El martes pasado hicimos en nuetro taller a Guadalupe Nettel, a la que ya conocíamos por su libro de cuentos llamado "Pétalos".
Esta joven escritora mexicana es recientemente ganadora del Premio de Narrativa Breve Ribera del Duero (2013) Ella tiene un problema a la vista y en algunos tiene a los ojos como tema central, es el caso del segundo cuento que les presento llamado Ptosis.
Guadalupe Nettel
PERSÉFONE
(inédito)
Despertó con la sensación apacible de quien ha dormido muchas horas. Era la primera vez en varios días que no sentía el dolor en la cabeza y eso lo animó a levantarse temprano para aprovechar el domingo. Más tarde iba a llamar a su madre para contarle que su salud estaba mejorando y convencerla de que no valía la pena gastar tanto dinero en aquellos análisis. Pero casi de inmediato, al poner los pies en el suelo, notó que no estaba solo. Junto a él, del otro lado de la cama había una mujer. Estaba de espaldas, con la cara escondida bajo la almohada, el torso descubierto y las piernas bajo la sábana. Lo único que logró saber de ella es que no la conocía. Sin detenerse a pensarlo, salió del cuarto alarmado.
Una vez en el pasillo, las preguntas y las recriminaciones se le echaron encima como gatos enfurecidos. Atravesó el pasillo caminando con torpeza, recogió el periódico que lo esperaba debajo de la puerta, leyó la fecha y el encabezado para dejarlo despues sobre la mesa de la cocina, sin abrirlo siquiera. Lo mejor que podía hacer ahora era calmarse y preparar un café; tomar algunas piezas de ese pan un poco duro que sobraba en la canasta y recordar sin angustia el recorrido de sus últimas acciones, las últimas llamadas por teléfono, el almuerzo en casa de sus padres. No había huecos: el día anterior era un hilo continuo, sin nudos inexplicables, una línea anodina donde no tenían cabida ni su desconcierto ni el par de senos pequeñitos vislumbrados con la poca luz que atravesaba sus cortinas.
Quizá lo más natural habría sido despertarla, disculparse, explicar su reacción, decirle que desde hacía algún tiempo su salud lo traicionaba, sugerir incluso que lo ayudara a reconstruir el encuentro. Pero no se atrevió. Sin terminar la banderilla que había puesto sobre el plato, encendió un cigarro y siguió dando sorbos a su café, amargo como un pequeño castigo. La sinceridad en ese momento hubiera rayado en el insulto, un discurso como aquel tendría regusto a mentira o a cinismo, sobre todo no a lo que espera una persona que se despierta en una cama ajena. Se dijo que las cosas siempre tienen un orden y que quizás era posible recuperarlo, restablecer una red de citas y llamadas por teléfono que ahora no tenía en mente pero que tarde o temprano iba a recordar con imágenes y deducciones. Por un instante volvió a ver los codos puntiagudos, los brazos finos alrededor de la almohada. El recuerdo de su cuerpo le parecía ya difuso, como si en vez de haberla dejado en el cuarto hacía una hora, la hubiera visto años atrás. Sin embargo, de algún modo, la mujer le parecía conocida y esa familiaridad le daba miedo.
Las nauseas volvieron y con ellas el dolor de cabeza. Llevaba semanas incubando un malestar del que no quería saber nada y en el que se negaba a creer, como si la realidad mostrara de repente un aspecto ficticio, una falsa cara o como si él hubiera dejado de pertenecerle. Por la ventana de la cocina, miró la mañana. Un gato caminaba sobre la barda de enfrente. El edificio, comenzado hacía más de cinco años, seguía en construcción. La escena aumentó su sensación de asco. Sin saber cuándo exactamente había empezado a añorar un lugar distinto, con otro cielo, otros árboles, otra barda y otro gato. Esa impresión de desfase lo perseguía incluso en el trabajo. Y ahora la mujer. Tuvo ganas de volver al cuarto y echarla a patadas, qué atrevimiento, amanecer en su cama, qué falta de respeto, pero muy pronto comprendió que no podía. No era capaz de golpear a nadie, al contrario, se sentía totalmente desarmado, indefenso, a merced de cualquiera. Entonces comenzó a tener la sospecha de que ella no dormía. Ahora mismo debía aguardar en el cuarto, saboreando su desconcierto. Sin hacer ruido, habría entrado a su casa como un ladrón y esperado toda la noche para sorprenderlo. ¿Actuaba sola o había sido enviada por alguien? Debía haber alguna pista en la sala, una bolsa, algún saco, un disfraz, un estuche de llaves en la mesita de centro. Se puso a buscar por todas partes pero sin resultado. Vencido por el dolor, se dejó caer sobre el sillón. De algún lugar cercano, quizás un departamento vecino, le llegó el eco de un charleston, casi podía escucharlo. Cerró los ojos, se imaginó bailando. La mujer que había visto en su cama seguía el ritmo perfectamente, como si en vez de acatarlo, dictara el compás a los instrumentos. La imagen era tan real que se asustó y decidió levantarse. Entonces volvió a la cocina para esperarla en la mesa, atrincherado en ese falso desayuno. Cuando despertara, ella sabría qué hacer, de todos modos era la única que conocía la situación y sus antecedentes. Decidió que si no se marchaba pronto -ojalá lo hiciera-le ofrecería un plato de cereal, seguramente menos rancio que el pan de dulce. Iba a llamarla “tú” hasta donde fuera posible, quizás emplearía apelativos cariñosos para ocultar la absoluta ignorancia de su nombre.
¿Por qué tardaba tanto? Eran casi las once y la luz entraba franca por los ventanales de la sala. Aunque lo intentó, no pudo explicar su tardanza sin algún dejo de tragedia o de culpa. Había sido absurdo salir de la cama de esa manera, sin asegurarse primero de que ella estaba bien y dormía sin problemas. De todas formas era innegable que habían pasado la noche juntos, ¿por qué no había aprovechado la intimidad matutina para saber si era necesario preocuparse? De algún lugar igual de cierto y de ficticio que los pechos, que el cabello negro sobre la espalda, le llegó un sentimiento agrio de compasión por la mujer que en cualquier estado de ánimo o de salud -todo era posible ahora- se pondría la ropa sola para irse a su casa bajo aquel domingo hostil y caluroso. Se preguntó si al menos habían pasado un buen rato y trató de averiguarlo olfateando los rastros de la noche sobre la yema de sus dedos, pero en vez de un olor a piel distinguió el tufo a humedad con el que comenzaban siempre las nauseas. Esta vez, sin embargo, pudo controlarlas y no fue necesario precipitarse al cuarto de baño. Entonces decidió abrir la puerta.
Cuando entró en la habitación, la mujer ya no estaba en la cama, pero algo en el aire delataba su presencia. Se recostó un momento sobre la almohada, esperando que pasara el malestar y sobre todo ese olor persistente que lo invadía todo como una marea, como unos brazos delgados y voluptuosos que lo hubieran esperado toda la vida, con paciencia y ahora lo acogieran despacio, con dulzura, conduciéndolo a ese lugar no tan lejano como él había creído siempre, sino increíblemente cerca, para llevarlo a ese domingo soleado del que ya nunca se vuelve.
Ptósis tomado de: http://www.barcelonareview.com/55/s_gn.htm
Guadalupe Nettel
El trabajo de mi padre, como muchos en esta ciudad, es un empleo parasitario. Fotógrafo de profesión, se habría muerto de hambre -y con él toda la familia- de no haber sido por la propuesta generosa del Dr. Ruellan que, además de un salario decente, le otorgó a su impredecible inspiración la posibilidad de concentrarse en una tarea mecánica, sin mayores complicaciones. El Doctor Ruellan es el mejor cirujano de párpados de París, opera en el Hôpital des 15/20 y su clientela es inagotable. Algunos pacientes prefieren incluso esperar un año para obtener una cita con él en vez de optar por un médico de menor renombre. Antes de intervenir, nuestro benefactor le exige a sus pacientes dos series de fotografías: la primera consiste en cinco tomas cercanas -de ojos cerrados y abiertos- para que quede constancia de su estado antes de la operación. La segunda se lleva a cabo una vez practicada la cirugía, cuando la herida ya ha cicatrizado. Es decir que, por más satisfactorio que les parezca el trabajo, vemos a nuestros clientes sólo dos veces en la vida. Aunque en ocasiones ocurre que el doctor cometa alguna falla -nadie, ni siquiera él es perfecto-: un ojo queda más cerrado que el otro o, por el contrario, demasiado abierto. Entonces la persona se vuelve a presentar para que le tomemos una nueva serie por la cual pagará otros trescientos euros, pues mi padre no tiene la culpa de los errores médicos. A pesar de lo que pueda pensarse, las cirugías de los párpados son muy frecuentes y sus razones innumerables, comenzando por los estragos de la edad, la vanidad de la gente que no soporta las marcas de vejez en el rostro; pero también los accidentes de coche que a menudo desfiguran a los pasajeros, las explosiones, los incendios y otra serie de imprevistos: la piel de un párpado es de una delicadeza insospechada.
En nuestro negocio, cercano a la Place Gambetta, en el XXeme arrondissement , mi padre tiene enmarcadas algunas fotografías que tomó durante su juventud: un puente medieval, una gitana tendiendo ropa junto a su remolque o una escultura expuesta en el jardín de Luxemburgo, con la que ganó un premio juvenil en la ciudad de Rennes. Basta verlas para saber que, en una época muy lejana, el viejo tenía talento. Mi padre también conserva en sus paredes obras de factura más reciente: el rostro de un niño muy bello que murió en el quirófano de Ruellan (un problema de anestesia) su cuerpo resplandece en la mesa de operaciones, bañado por una luz muy clara, casi celestial que entra de manera oblicua por una de las ventanas.
Comencé a trabajar en el estudio a la edad de quince años, cuando decidí dejar la escuela. Mi padre necesitaba un ayudante y me incorporó a su equipo. Aprendí entonces el oficio de fotógrafo médico especializado en oftalmología. Aunque después, con el paso del tiempo, me fui encargando de las labores de oficina, entre ellas la contabilidad del negocio. Pocas veces he salido a la ciudad o al campo en busca de una escena que inspire a mi veleidoso lente. Cuando paseo, generalmente lo hago sin la cámara, ya sea porque se me olvida o por miedo a perderla. Confieso sin embargo que a menudo, mientras camino por la calle o los pasillos de algún edificio, siento deseos repentinos de tomar una foto, no de paisajes o puentes como hizo alguna vez mi viejo, sino de párpados insólitos que de cuando en cuando detecto entre la multitud. Esa parte del cuerpo que he visto desde la infancia, y por la que jamás he sentido ni un atisbo de hartazgo, me resulta fascinante. Exhibida y oculta de manera intermitente, obliga a permanecer alerta para descubrir algo que de verdad valga la pena. El fotógrafo debe evitar parpadear al mismo tiempo que el sujeto de estudio y capturar el momento en que el ojo se cierra como una ostra juguetona. He llegado a creer que para eso se necesita una intuición especial, como la de un cazador de insectos, no creo que haya mucha diferencia entre un aleteo y un batir de pestañas.
Me cuento entre el escaso porcentaje de la gente a la que le apasiona su trabajo y, en ese sentido, me considero afortunado. Pero esto no debe causar confusiones: nuestro oficio tiene algunos inconvenientes. Por el estudio pasa toda clase de individuos, la mayoría de las veces en situaciones desesperadas. Los párpados que llegan hasta aquí son casi todos horribles, cuando no causan malestar, dan lástima. No es gratuito que sus dueños prefieran operarse. Al transcurrir los dos meses de convalecencia, cuando los pacientes, ya transformados, regresan por la segunda serie de fotografías, respiramos con alivio. Esa mejoría pocas veces alcanza el cien por ciento pero cambia por completo un rostro, su expresión, su gesto permanente. En apariencia los ojos quedan más equilibrados, sin embargo, cuando uno mira bien -y sobre todo cuando ha visto ya miles de rostros modificados por la misma mano-, descubre algo abominable: de algún modo, todos ellos se parecen. Es como si el Doctor Ruellan imprimiera una marca distintiva en sus pacientes, un sello tenue, pero inconfundible.
A pesar de los placeres que otorga, esta profesión, como cualquier otra, termina causando indiferencia. Recuerdo haber visto pocos casos verdaderamente memorables en nuestro establecimiento. Cuando esto ocurre, me acerco a mi padre que prepara la película en la trastienda y le pido al oído que me deje disparar el obturador. Él siempre accede, aunque sin entender la razón de mi súbito interés. Uno de esos hallazgos ocurrió hace menos de un año, en el mes de noviembre. Durante el invierno, el estudio, situado en la planta baja de una antigua fábrica, se vuelve insoportablemente húmedo y es preferible salir a la intemperie que permanecer en esa cueva gélida y oscura por las necesidades del oficio. Mi padre no estaba esa tarde y yo, muerto de frío junto a la puerta, me entretenía con las indecisiones de la lluvia mientras maldecía a una cliente que tenía más de un cuarto de hora de retraso. Cuando su silueta apareció por fin detrás de la reja, me sorprendió que fuera tan joven, debía haber cumplido cuando mucho veinte años. Un gorro negro, impermeable, le cubría la cabeza y dejaba resbalar las gotas por su cabello largo. Su párpado izquierdo estaba unos tres milímetros más cerrado que el derecho. Ambos tenían una mirada soñadora, pero el izquierdo mostraba una sensualidad anormal, parecía pesarle. Al mirarla me embargó una sensación curiosa, una suerte de inferioridad placentera que suelo experimentar frente a las mujeres excesivamente bellas.
Con una parsimonia exasperante, como si el retraso la tuviera sin cuidado, se acercó a preguntarme en qué piso se encontraba el fotógrafo. Seguramente me confundió con el conserje.
-Es aquí -le dije. -Está usted frente a la puerta. Abrí el cerrojo y, en un gesto exaltado que ella no pudo adivinar, encendí todos los reflectores, como cuando en un salón de baile hace su aparición un miembro de la realeza. En cuanto estuvo adentro se quitó el sombrero, su pelo negro y largo parecía una extensión de la lluvia. Como todos lo clientes, me explicó que había conseguido una cita con el Doctor Ruellan para que resolviera su problema.
"¿Cuál problema?", estuve a punto de preguntar. "Usted no tiene ninguno". Pero me abstuve. Era tan joven. no quería turbarla y preferí hacer un comentario banal:
-No parece usted de París, ¿de dónde viene?
-De Picardía. -Contestó ella con timidez, evitando el contacto con mi vista, como suelen hacer los pacientes. Sólo que ahora, en vez de agradecerlo, esa actitud esquiva me desesperó. Hubiera dado cualquier cosa por seguir mirando durante la tarde entera ese párpado pesado y al mismo tiempo frágil y habría dado el doble porque esos ojos se fijaran en mí.
-¿Le gusta París? -Pregunté yo, empleando un tono falsamente distraído.
-Sí, pero no podré quedarme mucho tiempo. En realidad he venido únicamente para la operación.
-París la atrapará, puede estar segura. Cuando menos lo imagine se vendrá a vivir aquí.
La muchacha sonrió bajando la cabeza.
-No lo creo. Quisiera volver cuanto antes a Pontoise, no me gustaría perder el año por esto.
La idea de que esa mujer viviera en otra ciudad bastó para deprimirme. Empecé a sentirme malhumorado. De manera repentina, quizás un poco brusca, interrumpí la charla para ir a buscar la película.
-Siéntese aquí. --La apuré al regresar. Nunca en mi vida profesional había sido tan poco amable. La muchacha ocupó el banquillo y se echó el cabello hacia atrás poniendo sus rostro en evidencia.
-No sé si usted está enterada -le dije simulando compasión -los resultados nunca son perfectos. Su ojo no será jamás igual al otro. ¿Se lo ha explicado el doctor?
Ella asintió en silencio.
-Pero también me dijo que los dos párpados quedarán a la misma altura. Para mí es suficiente.
Me disponía a enseñarle una serie de fotografías de operaciones sin éxito con el fin de desanimarla. Pensé en decirle que, de cualquier manera, quedaría con el sello inconfundible de los pacientes operados por el Doctor Ruellan, esa tribu de mutantes. Sin embargo, no tuve el valor necesario. Sin decir una palabra, coloqué el telón de fondo blanco detrás de su cabeza, apuntando el reflector hacia sus ojos. En lugar de las tres tomas habituales disparé el obturador quince veces y habría seguido así hasta el anochecer si mi padre no hubiera llegado.
Al escuchar el cerrojo de la puerta, apagué los proyectores de luz. La joven se puso de pie y se acercó al mostrador para firmar un cheque donde leí su nombre en letra de colegiala.
-Deséeme suerte -dijo.-Nos veremos dentro de dos meses.
No puedo describir el abatimiento en el que caí esa tarde. Revelé las fotos de inmediato; metí las más convencionales en un sobre con el sello del hospital y conservé la que me pareció mejor lograda en el cajón de mi escritorio: una toma de frente, soñadora y obscena.
Mis esfuerzos por olvidarla resultaron inútiles. Durante tres meses esperé con auténtico terror a que viniera por la segunda serie, de ninguna manera quería estar presente. Cada lunes echaba un vistazo a la agenda de mi padre para saber en qué momento ausentarme. Pero ella nunca vino.
Una tarde, a principios del verano, mientras caminaba por los muelles en busca de algún párpado interesante, volví a verla. El cause del Sena estaba sereno en esos días; las piedras reflejaban su color verde oscuro y su vaivén oscilante. Ella también iba mirando el río de modo que por poco chocamos de frente. Para mi gran sorpresa, sus ojos seguían siendo los mismos. La saludé cortésmente, haciendo lo imposible por ocultar mi júbilo, pero al cabo de unos minutos no aguanté más:
-¿Cambió de opinión? -Pregunté, -¿decidió no operarse?
-El Doctor tuvo un impedimento y fue necesario aplazar la fecha hasta el fin del año escolar. Mañana ingreso en el hospital, como no tengo familia en la ciudad permaneceré dos días interna.
-¿Cómo van sus estudios?
-La semana pasada presenté mi examen en la Sorbona. -Respondió sonriendo. -Quisiera mudarme a París.
Parecía contenta. En su mirada advertí esa expresión de esperanza que suelen tener los pacientes en vísperas de cirugía y que otorga a los rostros más deformes un aire de candor.
La invité a tomar un helado en la isla Saint Louis. Una orquesta de jazz tocaba cerca y, aunque desde donde estábamos no era posible ver a los músicos, las notas se oían en el muelle como si emergieran del río. La luz del sol le teñía los párpados de naranja. Caminamos varias horas, a veces en silencio otras hablando de lo que sucedía durante el paseo; de la ciudad o del futuro que le esperaba en ella. De haber llevado la cámara tendría ahora alguna prueba, no sólo la mujer ideal sino también del día más alegre de mi vida.
Al anochecer la acompañé al hotel donde se hospedaba, una pocilga cerca de Bonne Nouvelle. Pasamos la noche juntos en una cama decrépita, en peligro constante de irse al suelo. Una vez desnudos, los veinte años de diferencia que había entre nosotros se hicieron más evidentes. Le besé los párpados una y otra vez y, cuando me cansé de hacerlo, le pedí que no cerrara los ojos para seguir disfrutando de esos tres milímetros suplementarios de párpado, esos tres milímetros de voluptuosidad desquiciante. Desde el primer abrazo hasta el momento en que, agotado, apagué la lamparita de noche, sentí la necesidad de convencerla. Entonces, sin ningún tipo de pudor o inhibiciones, le rogué que no se operara, que se quedara conmigo, así, como era en ese momento. Pero ella pensó que se trataba de una cursilería, una de esas mentiras exaltadas que se dicen en circunstancias como esa.
Prácticamente no dormimos esa noche. ¡Si el Doctor Ruellan lo hubiera sabido! Él que siempre exige a sus pacientes el más absoluto reposo en vísperas de una cirugía. Ella llegó al pabellón pre-operatorio con unas ojeras que la hacían verse mayor y también más hermosa.
Le prometí acompañarla hasta el último momento y después, cuando se recuperara de la anestesia, venir a verla de inmediato. Pero no me fue posible: en cuanto la enfermera entró al cuarto para llevársela al quirófano me escapé reptando hasta el elevador.
Salí del hospital hecho añicos, como quien acaba de encarar una derrota. Pensé tanto en ella al día siguiente. La imaginé despertando sola, en ese cuarto hostil con olor a desinfectante. Hubiera deseado poder estar ahí acompañándola y lo habría hecho de no haber habido tanto en juego: mis recuerdos, mis imágenes de esos ojos que, de haber visto después, idénticos a los de todos los pacientes del Dr. Ruellan, habrían desaparecido de mi memoria.
Algunas tardes, sobre todo en los periodos austeros en que la clientela no ofrece ninguna satisfacción, pongo su fotografía sobre mi escritorio y la miro unos minutos. Al hacerlo me invade una suerte de asfixia y un odio infinito hacia nuestro benefactor, como si de alguna forma su escalpelo me hubiera mutilado. No he vuelto a salir con la cámara desde entonces, los muelles del Sena no me prometen ya ningún misterio.
© Guadalupe Nettel 2006.
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