jueves, 10 de enero de 2013

Llevo a Cortázar al penal de Santa Mónica



Hace unos años, en el verano fui al penal de Santa Mónica una vez por semana con el deseo de hacer un curso de comunicación creativa. El recuerdo de esos días lo tengo clarito en la mente, porque fueron días de muchas satisfacciones, de ver con nitidez el poder de la literatura, la alegría que lleva en sí, cómo sirve de partida para que cada quien empiece a contar su propia historia, a relacionarla con lo vivido.
Nos prestaron la biblioteca para poder reunirnos y pronto tuve dos grupos de “Chicas”, las nacionales y las turistas. (Así las llaman a las extranjeras que están presas en la mayoría de caso por haber sido burriers.)
Hablamos de animales y en un instante ya tenían puntos de contacto. Las ovejitas de la francesa que describía como si fuesen pequeñas nubes sobre un hermoso cielo azul eran muy parecidas si no idénticas a las de la chica de Huancavelica. Hablamos de zapatos y cada una tenía una pequeña historia en la que los zapatos eran el centro. Una tenía un hermoso vestido para su fiesta de quince y se antojó de unos zapatos, su madre no tenía dinero para comprarlos, pero ella insistió, era de verdad un antojo, al probárselos, el único par de ese modelo, le quedaba ajustado, pero igual, terca, salió de la tienda con la madre endeudada y los zapatos soñados. Todas nos reímos cuando confesó que no había podido bailar sufriendo por los malditos zapatos. Un cuento de Clarice Lispector, escritora brasilera que hablaba de sus zapatos rojos, había servido para que cada una de las participantes recordase un instante vivido intensamente.
Fue curioso como ante la duda de si el personaje de Clarice había sido violada o no (el texto es ambiguo), ellas, todas, afirmasen que claro que sí, que no existía la menor duda. Quien sabe sus experiencias les hacían ver el hecho desde un ángulo muy distinto a las “Chicas” del taller que tengo en casa, que la mayoría habían dicho que no, que solo había sido un desagradable manoseo.
Cuando vimos un cuento de Rulfo, el escritor mexicano: “Se oyen ladrar los perros”, fueron muy duras al juzgar al padre que había cometido un delito pero que ahora estaba desangrándose, trepado sobre el hijo que lo llevaba sobre los hombros, de noche, hasta el otro pueblo, a buscar al médico. “Para qué lo lleva, —decían, con todo lo mal que se ha portado.” Justo había matado a un hombre bueno del pueblo.
Un día no nos dejaron entrar a la biblioteca, que debo decir, estaba muy desordenada, con libros en el suelo, libros viejos que nadie quisiera leer, las “Turistas” pedían de vez en cuando algún libro en su idioma, pero no vi nada que se pareciese a la promoción de la lectura, a la lectura comunitaria o al aprendizaje de la lectura para las que sabían leer muy poquito o no comprendían muy bien. —“Hay una reunión”—nos dijeron y entonces, yo ya me retiraba con el sello en el hombro, luego de haber pasado por la inspección para ver si no traía un cuchillo o droga, que se le hace a todos los que ingresan, cuando vi que se movían como hormiguitas por el patio y en un dos por tres organizaron una mesa y una banca para que tengamos nuestro taller aunque sea bajo el sol. Yo siempre llevaba algo para rifar y quise comenzar sorteando unos naipes, pero ellas me dijeron que no, que de ninguna manera y de frente nos pusimos a leer un texto de Neruda. Una de las chicas peruanas lo sabía y se puso a recitar: " La noche está estrellada, y tiritan, azules, los astros, a lo lejos. El viento de la noche gira en el cielo y canta.” Aplausos y risas, el romanticismo puro en plena cárcel de mujeres.
Cuando decidí hacer una clase de “Historias de Cronopios y de Famas.” de Cortázar tuve miedo de que fuese un tema difícil, pero lo estudié con detenimiento y realmente les encantaron. A la semana siguiente me sorprendieron: una peruana le pedía a una turista casi con desesperación: — ¡Préstamelo!— Ella tenía entre sus manos el pequeño libro de Cortázar que se había convertido en un objeto maravilloso, como que lo es, pero que hasta hace una semana no existía en sus mundos. Yo me emocioné.
El taller era también de escritura, pero para no hacer difícil la comunicación, decidimos contar nuestras historias de manera oral y claro que contaron.
Cuando se terminó el tiempo que yo había destinado para ir donde ellas, organizaron una pequeña fiesta y cada una me regaló algo, un muñeco hecho en su taller de costura, un dibujo, una fruta. Cada cual quiso mostrar que había apreciado esos momentos en los que la literatura había sido el detonante para la posible comunicación de nuestras existencias, que es así los pienso, la más humana de nuestras habilidades.








Una foto de Clarice Lispector:

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