que quiera”, me bastó desde la juventud. Me ha servido de consuelo, tanto al ver como al sufrir las durezas de la vida, y ha sido para mí una fuente inagotable de tolerancia. Ha aliviado ese sentido de responsabilidad que tantas veces puede volverse demasiado en serio, ni a mí mismo ni a los demás. Así, pues, veo la vida con humor.
No tiene sentido preocuparse por el sentido de la existencia propia o ajena desde un punto de vista objetivo. Es cierto que cada hombre tiene ideales que lo orientan. En cuanto a eso, nunca creí que la satisfacción o la felicidad fueran fines absolutos. Es un principio ético que suelo llamar el “Ideal de la Piara ”.
Los ideales que iluminaron y colmaron mi vida desde siempre son: bondad, belleza y verdad. La vida me habría parecido vacía sin la sensación de participar de las opiniones de muchos, sin concentrarme en objetivos siempre inalcanzables tanto en el arte como en la investigación científica. Las banales metas de propiedad, éxito exterior y lujo me parecieron despreciables desde la juventud.
Hay una contradicción entre mi pasión por la justicia social, por la consecución de un compromiso social, y mi completa carencia de necesidad de compañía, de hombres o de comunicaciones humanas. Soy un auténtico solitario. Nunca pertenecí del todo al Estado, a la Patria , al círculo de amigos, ni aun a la familia más cercana. Si siempre fui extraño a esos círculos es porque la necesidad de soledad ha ido creciendo con los años.
El que haya un límite en la compenetración con el prójimo se descubre con la experiencia. Aceptarlo es perder parte de la inocencia, de la despreocupación. Pero en cambio otorga independencia frente a opiniones, costumbres y juicios ajenos, y la capacidad de rechazar un equilibrio que se funde sobre bases tan inestables.
Mi ideal político es la democracia. El individuo debe ser respetado en tanto persona. Nadie debería recibir un culto idolátrico. (Siempre me ha parecido una ironía del destino el haber suscitado tanta admiración y respeto inmerecidos. Comprendo que surgen del afán por comprender el par de conceptos que encontré, con mis escasas fuerzas, al cabo de trabajos incesantes. Pero es un afán que muchos no podrán colmar.)
Sé, claro está, que para alcanzar cualquier objetivo hace falta alguien que piense y que disponga. Un responsable. Pero de todos modos hay que buscar la forma de no imponer a dirigentes. Deben ser elegidos.Los sistemas autocráticos y opresivos degeneraron muy pronto. Pues la violencia atrae a individuos de escasa moral, y es ley de la vida el que a tiranos geniales sucedan verdaderos canallas.
Por eso estuve siempre contra sistemas como los que hoy priman en Italia y Rusia. No debe atribuirse el descrédito de los sistemas democráticos vigentes en la Europa actual a algún fallo en los principios de la democracia, sino a la poca estabilidad de sus gobiernos y al carácter impersonal de las elecciones. Me parece que la solución está en lo que hicieron los Estados Unidos: un presidente elegido por tiempo suficientemente largo, y dotado de los poderes necesarios para asumir toda la responsabilidad. Valoro en cambio en nuestra concepción del funcionamiento de un Estado, la creciente protección del individuo en caso de enfermedad o de necesidad materiales.
Para hablar con propiedad, el Estado no puede ser lo más importante: lo que es el individuo creador, sensible. La personalidad. Sólo de él sale la creación de lo noble, de lo sublime. Lo masivo permanece indiferente al pensamiento y al sentir.
Con esto paso a hablar del peor engendro que haya salido del espíritu de las masas: el ejército al que odio. Que alguien sea capaz de desfilar muy campante al son de una marcha basta para que merezca todo mi desprecio; pues ha recibido cerebro por error: le basta con la médula espinal. Habría que hacer desaparecer lo antes posible a esa mancha de la civilización. Cómo detesto las hazañas de sus mandos, los actos de violencia sin sentido, y el dichoso patriotismo. Qué cínicas, qué despreciables me parecen las guerras. ¡Antes dejarme cortar en pedazos que tomar parte en una acción tan vil!
A pesar de lo cual tengo tan buena opinión de la humanidad, que creo que este fantasma se hubiera desvanecido hace mucho tiempo si no fuera por la corrupción sistemática a que es sometido el recto sentido de los pueblos a través de la escuela y de la prensa, por obra de personas y de instituciones interesadas económica y políticamente en la guerra.
El misterio es lo más hermoso que nos es dado sentir. Es la sensación fundamental, la cuna del arte y de la ciencia verdaderos. Quien no lo conoce, quien no puede asombrarse y maravillarse, está muerto. Sus ojos se han extinguido. Esta experiencia de lo misterioso –aunque mezclada de temor– ha generado también la religión. Pero la verdadera religiosidad es saber de esa Existencia impenetrable para nosotros, saber que hay manifestaciones de la Razón más profunda y de la Belleza más resplandeciente sólo asequibles en su forma más elemental para el intelecto.
En ese sentido, y sólo en ése, pertenezco a los hombres profundamente religiosos. Un Dios que recompense y castigue a seres creados por él mismo, que, en otras palabras, tenga una voluntad semejante a la nuestra, me resulta imposible de imaginar. Tampoco quiero ni puedo pensar que el individuo sobreviva a su muerte corporal, que las almas débiles alimentan esos pensamientos por miedo, o por un ridículo egoísmo. A mí me basta con el misterio de la eternidad de la Vida , con el presentimiento y la conciencia de la construcción prodigiosa de lo existente, con la honesta aspiración de comprender hasta la mínima parte de razón que podamos discernir en la obra de la naturaleza.
¿Qué haríamos sin amigos?
La amistad es como la salud: Nunca nos damos cuenta de su verdadero valor hasta que la perdemos.
Compañeros hay muchos, verdaderos amigos solo son unos pocos. (Steven Santana)
Mientras se tenga al menos un amigo, nadie es inútil. (Robert Louis Stevenson)
Al final, no nos acordaremos tanto de las palabras de nuestros enemigos, sino de los silencios de nuestros amigos. (Martin Luther King, Jr.)
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Si planta una semilla de amistad, recogerá un ramo de felicidad. (Lois L. Kaufman)
Es muy difícil encontrar un buen amigo, más difícil todavía dejarlo e imposible olvidarlo.
Todo mi patrimonio son mis amigos. (Emily Dickinson)
Un verdadero amigo es aquel que entra cuando todos los demás se van.
Un amigo es alguien que está contigo porque le necesitas, aunque le encantaría estar en otra parte.
Cuando te duele mirar hacia atrás y te da miedo mirar adelante, mira hacia la izquierda o la derecha y allí estaré, a tu lado.
Mucha gente entra en y sale de tu vida a lo largo de los años. Pero solo los verdaderos amigos dejan huellas en tu corazón.
Cultivar un verdadero amigo requiere dedicación y tiempo.
La amistad es el ingrediente más importante en la receta de la vida.
Una vida sin amigos es como vivir en una isla desierta, sin agua, sin alimentos, sin luz.
Un verdadero amigo es alguien capaz de tocar tu corazón desde el otro lado del mundo.
Un verdadero amigo es alguien que te conoce tal como eres, comprende dónde has estado, te acompaña en tus logros y tus fracasos, celebra tus alegrías, comparte tu dolor y jamás te juzga por tus errores.
Quién descubra la verdadera amistad, se encuentra con un tesoro.
Con amigas queridas:
El arte de no amargarse la vida
De vez en cuando veo una conferencia en Internet, esta de psicología dada por Rafael Santandreu me pareció muy interesante.
viernes, 18 de enero de 2013
jueves, 17 de enero de 2013
miércoles, 16 de enero de 2013
En Río de Janeiro a los quince
Uno de mis primeros viajes fue al Brasil, mi padre siempre me había hablado de Río con inmenso cariño, había vivido ahí de muy joven y tenía grabadas las bellas experiencia de su infancia. Llegó en barco, fue a la escuela, hizo amigos y travesuras, vio el carnaval y se encantó con la alegría de su gente y lo colorido de la ciudad. Viajé con mi madre, nos hospedamos en Copacabana, la playa frente a nuestros ojos, los jóvenes en pequeñísimos trajes de baño jugaban enardecidos vóley y fútbol y cualquier cosa era motivo para la samba y el pregón. Tenía quince años y mi pequeño mundo limeño se agigantó. Había mucho más por ver y conocer en el mundo, mucha más gente que mis amigos, otras costumbres, otro idioma, jugo de uva, enorme morenos vendiendo piña fresca en la playa, un malecón interminable y la belleza del Pan de Azúcar enmarcando el intenso azul del mar que contrastaba con la blanquísima arena. Fuimos al Museo de arte contemporáneo y vi un cuadro todo blanco, ni un punto ni una línea, todo era moderno y sorpresivo. Me invitaron a una fiesta en el barrio Larangeiras, me pinté un poco los ojos pero no me sirvió de mucho porque, las garotas, más avanzados que nosotras, tenían todo a media luz imitando una discoteca. La sonrisa de la gente, el “Muito Obrigado” en la punta de los labios. Nos llevaron a una Macumba y no me alcanzaban los ojos para ver esa ceremonia de magia, música y danza que incluía una gallina y una morena que fumaba pipa y danzaba sin parar. Sentadas en los cafés de los hoteles de Copacabana mi madre y yo nos sentimos felices y ahora que evoco esos días cariocas, recuerdo coqueterías y piropos de un chico encantador que pasó delante de nosotros varias veces hasta que terminó sentado en nuestra mesa divirtiéndonos con sus ocurrencias. Antes de ir a dormir nos llevábamos la dulce tonada de “Boa noite” que nos habían lanzado para despedirnos.
No he olvidado con la amabilidad que me arreglaron una sandalia que se me rompió en plena calle, pasó de mano en mano hasta que me la entregaron perfecta.
No he regresado a Río, si bien conocí playas preciosas como Ipanema y Leblón sé que ahora hay playas de ensueño que quién sabe conoceré algún día. El Brasil, ese casi continente que tendríamos que visitar, Bahía la de “Doña Flor y sus dos maridos”, uno de mis sueños, y claro que Sao Paolo que dicen que no es tan linda pero que uno puede encontrar ahí los sitios más exóticos y sofisticados que uno puede imaginar, arte, restaurantes, gente de todas partes del mundo, una mega ciudad.
El Corcovado, el funicular, el Maracaná, quisiera volver a verlo todo. Eu gosto Río de Janeiro.
No he olvidado con la amabilidad que me arreglaron una sandalia que se me rompió en plena calle, pasó de mano en mano hasta que me la entregaron perfecta.
No he regresado a Río, si bien conocí playas preciosas como Ipanema y Leblón sé que ahora hay playas de ensueño que quién sabe conoceré algún día. El Brasil, ese casi continente que tendríamos que visitar, Bahía la de “Doña Flor y sus dos maridos”, uno de mis sueños, y claro que Sao Paolo que dicen que no es tan linda pero que uno puede encontrar ahí los sitios más exóticos y sofisticados que uno puede imaginar, arte, restaurantes, gente de todas partes del mundo, una mega ciudad.
El Corcovado, el funicular, el Maracaná, quisiera volver a verlo todo. Eu gosto Río de Janeiro.
Un escultor que nos deja asombrados
Cuando conocí este escultor australiano quedé impresionada. Se lo envié a mi hija publicista y ella lo mostró a toda la oficina fascinados. Este artista hiperrealista reproduce al ser humano de manera tan realista que los sentimos nuestros semejante, y al hacerlos de diferentes tamaños al nuestro nos produce extrañeza y sorpresa.
Ron Mueck (Melbourne, 1958) es uno de esos creadores que ha llegado al mundo del arte casi por error. Desde finales de los años setenta hasta mediados de los ochenta Mueck se dedica a la producción de efectos especiales para televisión y cine, dentro de lo que cabe mencionar su participación en el programa The Muppet Show (Los Teleñecos) y Sesame Street (Barrio Sésamo). En 1986 se traslada a Los Angeles y posteriormente a Londres, en donde realiza durante seis años anuncios publicitarios y es una década después cuando tiene su primera exposición. Desde entonces, Mueck ha ido logrado un ascenso imparable gracias a un lenguaje sólido dentro de la escultura contemporánea. Ha expuesto en The National Gallery de Londres, el Hirshhorn Museum and Sculpture Garden de Washington, el Brooklyn Museum of Art de Nueva York, la Nationalgalerie de Hamburgo, la The Saatchi Gallery de Londres, y en el 2001 estuvo presente en Biennale di Venezia. Enfocarte. Com
Ver un estupendo video de la Nacional Galery of London:
Solos contra el mundo
¿Alguna vez has pensado en irte a vivir a una isla desierta? ¿Construir una pequeña cabaña y tener ahí solo lo indispensable. ¿Nunca más el tráfico, ni las presiones, los celulares, las exigencias sociales, ni cruzar la ciudad porque así lo manda el “deber hacer”? Pues aquí tenemos a diferentes personajes que consiguieron escaparse de la vorágine de las ciudades y se retiraron cambiando radicalmente su vida. ¿Qué te llevarías a esa isla desierta? ¿De qué cosa no podrías deshacerte?
Solos contra el mundo
David Glasheen, de 60 años, quien habita solo en una pequeña isla australiana, Restoration. Este hombre se asemeja a la obra Robinson Crusoe, en la que se cuenta la vida de un náufrago inglés que pasa 28 años en una remota isla tropical. Antes de convertirse en lo que es hoy, Glasheen era un empresario que durante una crisis de negocios perdió dinero. Cansado, tomó la decisión de escaparse de su vida normal y alojarse en estas envidiables costas, en 1993. Se alimenta de cocos, pescados y cangrejos, cultiva hortalizas y hasta elabora su propia cerveza.
AVENTUREROS La historia de un hombre que prefirió renunciar a todo para irse a vivir a una isla remota ha hecho recordar otros casos de personas que abandonaron las comodidades de la civilización y se atrevieron a vivir sin un peso.
A diferencia de la mayoría de mortales, al australiano David Glasheen no le preocupan las deudas. Hace 20 años canceló sus cuentas bancarias luego de perder su fortuna en la bolsa y, sin pensarlo mucho, mandó construir con sus últimos ahorros una casa diminuta en una isla desierta del Pacífico sur. Para eso, tuvo que renunciar a todas las comodidades del mundo moderno: desde un baño con agua caliente hasta una muda de ropa limpia.
A pesar de la soledad el Robinson Crusoe australiano, como le dicen algunos, asegura que nunca había sido tan feliz, ya no lo agobia el dinero y tampoco sufre de estrés. La escasez de comida dejó de ser un problema hace tiempo, pues el multimillonario se volvió un experto pescador y se acostumbró a sobrevivir a punta de agua de coco, bananos y otras frutas silvestres. El contacto con la gente también es muy limitado, pues solo lo visitan los pescadores que recorren la zona.
El diario británico The Telegraph reveló su historia hace pocos días y desde entonces ha despertado el interés por otras personas, que después de pasar muchos años sentadas en un escritorio, deciden abandonarlo todo. Aunque cada una tiene motivos diferentes, la mayoría cree que es posible vivir en un mundo sin dinero. No se consideran ascetas, hippies ni antisociales, sencillamente quieren demostrar que la plata es una ilusión innecesaria.
Uno de los casos más extremos documentados recientemente es el de Daniel Shellabarger, un estadounidense que en 2000 se fue a vivir a una caverna al sureste de Utah. La razón: se dio cuenta de que era alérgico al sistema capitalista. Después de graduarse de Antropología en la Universidad de Colorado, Daniel se desempeñó como profesor y técnico de laboratorio. Abrió una cuenta bancaria y arrendó un apartamento, pero no se sentía feliz. Entonces compró tiquetes para Ecuador, Tailandia e India. A su regreso, regaló sus pertenencias y en su camino hacia la montaña rescató un sleeping bag de la basura.
Una vez allí, convirtió una gruta a dos horas a pie de la carretera más cercana en su nuevo hogar. Pronto el hombre de 40 años aprendió a diferenciar las frutas comestibles de las venenosas y se acostumbró a recorrer la autopista en busca de animales muertos. Hoy su dieta consiste en moras, cebolla, mapaches y ardillas, que cocina en una estufa improvisada que construyó con leña y latas viejas. El aseo personal tampoco es un problema: se baña en riachuelos, usa arena en vez de desodorante y hojas silvestres en lugar de papel higiénico.
Daniel tiene como política no recibir subsidios del gobierno, solo donaciones de sus amigos. De vez en cuando va a la ciudad y visita la biblioteca pública donde tiene acceso gratuito a internet. Hace unos meses creó un blog en el que cuenta detalles de su rutina y explica por qué después de 12 años sigue convencido de que es mejor desprenderse de lo material. "Tengo a la mano todo lo que necesito. Cuando tenía plata, jamás era suficiente. El dinero representa cosas del pasado (deudas) y cosas del futuro (créditos), nunca el presente", asegura en su página.
Mark Boyle, un británico de 33 años, es otro seguidor de esa filosofía. En 2008 dejó su empleo en una empresa de alimentos orgánicos en Bristol para dedicarse al campo. El detonante fue una tarde de cervezas en la que se dio cuenta de que no estaba haciendo nada para reducir su huella de carbono. "No sabía cuál era la raíz del problema así que decidí investigar a fondo", dice. El experimento consistía en vivir en Inglaterra sin un centavo en el bolsillo durante un año, pero le gustó tanto que convirtió ese estilo de vida en algo permanente.
El joven estudiante de economía consiguió un tráiler viejo y se instaló en una granja donde se ofreció como voluntario a cambio de ocupar el pequeño terreno. Él mismo cultiva sus vegetales, pero en las noches también sale a buscar comida que los restaurantes y supermercados desechan. Poco a poco Mark ha venido adaptando su humilde hogar a sus necesidades: construyó un baño ecológico e ideó un sistema para ducharse con agua lluvia. También descubrió que las espinas de pescado y las semillas de hinojo pueden hacer las veces de cepillo y crema dental, y ya casi no le cuesta trabajo encender la rústica estufa de leña que usa hasta en los peores inviernos.
Hoy Mark es el líder de Freeconomy, un movimiento que promueve una vida basada en el trueque, la amistad y, sobre todo, la austeridad. La idea ha tenido tan buena acogida en medio de la crisis económica que ya se han sumado miles de jóvenes europeos convencidos de que el dinero solo trae problemas. De hecho, Mark está a punto de lanzar The Moneyless Manifesto, un compendio de reglas y consejos sobre cómo vivir sin plata. A quienes lo critican, él simplemente les responde: "Suena curioso, si hoy no tienes un enorme televisor plasma la gente piensa que eres un extremista y que estás loco". Pero Mark, David y Daniel no se consideran ni lo uno ni lo otro. Para ellos este estilo de vida no solo es normal, sino que en unos años contagiará al resto del mundo.
Acá hay tres islas a las que podrías ir.
Vabbinfaru, en las Maldivas, Lizard Island, en Australia, Isla de Tonga, en el Pacífico Sur.
martes, 15 de enero de 2013
Araña sobre el espejo
Pequeñas huellas sobre la superficie de plata
Me dicen que me detenga
Que observe
Que me quede ahí estática sobre mis ocho patas
Dejando que se pose en mí la luz
Hasta disecarme
Confundido mi ser con aquella imagen que proyecto
La araña en el espejo
Caminado
Deslizándose
Tratando de atravesarlo
Sin tener donde asirme
Dilatando mis patas
Ansiando adherirme a esa fría laguna
Que cruzo como si fuera un mar infinito
Como si la tierra hubiese sido tragada
Por aguas imperiosas congeladas
Como si hubiésemos regresado al origen
Otra vez siendo peces, medusas, flores de las profundidades
La soledad de las aguas
El silencio primero
El vacío que no acoge
Que solo anuncia esterilidad y muerte
Sin poder tejer hilos que me mantengan
Que me sujeten
Por los que avance lentamente
Como guía (oroya, tarabita) que cruza el abismo
Terca, ansiando no ser
Una araña de cristal que se estrella
Contra el suelo produciendo una estridencia
Lamo el azogue
Dejo trozos de mi cuerpo pidiendo auxilio
Partículas mías que se pierden
En el intento de seguir siendo
Una araña de carne que se expresa.
Que cruje
Que llora
Que grita con júbilo.
que sueña y se estira.
Un bolero de Julio Cortázar
Qué vanidad imaginar
que puedo darte todo, el amor y la dicha,
itinerarios, música, juguetes.
Es cierto que es así:
todo lo mío te lo doy, es cierto,
pero todo lo mío no te basta
como a mí no me basta que me des
todo lo tuyo.
Por eso no seremos nunca
la pareja perfecta, la tarjeta postal,
si no somos capaces de aceptar
que sólo en la aritmética
el dos nace del uno más el uno.
Por ahí un papelito
que solamente dice:
Siempre fuiste mi espejo,
quiero decir que para verme tenía que mirarte.
Espejos Y Borges
Símbolo de la imaginación y de la conciencia, el espejo se ha relacionado con el pensamiento ( auto contemplación) y como reflejo del universo. ¿Quién no tiene un espejo? ¿Quién le teme, quién como la bruja de Blanca nieves lo ama? Narciso se miró en una fuente que era un espejo de agua y se perdió en él. Borges habla mucho sobre los espejos. A través del espejo se puede entrar en otra dimensión. Hay la costumbre de tapar los espejos cuando muere alguien para que no sea vehículo de los dos mundos. Los espejos de mano son emblemas de la verdad. en China se usan contra las influencias diabólicas y se han creado leyendas de los animales de los espejos. (Datos tomados del Diccionario de símbolos, de Juan Eduardo Cirlot).
Los animales de los espejos por Jorge Luis Borges.
...En aquel tiempo, el mundo de los espejos y el mundo de los hombres no estaban, como ahora, incomunicados. Eran, además, muy diversos; no coincidían ni los seres ni los colores ni las formas. Ambos reinos, el especular y el humano, vivían en paz; se entraba y salía por los espejos. Una noche, la gente del espejo invadió la Tierra. Su fuerza era grande, pero al cabo de sangrientas batallas las artes mágicas del Emperador Amarillo prevalecieron. Éste rechazó a los invasores, los encarceló en los espejos y les impuso la tarea de repetir, como en una especie de sueño, todos los actos de los hombre. Los privó de su fuerza y de su figura y los redujo a meros reflejos serviles. Un día, sin embargo, sacudirán ese letargo mágico.
El primero que despertará será el pez. En el fondo del espejo percibiremos una línea muy tenue y el color de esa línea será un color no parecido a ningún otro. Después, irán despertando las otras formas. Gradualmente diferirán de nosotros, gradualmente no nos imitarán. Romperán las barreras de vidrio o de metal y esta vez no serán vencidas. Junto a las criaturas de los espejos combatirán las criaturas del agua.
En el Yunnan no se habla del Pez, sino del Tigre del Espejo. Otros entienden que antes de la invasión oiremos desde el fondo de los espejos el rumor de las armas.
Jorge Luis Borges y Margarita Guerrero
El Libro de los Seres Imaginados
sábado, 12 de enero de 2013
Lecciones aprendidas
¡¡¡Hola Cecilia!!!
Un abrazo gigante y mis mejores deseos para tí, y para cada uno de los tuyos.
Gracias por enviarnos siempre tu "Abra el azul del cielo" lindo, interesante, entretenido
Te va algo bonito para empezar el año.
Ingrid
________________________________________
Lecciones aprendidas
1. He aprendido que los prejuicios y los malentendidos lo influyen a uno mucho más de lo que cree, de modo que hace falta estar en guardia siempre contra ellos.
2. He aprendido a convivir con la inseguridad y con el desaliento, con la incertidumbre irremediable sobre el valor de lo que he hecho, con la vulnerabilidad ante los juicios negativos y la sospecha de que puedan ser menos infundados que algunos elogios.
3. He aprendido que la vida funciona a base de proyectos, de planes, de expectativas, y que no todas son falsas y tramposas, sino que a veces se cumplen.
4. He aprendido que detrás de cada ser humano hay algo positivo que brilla con luz propia, algo elemental y ancestral, una molécula de humanidad.
5. He aprendido que todo lo que me gusta me gusta todavía más que hace veinte años y me pregunto qué cosas que ahora ni sospecho aprenderé si vivo otros veinte años.
6. He aprendido que aunque estamos mal hechos no estamos terminados y es la aventura de cambiar la que hace que valga la pena continuar.
Porque la vida alcanza para todos, para cada quien no importan las miserias ni los vicios. La vida alcanza para esperar su última oferta. La vida alcanza para dejar una huella, una prueba de que uno pasó por aquí sin hacer daño, al menos a conciencia.
Compendio
Antonio Muñoz Molina / Luis Racionero / Sándor Márai / Eduardo Galeano / Eliseo Alberto
Un abrazo gigante y mis mejores deseos para tí, y para cada uno de los tuyos.
Gracias por enviarnos siempre tu "Abra el azul del cielo" lindo, interesante, entretenido
Te va algo bonito para empezar el año.
Ingrid
________________________________________
Lecciones aprendidas
1. He aprendido que los prejuicios y los malentendidos lo influyen a uno mucho más de lo que cree, de modo que hace falta estar en guardia siempre contra ellos.
2. He aprendido a convivir con la inseguridad y con el desaliento, con la incertidumbre irremediable sobre el valor de lo que he hecho, con la vulnerabilidad ante los juicios negativos y la sospecha de que puedan ser menos infundados que algunos elogios.
3. He aprendido que la vida funciona a base de proyectos, de planes, de expectativas, y que no todas son falsas y tramposas, sino que a veces se cumplen.
4. He aprendido que detrás de cada ser humano hay algo positivo que brilla con luz propia, algo elemental y ancestral, una molécula de humanidad.
5. He aprendido que todo lo que me gusta me gusta todavía más que hace veinte años y me pregunto qué cosas que ahora ni sospecho aprenderé si vivo otros veinte años.
6. He aprendido que aunque estamos mal hechos no estamos terminados y es la aventura de cambiar la que hace que valga la pena continuar.
Porque la vida alcanza para todos, para cada quien no importan las miserias ni los vicios. La vida alcanza para esperar su última oferta. La vida alcanza para dejar una huella, una prueba de que uno pasó por aquí sin hacer daño, al menos a conciencia.
Compendio
Antonio Muñoz Molina / Luis Racionero / Sándor Márai / Eduardo Galeano / Eliseo Alberto
jueves, 10 de enero de 2013
Un fado que llega desde Galicia
Mi amiga Carmen Rico Coira me escribe una estupenda crónica de celebración de los 95 de Baldo Pestana y en ella la noticia de este Fado que me llena el alma de melancolía.
Llevo a Cortázar al penal de Santa Mónica
Hace unos años, en el verano fui al penal de Santa Mónica una vez por semana con el deseo de hacer un curso de comunicación creativa. El recuerdo de esos días lo tengo clarito en la mente, porque fueron días de muchas satisfacciones, de ver con nitidez el poder de la literatura, la alegría que lleva en sí, cómo sirve de partida para que cada quien empiece a contar su propia historia, a relacionarla con lo vivido.
Nos prestaron la biblioteca para poder reunirnos y pronto tuve dos grupos de “Chicas”, las nacionales y las turistas. (Así las llaman a las extranjeras que están presas en la mayoría de caso por haber sido burriers.)
Hablamos de animales y en un instante ya tenían puntos de contacto. Las ovejitas de la francesa que describía como si fuesen pequeñas nubes sobre un hermoso cielo azul eran muy parecidas si no idénticas a las de la chica de Huancavelica. Hablamos de zapatos y cada una tenía una pequeña historia en la que los zapatos eran el centro. Una tenía un hermoso vestido para su fiesta de quince y se antojó de unos zapatos, su madre no tenía dinero para comprarlos, pero ella insistió, era de verdad un antojo, al probárselos, el único par de ese modelo, le quedaba ajustado, pero igual, terca, salió de la tienda con la madre endeudada y los zapatos soñados. Todas nos reímos cuando confesó que no había podido bailar sufriendo por los malditos zapatos. Un cuento de Clarice Lispector, escritora brasilera que hablaba de sus zapatos rojos, había servido para que cada una de las participantes recordase un instante vivido intensamente.
Fue curioso como ante la duda de si el personaje de Clarice había sido violada o no (el texto es ambiguo), ellas, todas, afirmasen que claro que sí, que no existía la menor duda. Quien sabe sus experiencias les hacían ver el hecho desde un ángulo muy distinto a las “Chicas” del taller que tengo en casa, que la mayoría habían dicho que no, que solo había sido un desagradable manoseo.
Cuando vimos un cuento de Rulfo, el escritor mexicano: “Se oyen ladrar los perros”, fueron muy duras al juzgar al padre que había cometido un delito pero que ahora estaba desangrándose, trepado sobre el hijo que lo llevaba sobre los hombros, de noche, hasta el otro pueblo, a buscar al médico. “Para qué lo lleva, —decían, con todo lo mal que se ha portado.” Justo había matado a un hombre bueno del pueblo.
Un día no nos dejaron entrar a la biblioteca, que debo decir, estaba muy desordenada, con libros en el suelo, libros viejos que nadie quisiera leer, las “Turistas” pedían de vez en cuando algún libro en su idioma, pero no vi nada que se pareciese a la promoción de la lectura, a la lectura comunitaria o al aprendizaje de la lectura para las que sabían leer muy poquito o no comprendían muy bien. —“Hay una reunión”—nos dijeron y entonces, yo ya me retiraba con el sello en el hombro, luego de haber pasado por la inspección para ver si no traía un cuchillo o droga, que se le hace a todos los que ingresan, cuando vi que se movían como hormiguitas por el patio y en un dos por tres organizaron una mesa y una banca para que tengamos nuestro taller aunque sea bajo el sol. Yo siempre llevaba algo para rifar y quise comenzar sorteando unos naipes, pero ellas me dijeron que no, que de ninguna manera y de frente nos pusimos a leer un texto de Neruda. Una de las chicas peruanas lo sabía y se puso a recitar: " La noche está estrellada, y tiritan, azules, los astros, a lo lejos. El viento de la noche gira en el cielo y canta.” Aplausos y risas, el romanticismo puro en plena cárcel de mujeres.
Cuando decidí hacer una clase de “Historias de Cronopios y de Famas.” de Cortázar tuve miedo de que fuese un tema difícil, pero lo estudié con detenimiento y realmente les encantaron. A la semana siguiente me sorprendieron: una peruana le pedía a una turista casi con desesperación: — ¡Préstamelo!— Ella tenía entre sus manos el pequeño libro de Cortázar que se había convertido en un objeto maravilloso, como que lo es, pero que hasta hace una semana no existía en sus mundos. Yo me emocioné.
El taller era también de escritura, pero para no hacer difícil la comunicación, decidimos contar nuestras historias de manera oral y claro que contaron.
Cuando se terminó el tiempo que yo había destinado para ir donde ellas, organizaron una pequeña fiesta y cada una me regaló algo, un muñeco hecho en su taller de costura, un dibujo, una fruta. Cada cual quiso mostrar que había apreciado esos momentos en los que la literatura había sido el detonante para la posible comunicación de nuestras existencias, que es así los pienso, la más humana de nuestras habilidades.
Una foto de Clarice Lispector:
Poema brasilero
¿QUIÉN DIJO QUE ME MUDÉ?
No importa que la hayan demolido:
Uno sigue viviendo en la vieja casa
en que nació. Mario Quintana
Y acá otros poemas suyos.
SIMULTANIEDAD
¡Yo amo el mundo!, ¡Yo detesto el mundo!
¡Yo creo en Dios!, ¡Dios es un absurdo!
¡Yo me voy a matar!, ¡Yo quiero vivir!
-¿Usted es loco?
-No, soy poeta.
Poema
Una hormiguilla atraviesa, en diagonal, la página todavía en blanco. Mas ella, aquella noche, no escribe nada. ¿Para qué? Si por allí ya había pasado el rumor y el misterio de la vida.
Las utopías
Si las cosas son inalcanzables... ¡Ora!1
No es motivo para no quererlas...
¡Qué tristes los caminos, si no fuera
La mágica presencia de las estrellas!
1. Interjección que expresa duda, impaciencia o desprecio.
Libertad condicional
Podrás ir hasta la esquina
Comprar cigarros y volver
O mudarte para China
—Sólo no puedes salir de donde tú estás.
Epígrafe
Las únicas cosas eternas son las nubes...
Trovas brasileras
Un amigo me manda los poemas de un escritor brasilero. Inmediatamente recuerdo a mi padre, que vivió en Brasil de niño recitando estos pequeños poemas, especialmente recuerdo el que dice Eu ñau quero...
Outras Trovas
Você diz que sabe muito,
há outros que sabem mais;
há outros que tiram pomba
do laço que você faz.
Quem é pobre, sempre é pobre,
quem é pobre, nada tem;
quem é rico sempre é nobre
e às vezes não é ninguém...
Tenho tosse no cabelo,
dor de dentes no cachaço,
sinto canseira nas unhas,
não vejo nada de um braço.
Encontrei o dá e toma
na rua do toma lá;
inda não vi dá sem toma,
nem toma sem deita cá.
Se onde se mata um homem
pôr uma cruz é preceito
tu deves trazer, Maria,
um cemitério no peito.
Os rapazes de hoje em dia
são falsos como melão:
tem de se partir um cento
para se encontrar um são.
O amor dum estudante
não dura mais que uma hora:
toca o sino, vai pra aula,
vêm as férias, vai-se embora.
Eu não quero, nem brincando,
dizer adeus a ninguém:
quem parte, leva saudades,
quem fica, saudades tem.
Vou deitar a despedida,
por hoje não canto mais;
já me dói o céu da boca
e o coração inda mais.
Danza Sufí
Hay que saber algo de sufismo y de meditación para disfrutar a cabalidad con esta danza-meditación. Pude verla en Estambul.
Josquín des Prés
Josquin Des Prés, derivado del flamenco "Josken" , diminutivo de "José" , latinizado Josquinus Pratensis (c. 1450 a 1455 - 27 de agosto de 1521) fue un compositor franco-flamenco del Renacimiento, considerado el más famoso compositor europeo entre Guillaume Dufay y Giovanni Pierluigi da Palestrina, y la figura central de la escuela musical flamenca. También es conocido como Josquin Desprez.( Wikipedia)
martes, 8 de enero de 2013
lunes, 7 de enero de 2013
Clement Philibert Leo Delibes
Léo Delibes (Saint-Germain-du-Val, (hoy un barrio de La Flèche, en el departamento de Sarthe), 21 de febrero de 1836 - París, 16 de enero de 1891) fue un compositor romántico francés, recordado por sus ballets Sylvia y Coppélia y, más recientemente, por su ópera Lakmé.
Los textos y los dias
Por Daniel Goldin de la revista Fractal
Aunque mi pasión por los libros se ha hecho menos compulsiva en los últimos años, aún hoy me es difícil imaginar un placer más completo que la lectura. Los libros siempre han estado cerca de mí como una promesa, como una puerta, como un cofre. He vivido rodeado de libros toda la vida. Me es difícil imaginarme sin ellos, y de plano desconfío de una casa en la que no los haya. Mi padre fue bibliotecario (y además ávido lector), mi madre es bibliotecaria (y no muy buena lectora), en mi casa siempre ha habido libros y en la casa de mis padres, más que los propios (que eran muchos), lo que se leía eran los libros prestados por la biblioteca. Por todo esto sé que estuve ligado a los libros desde mi primera infancia, aunque dudo que haya tenido una relación muy estrecha con ellos antes de aprender a leer: durante muchos años sólo fueron objetos raros que ocupaban un lugar en la sala y, lo que era más molesto, la atención de mi padre.
Si trato de recordar algún libro de esos primeros años sólo me vienen a la mente tres títulos: El libro Barsa del año 1960, del que leí muy poco a pesar de que me acompañó durante muchos, muchísimos años. Durante muchas mañanas de gran aburrimiento (siempre fui un niño que se aburría) miré sus fotos con verdadera pasión: el hombre más alto del mundo, los autos para la futura década, una familia con 16 o 18 hijos, todos en línea; Laika, la perra rusa que fue lanzada al espacio en un viaje sin retorno. Quizá me inicié en la lectura recreativa leyendo los pies de foto de ese libro después de haber repetido hasta el cansancio las estúpidas aliteraciones con que me enseñaron a leer.
Otro libro que recuerdo de aquella época es un título en hebreo con fotografías en sepia y negro sobre una niña y un animal que no recuerdo bien qué era. Sé que nunca lo leí pues estaba en hebreo y quiero suponer que mis padres me lo contaban, aunque sólo recuerdo a mi madre haciéndolo. Creo que era una historia triste (y nos engolosinábamos mucho con la tristeza), pero no la recuerdo. Tal vez sólo me fue relatada pocas veces y después yo la recreé libremente, contemplando las fotografías. El tercero de los títulos que recuerdo era un libro muy grueso con el que mi madre estudiaba inglés, mientras mi hermana y yo asistíamos al kínder. Debía ser una colección de lecturas. En una parte había también un juego con ilustraciones que se movían. No recuerdo en absoluto la historia, pero tengo muy viva la imagen de mi madre sentada en su cama con el libro en sus piernas y mi hermana y yo pidiéndole que moviera el cinito. Probablemente en ese libro también (o si no en algún otro de sus cursos de inglés) había un texto que hablaba de la conquista del Everest. Aún puedo recordar las imágenes de Hillary, su barba perlada por sudor congelado. Y recuerdo nuevamente con qué fruición nos gustaba volver a sus sufrimientos. Probablemente también es de esa época aún no lectora un libro publicado por Daimon sobre aventuras en el zoológico. Eran muchos cuentos en los que los personajes eran distintos animales del zoológico. Puedo recordar con nitidez las fotografías en blanco y negro, y cómo me identificaba con un chimpancé, pero he olvidado los cuentos...
Sólo sé que durante muchos años mis padres nos los leyeron. Pese a su formación de bibliotecario, mi padre, el principal lector de la casa, no solía leernos clásicos de la infancia ni acercarnos a ellos. Tal vez, ahora lo pienso, porque su infancia fue dura y poco rodeada de afecto. Los cuentos clásicos de Andersen, Perrault o de los Grimm, me llegaron pero no sé cómo. Dudo que haya sido a través de libros. En cambio mi padre nos leía una hermosa edición de El libro de las tierras vírgenes, de Rudyard Kipling. Era un libro muy grueso, con no muchas ilustraciones. De la trama de este libro también es muy poco lo que recuerdo. En cambio me acuerdo de los nombres de muchos de sus personajes: Akela, Mowgli, Kaab. Siempre fue una lectura compartida con mis hermanos, quizá por esto tuvo tanto peso. Era como una ceremonia en la que pactábamos un armisticio temporal para escuchar a mi padre. Hoy pienso que no sólo me gustaba el relato: me encantaba ver a mi padre de otra forma. Al leer en voz alta, su presencia se expandía hacia un territorio inhóspito, lejano y tentador que era desde donde nos hablaba. Su figura crecía aún más porque, intuía yo, lo que nos leía era importante para él por alguna razón que nunca explicitó y que, como tantas cosas, se llevó a su tumba. Su voz de cierta forma nos abrigaba en su misterio, nos trasladaba a su silencio. Tiempo después, siendo ya lector, por ese mismo sendero me interné en la literatura buscando su afecto y siguiendo las lecturas que él me recomendaba, los sábados en la biblioteca de la que él había sido bibliotecario fundador. Estoy seguro que creía que era una vía de acercarme a él, de compenetrarme en su misterio. No sé hasta que punto lo logré, a juzgar por la distancia que mantuve con él y sobre todo por mi dificultad para hacer de la lectura un placer compartido, creo que muy poco. Sin embargo fue en esas mañanas de sábado cuando entraron verdaderamente los libros en mi vida: Belleza negra, Huckleberry Finn y Tom Sawyer, La cabaña del tío Tom, Príncipe y mendigo, Ivanhoe, Sin familia. Este último me conmovió como muy pocos otros; sé que se trataba de un niño solo en el mundo; supongo que era un derroche de tristeza y sufrimiento que por alguna razón me causaba gran deleite. La identificación con el personaje me separaba de mi identidad real, pero al darme una imaginaria me dejaba ver la verdadera naturaleza de mi sensación de estar solo en el mundo. A través de esa identificación yo me vengaba de mi entorno. Recuerdo con claridad estas vivencias, que a muchos tal vez les parezcan posteriormente elaboradas, y sé con certeza que son y fueron ciertas. Quizá con los años aprendí a desmenuzarlas, pero la vivencia estaba y está ahí, como un dardo alojado en mi cuerpo y poco a poco asimilado. Tom y Huck, quiero decirlo, son y han sido los personajes más importantes de mi vida. Su inteligencia rapaz, su desprolijo garbo, su alegría vital; los puedo visualizar: Tom con una camiseta a rayas rojas y Huck una camisa cuadriculada como de granjero; ambos descalzos, con los pies llenos de barro, como la boca y las manos. Me es difícil imaginar felicidad más plena, sobre todo por la nobleza de ambos, tan ajena a la pompa, y porque era en la amistad donde ésta crecía. No hace mucho alguien me preguntó cuál había sido el libro más importante de mi vida; sin vacilar contesté que Tom Sawyer. Es mi modelo a seguir, agregué en el acto.
Una de las vivencias constantes de mis lecturas desde niño ha sido la multiplicidad de escenarios en donde ésta acontece. Por lo menos son tres: uno, hacia adelante, que sigue la trama y trata de averiguar el desenlace pronto, con ansia casi ciega. Pero hay otro en el que miro de reojo las emociones que la lectura me provoca. En el tercero están las imágenes que se van formando por la lectura: un niño con un atado a la espalda y un perro (Sin familia), las callejuelas de Londres (Príncipe y mendigo), un niño astroso con el pantalón rabón y sombrero de paja (Tom Sawyer ), etcétera. Generalmente, con el paso del tiempo no retengo casi ninguna de las tramas que con tanto ahínco buscaba desentrañar. En cambio, recuerdo con gran claridad imágenes que se formaron en mi mente al leer. Por eso no deja de asombrarme mi escasa afición por los libros de imágenes, pese a estar muy ligado a la pintura y haberme dedicado a ella.
En la biblioteca que frecuentaba había varias colecciones y algunos títulos se repetían en las diferentes colecciones. Una de ellas tenía una parte de cómics. Ésa era la que menos me gustaba. Me parecía (y aún hoy me parece) una grosería (aunque ahora tal vez la comprenda). Había otros que tenían fuertes dosis de dibujos y poco texto. Yo siempre prefería las de mucho texto y pocas imágenes.
Las ilustraciones pocas veces me parecían del mismo valor que las palabras y creo que incluso ni siquiera las relacionaba. No me recuerdo observándolas. El Sandokan que navegaba por mi mente era más vigoroso que el de las viñetas. El único gozo que éstas me brindaban era un descanso, un premio y un hito en la lectura. Era una forma de medir mi esfuerzo y, como premio, una manera más rápida de pasar páginas. Ya padecía la eterna disyuntiva que sufrimos todos los lectores: querer acabar rápido el libro y desear que nunca se termine. Quería devorar los libros, aunque sabía que no había mayor deleite que quedarme en ellos. Quizá por eso me hice aficionado a las series: las primeras, más que de personajes o autores, fueron colecciones. La sección de libros infantiles en el deportivo estaba clasificada por colecciones. Todos los sábados yo repasaba los estantes y agotaba las colecciones. Después las series se organizaron por personajes: primero Tom Sawyer y Huck, después vino Salgari y su portentosa saga... Habré leído 12 o 14 libros gruesos cuyas tramas, nuevamente, se borran de mi memoria. Después entraron los autores; vino el ciclo de Verne (que pasó sin pena ni gloria) y miniciclos de parejas de libros. Traven fue el primer autor al que leí con ganas de agotarlo, animado quizá por algún comentario sobre la enigmática vida de su autor. Leí Puente en la selva con un azoro que hace un par de años, cuando lo publiqué, todavía me pareció revivir. Leí Macario, Canasta de cuentos, La rebelión de los colgados y otros que no recuerdo haber acabado.
En quinto año compré por primera vez un libro con mi dinero. Era el Diario del Che en Bolivia. Lo compré porque en un estante de Aurrerá leí un fragmento que decía algo así como "13 de febrero: día de pedos, vómito y diarrea". Había visto las fotos del cadáver de Guevara en Excélsior. Me pareció que era importante leer su diario. Ya para ese entonces leía el periódico casi todos los días. Supongo que era (como es aún hoy) un poco para perder el tiempo, para participar de una situación y para sentirme un poco más importante. En sexto año leí Summerhill y quise ir a Inglaterra. Había decidido dejar atrás la infancia (que poco me había dado), y la escalera de los libros me ofrecía una buena forma de crecer y hacerme respetar. En esa época frecuentaba la biblioteca de la escuela y sacaba muchos libros que no terminaba de leer. Me gustaba que la bibliotecaria me dijera que eran para adultos; y yo le contestaba que no importaba: leer se había convertido en una fuente de prestigio social, aunque seguía siendo fuente de placer y múltiples emociones. En esa época, la lectura recreativa era una actividad de los sábados en la mañana; no recuerdo lecturas nocturnas ni vespertinas. Recuerdo con especial claridad la lectura de Los miserables durante muchos sábados. Me la había recomendado mi guía en el Hashomer. Él nos relataba un capítulo por se-mana. A veces yo iba delante de él en mis lecturas, otras me rezagaba, pero nunca un placer anuló al otro.
Supongo que aquí empezó el placer que más claramente definió mis lecturas de adolescencia (y que considero aún hoy uno de los fundamentales pese a ser poco frecuente): compartirlas. Los amigos comenzaban a ser fuentes de recomendación, había que leer para participar en las pláticas, que siempre me parecían misteriosas pues yo seguía leyendo más por tener otra vida, que por aprender algo para ésta. Recuerdo con claridad la lectura de Las noches blancas de Dostoyevsky durante un viaje a Centroamérica que hice con unos amigos. El libro era bastante corto y después de varios viajes en autobús ya varios lo habían leído. Cuando yo concluí la lectura, un amigo me preguntó si estaba de acuerdo con lo que decía el libro. La novela era una defensa de la tesis que se explicitaba en el párrafo que acababa de leer. Pero hasta ese momento yo no había asimilado que de los libros había que sacar conclusiones. Vivía lo que el autor me obligaba a vivir, me borraba a mí mismo con la intensidad del relato. Con eso bastaba. Recuerdo la desilusión que me provocó tener que distanciarme de la vivencia para argumentar. Aún hoy, que he aprendido a generar lecturas, me parece que ha-cerlo es un esfuerzo, una invención. Mi deseo es perderme en ellas, olvidarme; aunque lo repruebe, aunque haya deseos pa-ralelos, ése es el más intenso.
En la preparatoria aparecieron tres cosas fundamentales que complejizaron y ampliaron notoriamente mi relación con los libros. Leí los primeros libros de ensayos, que eran forzosamente libros para distanciarse y pensar, pero sobre todo para discutir: la realidad empezaba a ser un engaño que había que descubrir. Pero no dejaba de ser un misterio a celebrar: los primeros amores surgieron junto con mi afición por la poesía. Leí hasta agotar la colección de Joaquín Mortiz. La leía en el jardín de la biblioteca, en los pasillos de la escuela, en los camiones y en la casa. Muchas veces en voz alta. Al revés de lo que me pasaba con la narrativa, aquí el placer era volver, jamás avanzar. De hecho, aún hoy rara vez leo un libro de poesía de principio a fin. Abro una página, abro otra. Vuelvo al poema que leí 20 veces. Las lecturas de poesía de aquella época (como la música que escuché y la pintura que vi) marcaron mis gustos. Puedo volver a leer los poemas y encontrarles nuevo sentido o seguir sin encontrarles alguno, pero no dejan de atraerme. Ahí está el centro de mis vivencias más profundas, la sensación de que el tiempo es un engaño, la dificultad de avanzar en el eje sintagmático, como diría Jacobson. También en esa época apareció el bicho de la escritura, que siempre había tenido, pero que aquí empezó a socializarse. Asistí al taller de poesía de Alejandro Aura en la Casa del Lago. Escribía y leía para que me criticaran. Leía a los compañeros. Leía para ampliar mi escritura. Leía y escribir era una ampliación de la lectura. Quizá hubiera preferido que la relación entre leer y escribir no fuera tan inmediata. Me hubiera gustado leer simplemente por el placer de hacerlo, de recordar y conversar. Pero desde que empecé a escribir con alguna seriedad, ese placer no me fue ya concedido y apareció un cuarto escenario: el texto paralelo, el gusanito que despierta y quiere tejer su propia red. Para ser justo, debo decir que también cuando escribo muchas veces quiero levantarme a leer. En ese ir y venir de la escritura a la lectura y viceversa, ambas actividades se han transformado, han perdido un encanto y han ganado otros. Han perdido el de la ingenuidad y la inocencia; han ganado el de una comprensión más profunda de sus leyes secretas. Quizá a partir de esto se ha hecho menos compulsiva mi relación con ambas y con los objetos en que ambas parecían centrarse: los libros. Hoy, leer y escribir me parecen dos formas del pensamiento, de la comunicación, de estar en el mundo. Me interesa más la relación de ellas con ese estar y, más que el objeto libro, el sujeto que lee. Tal vez porque me he dado cuenta de que con ellos se pueden ocultar muchas ruindades, por la inutilidad de acumularlos (aunque me siga gustando comprarlos y poseerlos), de la banalidad de leerlos sin hacer una lectura propia. También he comprendido con mayor claridad la profundidad de la lectura, esta actividad que tantos suelen conceptuar como un no hacer nada o como meramente pasiva. Sé que es una relación muy íntima, por esto sé que tiene límites: no se puede leer todo. He intentado muchas veces leer Aurelia de Nerval (un librito de 50 páginas) y no he logrado avanzar más allá de la página 10. No se puede leer siempre y a veces es difícil hacerlo.
Al principio de este texto hablé de los libros como promesas, como puertas, como cofres. No hablé de los libros como invitación al viaje, como viaje en sí mismos. Cuando a los 19 años dejé México con una mochila con dos mudas y veinte kilos de libros, supe que esa invitación podía incidir en la realidad. Viajé a Europa por haber leído a Nietzsche, a Cortázar, a Breton. Al llegar a París, la ciudad me pareció conocida. Había llegado antes con los libros. Pero nunca se cumplió lo que esperaba al leerlos. De hecho, pocas veces las promesas se han cumplido, las puertas se han traspasado o el cofre me ha permitido llegar al verdadero tesoro. Y cuando lo he logrado, la completud ha sido efímera.
La dimensión que abren los libros es la de la incompletud y la promesa de calmarla. La trampa que nos ponen es que sólo se puede colmar con su propia materia; lenguaje. ¿Por qué sigo tan atado a ellos si sé que son una trampa? Tal vez porque con ellos y por ellos he entendido algo inherente a nuestra condición: que nuestra única patria es volátil y esquiva, que la única forma de arraigar en ella es mantener y alentar sus movimientos, desintegrarnos, como el polvo. No ser de nadie, no tener sentido y no poder dejar de producirlo.
Daniel Goldin, "Los textos y los días", Fractal n°11, octubre-diciembre, 1998, año 3, volumen III, pp. 155-163.
Aunque mi pasión por los libros se ha hecho menos compulsiva en los últimos años, aún hoy me es difícil imaginar un placer más completo que la lectura. Los libros siempre han estado cerca de mí como una promesa, como una puerta, como un cofre. He vivido rodeado de libros toda la vida. Me es difícil imaginarme sin ellos, y de plano desconfío de una casa en la que no los haya. Mi padre fue bibliotecario (y además ávido lector), mi madre es bibliotecaria (y no muy buena lectora), en mi casa siempre ha habido libros y en la casa de mis padres, más que los propios (que eran muchos), lo que se leía eran los libros prestados por la biblioteca. Por todo esto sé que estuve ligado a los libros desde mi primera infancia, aunque dudo que haya tenido una relación muy estrecha con ellos antes de aprender a leer: durante muchos años sólo fueron objetos raros que ocupaban un lugar en la sala y, lo que era más molesto, la atención de mi padre.
Si trato de recordar algún libro de esos primeros años sólo me vienen a la mente tres títulos: El libro Barsa del año 1960, del que leí muy poco a pesar de que me acompañó durante muchos, muchísimos años. Durante muchas mañanas de gran aburrimiento (siempre fui un niño que se aburría) miré sus fotos con verdadera pasión: el hombre más alto del mundo, los autos para la futura década, una familia con 16 o 18 hijos, todos en línea; Laika, la perra rusa que fue lanzada al espacio en un viaje sin retorno. Quizá me inicié en la lectura recreativa leyendo los pies de foto de ese libro después de haber repetido hasta el cansancio las estúpidas aliteraciones con que me enseñaron a leer.
Otro libro que recuerdo de aquella época es un título en hebreo con fotografías en sepia y negro sobre una niña y un animal que no recuerdo bien qué era. Sé que nunca lo leí pues estaba en hebreo y quiero suponer que mis padres me lo contaban, aunque sólo recuerdo a mi madre haciéndolo. Creo que era una historia triste (y nos engolosinábamos mucho con la tristeza), pero no la recuerdo. Tal vez sólo me fue relatada pocas veces y después yo la recreé libremente, contemplando las fotografías. El tercero de los títulos que recuerdo era un libro muy grueso con el que mi madre estudiaba inglés, mientras mi hermana y yo asistíamos al kínder. Debía ser una colección de lecturas. En una parte había también un juego con ilustraciones que se movían. No recuerdo en absoluto la historia, pero tengo muy viva la imagen de mi madre sentada en su cama con el libro en sus piernas y mi hermana y yo pidiéndole que moviera el cinito. Probablemente en ese libro también (o si no en algún otro de sus cursos de inglés) había un texto que hablaba de la conquista del Everest. Aún puedo recordar las imágenes de Hillary, su barba perlada por sudor congelado. Y recuerdo nuevamente con qué fruición nos gustaba volver a sus sufrimientos. Probablemente también es de esa época aún no lectora un libro publicado por Daimon sobre aventuras en el zoológico. Eran muchos cuentos en los que los personajes eran distintos animales del zoológico. Puedo recordar con nitidez las fotografías en blanco y negro, y cómo me identificaba con un chimpancé, pero he olvidado los cuentos...
Sólo sé que durante muchos años mis padres nos los leyeron. Pese a su formación de bibliotecario, mi padre, el principal lector de la casa, no solía leernos clásicos de la infancia ni acercarnos a ellos. Tal vez, ahora lo pienso, porque su infancia fue dura y poco rodeada de afecto. Los cuentos clásicos de Andersen, Perrault o de los Grimm, me llegaron pero no sé cómo. Dudo que haya sido a través de libros. En cambio mi padre nos leía una hermosa edición de El libro de las tierras vírgenes, de Rudyard Kipling. Era un libro muy grueso, con no muchas ilustraciones. De la trama de este libro también es muy poco lo que recuerdo. En cambio me acuerdo de los nombres de muchos de sus personajes: Akela, Mowgli, Kaab. Siempre fue una lectura compartida con mis hermanos, quizá por esto tuvo tanto peso. Era como una ceremonia en la que pactábamos un armisticio temporal para escuchar a mi padre. Hoy pienso que no sólo me gustaba el relato: me encantaba ver a mi padre de otra forma. Al leer en voz alta, su presencia se expandía hacia un territorio inhóspito, lejano y tentador que era desde donde nos hablaba. Su figura crecía aún más porque, intuía yo, lo que nos leía era importante para él por alguna razón que nunca explicitó y que, como tantas cosas, se llevó a su tumba. Su voz de cierta forma nos abrigaba en su misterio, nos trasladaba a su silencio. Tiempo después, siendo ya lector, por ese mismo sendero me interné en la literatura buscando su afecto y siguiendo las lecturas que él me recomendaba, los sábados en la biblioteca de la que él había sido bibliotecario fundador. Estoy seguro que creía que era una vía de acercarme a él, de compenetrarme en su misterio. No sé hasta que punto lo logré, a juzgar por la distancia que mantuve con él y sobre todo por mi dificultad para hacer de la lectura un placer compartido, creo que muy poco. Sin embargo fue en esas mañanas de sábado cuando entraron verdaderamente los libros en mi vida: Belleza negra, Huckleberry Finn y Tom Sawyer, La cabaña del tío Tom, Príncipe y mendigo, Ivanhoe, Sin familia. Este último me conmovió como muy pocos otros; sé que se trataba de un niño solo en el mundo; supongo que era un derroche de tristeza y sufrimiento que por alguna razón me causaba gran deleite. La identificación con el personaje me separaba de mi identidad real, pero al darme una imaginaria me dejaba ver la verdadera naturaleza de mi sensación de estar solo en el mundo. A través de esa identificación yo me vengaba de mi entorno. Recuerdo con claridad estas vivencias, que a muchos tal vez les parezcan posteriormente elaboradas, y sé con certeza que son y fueron ciertas. Quizá con los años aprendí a desmenuzarlas, pero la vivencia estaba y está ahí, como un dardo alojado en mi cuerpo y poco a poco asimilado. Tom y Huck, quiero decirlo, son y han sido los personajes más importantes de mi vida. Su inteligencia rapaz, su desprolijo garbo, su alegría vital; los puedo visualizar: Tom con una camiseta a rayas rojas y Huck una camisa cuadriculada como de granjero; ambos descalzos, con los pies llenos de barro, como la boca y las manos. Me es difícil imaginar felicidad más plena, sobre todo por la nobleza de ambos, tan ajena a la pompa, y porque era en la amistad donde ésta crecía. No hace mucho alguien me preguntó cuál había sido el libro más importante de mi vida; sin vacilar contesté que Tom Sawyer. Es mi modelo a seguir, agregué en el acto.
Una de las vivencias constantes de mis lecturas desde niño ha sido la multiplicidad de escenarios en donde ésta acontece. Por lo menos son tres: uno, hacia adelante, que sigue la trama y trata de averiguar el desenlace pronto, con ansia casi ciega. Pero hay otro en el que miro de reojo las emociones que la lectura me provoca. En el tercero están las imágenes que se van formando por la lectura: un niño con un atado a la espalda y un perro (Sin familia), las callejuelas de Londres (Príncipe y mendigo), un niño astroso con el pantalón rabón y sombrero de paja (Tom Sawyer ), etcétera. Generalmente, con el paso del tiempo no retengo casi ninguna de las tramas que con tanto ahínco buscaba desentrañar. En cambio, recuerdo con gran claridad imágenes que se formaron en mi mente al leer. Por eso no deja de asombrarme mi escasa afición por los libros de imágenes, pese a estar muy ligado a la pintura y haberme dedicado a ella.
En la biblioteca que frecuentaba había varias colecciones y algunos títulos se repetían en las diferentes colecciones. Una de ellas tenía una parte de cómics. Ésa era la que menos me gustaba. Me parecía (y aún hoy me parece) una grosería (aunque ahora tal vez la comprenda). Había otros que tenían fuertes dosis de dibujos y poco texto. Yo siempre prefería las de mucho texto y pocas imágenes.
Las ilustraciones pocas veces me parecían del mismo valor que las palabras y creo que incluso ni siquiera las relacionaba. No me recuerdo observándolas. El Sandokan que navegaba por mi mente era más vigoroso que el de las viñetas. El único gozo que éstas me brindaban era un descanso, un premio y un hito en la lectura. Era una forma de medir mi esfuerzo y, como premio, una manera más rápida de pasar páginas. Ya padecía la eterna disyuntiva que sufrimos todos los lectores: querer acabar rápido el libro y desear que nunca se termine. Quería devorar los libros, aunque sabía que no había mayor deleite que quedarme en ellos. Quizá por eso me hice aficionado a las series: las primeras, más que de personajes o autores, fueron colecciones. La sección de libros infantiles en el deportivo estaba clasificada por colecciones. Todos los sábados yo repasaba los estantes y agotaba las colecciones. Después las series se organizaron por personajes: primero Tom Sawyer y Huck, después vino Salgari y su portentosa saga... Habré leído 12 o 14 libros gruesos cuyas tramas, nuevamente, se borran de mi memoria. Después entraron los autores; vino el ciclo de Verne (que pasó sin pena ni gloria) y miniciclos de parejas de libros. Traven fue el primer autor al que leí con ganas de agotarlo, animado quizá por algún comentario sobre la enigmática vida de su autor. Leí Puente en la selva con un azoro que hace un par de años, cuando lo publiqué, todavía me pareció revivir. Leí Macario, Canasta de cuentos, La rebelión de los colgados y otros que no recuerdo haber acabado.
En quinto año compré por primera vez un libro con mi dinero. Era el Diario del Che en Bolivia. Lo compré porque en un estante de Aurrerá leí un fragmento que decía algo así como "13 de febrero: día de pedos, vómito y diarrea". Había visto las fotos del cadáver de Guevara en Excélsior. Me pareció que era importante leer su diario. Ya para ese entonces leía el periódico casi todos los días. Supongo que era (como es aún hoy) un poco para perder el tiempo, para participar de una situación y para sentirme un poco más importante. En sexto año leí Summerhill y quise ir a Inglaterra. Había decidido dejar atrás la infancia (que poco me había dado), y la escalera de los libros me ofrecía una buena forma de crecer y hacerme respetar. En esa época frecuentaba la biblioteca de la escuela y sacaba muchos libros que no terminaba de leer. Me gustaba que la bibliotecaria me dijera que eran para adultos; y yo le contestaba que no importaba: leer se había convertido en una fuente de prestigio social, aunque seguía siendo fuente de placer y múltiples emociones. En esa época, la lectura recreativa era una actividad de los sábados en la mañana; no recuerdo lecturas nocturnas ni vespertinas. Recuerdo con especial claridad la lectura de Los miserables durante muchos sábados. Me la había recomendado mi guía en el Hashomer. Él nos relataba un capítulo por se-mana. A veces yo iba delante de él en mis lecturas, otras me rezagaba, pero nunca un placer anuló al otro.
Supongo que aquí empezó el placer que más claramente definió mis lecturas de adolescencia (y que considero aún hoy uno de los fundamentales pese a ser poco frecuente): compartirlas. Los amigos comenzaban a ser fuentes de recomendación, había que leer para participar en las pláticas, que siempre me parecían misteriosas pues yo seguía leyendo más por tener otra vida, que por aprender algo para ésta. Recuerdo con claridad la lectura de Las noches blancas de Dostoyevsky durante un viaje a Centroamérica que hice con unos amigos. El libro era bastante corto y después de varios viajes en autobús ya varios lo habían leído. Cuando yo concluí la lectura, un amigo me preguntó si estaba de acuerdo con lo que decía el libro. La novela era una defensa de la tesis que se explicitaba en el párrafo que acababa de leer. Pero hasta ese momento yo no había asimilado que de los libros había que sacar conclusiones. Vivía lo que el autor me obligaba a vivir, me borraba a mí mismo con la intensidad del relato. Con eso bastaba. Recuerdo la desilusión que me provocó tener que distanciarme de la vivencia para argumentar. Aún hoy, que he aprendido a generar lecturas, me parece que ha-cerlo es un esfuerzo, una invención. Mi deseo es perderme en ellas, olvidarme; aunque lo repruebe, aunque haya deseos pa-ralelos, ése es el más intenso.
En la preparatoria aparecieron tres cosas fundamentales que complejizaron y ampliaron notoriamente mi relación con los libros. Leí los primeros libros de ensayos, que eran forzosamente libros para distanciarse y pensar, pero sobre todo para discutir: la realidad empezaba a ser un engaño que había que descubrir. Pero no dejaba de ser un misterio a celebrar: los primeros amores surgieron junto con mi afición por la poesía. Leí hasta agotar la colección de Joaquín Mortiz. La leía en el jardín de la biblioteca, en los pasillos de la escuela, en los camiones y en la casa. Muchas veces en voz alta. Al revés de lo que me pasaba con la narrativa, aquí el placer era volver, jamás avanzar. De hecho, aún hoy rara vez leo un libro de poesía de principio a fin. Abro una página, abro otra. Vuelvo al poema que leí 20 veces. Las lecturas de poesía de aquella época (como la música que escuché y la pintura que vi) marcaron mis gustos. Puedo volver a leer los poemas y encontrarles nuevo sentido o seguir sin encontrarles alguno, pero no dejan de atraerme. Ahí está el centro de mis vivencias más profundas, la sensación de que el tiempo es un engaño, la dificultad de avanzar en el eje sintagmático, como diría Jacobson. También en esa época apareció el bicho de la escritura, que siempre había tenido, pero que aquí empezó a socializarse. Asistí al taller de poesía de Alejandro Aura en la Casa del Lago. Escribía y leía para que me criticaran. Leía a los compañeros. Leía para ampliar mi escritura. Leía y escribir era una ampliación de la lectura. Quizá hubiera preferido que la relación entre leer y escribir no fuera tan inmediata. Me hubiera gustado leer simplemente por el placer de hacerlo, de recordar y conversar. Pero desde que empecé a escribir con alguna seriedad, ese placer no me fue ya concedido y apareció un cuarto escenario: el texto paralelo, el gusanito que despierta y quiere tejer su propia red. Para ser justo, debo decir que también cuando escribo muchas veces quiero levantarme a leer. En ese ir y venir de la escritura a la lectura y viceversa, ambas actividades se han transformado, han perdido un encanto y han ganado otros. Han perdido el de la ingenuidad y la inocencia; han ganado el de una comprensión más profunda de sus leyes secretas. Quizá a partir de esto se ha hecho menos compulsiva mi relación con ambas y con los objetos en que ambas parecían centrarse: los libros. Hoy, leer y escribir me parecen dos formas del pensamiento, de la comunicación, de estar en el mundo. Me interesa más la relación de ellas con ese estar y, más que el objeto libro, el sujeto que lee. Tal vez porque me he dado cuenta de que con ellos se pueden ocultar muchas ruindades, por la inutilidad de acumularlos (aunque me siga gustando comprarlos y poseerlos), de la banalidad de leerlos sin hacer una lectura propia. También he comprendido con mayor claridad la profundidad de la lectura, esta actividad que tantos suelen conceptuar como un no hacer nada o como meramente pasiva. Sé que es una relación muy íntima, por esto sé que tiene límites: no se puede leer todo. He intentado muchas veces leer Aurelia de Nerval (un librito de 50 páginas) y no he logrado avanzar más allá de la página 10. No se puede leer siempre y a veces es difícil hacerlo.
Al principio de este texto hablé de los libros como promesas, como puertas, como cofres. No hablé de los libros como invitación al viaje, como viaje en sí mismos. Cuando a los 19 años dejé México con una mochila con dos mudas y veinte kilos de libros, supe que esa invitación podía incidir en la realidad. Viajé a Europa por haber leído a Nietzsche, a Cortázar, a Breton. Al llegar a París, la ciudad me pareció conocida. Había llegado antes con los libros. Pero nunca se cumplió lo que esperaba al leerlos. De hecho, pocas veces las promesas se han cumplido, las puertas se han traspasado o el cofre me ha permitido llegar al verdadero tesoro. Y cuando lo he logrado, la completud ha sido efímera.
La dimensión que abren los libros es la de la incompletud y la promesa de calmarla. La trampa que nos ponen es que sólo se puede colmar con su propia materia; lenguaje. ¿Por qué sigo tan atado a ellos si sé que son una trampa? Tal vez porque con ellos y por ellos he entendido algo inherente a nuestra condición: que nuestra única patria es volátil y esquiva, que la única forma de arraigar en ella es mantener y alentar sus movimientos, desintegrarnos, como el polvo. No ser de nadie, no tener sentido y no poder dejar de producirlo.
Daniel Goldin, "Los textos y los días", Fractal n°11, octubre-diciembre, 1998, año 3, volumen III, pp. 155-163.
El axolotl de Cortázar
Axolotl
Julio Cortázar
Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardín des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl.
El azar me llevó hasta ellos una mañana de primavera en que París abría su cola de pavo real después de la lenta invernada. Bajé por el bulevar de Port Royal, tomé St. Marcel y L’Hôpital, vi los verdes entre tanto gris y me acordé de los leones. Era amigo de los leones y las panteras, pero nunca había entrado en el húmedo y oscuro edificio de los acuarios. Dejé mi bicicleta contra las rejas y fui a ver los tulipanes. Los leones estaban feos y tristes y mi pantera dormía. Opté por los acuarios, soslayé peces vulgares hasta dar inesperadamente con los axolotl. Me quedé una hora mirándolos, y salí incapaz de otra cosa.
En la biblioteca Saint-Geneviève consulté un diccionario y supe que los axolotl son formas larvales, provistas de branquias, de una especie de batracios del género amblistoma. Que eran mexicanos lo sabía ya por ellos mismos, por sus pequeños rostros rosados aztecas y el cartel en lo alto del acuario. Leí que se han encontrado ejemplares en África capaces de vivir en tierra durante los períodos de sequía, y que continúan su vida en el agua al llegar la estación de las lluvias. Encontré su nombre español, ajolote, la mención de que son comestibles y que su aceite se usaba (se diría que no se usa más) como el de hígado de bacalao.
No quise consultar obras especializadas, pero volví al día siguiente al Jardin des Plantes. Empecé a ir todas las mañanas, a veces de mañana y de tarde. El guardián de los acuarios sonreía perplejo al recibir el billete. Me apoyaba en la barra de hierro que bordea los acuarios y me ponía a mirarlos. No hay nada de extraño en esto porque desde un primer momento comprendí que estábamos vinculados, que algo infinitamente perdido y distante seguía sin embargo uniéndonos. Me había bastado detenerme aquella primera mañana ante el cristal donde unas burbujas corrían en el agua. Los axolotl se amontonaban en el mezquino y angosto (sólo yo puedo saber cuán angosto y mezquino) piso de piedra y musgo del acuario. Había nueve ejemplares y la mayoría apoyaba la cabeza contra el cristal, mirando con sus ojos de oro a los que se acercaban. Turbado, casi avergonzado, sentí como una impudicia asomarme a esas figuras silenciosas e inmóviles aglomeradas en el fondo del acuario. Aislé mentalmente una situada a la derecha y algo separada de las otras para estudiarla mejor. Vi un cuerpecito rosado y como translúcido (pensé en las estatuillas chinas de cristal lechoso), semejante a un pequeño lagarto de quince centímetros, terminado en una cola de pez de una delicadeza extraordinaria, la parte más sensible de nuestro cuerpo. Por el lomo le corría una aleta transparente que se fusionaba con la cola, pero lo que me obsesionó fueron las patas, de una finura sutilísima, acabadas en menudos dedos, en uñas minuciosamente humanas. Y entonces descubrí sus ojos, su cara, dos orificios como cabezas de alfiler, enteramente de un oro transparente carentes de toda vida pero mirando, dejándose penetrar por mi mirada que parecía pasar a través del punto áureo y perderse en un diáfano misterio interior. Un delgadísimo halo negro rodeaba el ojo y los inscribía en la carne rosa, en la piedra rosa de la cabeza vagamente triangular pero con lados curvos e irregulares, que le daban una total semejanza con una estatuilla corroída por el tiempo. La boca estaba disimulada por el plano triangular de la cara, sólo de perfil se adivinaba su tamaño considerable; de frente una fina hendedura rasgaba apenas la piedra sin vida. A ambos lados de la cabeza, donde hubieran debido estar las orejas, le crecían tres ramitas rojas como de coral, una excrescencia vegetal, las branquias supongo. Y era lo único vivo en él, cada diez o quince segundos las ramitas se enderezaban rígidamente y volvían a bajarse. A veces una pata se movía apenas, yo veía los diminutos dedos posándose con suavidad en el musgo. Es que no nos gusta movernos mucho, y el acuario es tan mezquino; apenas avanzamos un poco nos damos con la cola o la cabeza de otro de nosotros; surgen dificultades, peleas, fatiga. El tiempo se siente menos si nos estamos quietos.
Fue su quietud la que me hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi a los axolotl. Oscuramente me pareció comprender su voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente. Después supe mejor, la contracción de las branquias, el tanteo de las finas patas en las piedras, la repentina natación (algunos de ellos nadan con la simple ondulación del cuerpo) me probó que eran capaz de evadirse de ese sopor mineral en el que pasaban horas enteras. Sus ojos sobre todo me obsesionaban. Al lado de ellos en los restantes acuarios, diversos peces me mostraban la simple estupidez de sus hermosos ojos semejantes a los nuestros. Los ojos de los axolotl me decían de la presencia de una vida diferente, de otra manera de mirar. Pegando mi cara al vidrio (a veces el guardián tosía inquieto) buscaba ver mejor los diminutos puntos áureos, esa entrada al mundo infinitamente lento y remoto de las criaturas rosadas. Era inútil golpear con el dedo en el cristal, delante de sus caras no se advertía la menor reacción. Los ojos de oro seguían ardiendo con su dulce, terrible luz; seguían mirándome desde una profundidad insondable que me daba vértigo.
Y sin embargo estaban cerca. Lo supe antes de esto, antes de ser un axolotl. Lo supe el día en que me acerqué a ellos por primera vez. Los rasgos antropomórficos de un mono revelan, al revés de lo que cree la mayoría, la distancia que va de ellos a nosotros. La absoluta falta de semejanza de los axolotl con el ser humano me probó que mi reconocimiento era válido, que no me apoyaba en analogías fáciles. Sólo las manecitas... Pero una lagartija tiene también manos así, y en nada se nos parece. Yo creo que era la cabeza de los axolotl, esa forma triangular rosada con los ojitos de oro. Eso miraba y sabía. Eso reclamaba. No eran animales.
Parecía fácil, casi obvio, caer en la mitología. Empecé viendo en los axolotl una metamorfosis que no conseguía anular una misteriosa humanidad. Los imaginé conscientes, esclavos de su cuerpo, infinitamente condenados a un silencio abisal, a una reflexión desesperada. Su mirada ciega, el diminuto disco de oro inexpresivo y sin embargo terriblemente lúcido, me penetraba como un mensaje: «Sálvanos, sálvanos». Me sorprendía musitando palabras de consuelo, transmitiendo pueriles esperanzas. Ellos seguían mirándome inmóviles; de pronto las ramillas rosadas de las branquias se enderezaban. En ese instante yo sentía como un dolor sordo; tal vez me veían, captaban mi esfuerzo por penetrar en lo impenetrable de sus vidas. No eran seres humanos, pero en ningún animal había encontrado una relación tan profunda conmigo. Los axolotl eran como testigos de algo, y a veces como horribles jueces. Me sentía innoble frente a ellos, había una pureza tan espantosa en esos ojos transparentes. Eran larvas, pero larva quiere decir máscara y también fantasma. Detrás de esas caras aztecas inexpresivas y sin embargo de una crueldad implacable, ¿qué imagen esperaba su hora?
Les temía. Creo que de no haber sentido la proximidad de otros visitantes y del guardián, no me hubiese atrevido a quedarme solo con ellos. «Usted se los come con los ojos», me decía riendo el guardián, que debía suponerme un poco desequilibrado. No se daba cuenta de que eran ellos los que me devoraban lentamente por los ojos en un canibalismo de oro. Lejos del acuario no hacía mas que pensar en ellos, era como si me influyeran a distancia. Llegué a ir todos los días, y de noche los imaginaba inmóviles en la oscuridad, adelantando lentamente una mano que de pronto encontraba la de otro. Acaso sus ojos veían en plena noche, y el día continuaba para ellos indefinidamente. Los ojos de los axolotl no tienen párpados.
Ahora sé que no hubo nada de extraño, que eso tenía que ocurrir. Cada mañana al inclinarme sobre el acuario el reconocimiento era mayor. Sufrían, cada fibra de mi cuerpo alcanzaba ese sufrimiento amordazado, esa tortura rígida en el fondo del agua. Espiaban algo, un remoto señorío aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundo había sido de los axolotl. No era posible que una expresión tan terrible que alcanzaba a vencer la inexpresividad forzada de sus rostros de piedra, no portara un mensaje de dolor, la prueba de esa condena eterna, de ese infierno líquido que padecían. Inútilmente quería probarme que mi propia sensibilidad proyectaba en los axolotl una conciencia inexistente. Ellos y yo sabíamos. Por eso no hubo nada de extraño en lo que ocurrió. Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario, mis ojos trataban una vez mas de penetrar el misterio de esos ojos de oro sin iris y sin pupila. Veía de muy cerca la cara de una axolotl inmóvil junto al vidrio. Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, en vez del axolotl vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro lado del vidrio. Entonces mi cara se apartó y yo comprendí.
Sólo una cosa era extraña: seguir pensando como antes, saber. Darme cuenta de eso fue en el primer momento como el horror del enterrado vivo que despierta a su destino. Afuera mi cara volvía a acercarse al vidrio, veía mi boca de labios apretados por el esfuerzo de comprender a los axolotl. Yo era un axolotl y sabía ahora instantáneamente que ninguna comprensión era posible. Él estaba fuera del acuario, su pensamiento era un pensamiento fuera del acuario. Conociéndolo, siendo él mismo, yo era un axolotl y estaba en mi mundo. El horror venía -lo supe en el mismo momento- de creerme prisionero en un cuerpo de axolotl, transmigrado a él con mi pensamiento de hombre, enterrado vivo en un axolotl, condenado a moverme lúcidamente entre criaturas insensibles. Pero aquello cesó cuando una pata vino a rozarme la cara, cuando moviéndome apenas a un lado vi a un axolotl junto a mí que me miraba, y supe que también él sabía, sin comunicación posible pero tan claramente. O yo estaba también en él, o todos nosotros pensábamos como un hombre, incapaces de expresión, limitados al resplandor dorado de nuestros ojos que miraban la cara del hombre pegada al acuario.
Él volvió muchas veces, pero viene menos ahora. Pasa semanas sin asomarse. Ayer lo vi, me miró largo rato y se fue bruscamente. Me pareció que no se interesaba tanto por nosotros, que obedecía a una costumbre. Como lo único que hago es pensar, pude pensar mucho en él. Se me ocurre que al principio continuamos comunicados, que él se sentía más que nunca unido al misterio que lo obsesionaba. Pero los puentes están cortados entre él y yo porque lo que era su obsesión es ahora un axolotl, ajeno a su vida de hombre. Creo que al principio yo era capaz de volver en cierto modo a él -ah, sólo en cierto modo-, y mantener alerta su deseo de conocernos mejor. Ahora soy definitivamente un axolotl, y si pienso como un hombre es sólo porque todo axolotl piensa como un hombre dentro de su imagen de piedra rosa. Me parece que de todo esto alcancé a comunicarle algo en los primeros días, cuando yo era todavía él. Y en esta soledad final, a la que él ya no vuelve, me consuela pensar que acaso va a escribir sobre nosotros, creyendo imaginar un cuento va a escribir todo esto sobre los axolotl.
Julio Cortázar
Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardín des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl.
El azar me llevó hasta ellos una mañana de primavera en que París abría su cola de pavo real después de la lenta invernada. Bajé por el bulevar de Port Royal, tomé St. Marcel y L’Hôpital, vi los verdes entre tanto gris y me acordé de los leones. Era amigo de los leones y las panteras, pero nunca había entrado en el húmedo y oscuro edificio de los acuarios. Dejé mi bicicleta contra las rejas y fui a ver los tulipanes. Los leones estaban feos y tristes y mi pantera dormía. Opté por los acuarios, soslayé peces vulgares hasta dar inesperadamente con los axolotl. Me quedé una hora mirándolos, y salí incapaz de otra cosa.
En la biblioteca Saint-Geneviève consulté un diccionario y supe que los axolotl son formas larvales, provistas de branquias, de una especie de batracios del género amblistoma. Que eran mexicanos lo sabía ya por ellos mismos, por sus pequeños rostros rosados aztecas y el cartel en lo alto del acuario. Leí que se han encontrado ejemplares en África capaces de vivir en tierra durante los períodos de sequía, y que continúan su vida en el agua al llegar la estación de las lluvias. Encontré su nombre español, ajolote, la mención de que son comestibles y que su aceite se usaba (se diría que no se usa más) como el de hígado de bacalao.
No quise consultar obras especializadas, pero volví al día siguiente al Jardin des Plantes. Empecé a ir todas las mañanas, a veces de mañana y de tarde. El guardián de los acuarios sonreía perplejo al recibir el billete. Me apoyaba en la barra de hierro que bordea los acuarios y me ponía a mirarlos. No hay nada de extraño en esto porque desde un primer momento comprendí que estábamos vinculados, que algo infinitamente perdido y distante seguía sin embargo uniéndonos. Me había bastado detenerme aquella primera mañana ante el cristal donde unas burbujas corrían en el agua. Los axolotl se amontonaban en el mezquino y angosto (sólo yo puedo saber cuán angosto y mezquino) piso de piedra y musgo del acuario. Había nueve ejemplares y la mayoría apoyaba la cabeza contra el cristal, mirando con sus ojos de oro a los que se acercaban. Turbado, casi avergonzado, sentí como una impudicia asomarme a esas figuras silenciosas e inmóviles aglomeradas en el fondo del acuario. Aislé mentalmente una situada a la derecha y algo separada de las otras para estudiarla mejor. Vi un cuerpecito rosado y como translúcido (pensé en las estatuillas chinas de cristal lechoso), semejante a un pequeño lagarto de quince centímetros, terminado en una cola de pez de una delicadeza extraordinaria, la parte más sensible de nuestro cuerpo. Por el lomo le corría una aleta transparente que se fusionaba con la cola, pero lo que me obsesionó fueron las patas, de una finura sutilísima, acabadas en menudos dedos, en uñas minuciosamente humanas. Y entonces descubrí sus ojos, su cara, dos orificios como cabezas de alfiler, enteramente de un oro transparente carentes de toda vida pero mirando, dejándose penetrar por mi mirada que parecía pasar a través del punto áureo y perderse en un diáfano misterio interior. Un delgadísimo halo negro rodeaba el ojo y los inscribía en la carne rosa, en la piedra rosa de la cabeza vagamente triangular pero con lados curvos e irregulares, que le daban una total semejanza con una estatuilla corroída por el tiempo. La boca estaba disimulada por el plano triangular de la cara, sólo de perfil se adivinaba su tamaño considerable; de frente una fina hendedura rasgaba apenas la piedra sin vida. A ambos lados de la cabeza, donde hubieran debido estar las orejas, le crecían tres ramitas rojas como de coral, una excrescencia vegetal, las branquias supongo. Y era lo único vivo en él, cada diez o quince segundos las ramitas se enderezaban rígidamente y volvían a bajarse. A veces una pata se movía apenas, yo veía los diminutos dedos posándose con suavidad en el musgo. Es que no nos gusta movernos mucho, y el acuario es tan mezquino; apenas avanzamos un poco nos damos con la cola o la cabeza de otro de nosotros; surgen dificultades, peleas, fatiga. El tiempo se siente menos si nos estamos quietos.
Fue su quietud la que me hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi a los axolotl. Oscuramente me pareció comprender su voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente. Después supe mejor, la contracción de las branquias, el tanteo de las finas patas en las piedras, la repentina natación (algunos de ellos nadan con la simple ondulación del cuerpo) me probó que eran capaz de evadirse de ese sopor mineral en el que pasaban horas enteras. Sus ojos sobre todo me obsesionaban. Al lado de ellos en los restantes acuarios, diversos peces me mostraban la simple estupidez de sus hermosos ojos semejantes a los nuestros. Los ojos de los axolotl me decían de la presencia de una vida diferente, de otra manera de mirar. Pegando mi cara al vidrio (a veces el guardián tosía inquieto) buscaba ver mejor los diminutos puntos áureos, esa entrada al mundo infinitamente lento y remoto de las criaturas rosadas. Era inútil golpear con el dedo en el cristal, delante de sus caras no se advertía la menor reacción. Los ojos de oro seguían ardiendo con su dulce, terrible luz; seguían mirándome desde una profundidad insondable que me daba vértigo.
Y sin embargo estaban cerca. Lo supe antes de esto, antes de ser un axolotl. Lo supe el día en que me acerqué a ellos por primera vez. Los rasgos antropomórficos de un mono revelan, al revés de lo que cree la mayoría, la distancia que va de ellos a nosotros. La absoluta falta de semejanza de los axolotl con el ser humano me probó que mi reconocimiento era válido, que no me apoyaba en analogías fáciles. Sólo las manecitas... Pero una lagartija tiene también manos así, y en nada se nos parece. Yo creo que era la cabeza de los axolotl, esa forma triangular rosada con los ojitos de oro. Eso miraba y sabía. Eso reclamaba. No eran animales.
Parecía fácil, casi obvio, caer en la mitología. Empecé viendo en los axolotl una metamorfosis que no conseguía anular una misteriosa humanidad. Los imaginé conscientes, esclavos de su cuerpo, infinitamente condenados a un silencio abisal, a una reflexión desesperada. Su mirada ciega, el diminuto disco de oro inexpresivo y sin embargo terriblemente lúcido, me penetraba como un mensaje: «Sálvanos, sálvanos». Me sorprendía musitando palabras de consuelo, transmitiendo pueriles esperanzas. Ellos seguían mirándome inmóviles; de pronto las ramillas rosadas de las branquias se enderezaban. En ese instante yo sentía como un dolor sordo; tal vez me veían, captaban mi esfuerzo por penetrar en lo impenetrable de sus vidas. No eran seres humanos, pero en ningún animal había encontrado una relación tan profunda conmigo. Los axolotl eran como testigos de algo, y a veces como horribles jueces. Me sentía innoble frente a ellos, había una pureza tan espantosa en esos ojos transparentes. Eran larvas, pero larva quiere decir máscara y también fantasma. Detrás de esas caras aztecas inexpresivas y sin embargo de una crueldad implacable, ¿qué imagen esperaba su hora?
Les temía. Creo que de no haber sentido la proximidad de otros visitantes y del guardián, no me hubiese atrevido a quedarme solo con ellos. «Usted se los come con los ojos», me decía riendo el guardián, que debía suponerme un poco desequilibrado. No se daba cuenta de que eran ellos los que me devoraban lentamente por los ojos en un canibalismo de oro. Lejos del acuario no hacía mas que pensar en ellos, era como si me influyeran a distancia. Llegué a ir todos los días, y de noche los imaginaba inmóviles en la oscuridad, adelantando lentamente una mano que de pronto encontraba la de otro. Acaso sus ojos veían en plena noche, y el día continuaba para ellos indefinidamente. Los ojos de los axolotl no tienen párpados.
Ahora sé que no hubo nada de extraño, que eso tenía que ocurrir. Cada mañana al inclinarme sobre el acuario el reconocimiento era mayor. Sufrían, cada fibra de mi cuerpo alcanzaba ese sufrimiento amordazado, esa tortura rígida en el fondo del agua. Espiaban algo, un remoto señorío aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundo había sido de los axolotl. No era posible que una expresión tan terrible que alcanzaba a vencer la inexpresividad forzada de sus rostros de piedra, no portara un mensaje de dolor, la prueba de esa condena eterna, de ese infierno líquido que padecían. Inútilmente quería probarme que mi propia sensibilidad proyectaba en los axolotl una conciencia inexistente. Ellos y yo sabíamos. Por eso no hubo nada de extraño en lo que ocurrió. Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario, mis ojos trataban una vez mas de penetrar el misterio de esos ojos de oro sin iris y sin pupila. Veía de muy cerca la cara de una axolotl inmóvil junto al vidrio. Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, en vez del axolotl vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro lado del vidrio. Entonces mi cara se apartó y yo comprendí.
Sólo una cosa era extraña: seguir pensando como antes, saber. Darme cuenta de eso fue en el primer momento como el horror del enterrado vivo que despierta a su destino. Afuera mi cara volvía a acercarse al vidrio, veía mi boca de labios apretados por el esfuerzo de comprender a los axolotl. Yo era un axolotl y sabía ahora instantáneamente que ninguna comprensión era posible. Él estaba fuera del acuario, su pensamiento era un pensamiento fuera del acuario. Conociéndolo, siendo él mismo, yo era un axolotl y estaba en mi mundo. El horror venía -lo supe en el mismo momento- de creerme prisionero en un cuerpo de axolotl, transmigrado a él con mi pensamiento de hombre, enterrado vivo en un axolotl, condenado a moverme lúcidamente entre criaturas insensibles. Pero aquello cesó cuando una pata vino a rozarme la cara, cuando moviéndome apenas a un lado vi a un axolotl junto a mí que me miraba, y supe que también él sabía, sin comunicación posible pero tan claramente. O yo estaba también en él, o todos nosotros pensábamos como un hombre, incapaces de expresión, limitados al resplandor dorado de nuestros ojos que miraban la cara del hombre pegada al acuario.
Él volvió muchas veces, pero viene menos ahora. Pasa semanas sin asomarse. Ayer lo vi, me miró largo rato y se fue bruscamente. Me pareció que no se interesaba tanto por nosotros, que obedecía a una costumbre. Como lo único que hago es pensar, pude pensar mucho en él. Se me ocurre que al principio continuamos comunicados, que él se sentía más que nunca unido al misterio que lo obsesionaba. Pero los puentes están cortados entre él y yo porque lo que era su obsesión es ahora un axolotl, ajeno a su vida de hombre. Creo que al principio yo era capaz de volver en cierto modo a él -ah, sólo en cierto modo-, y mantener alerta su deseo de conocernos mejor. Ahora soy definitivamente un axolotl, y si pienso como un hombre es sólo porque todo axolotl piensa como un hombre dentro de su imagen de piedra rosa. Me parece que de todo esto alcancé a comunicarle algo en los primeros días, cuando yo era todavía él. Y en esta soledad final, a la que él ya no vuelve, me consuela pensar que acaso va a escribir sobre nosotros, creyendo imaginar un cuento va a escribir todo esto sobre los axolotl.
Un pajarito de papel
Con mucho cuidado hice para mí, un pajarito de papel. Durante horas, formé, una a una, sus delicadas plumas, estuve recortando, doblando, torciendo el papel. El pico quedó alargado, sus ojos tiernos, su cola orgullosa. Era un pajarito de papel.
Lo estuve observando largo rato. No estaba del todo contenta con él. Entonces, lo tomé entre las manos, acerqué mi boca a su pico, y soplé fuerte, con ganas. !Tendría vida!
No demoró nada en convertirse en un pajarito de verdad. En un instante sus plumas se cubrieron de preciosos colores. Sentí entre mis manos cómo latía su corazón. Vi como las plumas de sus alas se iban llenando de aire, ¡se movían! eran alas de verdad.
El pajarito me pegó una mirada inocente, cómplice, graciosa, pidiéndome permiso para poder volar.
Los días siguientes, estuvimos así, jugando. El volaba un rato, cantaba un poco, se encontraba con otros pájaros. Pero, regresaba siempre, y se acomodaba entre mis manos para dejarse acariciar.
Era un hermoso pajarito de verdad, pero yo no estaba del todo contenta con él.
Entonces, lo tome entre mis manos y le dije:
—Quiero verte partir. ¿Cuando has visto un pajarito que no se quiera marchar?
El me miró muy curioso, tratando de descubrir si yo hablaba en serio y si realmente estaba dispuesta a dejarlo escapar.
Lo vi alejarse para siempre. Danzaba con el viento, hizo unas piruetas de despedida y se fue lejos para no volver.
Ahora sí, era un pajarito de verdad y yo estaba del todo contenta con él.
Amigos de la vida
Ya tenemos un buen tiempo siendo amigas, desde ese día en el que volábamos hacia la Habana y nos tocó compartir asiento con Alejandrina, estupenda música y encantadora mujer que ahora vive en Chile pero que añora su amada Cuba a la que seguramente volverá apenas cambie el rumbo de esas tierras. Acá nos interpreta Déjame que te cuente y pensé que era una interpretación de la música de Chabuca Granda pero no, es otra canción también bellísima.
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