Las criadas de Augusto Monterroso
Amo a las sirvientas por irreales, porque se
van, porque no les gusta obedecer, porque encarnan los últimos vestigios del
trabajo libre y la contratación voluntaria y no tienen seguro ni prestaciones
ni (sic); porque como fantasmas de una raza extinguida llegan, se meten a las
casas, husmean, escarban, se asoman a los abismos de nuestros mezquinos
secretos leyendo en los restos de las tazas de café o de las copas de vino, en
las colillas, o sencillamente introduciendo sus miradas furtivas y sus ávidas
manos en los armarios, debajo de las almohadas, o recogiendo los pedacitos de
los papeles rotos y el eco de nuestros pleitos, en tanto sacuden y barren
nuestras porfiadas miserias y las sobras de nuestros odios cuando se quedan
solas toda la mañana cantando triunfalmente; porque son recibidas como
anunciaciones en el momento en que aparecen con su caja de Nescafé o de
Kellog’s llena de ropa y de peines y de mínimos espejos cubiertos todavía con
el polvo de la última irrealidad en que se movieron; porque entonces a todo
dicen que sí y parece que ya nunca nos faltará su mano protectora; porque
finalmente deciden marcharse como vinieron pero con un conocimiento más
profundo de los seres humanos, de la comprensión y la solidaridad; porque son
los últimos representantes del Mal y porque nuestras señoras no saben qué hacer
sin el Mal y se aferran a él y le ruegan que por favor no abandone esta tierra;
porque son los únicos seres que nos vengan de los agravios de estas mismas
señoras yéndose simplemente, recogiendo otra vez sus ropas de colores, sus
cosas, sus frascos de crema de tercera clase ocupados ahora con crema de
primera, ahora un poquito sucia, fruto de sus inhábiles hurtos. Me voy, les
dicen vigorosamente llenando una vez más sus cajas de cartón. Pero por qué. Porque
sí (¡oh libertad inefable!) Y allá van, ángeles malignos, en busca de nuevas
aventuras, de una nueva casa, de un nuevo catre, de un nuevo lavadero, de una
nueva señora que no pueda vivir sin ellas y las ame; planeando una nueva vida,
negándose al agradecimiento por lo bien que las trataron cuando se enfermaron y
les dieron amorosamente su aspirina por temor de que al otro día no pudieran
lavar los platos, que es lo que en verdad cansa, hacer la comida no cansa. Amo
verlas llegar, llamar, sonreír, entrar, decir que sí; pero no, siempre
resistiéndose a encontrar a su Mary Poppins-Señora que les resuelva todos los
problemas, los de sus papás, los de sus hermanos menores y mayores, entre los
cuales uno las violó en su oportunidad; que por las noches les enseñe en la
cama a cantar do-re-mi, do-re-mi hasta que se queden dormidas con el
pensamiento puesto dulcemente en los platos de mañana sumergidos en una nueva
ola de espuma de detergente fab-sol-la-si, y les acaricie con ternura el
cabello y se aleje sin hacer ruido, de puntillas, y apague la luz en el último
momento antes de abandonar la recámara de contornos vagamente irreales.
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