Entrevista a Sergio Pitol por Jorge Moch en La Jornada Semanal
-Por qué escribir como un oficio? ¿Por qué narrativa o ensayo y no poesía?
Mire, yo tuve una relación muy intensa con la literatura
desde que empecé a leer, siendo muy pequeño, a una edad que a muchos les
parecía increíble. Yo vivía en el ingenio de Potrero, mis padres habían muerto.
La muerte de mi padre me dejó muy golpeado y casi inmediatamente después, la de
mi madre me resultó peor, y todo eso yo creo que me debilitó físicamente...
¿A qué edad le sucedió todo esto?
No llegaba yo a los cinco años. Cuando yo tenía cuatro murió
mi padre, y debo haber estado por los cinco cuando murió mi madre. Entonces, le
decía, yo creo que eso me quebró la salud. Mi hermanita menor no resistió el
golpe y a las dos o tres semanas murió también. Yo contraje un paludismo al que
le llamaban consultivo, Malaria consultiva, tuve una
salud terriblemente quebradiza, al grado que no pude hacer la primaria, no tuve
una escolaridad regular, por las fiebres, por la debilidad. Mi vida durante
años transcurrió en el confinamiento a una habitación, y mis experiencias al
aire libre se limitaban a la terraza a la que a veces salía yo cuando estaba
bien. En ocasiones, cuando no se presentaba la fiebre, iba yo al cine algunas
noches. En Potrero había cine una vez a la semana. Esas eran mis salidas al
aire libre; no tuve juegos, tan necesarios a esa edad, ni me fue posible hacer
ejercicio, como mi hermano y nuestros amigos y compañeros. Entonces los libros
fueron mi salvación. Recuerdo que en una ocasión unas tías mías pasaron por
Potrero y me llevaron unos libros infantiles, de aventuras, libros de Julio
Verne y de Jack London. El primer libro que leí, y que adoro, que todavía
venero porque señaló para ese niño enfermo la entrada al mundo en el que se
desarrollaría posteriormente mi vida, fue Dos
años de vacaciones, de Julio Verne; ese libro era todo lo contrario, lo
antitético a lo que era mi vida. Es la historia de un grupo de niños que van a
hacer un viaje, premiados por la escuela con dos semanas en un barco alquilado
por los padres de esos niños para recorrer un grupo de islas, no recuerdo bien
si en los mares de Australia o Nueva Zelanda, pero el día que se suben los
niños se desata una tormenta y no ha subido al barco la tripulación, ni
siquiera el mismo capitán de la embarcación... Entonces esta tormenta se lleva
a los niños que naufragan y llegan a una isla perdida, donde viven dos años y
donde de alguna manera, muy elemental, reconstruyen la historia de la
tecnología humana, desde la domesticación de animales y el cultivo de algunas
plantas hasta hacer telas, casas, máquinas rudimentarias para poder vivir de
modo confortable, pero en contacto perpetuo, ininterrumpido con la naturaleza.
Entonces es de imaginarse que para un niño permanentemente azotado por la
fiebre, que no puede salir, que no puede ir a la escuela, descubrir todas estas
maravillas a través de esos otros niños literarios es una experiencia
asombrosa.
Leí casi todo Verne, lo sigo leyendo con mucha pasión. En
casi toda la obra de Verne hay niños o adolescentes, inmersos en aventuras y
viajes. Así, con esas lecturas, pues viajé al corazón del África, a la
Antártida, a las más remotas regiones de Siberia, la India, Turquía, al
Amazonas, el Orinoco, Alaska, a México mismo, y todos esos viajes, por eso la
colección se llama Viajes Maravillosos, me marcaron con sus paisajes
inenarrablemente extraños, su gente, su fauna, el exotismo de lo remoto y los
extraños medios también que se hacían, se hacen necesarios para llegar a esos
lugares, como la nave para viajar a la luna, al centro de la Tierra o al fondo
del mar. Todo esto me hizo vivir una realidad literaria, una realidad de la
fantasía, mucho más fuerte que el mundo mismo. Cuando llegaban amigos de mi
hermano de visita, o los amigos y las amigas de mi abuela, que hablaban sobre
las cosas que les sucedía a ellos y de las cosas que pasaban en el pueblo y en
la región, lo cotidiano, todo ello se me hacía tan plano y tan gris... me decía
yo que qué había de atractivo en todo aquello, que era de una apabullante
estupidez, de una grisura y un aburrimiento titánicos, cuando el mundo era y es
mucho más interesante.
Fui desde los cinco años un lector de tiempo completo y eso
creo que me salvó la vida y me hizo la infancia una época floreciente, una
infancia felicísima; me parecía terrible que mi hermano tuviera que ir a la
escuela todos los días, que tuviera que montarse en un caballo, que tuviera que
cumplir tareas, cuando hubiera podido estar como yo, disfrutando la vida de los
libros. De Verne pasé a libros que podríamos llamar de adolescente, que me
maravillaron; libros de Dickens, de Stevenson, que representó para mí casi la
continuación de Verne, La isla
del tesoro, por ejemplo, los libros de Twain, Huckleberry Finn, Tom Sawyer... todo esto
mantenía el carácter fantástico, los elementos de la aventura y el triunfo
final. Por eso, ya estando en Dickens, en Twain, en Stevenson, que son grandes
estilistas, me fue muy fácil llegar a los libros de mi abuela, que eran la
novela inglesa y la francesa del xix, entonces entré a la lectura de Balzac, de
Stendhal; a los doce años o trece yo ya había leído los cinco volúmenes de Guerra y paz de Tolstoi.
¿Es entonces cuando nace en Sergio Pitol esa inclinación por
la literatura de Europa Oriental?
Sí, sí. Por la literatura del xix, particularmente la rusa:
Tolstoi, Dostoievski, Gogol. Acaba de salir mi último libro que es un viaje, un
homenaje a la literatura rusa, y el último capítulo soy yo niño y mi conexión
infantil con Rusia, con lo ruso. Ese es mi contacto inicial con la literatura.
Pasando unos años recuperé la salud y pude ya hacer la secundaria, luego la
prepa, pude irme al Distrito Federal. A los dieciséis o diecisiete años tenía
una salud que podríamos llamar normal, y unas ganas enormes de vida, de viajes,
de experiencias. Era también un poco snob,
porque sentía que mis compañeros de la secundaria y la prepa y aún en la
universidad eran más infantiles, no tenían ese bagaje; había cierta distancia,
si no intelectual, porque algunos eran muy inteligentes, por lo menos de
conocimiento.
¿Y el salto hacia la escritura?
Mi generación es la de autores nacidos en treinta y dos o
treinta y tres, como Juan Vicente Melo, Salvador Elizondo, Juan García Ponce,
José de la Colina, Julieta Campos, Elena Poniatowska. Toda esta generación
empezó a publicar muy joven, a los dieciséis, a los diecisiete. No sé qué había
en el aire en esos años, aunque bueno, en el xix también se empezaba a publicar
a esa edad, rondando los dieciocho, los diecinueve...
¿En qué momento supo usted que sería escritor?
Ya mayor. Debo haber tenido veinticuatro o veinticinco años,
cuando ellos, mis compañeros de generación, ya tenían varios libros o ya habían
estrenado obras de teatro. Tuve un momento revelador...
En El arte de la fuga habla
usted del 57 como un año decisivo en su obra. ¿Es entonces que se da
esta revelación?
En el 56 o 57, sí, con la publicación de mis cuentos en Los cuadernos del
unicornio (dirigidos por
Juan José Arreola). Empecé a escribir con una generación cronológicamente
posterior a la mía, con los que fueron mis verdaderos compañeros de generación,
de entrada a la literatura, que fueron José Emilio Pacheco y Carlos Monsiváis.
Seguí leyendo con mucha avidez, viendo teatro, asistiendo a
muchas exposiciones; la cultura era algo muy cercano al medio donde me movía, y
de hecho era un ambiente en el que me sentía muy cómodo, pero como espectador,
no como creador. En una ocasión, en una especie de pequeña crisis sentimental
me fui a pasar unos días a Tepoztlán, que entonces era todavía más bello que
ahora, paradisíaco, aunque entonces era un lugar de muy difícil acceso, se tenía
que ir por tren, atravesar las montañas, y el trayecto duraba horas, para
llegar a ese pueblo sin luz eléctrica. Entonces alquilé una casa; me fui con
mis libros, había decidido pasar una temporada haciendo ejercicio, paseos de
montaña, leyendo. A los pocos días, la verdad que no sé ni cómo, si de
inmediato o después de cierto tiempo, me asaltó el recuerdo de algunas
conversaciones de mi abuela con sus cuñadas y sus amigas, y empecé a escribir
un relato, tal vez para entretenerme en la soledad del campo, porque durante la
semana no había nadie con quien pudiera yo conversar más allá de lo elemental.
Me vino como una fiebre de escribir estas situaciones, de recrear esas
historias de familia, transformándolas, dándoles forma de cuento. Después, en
la Facultad de Filosofía y Letras tomé un curso como oyente con la dramaturga
Luisa Josefina Hernández, que era sobre el estudio de la tragedia griega. Era
algo así como Técnica dramática o El drama y sus mecanismos, no recuerdo bien;
con ella repasamos las tragedias griegas. Luisa Josefina sostenía que el teatro
del mundo entero está basado en la tragedia griega y que a ella vuelve
continuamente. Había, decía, hay, Antígonas, Elektras, Edipos y Yocastas por
todos lados, que seguían y siguen siendo nuevos, estando vivos. Uno de los
ejercicios que nos puso Luisa Josefina y que a mí me gustó mucho era que
escogíamos una tragedia, la que fuera, pero había que reescribirla situándola
en México, en nuestro siglo, o sea desde el porfiriato hasta los años
cincuenta. Luisa Josefina resultó reveladora, por su electricidad, su
entusiasmo, la manera en que leía sus monólogos, la libertad con que se
expresaba, que en aquella época no era algo común, no era normal expresar la
pasión, la sexualidad, lo mucho que de truculento tiene el mundo helénico.
Varias veces hice las notas, estructuré las escenas, establecí las
características de los personajes y su situación, quién era fulano, qué hacía
zutano, qué iba yo a poner en la novela, pero me resultaba prácticamente
imposible hacerlos hablar, que hubiera un diálogo suelto, natural. Pienso que
ahora es en lo que más soltura tengo en mis novelas, pero en aquel tiempo era
imposible. Cuando terminaba de hacer todo el panorama de lo que iba a ser mi
tragedia, la releía y me percataba de que era casi un cuento. Trataba de hacer
los diálogos y los personajes se me acartonaban, se hacían como de palo, se
desplomaban, entonces empezaba a hacer diálogos como "enterrados",
que subyacían en la trama, y de esa manera fue como nacieron mis cuentos.
Entonces advertí que tenía posibilidades narrativas, aunque si alguna vez pensé
que haría carrera con las letras, que de ellas haría mi vida, había creído que
escribiría teatro, que sería dramaturgo. En esa época escribí varios cuentos y
los publiqué. Después pasaron años en que los libros fueron como un islote;
seguía leyendo, trabajaba para editoriales; luego sería en la diplomacia. Tenía
una vida que puedo calificar de sabrosa, interesante, divertida, muy cultivada,
pero sin ganas de escribir, como que fue un periodo necesario por alguna
extraña razón, hasta que en el 61 o 62 me fui de México y en Italia, estando un día en espera de
alguien en un café, empecé de nuevo a escribir un cuento en un cuaderno que
llevaba para tomar notas. A partir de ese momento supe que mi vida estaba
ligada a la literatura, no sólo de manera pasiva, como lector, sino como
escritor.
Dando por sentado que ya esa escritura contiene un trazo
definido, propiciatorio de un estilo, ¿es valedera la fórmula de Faulkner de
que antes de ser poeta hay que ser ensayista, antes de ello novelista, y antes
de novelista, cuentista? ¿Qué vigencia cobran estos esquemas de género, en un
medio tan abigarrado, tan cálido y a veces sofocante como el latinoamericano, a
diferencia de la sobriedad del mundo sajón o teutón?
Yo no me había percatado de la existencia de esa fórmula. Lo
que sí le puedo decir es que Faulkner intentó ser poeta, y francamente resultó
mediocre y abandonó la poesía. Además hay que tener cuidado, porque Faulkner
igual preconizaba que el escritor, y para ese efecto, cualquiera, debía
someterse a todas las experiencias posibles, así sugería que el aprendiz de
escritor se desempeñara durante algún tiempo como mesero en el burdel de peor
ralea de la ciudad, para que viviera de cerca las más bajas o las más
pintorescas pasiones, entre alcahuetes, prostitutas y viciosos... No. Yo creo
que es cuestión de circunstancias muy personales, de antecedentes, de vocación.
A lo mejor es hasta una cuestión de herencia, la inclinación a cierta manera de
manifestarse artísticamente. Octavio Paz saltó desde el principio a la poesía y
al ensayo, y diseñó una literatura particular, sí, pero para todo el mundo,
también...
Y sí escribió novelas... ¿no ve que Vicente Fox afirmó
haberlas leído todas?
Sí. [Ríe.] No sé qué esperar realmente de la política
cultural del señor Fox...
Usted afirma que es necesario el antecedente clásico en toda
literatura, al menos en el ámbito formativo. ¿Cómo explicar entonces a buena
parte de la literatura del boom o de la onda, la obra de Parménides
García Saldaña o el mismo José Agustín?
El caso de José Agustín es lo que decía de la inclinación
natural a la literatura. Aunque comenzó a publicar muy joven, con el tiempo
creció su avidez por el conocimiento. Sin duda es un escritor cultísimo, que
fue nutriendo su obra de leer a los clásicos y a muchos otros autores.
Experimentó, o debió hacerlo, esa avidez por la lectura. Por eso cada vez fue
escribiendo mejor. Y creo que la mayoría de los escritores de ahora, en su momento
cada quien, nos hemos empapado de la literatura de los clásicos y han formado
parte importantísima sus obras de las nuestras. Pero no hay recetas. Quizá la
mejor es leer mucho y conocer, adentrarse en la literatura del pasado para
poder dar el salto a otras cosas.
No hay procedimientos comunes, lo que para uno es veneno,
para otro resulta necesario. La individualidad tiene que manifestarse. Yo les
digo esto a los escritores jóvenes porque a veces, en los talleres, les enseñan
a escribir como si hubiera formas absolutas. Hay ciertas cosas básicas, pero se
me ocurre que algunos recursos que a Nabokov lo hubieran llevado al desastre, a
Hemingway o a Dos Pasos les sirvieron enormemente para desarrollar su
literatura.
¿Viajar es indispensable? Confieso que la pregunta lleva
cierta malicia, por los títulos de algunos de sus libros...
Acuérdese de que también hay gente que no salió nunca de su
pueblo o de su región. Viajar quizá mentalmente sí es indispensable, no ponerse
límites, no cerrarse, no crearse formas aldeanas, sino concebir el mundo como
amplio y diferente, saber que uno es un granito en ese inmenso mundo y que no
hay nada eterno. Hay escritores que necesitan el movimiento, como Hemingway.
Yo, por ejemplo, muchos escritores mexicanos, como Pellicer, que vivió
veintiocho años viajando por el mundo; Paz, Fuentes, Monsiváis, Gutiérrez Vega,
Poniatowska, García Ponce... Creo que es muy necesario, pero hay gente que no
salió de su lugar de origen y que hizo libros fabulosos, como Emily Brönte,
encerrada en un cuarto perdido en un páramo y escribe Cumbres borrascosas. El mismo
Faulkner, que viajó un poco por la primera guerra mundial para después meterse
de vuelta a su pueblo, y fuera de unos cuantos viajes a Los Angeles, por
contrato de trabajo, regresaba siempre a ese Oxford Mississippi del que no
salía y le era suficiente. Ahí tampoco hay reglas.
¿Veremos algún proyecto de narrativa que retome la gran
novela satírica que se propuso escribir a finales de los cincuenta y que ha
desarrollado a lo largo de su obra? ¿Existe la posibilidad de recuperar la
narrativa después de los últimos ensayos que ha publicado?
Estos últimos libros que he escrito, por ejemplo, El arte de la fuga, que concebí
como ensayo, cuando lo envié a las dos editoriales que me publican, una en
México y otra en España (Era y Anagrama), sin ponerse de acuerdo entre ellos,
después de leerlo lo metieron en sus colecciones de novela, porque está escrito
con estructura narrativa. El
viaje, que pensaba yo que iba a ser una crónica de mis viajes, a final de
cuentas también se me convirtió en otra cosa, todavía mucho más libertaria que
los otros libros que he escrito. Y no, no me propongo nada ya ahora en forma
categórica, sino lo que vaya sintiendo por instinto, que quiera y que me motive
a escribir.
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